—¿Que pensaste qué? —exclamaste.
Estábamos en Lopsided’s, el regreso al escenario del robo del azúcar, tú tomándote lo que quiera que coman los tíos por la tarde y que no es ni el almuerzo ni la cena ni las grandes cantidades de palomitas de los cines, hoy un sándwich club y patatas fritas, y yo, té, recordándome por enésima vez que debía meter bolsitas de buena calidad en el bolso para cuando fuésemos a las cafeterías.
—¿De verdad pensaste que justo antes de que la película empezara iba a decirte que el próximo fin de semana perderías —bajaste la voz y te inclinaste hacia delante para que no se enterara todo el Lopsided’s— la virginidad? ¿Algo así como: por cierto, cariño? ¿Qué clase de chiflado piensas que soy?
—De la clase que dice chiflado.
—Y ¿por eso has estado sentada de ese modo durante la película? No me extraña que no te haya gustado.
Dejé que el alivio me inundase, como si hubiera saltado dentro de una piscina perfecta y estuviese disfrutando de ese maravilloso instante de tranquilidad antes de empezar a nadar.
—Sí. Por eso no me ha gustado Memos III: ¡Cuidado ahí abajo!
—Bueno, estaría dispuesto a verla otra vez.
—Cierra el pico.
—¡Es cierto! Por ti, para que pudieras concentrarte.
—Eso es horriblemente encantador. No, gracias.
—Tal vez deberías consultar en ese precioso libro de cine tuyo si es de guays que te guste a la primera.
—Tal vez deberías consultar con ese precioso entrenador tuyo si es bueno para tu juego.
—Al entrenador le encantan esas películas. Llevó a todo el equipo a ver Memos II al final de la temporada pasada.
Te miré, eras lo único que tenía. Al no me había llamado, ni siquiera después de que yo le llamara y colgase cuando contestó. No pude darle vueltas a todo esto con su ayuda y nunca lo haré.
—Lo triste es que no sé si estás de broma.
—Sí, definitivamente hoy no entiendes ninguna de mis palabras. Ineludible, joder. Ya te he dicho que no tenemos que seguir un programa, que no hay ningún premio.
—Está bien, entonces, ¿a qué te referías? ¿Qué pasa el próximo fin de semana?
—Que es Halloween, taruga.
—¿Qué?
—Bueno, tú querrás ir a lo que organizan tus colegas, que es muy bohemio y eso que no me está permitido decir.
—Es solo una fiesta.
—Como lo mío.
—Sí, en el campo de fútbol, con tres alumnos expulsados cada año.
Asentiste con la cabeza, sonreíste y suspiraste, mirando con tristeza tu plato vacío, como si quisieras comerte otro sándwich club con patatas fritas.
—Todavía echo de menos a Andy.
Suspiré también, mientras tú clavabas un palillo imaginario como una bandera en la frontera entre los dos. Quién sabe por qué demonios había evolucionado de aquel modo. Pero, tras años de vergonzoso desenfreno etílico en las fiestas estudiantiles de Halloween, la Asociación de Nosequé Cívica decidió tomar medidas contra el vergonzoso desenfreno etílico en las fiestas estudiantiles de Halloween y aunó todas las fiestas estudiantiles en un batiburrillo de vergonzoso desenfreno etílico en un campo de fútbol, este año el del Hellman, llamado Juerga de Halloween para Toda la Ciudad.
