Supongo que tendría que haberlo colgado, que debería haber estado en diagonal sobre mi cama, como tachando cualquier otra cosa: LOS BEAVERS DEL INSTITUTO HELLMAN. E imagino que la razón por la que nunca lo coloqué en ninguna parte fue porque los colores de los Beavers, amarillo y verde, desentonaban con lo que hay sobre mi cama, el cartel de mi película favorita, Nunca a la luz de las velas, con Theodora Sire levantando las cejas para siempre en el póster que Al me regaló en mi último cumpleaños, después de buscarlo durante una eternidad, como si insinuara que lo que había sobre mi cama era poco elegante e indigno de mí. No lo colgué en la pared, no quería colgarlo, y debería haberlo sabido entonces.
También podría haber puesto LA NUEVA NOVIA DE ED DEL INSTITUTO HELLMAN cuando lo encontré el viernes enganchado en una rendija de mi taquilla, ondeando con la brisa procedente de los viciados conductos del aire como cuando los diplomáticos llegan al Hotel Continental. Tuve que forcejear un poco para sacarlo y sentí cómo mi rostro ruborizado sonreía y luchaba por no sonreír.
Todo el mundo sabe que aunque los banderines se ponen a la venta los días de partido, siendo las animadoras secundarias las encargadas de ofrecerlos a voces y con una sonrisa en la cafetería, solo los llevan los estudiantes de primer curso, los padres y otras almas despistadas, además de las novias de los jugadores, que los birlan para repartirlos como rosas de tallo largo el viernes por la mañana. Y la gente lo vio y sacó conclusiones. Jillian Beach no tenía nada que se moviese al viento en su taquilla, y suficiente gente chismosa me había visto contigo en el entrenamiento de esa semana después de clase para imaginar de quién había recibido el banderín. El segundo capitán, debió de comentarse en algún lado entre gritos ahogados, y Min Green. Tal vez la gente les preguntó a Lauren y a Al si era cierto. Tal vez ellos respondieron que sí, simplemente sí, o quizás algo peor que prefiero no imaginar.
Y dentro de mi taquilla, la entrada. Probablemente tampoco pagaste por ella. No sé cómo funciona lo de la zona reservada, acordonada para los amigos y familiares, protegida por los chicos del equipo universitario junior, todos orgullosos por la importancia de su tarea de vigilancia. La entrada desapareció hace mucho, rota y quemada hasta convertirse en nada y humo. Me dijiste después que sentías no haber podido conseguir una entrada para Al, pero que, por supuesto, podía acompañarnos a la fiesta posterior o a donde fuéramos si perdíamos, aunque Al me respondió que tenía planes, que no, gracias. Cuando llegué a mi asiento, Joan estaba a mi lado, cargada con unas galletas envueltas en papel de aluminio, aún calientes.
—Vaya, un banderín —recuerdo que dijo—. Ahora todo el mundo sabe de qué lado estás, Min.
Tenía que gritar para hablar conmigo. Un padre que estaba detrás de nosotras puso su mano sobre mi hombro: Siéntate, siéntate, que aunque el partido no haya comenzado necesito una panorámica totalmente despejada de la cancha de madera brillante y las chicas que menean los pompones.
—Con los Beavers, supongo —respondí.
—Es el supongo lo que más reconforta.
—Bueno, es… —quería decir «el de mi novio», pero temía que Joan me corrigiera— cosa de Ed. Trató de ser amable. Y él me lo dio.
—Por supuesto que lo hizo —dijo Joan, y abrió el paquete de papel de aluminio—. Prueba las galletas. Les he puesto nueces en vez de avellanas, dime qué te parecen.
Las sostuve en las manos. Joan no había estado en casa el resto de nuestra primera semana juntos, dejándome sola, leyendo en tu desordenado salón mientras tú te duchabas. Aunque me habías invitado a subir. Pero tenía miedo de que regresase, ignoraba cuál eran las reglas, así que esperaba hasta que bajabas aún mojado de la ducha y nos tumbábamos juntos sobre los cojines, en el suelo, con la televisión pisando nuestras palabras. Te diré la verdad: prefería cuando tú me ayudabas a tocarte, deslizando nuestras manos por encima y por debajo de tu ropa limpia, que cuando tú me acariciabas, tan insegura me sentía de cuándo podría regresar Joan a casa y pillarnos.
—¿Vas a ir a la fiesta de después?
