Esto tampoco llegaste a verlo. Estuve plantificada con esta cosa entre las manos en Green Mountain Hardware, sola, callada y tratando de conjurar a Al junto a mí para poderle preguntar cosas que solo él podía saber. ¿Es esto una lima de verdad, como la que utilizan en Huida al amanecer o Fugitivos a la luz de la luna para escapar mientras los persiguen los perros y el alambre de espino se recorta sobre la luz de los reflectores? Al y yo habíamos visto esa sesión doble como parte de la Semana Carcelaria del Carnelian, que irónicamente terminó con un documental de Meyers sobre los internados. El cine estaba casi vacío aquel día, ¿a quién más se lo podía preguntar? A los trabajadores del Green Mountain, con sus chalecos y auriculares, no les podía decir: «¿Se puede meter esta lima en el horno?». Nos imaginé, a ti y a mí, víctimas de un pacto de suicidio accidental, envenenados por hierro a consecuencia de la sorpresa que quería que compartiéramos. Deseaba con todas mis fuerzas llamar a Al y decirle: «Sé que estamos enfadados, tal vez para siempre, pero ¿podrías aclararme solo esta cuestión sobre el metal y la cocina?», pero por supuesto no lo hice.

Joan, pensé, tal vez podría llamar a Joan, y entonces apareció Annette doblando la esquina.

—Hola, Min.

—Annette, hola.

—¿Qué haces aquí?

—De compras para Halloween —dije alzando la lima.

—Vaya, yo también —exclamó ella—. Necesito unas cadenas. ¿Me acompañas?

Nos dirigimos hacia donde estaban, una hilera de rollos brillantes de los que podías tirar y comprar por metros. Annette las observó como si fueran verdaderas joyas, deteniéndose para colocar su brazo totalmente desnudo contra ellas.

—¿De qué vas a disfrazarte? —le pregunté.

—Estoy tratando de ver qué sensación dan —respondió—. No sé, es una especie de traje medieval que estoy haciendo con otra persona. Pero ajustado, ya sabes.

De fulana, es lo que pensé. Todas las chicas que salen con deportistas se disfrazan de fulanas: bruja fulana, gata fulana, prostituta fulana.

—¿Piensas que podría llevarlas sin sujetador?

—¿De verdad? —traté de no chillar.

—Me refiero a envolverme con ellas como si fuese una camiseta sin tirantes. No soy tan guarra.

—Creo que al final de la noche tendrías moratones —dije.

Se volvió para mirarme.

—¿Me estás metiendo miedo? —respondió.

—¿Qué? ¡No!

—Es una broma, Min. Una broma. Ed me dijo que es él quien no pilla tus bromas. Joder, como diría él.

—Joder —asentí tontamente.

—¿Para qué es eso?

—En realidad, no lo he decidido —respondí—. Estaba pensando…, ¿sabes que Ed va de prisionero?

—Sí, la cadena de presos.

—¿Has visto en las películas antiguas de prisioneros que solían meter una lima dentro de un pastel?, para serrar los barrotes o algo así. Y la esposa fiel los ayuda teniendo el coche arrancado junto a la puerta trasera.

Annette miró con recelo la lima.

—¿Tú eres la esposa de Ed para Halloween?

Estaba sonriendo, pero era como si me hubiera llamado estúpida a la cara. Me sentí desaliñada mientras sus brillantes ojos permanecían clavados en mí, una imbécil con pantalones y zapatos de gordo.

—No —dije—. Solo iba a prepararle una tarta para animarle ese día.

—Por lo que recuerdo, siempre está animado —respondió Annette con una ligera sonrisa.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Lo sé. Entonces, ¿de qué vas a ir?

—De carcelero —respondí.

—¿Qué?

—¿El que cuida de la prisión?

—Oh, sí. Guay.

—Sé que es una tontería, pero tengo un abrigo de mi padre que puedo ponerme.

—Guay —repitió desenrollando su elección.

—Yo no podría, ya sabes. No me pegan los trajes sexys.

Annette se detuvo y me examinó de arriba abajo, probablemente por primera vez, pensé.

