Y la tarde siguiente resultó tan efervescente como lo que nos sirvieron. Me reuní contigo frente al Blue Rhino, con el sol haciéndome cosquillas, un poco tarde porque me resultó difícil encontrarlo.
Había doblado la esquina equivocada, estaba muerta de sed y mis miembros se movían como si les hubiera caído grava en la maquinaria, el alcohol estaba aún en mi cuerpo igual que una canción que detestas y no puedes sacarte de la cabeza. Una vez dentro, dudé —los techos eran tan altos que cada sonido se transformaba en un golpe con eco para mi dolor de cabeza y la máquina de exprés no dejaba de gruñir como un gato salvaje—. Pero las sillas eran de hierro fresco y tenían respaldos acolchados, así que me sentí reconfortada y cómoda al sentarme. Ojeroso y pálido, pediste para los dos, y nos trajeron este brebaje maravilloso. ¿Cómo lo descubriste? ¿De dónde procedía esta bendita combinación? Nunca te pregunté cómo lo habías conocido o si ya lo habías tomado y ahora nunca lo sabré, de hecho tengo la sensación de que si tratara, a duras penas, de encontrar otra vez el Blue Rhino, no habría ningún Blue Rhino. Tal vez me topase con una puerta quemada, o con un muro de ladrillos cubierto por años de mugre para demostrar que siempre había sido solo eso y que aquella tarde a resguardo, solo un deseo o un sueño olvidado. Como la tristísima escena en Mar de almas en la que Ivan Kristeva vuelve a visitar todos los antiguos tugurios —tugurios es lo que pone en los subtítulos— y descubrimos que su felicidad era una especie de fantasma ya desaparecido para siempre y que las tres cartas en juego —siete, nueve y reina de corazones— son lo único que demuestra que en algún momento conoció a la asustada princesa destronada en la carreta del vendedor ambulante, que ahora descansa abollada y cubierta de telarañas en la mirada sorprendida de nuestro héroe. Eran un momento y un lugar secretos, tú y yo juntos, ilocalizables, fuera de este mundo.
Carl Haig caminaba con paso tan vacilante que tuvo que apoyarse en el brazo de una chica, pensé que sería su hija, para llegar hasta su batería, tambaleante, con gafas de sol, una chaqueta polvorienta y unas manos que parecían golpeadas y frágiles incluso desde nuestros asientos de esquina. Sonó un leve aplauso y él comenzó a juguetear con los tambores y los platillos, dando simplemente unos golpecitos aquí y allá para comprobar lo que funcionaba y lo que necesitaba algún ajuste. La hija bebió de un vaso largo lleno de agua y un tipo con la barba trenzada subió y enderezó un enorme contrabajo justo cuando Carl estaba haciendo un redoble. El enorme instrumento empezó a emitir algunas notas, los platillos vibraron hacia el techo durante un segundo, y entonces ambos se pusieron realmente en marcha. Me incliné para descansar mi cabeza dolorida sobre tu brazo y permanecimos sentados y quietos durante un instante, mientras la música nos levantaba el ánimo. Entonces la luz se reflejó en las botellas de agua y me acordé de ellas; levanté la mía de la mesa, di un trago, la sentí fría y burbujeante en la garganta y en todo mi cuerpo agradecido y resucité justo cuando la chica soltó su vaso, se arrodilló como si fuera a colocarse un zapato, se levantó con un inmenso objeto dorado en las manos y comenzó a tocar una profunda y hermosa melodía en un trombón, extraña y resonante, revoloteando en mis oídos como el agua en mi estómago, y por primera vez desde que empezó Halloween, respiré. Las juergas y los bailes se borraron de mi memoria. Aún lo recuerdo, Ed, me acerqué más a ti, sentí cómo balanceabas la cabeza al ritmo de los sonidos de la sala, y tu calor me hizo señas desde debajo de tu camisa. Nos acurrucamos y bebimos más agua, sintiendo como si tuviera oxígeno adicional, como si también nos remineralizase y filtrara, dejándonos puros, incluso.
Y me estiré para encontrar tu oído y lo susurré justo cuando tú lo murmurabas, como si nosotros también hubiéramos ensayado, como si fuéramos un conjunto de jazz alejado del frenesí del mundo, una línea de puntos escabulléndose del instituto y la presión, redoblando con suavidad y firmeza en un lugar que nadie más podría encontrar nunca.
Lo que dijimos fue, por supuesto, Te quiero.
Tocaron una única canción larga, si canción es la palabra adecuada, simplemente unos cuantos sonidos graves y calmados, alargados como un banquete en el aire, y luego se acabó y aplaudimos y nos dirigimos hacia la puerta, con mi botella vacía en el bolsillo del abrigo que habíamos comprado para robar azúcar, el que me habías devuelto, el que yo te estoy devolviendo con todo lo demás.
Permanecí quieta en el exterior, contigo, sintiendo como si el Blue Rhino ya se estuviera desvaneciendo, con la sensación de que si no decía algo sobre mis sentimientos en ese mismo instante, todo desaparecería y regresaríamos sin más al instituto. Así que hablé.
—Quiero darte mis llaves.
Estabas sonriendo, pero entonces frunciste el ceño.
—¿Cómo?
—He dicho que…
—¿De qué estás hablando? ¿A qué te refieres?
Odié a mi jodida madre.
—Me refiero simplemente a que…
—Suena como si estuvieras hablando de mudarme, pero, Min…
—Ed…
—Estamos en el instituto. Vivimos con nuestras madres, ¿recuerdas?
Así que tuve que decírtelo, como una estúpida humillación. Tuve que explicarte a qué me refería, rápidamente y en voz baja, y una vez que lo supiste volviste a sonreír. Cogiste mi mano y dijiste que te ocuparías de todo, eso dijiste, Ed. Me aseguraste que habías encontrado un lugar extraordinario, y te creí. Te creí porque mira esta agua, embotellada en un lugar que parece inventado, con extraños símbolos en la etiqueta y el sabor a nada, pero una nada mejor. ¿Qué significado tiene? ¿De dónde procede algo como esto? ¿Cómo puedes encontrar de nuevo lo que deseas y justo en el momento adecuado? Nunca, probablemente. Ahora está vacía y se ha convertido en nada, ni siquiera sé por qué la guardé, y no la guardaré más. Por eso rompimos, Ed, una pequeña cosa que ha desaparecido o, para empezar, tal vez nunca estuviera realmente en mis manos.