—¿Yo? —preguntó Joan—. No, las hogueras no son para mí, Min. Vengo a algunos partidos, aproximadamente a la mitad, porque no quiero ser una mala hermana, pero las fiestas posteriores son cosa suya, ya se lo he dicho a él. Las normas son que no vuelva a casa tan tarde que luego se tire durmiendo todo el sábado, que no se quede toda la noche por ahí y que si vomita, lo limpie.
—Parece justo.
—Dile eso a él —exclamó Joan con un resoplido—. Ed quiere vivir sin reglas y que le sirvan el desayuno en la cama.
Saltaste a la cancha cuando anunciaron tu nombre a través de la atronadora megafonía, que aullaba de manera profesional. Me dolían los oídos por la intensidad del cariño que te demostraban. Tú cogiste la pelota de manos del entrenador y la moviste a ambos lados, driblando, driblando, como si el estadio al completo no estuviera rugiendo, e hiciste un lanzamiento que, desde donde yo estaba sentada, pareció dudoso pero entró, y el techo saltó por los aires e hiciste el ganso y te inclinaste en una reverencia y golpeaste a Trevor sonriendo y entonces —igual que debió de sentirse Gloria Tablet cuando sirvió café a Maxwell Meyers y al día siguiente estaba haciendo un casting—, entonces me señalaste, a mí directamente, y sonreíste y yo me quedé helada y moví el banderín hasta que el siguiente jugador fue anunciado y tú lanzaste el balón a Christian con fuerza y sonrisa de diablillo.
—¿Ves a qué me refiero? —dijo Joan.
—Tal vez yo pueda meterle en cintura.
Me rodeó con el brazo. Se había echado algo, pude notar el aroma, o tal vez fuera solo la canela o la nuez moscada que había usado en la cocina.
—Oh, Min, eso espero.
Anunciaron al resto del equipo. Sonaron silbatos. Durante un segundo pensé que, por alguna razón, las palabras de Joan me harían llorar, así que agité el banderín para airear mis ojos llorosos.
—Pero tanto si lo consigues como si no —me advirtió—, no le retengas mucho más allá de la medianoche.
—Tú no eres mi verdadera madre —tuve el valor de decir, aunque luego me sentí estúpida y me di cuenta de que no era la broma adecuada.
Era la tuya, tu broma con Joan, así que frunció el ceño y dirigió la mirada hacia los pompones. Se hizo el silencio, aunque todo el mundo estuviera gritando.
—Están buenas —dije de las galletas, la clave para «lo siento».
—Sí, bueno —respondió ella, y me palmeó la mano en señal de «te perdono», aunque definitivamente no había sido la broma correcta—, no te las comas todas.
Y el partido empezó. El clamor y el estruendo no se parecían a nada que hubiera experimentado antes, ni siquiera a cuando estaba en primero y acudí al primer encuentro para animar a nuestro equipo porque mis primeros amigos no eran los adecuados y no conocía a ningunos mejores. El gimnasio al completo estaba vivo, animando y saludando y aferrándose a los compañeros, y el sonido de las trompetas cuando alguien marcaba quedaba ahogado por los gritos, entusiasmados o decepcionados según el equipo con el que fueras. Ruido de silbatos y luego sudorosos momentos de calma, miradas, encogimiento de hombros, gestos con los largos brazos de «no, mierda» cuando se cometía una falta o un error. Todas las manos se alzaron en la cancha, el balón es mío, la canasta, el punto, el resultado, el partido, te perdí de vista en el barullo de cuerpos escuálidos, te encontré de nuevo, te dejé marchar para consultar el resultado en el marcador. Era frenético, Ed, y me gustó el frenesí y golpeé con los pies en las gradas para unirme al estruendo, hasta que mis ojos se toparon con el reloj y solo habían transcurrido quince escasos minutos. Había pensado que, tal vez, estaría a punto de acabar, y resoplé y el banderín se transformó de repente en una haltera demasiado pesada para volver a levantarla. Quince minutos, solo, ¿cómo podía haber pasado tan poco tiempo?
Parpadeé mirando el cronómetro para asegurarme y Joan sonrió al darse cuenta.
—Lo sé —dijo—. Son eternos. Es como la definición del diccionario de date prisa y espera.