En ella todos los equipos deportivos de todos los institutos, excepto los de natación, se disfrazaban igual y competían por conseguir estúpidos vales de regalo en un concurso sobre el escenario que siempre degeneraba en chicas que se quitaban las camisetas y el aparcamiento convertido en un absoluto océano de vómito, consecuencia de los barriles de cerveza alineados sobre troncos y aparentemente invisibles para los entrenadores que vigilaban vestidos siempre con los mismos rechonchos trajes de Superman con falsos músculos de espuma que ofrecen un aspecto apelmazado bajo la luz artificial. O eso he visto en las fotografías del anuario, porque nunca he ido, ya que le debo lealtad a la otra bandera, el otro batiburrillo de vergonzoso desenfreno etílico en el que todos los grupos de teatro y arte de todos los institutos hacen un fondo común con el dinero que recaudan a lo largo de todo el año vendiendo dulces en auditorios y salas multiusos de toda la ciudad en los intermedios de sus representaciones, como ¡No se lo digas a la momia!, Nubes de verano, Mi ciudad, tu ciudad y ¡Por los clavos de Cristo!, para alquilar un local y obligar a todos los estúpidos consejos estudiantiles de todos los estúpidos institutos a turnarse para discutir en una sala y a través de correo electrónico sobre el tema, la decoración y la distribución de carteles por todas partes, por no mencionar los disfraces, elaborados con maquinaria real y plumas, y los diálogos interpretados sobre un escenario improvisado para ganar estúpidos vales de regalo en un concurso que siempre degenera en una lasciva platea con bailes improvisados cuando, como siempre, los Shrouded Skulls toman el escenario, igual que seguirán haciendo hasta que el sol implosione, en medio de un remolino de hielo seco y bolas de espejos y comienzan a tocar Snarl at Me, Sweetheart, (Grúñeme, cariño), mientras el cantante recorre la sala con la mirada en busca de la ingenua vestida con alas de ángel a la que sacará a su coche fúnebre en medio de una nube de humo de cigarrillos de clavo cuando su grupo haya acabado. Estaba cansada de todo eso, nunca me había gustado, pero por supuesto iba a ir, igual que tú a la Juerga de Halloween para Toda la Ciudad, el baile y la juerga, y así todo el mundo elegía bando.
—¿Dónde es este año? —preguntaste.
—En el Scandinavian Hall.
—¿Cuál es el tema?
—Pura maldad. Y lo vuestro ¿tiene algún tema?
—No.
Sonreímos de manera forzada, tú pensando que era peor tener un tema y yo pensando que era peor no tenerlo, aunque al menos los dos estábamos de acuerdo en que cualquiera de las dos opciones era esencialmente lamentable.
—Tus amigos ¿fliparían si tú no…? —preguntaste.
—Tengo que ir —respondí—. Mis amigos ya me odian, así que no puedo escaquearme. Pero nadie se dará cuenta si tú faltas a la tuya, ¿no?
—Min, el equipo ya tiene los disfraces.
—Era una broma —dije con tristeza y mintiendo—. ¿De qué vais?
—Somos una cadena de presos.
—¿Eso no es un poco racista?
—Creo que a todo el mundo le dejan estar en una cadena de presos, Min. Y ¿tú?
—No lo sé, siempre lo dejo para el último momento. El año pasado iba de periodismo sensacionalista, pero no fue uno de mis mejores disfraces. La gente pensaba que era el típico periódico sobre el que se mea un perro.
Te reíste tras el agua con hielo y sacaste dos cosas de tu bolsillo trasero: una, algo muy preciado para ti, la otra, un bolígrafo.
—Hagamos un plan.
—Podríamos llamar a nuestros amigos y decirles que estamos enfermos. El Carnelian organiza todos los años en Halloween un maratón de películas de terror de Kramer.
—Nadie se tragará eso. No, me refiero a un plan.
Cogiste tres servilletas del servilletero y estiraste una. Una nueva frontera. Mordiéndote el labio como sueles hacer, dibujaste algunas cosas, atento y cuidadoso, aunque fui yo quien retiró tu plato para que tuvieras espacio. Sonreí y te sonreí y seguí sin mirar la servilleta hasta que me pillaste y diste unos golpecitos con el bolígrafo.
—Vale, esto es el instituto.
—Estás muy guapo cuando dibujas.
—Min.
—Es cierto. ¿Haces esto todo el tiempo?
—Ya me habías visto hacerlo antes. Es como los bocetos para la fiesta.
—¿Has hecho bocetos para la fiesta?
—Ups, no eras tú. Estaba intentando imaginar cómo quedarían las luces colgadas. Fue en…, eh, ah, sí, en clase de Política, debió de ser con Annette. Pero sí, lo hago, me ayuda a pensar. Ya sabes cómo soy con las matemáticas y esas cosas.
—Ya sabes que te quiero —dije—. Está bien, esto es el instituto. Espera, ¿dónde está el gimnasio?
—No importa, no entra en el plan.
—Vale. Entonces, el jardín está aquí.
—Es un campo de fútbol. No lo llames jardín.
