Cuando miro este cartel rasgado por la mitad, pienso en la aberración que supuso lo que hiciste y que no me importara en aquel momento. No puedo mirarlo mientras escribo porque me preocupa que Al lo vea y tengamos que hablar otra vez sobre ello, como si lo hubieras roto por la mitad de nuevo y de nuevo yo no hubiera dicho nada. Probablemente pienses que es de la noche que fuimos al baile, pero no. Probablemente pienses que se rajó por accidente, sin razón alguna, igual que sucede con los carteles de todos los eventos, que terminan deshechos por la lluvia o despegados por los conserjes para dejar sitio a los siguientes; como los del baile de gala que están ahora por todas partes con un minucioso dibujo de Jean Sabinger de uno de esos ornamentos de cristal en el que, si te fijas con atención, se refleja gente que baila, curvada como en una casa de los espejos, sustituyendo a las calaveras y los murciélagos y las calabazas de este. Pero lo hiciste tú, cabrón. Lo hiciste tú y montaste una escena.
Cuando llegué al instituto, con el pelo ridículamente húmedo y los deberes de Biología avanzada sin hacer en la mochila, Al estaba en los bancos de la derecha, con los carteles sobre el regazo en una enorme pila naranja. Jordan y Lauren estaban allí también, cada uno —tardé un segundo en darme cuenta— con un rollo de celo en la mano.
—Oh, no —exclamé.
—Buenos días, Min —dijo Al.
—Oh, no. Oh, no. Al, se me había olvidado.
—Te lo dije —le espetó Jordan.
—Se me había olvidado por completo y necesito encontrar a Nancie Blumineck para suplicarle que me deje copiar los deberes de Biología. ¡No puedo! No puedo hacerlo. Además, no tengo celo.
Al sacó un rollo de celo; sabía que me olvidaría.
—Min, lo juraste.
—Lo sé.
—Me lo juraste hace tres semanas frente a un café que yo pagué en Federico’s, y Jordan y Lauren fueron testigos.
—Es cierto —aseguró Jordan—. Lo somos. Lo fuimos.
—Yo certifiqué notarialmente la declaración jurada —añadió Lauren con solemnidad.
—Pero no puedo, Al.
—Lo juraste —insistió Al— por el gesto de Theodora Sire cuando lanza el cigarrillo al agua del váter de como se llame.
—Tom Burbank. Al…
—Juraste ayudarme. Cuando me comunicaron que era obligatoria mi participación en el comité de organización del Baile de Todos los Santos para Toda la Ciudad, tú no tuviste que jurar asistir a todas las reuniones como hizo Jordan.
—Vaya aburrimiento —comentó Jordan—, aún tengo los ojos en blanco. Estos son réplicas de cristal, Min, incrustadas en las aburridas cuencas de mi cráneo.
—Tampoco tuviste que jurar, como Lauren, que apoyarías a Jean Sabinger durante la elaboración de los seis bocetos del cartel a medida que cada uno de los subcomités de decoración iba presentando sus comentarios, dos de los cuales la hicieron llorar, ya que Jean y yo seguimos sin hablarnos después del incidente del baile de primer curso.
—Es verdad, lloró —aseguró Lauren—. Yo personalmente le soné la nariz.
—No es verdad —protesté.
—Bueno, es cierto que lloró. Jean Sabinger es una llorona. Es su temperamento artístico, Min.
—Lo único que tú prometiste para conseguir tus entradas gratuitas por formar parte de mi subcomité —continuó Al— fue dedicar una mañana a pegar carteles. Esta mañana, de hecho.
—Al…
—Y no me digas que es una estupidez —dijo Al—. Soy tesorero auxiliar del instituto Hellman. Trabajo en la tienda de mi padre los fines de semana. Toda mi vida es una estupidez. El Baile de Todos los Santos para Toda la Ciudad es una estupidez. Estar en el comité de organización sin pretenderlo es la mayor de las estupideces, incluso cuando, en especial cuando, es obligatorio. Pero que sea una estupidez no es excusa. Aunque yo personalmente no tenga ninguna opinión al respecto…
—Madre mía —exclamó Jordan.