Te había perdido el rastro el tiempo suficiente para que al encontrarte de nuevo, mi cerebro pensara: ¿Por qué estás mirando a ese tío? ¿Quién es? ¿Por qué él y no otro, cualquier otro?, y es que había algo equivocado en el cuadro en el que me encontraba. Era como si una manzana se presentara como candidata al Congreso o un soporte para bicicletas llevara puesto un bañador. Me habían cortado y pegado en un entorno con el que, se notaba al instante —o, sin duda, después de quince minutos—, no concordaba. Así me sentía. Igual que Deanie Francis en La medianoche está cerca o Anthony Burn en el papel de Stonewall Jackson en No bajo mi responsabilidad, inadecuados para el papel, mal seleccionados. La mochila —con los deberes y el libro de Robert Colson que le había prestado a Al y que por fin me había devuelto añadidos al enorme peso que sentía en las piernas— ¿tendría que cargarla durante la estrepitosa noche que obviamente se avecinaba, ya que el marcador se había inclinado abrumadoramente a nuestro favor? ¿Qué se hace con el banderín y la varilla de plástico para sujetarlo? ¿Se tiran al fuego? ¿Por qué nadie lleva jamás un banderín en las fiestas? ¿Qué estaba haciendo en el gimnasio, un lugar al que nunca acudía voluntariamente? Ni siquiera vendían café y yo quería uno, Dios, deseaba uno, hasta el punto de estar dispuesta a golpear a alguna madre para robarle el termo. Pero no había escapatoria: las ventanas, demasiado altas y ni siquiera abiertas, migas y nueces a mis pies, el hermano de Christian apoyado en mí por accidente, Joan, que se reía con la madre de alguien al otro lado. No te vas; te quedas. Pensé que estaba callada, pero poco a poco noté la garganta ronca y ardiendo de todo lo que estaba gritando. Desconecté de todo y al bajar de las nubes te encontré señalándome de nuevo y esperé no haberme perdido otras ocasiones en las que hubieras sonreído mirando hacia arriba para encontrarme con el ceño fruncido, aburrida y con la vista en otra parte. Lo intenté, lo intenté otra vez, agitando mi banderín como un rehén. Te di mi ánimo y ganasteis.
El resultado fue mil millones a seis, algo que no resultó sorprendente. Ningún habitante de la tierra pasaría hambre y todos encontrarían el amor y la felicidad para siempre, ya que habíamos ganado, pero si hubiéramos perdido, nos habrían arrancado los ojos y nos habrían lanzado desnudos sobre brasas ardientes y serpientes venenosas, a juzgar por todas las felicitaciones y abrazos finales, extraños que se abrazaban como al término de El virus omega, cuando Steve Sturmine encuentra el antídoto. Los más afectuosos para ti, Ed, así que cuando dabas la vuelta de honor me di cuenta de que debería haber comprado flores y haberlas escondido en algún lugar para derramarlas sobre ti, ahora que los Beavers habían ganado y salvado a toda la humanidad, según opinaba todo el mundo excepto la chica bohemia y aplastada por el aburrimiento que estaba sentada en los asientos reservados, gorda por comer demasiadas galletas. Lo siento —entonces lo sentía, ahora no—, pero me resultó aburrido.
—¡No demasiado tarde! —me recordó Joan mientras salíamos en tropel, y luego agité la mano hacia su coche y esperé a que aparecieras entusiasmado y limpio, mi valiente muchacho con su novia nueva, feliz con tus compañeros de equipo. Pero regresamos demasiado tarde. Tenía que quedarme y me quedé, sin saber, sin comprender, sin disfrutar nada de aquello. Hasta que las otras novias no despojaron el banderín de la varilla no supe que podía tirar la mía a la basura con las demás. Luego enrollé mi banderola mientras ellas enrollaban las suyas, admitiendo que había sido un buen partido, un momento divertido, algo perfectamente adecuado a lo que dedicar la noche del viernes. Te esperé, Ed, para que todo aquello valiera la pena, y entonces me besaste y afirmaste: «Te dije que te gustaría», y esa fue la única parte que me gustó. Pero simplemente te devolví el beso, dejé que cargaras mi mochila junto a la tuya en tus preciosos hombros y caminé a tu lado, con los dedos sudorosos sobre el banderín enrollado, sin saber dónde colocar las manos cuando nos reunimos con los demás en el aparcamiento para ir juntos hasta el Cerrity Park. ¿Qué otra cosa podía hacer? No había elección, hasta donde era capaz de pensar. Habías ganado el partido, lo habíamos ganado, así que tocaba la fiesta posterior, las bebidas, la enorme hoguera, y por último solos en algún lugar cuando fuera ya demasiado tarde, no tenía elección, perdí la oportunidad cuando vi este banderín ondeando por primera vez. No tenía elección. No íbamos a escabullirnos a ver una película, ni a hablar en cualquier parte, en cualquier otro lugar. El segundo capitán no, no esa noche, no conmigo, la nueva novia, y por eso rompimos.