—Un trozo de hierba donde la gente se sienta y pasa el rato es un jardín.
—Que hayamos robado cosas en este sitio no lo convierte en un banco.
Estabas mejorando en tu manera de hablar conmigo de aquel modo, el típico diálogo de toma y daca tan interesante en todas las películas de Chapado a la antigua. Te alboroté el pelo.
—Está bien, ahí está tu precioso campo de fútbol. Ahora dibuja un mogollón de borrachos disfrazados.
—No tardaremos en verlos. Ahora, subiendo por aquí está el Scandinavian ese, en algún punto alrededor de aquí.
—Está justo al lado del cementerio, así que es…
—Vale, aquí —dijiste delineando el parque con cuidado y luego todo el vecindario intermedio.
Perfecto.
—¿Siempre usas eso?
—¿Esto? Sí. Y no empecemos con que el otro es un empollón porque ese juego lo ganaría yo.
—No. Me gusta.
Alzaste los ojos sin creerme, pero era cierto, Ed, me encantaba cómo tu cerebro matemático te impulsaba por la servilleta.
—Ya está —dijiste al terminar una línea—. Demasiado lejos para ir andando, ¿no?
—¿Desde dónde?
—De uno a otro. Quiero decir que tenemos que ir a las dos fiestas, ¿verdad?
Me incliné sobre el instituto y te besé.
—Pero no podemos ir andando —continuaste, tan concentrado que el beso solo te arrancó una ligera sonrisa—. Así que en autobús. Pero el autobús va en esta dirección, baja hacia aquí en algún lugar y luego gira.
Debías de tener el mismo aspecto cuando eras un niño, pensé, así que decidí pedirle a Joan que me enseñara fotos antiguas. Insinuaste simplemente el recorrido que hacía el autobús más allá de donde nos interesaba, dejando la mitad del mapa dibujado con precisión y la otra mitad solo de manera aproximada, igual que lo que sabía de ti y lo que creía saber de ti.
—Tampoco parece una buena opción. El autobús no va a servirnos.
—¿Qué me dices de esa otra línea, no me acuerdo del número, la que va por aquí?
—Ah, sí. La 6, creo. Va por aquí y luego por aquí.
Miramos el dibujo.
—¿Tu hermana…? —sugerí.
—Ni lo sueñes. Nunca me deja el coche las noches en las que puede haber gente bebiendo. Seamos realistas.
—Sí —respondí. Tus líneas estaban más rectas de lo que nadie conduciría esa noche—. Oye, el 6 acaba aquí, en este extremo de Dexter, ¿no?
—Ah, sí. Me acuerdo de cuando salía con Marjorie.
—¿Vive por aquí?
—No, daba clases de ballet en un lugar raro de esta zona.
—Entonces —dije tomando tu bolígrafo y dibujando una línea de puntos con él—, empezamos con tu juerga y nos escabullimos por aquí, lo más probable es que la gente piense que vamos solo a enrollarnos.
—Y lo haremos —aseguraste recuperando el bolígrafo y marcando una X que me ruborizó e ignoré.
—Luego cogemos el autobús aquí y nos bajamos aquí y recuperamos fuerzas en In the Cups. No sé dibujar una taza. A continuación, caminamos ocho manzanas por como se llame —punto, punto, punto—, cogemos el 6 y paramos aquí. Por último, atravesamos por aquí y, ¡voilà!, estamos en el baile.
Parpadeaste, sin devolverme el ¡voilà! Mis líneas punteadas habían invadido tu pulcro dibujo.
—¿A través del cementerio y por la noche?
—No te pasará nada —respondí—. Estarás con el segundo capitán del equipo de baloncesto…, eh, espera, que esa soy yo.
—No es seguro —dijiste—. Olvídalo.
Y recordé por qué es famoso el cementerio, aunque famoso no sea la palabra adecuada, más bien por qué nadie ronda por allí. En todos los sitios los hay, supongo, un parque o un lugar donde los hombres van por la noche a hacerlo entre ellos en secreto y en la oscuridad.
—Mantendremos los ojos cerrados —exclamé—, para que los maricas no nos lo peguen.
—Si yo no puedo decir marica, tú tampoco.