—… hay quienes sostendrían que, por ejemplo, alguien que encuentra imprescindible perseguir a Ed Slaterton está mostrando cierto grado de estupidez, y aun así, ayer mismo abusé de mi influencia como miembro del consejo de estudiantes y busqué su número de teléfono en la secretaría a petición tuya, Min.
Lauren fingió desmayarse.
—¡Al —exclamó imitando la voz de su madre—, eso es una violación del código de honor del consejo estudiantil! Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a confiar en ti… Bueno, ya vuelvo a confiar en ti.
En ese momento, todos me estaban mirando. Ed, tú nunca te preocupaste ni un segundo por ninguno de ellos.
—Vale, vale, pegaré los carteles.
—Sabía que lo harías —dijo Al alargándome su celo—. No he dudado ni un instante de ti. A formar parejas, chicos. Dos cubrirán del gimnasio a la biblioteca y los otros dos, el resto.
—Yo me voy con Jordan —dijo Lauren tomando la mitad del taco—. Prefiero no interferir en el festival de tensión sexual que Min y tú estáis disfrutando esta mañana.
—Todas las mañanas —corrigió Jordan.
—Para ti todo es consecuencia de la tensión sexual porque tus padres son el señor y la señora Supercristianos —le dije a Lauren—. Nosotros, los judíos, sabemos que las tensiones subyacentes se deben siempre a un nivel bajo de azúcar en la sangre.
—Sí, bueno, vosotros matasteis a mi Salvador —añadió Lauren, y Jordan se despidió con la mano—. No permitamos que ocurra de nuevo.
Al y yo nos dirigimos hacia la puerta Este, saltando por encima de las piernas de Marty Weiss y de esa chica de aspecto japonés que suele hacer manitas con él junto a las macetas secas, y pasamos la mañana exentos de las clases, pegando los carteles como si significaran algo; Al estirándolos y yo colocando trozos de celo en las esquinas. Al me contó una larga historia sobre Suzanne Gane (clases de conducir, cierre del sujetador) y luego dijo:
—Entonces, tú y Ed Slaterton. No hemos hablado mucho de ello. ¿Qué…, qué…?
—No lo sé —respondí, celo, celo—. Él…, va bien, creo.
—Vale, no es asunto mío.
—No es eso, Al. Es solo que…, que…, ya sabes, él es… frágil.
—Ed Slaterton es frágil.
—No, la relación. Me refiero a él y yo, así lo siento.
—Vale —dijo Al.
—No sé lo que va a pasar.
—Entonces ¿no vas a convertirte en una de esas novias de deportista sentada en las gradas? ¡Buen tiro, Ed!
—No te gusta.
—No tengo opinión al respecto.
—De todos modos, ellos no lo llaman tiro —le corregí.
—Vaya, estás aprendiendo la terminología baloncestística.
—Lanzamiento —dije—, eso es lo que dicen.
—La renuncia a la cafeína va a ser dura —comentó Al—. En las gradas no se sirve café después de las clases.
—No voy a dejar de ir a Federico’s —aseguré.
—Claro, claro.
—Te veré allí hoy.
—Olvídalo.
—No te gusta.
—Te he dicho que no tengo opinión al respecto. De todas maneras, cuéntamelo después.
—Pero, Al…
—Min, detrás de ti.
—¿Qué?
Y allí estabas tú.
—¡Oh! —recuerdo que exclamé demasiado alto.
—Hola —dijiste, e hiciste un leve gesto con la cabeza hacia Al, que, por supuesto, se avergonzó con su taco de carteles de Halloween.
—Hola —respondí.
—Nunca sueles estar por aquí —dijiste.
—Estoy en el subcomité —una información que simplemente ignoraste.
—Vale, ¿te veo luego?
—¿Luego?
—Después de clase, ¿vas a ir a verme entrenar?
Pasado un segundo me reí, Ed, y traté de reaccionar como si fuera ambidiestra, mirando a Al con expresión de «¿Te puedes creer lo que está diciendo este tío?» y al mismo tiempo a ti con cara de «Hablamos después».