—Por supuesto que te pegan, Min. Es solo que… —y se mordió el labio como diciendo «no importa».

—¿Qué?

—Bueno, que eres…, sé que no te va a gustar.

—¿Cómo?

—Eh…

—Ibas a decir bohemia.

—Iba a decir lo que Ed repite siempre. Tú eres distinta, no necesitas hacer este tipo de cosas —levantó la cadena con desdén—. Tienes un buen cuerpo, de verdad, eres guapa y todo eso. Pero tienes también todo lo demás. Por eso las otras están celosas de ti, Min.

—No están celosas.

—Sí —respondió casi enfadada, mirando hacia las cadenas—. Lo están.

—Bueno, si están celosas, es solo porque salgo con Ed Slaterton, no por mí —dije.

—Exacto —afirmó, y sacudió el pelo—. Pero tú eres la que se lo ha llevado —hizo un gesto con la cabeza hacia la lima—. Sería mejor que llevaras un arma el sábado por la noche. Todas las chicas serán Cleopatras vampiresas que tratarán de alejarle de ti con sus garras.

Annette se rio y yo decidí reírme también. Se está quedando conmigo, pensé, y luego dije en alto: —Una lucha de gatas. A los chicos les encantará.

—Podríamos cobrar entrada —sugirió simulando que me arañaba—. ¿Has terminado?

Había decidido, con rotundidad, no comprar la estúpida lima. Con ella entre las manos, acompañé hasta la caja registradora a Annette, que avanzaba entusiasmada junto a su dependiente, que cortó la cadena y le hizo un descuento. El mío me dio la vuelta y un tique.

—¿Quieres tomarte un zumo o alguna tontería así?

—No, gracias —respondí saliendo con ella—. Tengo que regresar a casa y terminar el disfraz.

—No te habrás asustado por lo que te he dicho del sábado, ¿verdad? Era una broma.

—No —aseguré.

—Bueno, una especie de broma —aclaró con una sonrisa, cambiándose de mano la bolsa con las cadenas—. Quiero decir que todo el mundo sabe que está contigo.

—Jillian no.

—Jillian es una zorra —exclamó con demasiada dureza.

—¡Vaya!

—Es una larga historia, Min. Pero no te preocupes por ella.

Miré con tristeza los coches mojados. Había estado lloviendo, mi pelo judío, rizado, oscuro y encrespado, se había convertido en una horrible nube de contaminación, e iba a llover más. Fuera de Green Mountain, me sentía desprotegida, vulnerable como la llama de una cerilla, como un cachorrito perdido en las calles sin madre, ni collar, ni una caja de cartón a la que llamar hogar.

—Me preocupa todo el mundo —por qué no responder de manera honesta—. No dejan de decirnos que somos diferentes. Ahora está conmigo, pero tienes razón, alguien se lo podría llevar. Para todos sus conocidos, yo soy una extraña.

No se molestó en asegurarme que me equivocaba.

—No —dijo—. Él te quiere.

—Y yo le quiero a él —respondí, aunque lo que me apetecía decir era gracias. Pensé, la idiota que había en mí, la imbécil con una lima en una bolsa, que Annette me estaba cuidando.

—And love, who can say the way it winds like a serpent in the garden of our untroubled minds (Y el amor, quién sabe qué camino tomará, como una serpiente en el jardín de nuestras mentes calmadas) —recitó.

—¿De quién es?

—Salleford —respondió—. Alice Salleford. Literatura de primero. Pensé que la bohemia eras tú.

—Yo no soy bohemia —objeté.

—Bueno, eres algo —dijo, y me dio un rápido abrazo de adiós con sonido de cadenas.

Como era de esperar, empezó a llover. Annette se fue cobijando de toldo en toldo y se despidió con la mano antes de desaparecer. Estaba hermosa, hermosa bajo la lluvia y con aquella ropa. La lima produjo un ruido metálico al golpearme, aquella estúpida idea que nadie habría entendido si la hubiera llevado a cabo. Ni siquiera tú, Ed, la habrías entendido, pensé viéndola marchar. Por eso rompimos, así que aquí la tienes. Ed, ¿cómo pudiste?