—Puedes decir marica —repliqué— cuando realmente estés hablando de un marica. Pero ¿cómo sabes lo del cementerio?
—Dime primero cómo lo sabes tú.
—Dejo a Al allí la mayoría de las noches —respondí sintiendo que la broma se me pegaba a la garganta.
Te tapaste la cara, mi novia está completamente loca.
—Es verdad —respondiste con valentía—, me lo encuentro allí cuando hago una parada técnica para relajar la tensión de todo excepto.
—Cállate —exclamé—. Te encanta todo excepto.
—Sí —sonreíste—. Y hablando de eso. Quería…
—¿Sí?
—Mi hermana…
—¿Cómo? ¿Hablando de eso, tu hermana?
—Vale ya. Se va a ir.
—¿Qué?
—El fin de semana. No este, el de Halloween, sino el siguiente.
—¿Y?
—Y mi madre no ha vuelto —continuaste—, así que tendré la casa para mí. Podrías, ya sabes…
—Sí, ya sé.
—Pasar la noche en mi casa es lo que iba a decir, Min.
—También dijiste que no teníamos que seguir ningún programa. Aunque simplemente lo dijiste.
—No teníamos. No tenemos. Yo solo…
—No quiero perder la virginidad en tu cama —respondí.
Suspiraste contra la servilleta.
—¿Te refieres a que no la quieres perder en mi cama o conmigo?
—En tu cama —respondí—. O en tu coche o en un parque. Quiero que sea en algún sitio…, te vas a reír, en algún sitio extraordinario.
No te reíste, eso debo reconocértelo, Ed.
—Extraordinario.
—Extraordinario —repetí.
—Vale —dijiste, y luego sonreíste—. Tommy y Amber la perdieron en el almacén del padre de ella.
—Ed.
—¡Es cierto! ¡Entre dos neveras!
—No ese tipo de…
—Lo sé, lo sé. No te preocupes, Min. No es a lo que pensaste que me refería con ineludible. Quiero que estés…, no me sale la palabra —suspiraste de nuevo—. Feliz. Y por eso vamos a coger dos autobuses y a atravesar un lugar de maricas en la noche de Halloween.
No supe qué actitud tomar ante ese maricas, así que lo dejé pasar.
—Lo pasaremos bien —mentí.
—Tal vez el fin de semana siguiente —añadiste tímidamente, y justo en ese instante lo deseé, sintiendo un hambre voraz en la boca y el regazo. Fue muy intenso. Sáciala con algo, pensé, pero no sabía con qué.
—Tal vez —respondí por fin.
—Es complicado —dijiste regresando a la servilleta, y luego me miraste.
Querías empujarme, pude verlo, arrastrarme al otro lado de nuestras fronteras de modo que pudiéramos divertirnos juntos, alejados del resto del mundo.
—Pero —dijiste—, no, no pero. Te quiero.
Café, pensé, eso era lo que necesitaba.
—Bebamos por ello —sugerí.
—Un brebaje revitalizante —afirmaste, lleno de energía y entusiasmo. Hiciste una seña con la mano a la camarera y empezaste a arrugar nuestro plan.
—Espera, espera.
—¿Qué pasa?
—Dame eso. No destroces nuestro plan.
—Nos acordaremos sin esto.
—Aun así lo quiero.
—¿No le contarás a Al ni a nadie que hago estos dibujos de eso que no me está permitido decir? —preguntaste.
—No se lo contaré a Al —respondí con una triste promesa—. Es solo para mí.
—¿Solo para ti? —repetiste—. Vale.
Te encorvaste un segundo mientras pedía mi café, ignorando las miradas que te lanzaba la camarera. Me lo alargaste, pero yo ya había cogido lo que quería, había vuelto a robar en Lopsided’s, así que te distraje con la conversación hasta que vino el café y olvidaste que había desaparecido. Aunque tú también me la jugaste; sin embargo, el reverso de la servilleta lo descubrí demasiado tarde, no cuando llegué a casa, ni cuando la guardé en la caja, sino cuando tenía el corazón destrozado y lloroso, cuando ya no era cierto. Igual que nosotros descubrimos, cuando la camarera soltó el café y la cuenta y se marchó sigilosamente, que no había azúcar en nuestra mesa: cuando era demasiado tarde, Ed, para solucionarlo.