—No —respondí—, no voy a ir a verte entrenar.
—Bien, entonces llámame más tarde —dijiste, y tus ojos revolotearon por el hueco de la escalera—. Déjame que te dé el número bueno.
Y sin pensarlo, Ed, cometiste aquella aberración: cortaste un trozo del cartel que acabábamos de colocar. No lo pensaste, Ed, por supuesto que no, porque para Ed Slaterton el mundo entero, cualquier cosa pegada en la pared, era una superficie sobre la que podía escribir. Así que cogiste el rotulador que Al llevaba detrás de la oreja antes de que pudiese farfullar siquiera y me apuntaste este número que te estoy devolviendo, este número que ya tenía, este número que, en mi cabeza, sigue siendo un cartel que nunca se romperá, antes de devolver el rotulador y alborotarme el pelo y bajar a saltos las escaleras, dejando esta mitad en mi mano y la otra herida en la pared. Contemplé cómo te marchabas, Al contempló cómo te marchabas, contemplé a Al mientras contemplaba cómo te marchabas y me di cuenta de que tenía que decir que eras un gilipollas por hacer aquello, pero no fui capaz de pronunciar esas palabras. Porque en ese mismo instante, Ed, el día en el que compartí mi último café con Al en Federico’s después del instituto, antes de que —sí, mierda— empezara a sentarme en las gradas para verte entrenar, aquel número en mi mano se convirtió en el billete de despedida a las mañanas de pegada de carteles de mi vida, a mis amigos habituales, un anuncio de lo que todo el mundo sabe que sucederá porque sucede todos los años. «Llámame más tarde», habías dicho, así que tenía permiso para llamarte después, por la noche, y eso es lo que más echo de menos, Ed, esas noches al teléfono, atractivo cabrón.
Porque durante el día, estaba el instituto. Los timbres demasiado ruidosos o traqueteantes en altavoces rotos que nunca se arreglan. Los suelos chirriantes y con huellas, los golpes de las taquillas. Escribir mi nombre en la esquina superior derecha del examen o que el señor Nelson me descontará automáticamente cinco puntos, o en la esquina superior izquierda y que el señor Peters me descontará tres. El bolígrafo que se rinde a mitad de examen y deja cicatrices de tinta invisible sobre el papel, o que se suicida goteando en mi mano, mientras trato de recordar si me he tocado la cara hace poco y me he convertido en una minera con tinta en las mejillas y la barbilla. Los chicos que se pelean junto a los cubos de basura por cualquier razón, aunque no son mis amigos, no son mi pandilla; mi antigua compañera de taquilla que llora en el banco en el que me sentaba durante el primer curso con un grupo al que apenas veo ya. Exámenes, exámenes sorpresa, intercambiar identidades al pasar lista cuando hay un sustituto, cualquier cosa para pasar el rato, más timbres. El director en el intercomunicador, dos minutos enteros de zumbidos y murmullos de fondo, y luego un clarísimo «Ya está, Dave» y la desconexión. Una mesa en la que venden cruasanes para el club de francés volcada por Billy Keager, como siempre, y la mermelada de fresa convertida en una pegajosa mancha en el suelo durante tres días antes de que alguien la limpie. Antiguos trofeos en una caja, una placa, vacía y con forma de ataúd, a la espera de inscribir los nombres de este año. Soñar despierta y despertar frente a un profesor que espera una respuesta y se niega a repetir la pregunta. Otro timbre, el anuncio de «Ignorar ese timbre» y Nelson, que recrimina con el ceño fruncido —«He dicho que lo ignoremos»—, a la gente que cierra sus mochilas. Los formularios en el aula, grapados de tan mal modo que todo el mundo tiene que darles la vuelta para rellenarlos. Las tonterías y las pruebas para la función del instituto, las pancartas para el gran partido del viernes, y luego el robo de la gran pancarta y el anuncio de delatar a quien lo haya hecho si alguien sabe algo. Jenn y Tim, que rompen, uno que se lleva el coche de Skyler, el rumor de que Angela está embarazada y luego el desmentido, «no, es gripe, todo el mundo vomita cuando tiene gripe». Los días en los que el sol ni siquiera trata de salir de entre las nubes ni de ser bueno por una vez en su vida de astro. La hierba mojada, los dobladillos húmedos, los calcetines equivocados que olvidé tirar y que ahora llevo puestos. La hoja furtiva que cae de mi pelo, donde ha permanecido durante horas, seguramente para delicia de alguien.
Serena, que gorronea una compresa en el baño a chicas a las que ni siquiera conoce durante la segunda clase porque le ha bajado la regla y no tiene nada para ponerse, como siempre. El gran partido del viernes, adelante, Beavers, acabad con ellos, Beavers, una estúpida broma que resulta aburrida a todo el mundo excepto a los de primer curso y a Kyle Hapley. Las pruebas para el coro, tres chicas que venden prendas de punto para ayudar a las víctimas de un huracán, la biblioteca sin nada que ofrecer sea lo que sea que haya que buscar. Quinta hora, sexta, séptima… mirar el reloj y copiar en los exámenes, por qué no. De repente, sentir hambre, cansancio, calor, enfado, una tristeza increíblemente sorprendente. La cuarta hora, cómo podemos estar solo en la cuarta, es lo que es.
Hester Prynne, Agamenón, John Quincy Adams; la distancia, el tiempo, la velocidad es igual a algo, mínimo común lo que sea, el radio, la metáfora, el mercado libre. El jersey rojo de alguien, la carpeta abierta de quién sabe quién, preguntarse cómo es posible perder un zapato, uno solo, y no darse cuenta de que ha permanecido esperanzado en el alféizar durante semanas. Llama a este número del tablón de anuncios, llama si has sufrido algún abuso, si quieres suicidarte, si te apetece marcharte a Austria este verano con estos otros fracasados de la fotografía. «¡ESFORZAOS!» con mala letra sobre un fondo descolorido, «PINTURA FRESCA» sobre un suelo seco, gran partido el viernes, necesitamos vuestro apoyo, dadnos vuestro apoyo. Combinaciones de taquilla, máquinas expendedoras, enrollarse con alguien, hacer pellas, ocultar que fumas, que te pones los cascos en clase, que llevas ron en una botella de refresco y caramelos de menta para ocultar el olor en el aliento. Ese chaval enfermizo con gafas de culo de botella y una silla de ruedas eléctrica, gracias a Dios no soy él, o con collarín, o con sarpullido o con ortodoncia, o ese padre borracho que apareció en un baile para cruzarle la cara, o esa pobre criatura a la que alguien tiene que decirle «Hueles mal, haz algo, o nunca, nunca, nunca te irá bien». Por el día, todo el día y todos los días era: saca buenas notas, apunta, finge algo, desprecia a alguien, disecciona una rana y mira si se parece al dibujo de una rana diseccionada. Pero al llegar la noche, las noches eran para ti, por fin al teléfono contigo, Ed, mi mayor alegría, lo mejor.
La primera vez que marqué tu número fue como la primera vez que alguien llamaba a otra persona: Alexander Graham lo que sea, casado con Jessica Curtain en una película muy aburrida, frunciendo el ceño ante sus prototipos durante meses de montaje antes de lograr pronunciar por fin su mágica frase a través del cable. ¿Sabes cuál fue, Ed?
—¿Dígame? —maldita sea, era tu hermana. ¿Cómo podía ser este el número bueno?
—Eh, hola.
—Hola.
—¿Podría hablar con Ed?
—¿De parte de quién?
Oh, por qué tenía que preguntarme eso, pensé tirando de la colcha.
—Una amiga —contesté con una timidez estúpida.
—¿Una amiga?
Cerré los ojos.
—Sí.
Hubo un momento de silencio, algunos zumbidos, y escuché cómo Joan, aunque todavía no la conocía, exhalaba y consideraba si seguir indagando, mientras yo pensaba que podía colgar sin más, como un ladrón en la noche en Como un ladrón en la noche.
—No cuelgues —dijo ella.
Y unos segundos después, murmullos y traqueteos, tu voz a lo lejos diciendo: «¿Qué?» y Joan burlándose: «Ed, ¿tienes alguna amiga?, porque esa chica ha dicho…».
—Cállate —gritaste muy cerca, y luego—: ¿Sí?
—Hola.
—Hola. Eh, ¿quién es…?
—Perdona, soy Min.
—Min, hola, no había reconocido tu voz.
—Claro.
—Espera, me voy a otra habitación porque ¡Joanie está justo aquí al lado!
—Vale.
Tu hermana dijo bla, bla, bla, agua que corría.
—Esos son mis platos —exclamaste. Bla, bla, bla—. Es una amiga mía —bla, bla, bla—. No lo sé —bla—. Nada.
Seguí esperando. Señor Watson, es lo primero que el inventor dijo milagrosamente desde la otra habitación, venga aquí. Quiero verle.
—Ya, perdona.
—No pasa nada.
—Mi hermana.
—Sí.
—Ella es…, bueno, ya la conocerás.
—Vale.
—Y bien…
—Eh…, ¿cómo fue el entrenamiento?
—Bien. Glenn hizo un poco el gilipollas, pero eso es normal.
—Vaya.
—¿Cómo fue… lo que quiera que hagas después del instituto?
—Tomar café.
—Vaya.
—Con Al. Ya sabes, para pasar el rato. También estaba Lauren.
—Vale, y ¿cómo fue?
Ed, fue maravilloso. Tartamudear contigo o incluso dejar de tartamudear y no decir nada era tan hermoso y dulce, mejor que hablar a mil por hora con cualquiera. Pasados unos minutos habíamos dejado atrás los nervios, nos habíamos compenetrado, nos sentíamos cómodos y la conversación avanzaba a toda velocidad hacia la noche. Algunas veces solo nos reíamos al comparar nuestras cosas favoritas: me encanta ese sabor, ese color es guay, ese disco apesta, nunca he visto ese espectáculo, ella es increíble, él es un idiota, tienes que estar de broma, de ninguna manera, el mío es mejor, inocuo y divertido como las cosquillas. En ocasiones nos contábamos historias, hablando por turnos y animándonos: no es aburrido, está bien, te he oído, te escucho, no hace falta que lo digas, puedes decirlo otra vez, nunca le había contado esto a nadie, no se lo contaré a nadie más. Me relataste lo de aquella vez con tu abuelo en el vestíbulo. Yo te conté lo de aquel día con mi madre y el semáforo en rojo. Tú me contaste lo de aquella ocasión con tu hermana y la puerta cerrada con llave, y yo, lo de mi viejo amigo y el trayecto equivocado. Aquella vez después de la fiesta, aquella otra antes del baile. Aquel día en el campamento, de vacaciones, en el jardín, bajando la calle, en aquella habitación que nunca volveré a ver, aquel día con papá, aquella vez en el autobús, esa otra vez con papá, aquella extraña ocasión en el lugar del que te hablé en la otra historia sobre la otra vez, las ocasiones que se reunían como copos de nieve en una ventisca que convertimos en nuestro invierno favorito. Ed, aquellas noches al teléfono lo eran todo, cada cosa que decíamos hasta que tarde se convertía en más tarde y luego en más tarde y muy tarde, hasta marcharme por fin a la cama con la oreja caliente, dolorida y roja de sujetar el teléfono cerca, cerca, cerca para no perderme una sola palabra, porque a quién le importaba lo cansada que yo estuviera durante el monótono trabajo forzado de nuestros días el uno sin el otro. Echaría a perder cualquier día, todos mis días, por aquellas largas noches contigo, y lo hice. Y por eso nuestra relación quedó condenada justo en aquel momento. No podíamos tener únicamente las mágicas noches murmurando a través de los cables.
Debíamos pasar también los días, los luminosos e impacientes días que lo estropeaban todo con sus inevitables horarios, las clases obligatorias que no coincidían, los fieles amigos que no se marchaban, las imperdonables aberraciones rasgadas de la pared sin hacer caso a las promesas pronunciadas pasada la medianoche, y por eso rompimos.