¡Se está abriendo!

—¿Por dónde?

—¡No, la puerta!

—¿Cómo?

—¡Al otro lado de la calle! ¡Es ella! ¡Se marcha!

—Vale, déjame abrirla.

—¡Date prisa!

—Tranquila, Min.

—Pero es nuestra oportunidad.

—Vale, déjame que lea las instrucciones.

—No hay tiempo. Se está poniendo los guantes. Actúa con normalidad. Hazle una foto. Es la única manera de saber si es ella.

—Está bien, está bien. «Enrollar la película firmemente con la manivela A».

—Ed, se marcha.

—Espera —risas—. Dile que espere.

—¿Espere, espere, creemos que es usted una estrella de cine y queremos hacerle una fotografía para asegurarnos? Yo lo hago, dámela.

—Min.

—De todas maneras es mía, tú me la has comprado.

—Sí, pero…

—¿Crees que las chicas no saben cómo utilizar una cámara?

—Creo que la estás sujetando al revés.

Diez pasos manzana abajo, más risas.

—Vale, ahora. Está doblando la esquina.

—«Mantener el objeto que desea fotografiar en el encuadre…».

—Ábrela.

—¿Cómo?

—Dámela.

—Ah, así. Ahora. Aquí. Y ahora ¿qué? Espera. Vale, sí.

—¿Sí?

—Creo. Algo ha hecho clic.

—Escúchate, «algo ha hecho clic». ¿Hablarás así cuando estés dirigiendo una película?

—Mandaré a otra persona que lo haga por mí. Por ejemplo, a algún jugador de baloncesto acabado.

—Vale ya.

—Está bien, está bien, ahora ¿lo enrollas de nuevo? ¿Así?

—Eh…

—Vamos, eres bueno con las mateeees.

—Déjalo ya, además esto no tiene nada que ver con las matemáticas.

—Voy a sacar otra. Allí, en la parada de autobús.

—No grites tanto.

—Y otra. Vale, te toca.

—¿Me toca?

—Te toca, Ed. Tómala. Saca varias.

—Vale, vale. ¿Cuántas hay?

—Vamos a hacer tantas como podamos. Luego las llevaremos a revelar y las veremos.

Pero nunca lo hicimos, ¿verdad? Aquí está sin revelar, un carrete fotográfico con todos sus misterios encerrados dentro. Nunca lo llevé a ninguna tienda, simplemente lo dejé esperando en un cajón soñando con estrellas. Aquella fue nuestra oportunidad de comprobar si Lottie Carson era quien pensábamos que era, todas aquellas fotografías que sacamos, partiéndonos de risa, besándonos con la boca abierta, riendo, pero nunca lo revelamos. Pensábamos que teníamos tiempo, corriendo detrás de ella, subiendo de un salto al autobús y tratando de distinguir su hoyuelo entre las cansadas enfermeras que discutían vestidas de uniforme y las mamás colgadas de sus teléfonos y con las verduras sobre el regazo de sus hijos, dentro de los carritos. Nos escondimos detrás de buzones y farolas, a media manzana de distancia, mientras ella seguía avanzando por su barrio, donde yo nunca había estado, y el cielo se oscurecía ya en nuestra primera cita, pensando todo el rato que las revelaríamos más tarde. Registramos su buzón con la esperanza de encontrar un sobre con el nombre de Lottie Carson y tú te colaste corriendo en su desgastado y recargado porche, perfecto para ella, mientras yo esperaba con las manos sobre la valla, contemplando cómo ibas y venías a saltos. En cinco segundos te encaramaste por encima de las púas de hierro forjado que enfriaban mis manos al anochecer, y rápido, rápido, rápido atravesaste el jardín con gnomos y lecheras y setas venenosas y Vírgenes María, burlándolos a todos como al equipo contrario. Te abriste camino con rapidez entre aquellas silenciosas estatuas de piedra, y si pudiera, las lanzaría todas a tu jodido umbral, tan ruidosamente como tú fuiste silencioso, con tanta furia como diversión hubo entre nosotros, tan fría y desdeñosa como emocionada y excitada me sentía al observar cómo te colabas en busca de pruebas y regresabas encogiéndote de hombros y con las manos vacías. Así que todavía no lo sabíamos, todavía no podíamos estar seguros, no hasta que las fotografías estuvieran reveladas. Aquellos intensos besos en el largo recorrido en autobús a casa, por la noche, nadie excepto nosotros recostados en la última fila de asientos y el conductor con los ojos fijos en la carretera, sabiendo que no era asunto suyo. Y más besos en la parada, cuando terminó aquella cita, y tu grito al alejarte en zigzag después de que no te dejara acompañarme hasta la puerta, para no soportar a mi madre mirándote de refilón a lo largo de toda la acera mientras me preguntaba dónde demonios había estado.

—¡Te veo el lunes! —gritaste como si acabaras de descubrir los días de la semana.

Pensábamos que teníamos tiempo. Me despedí con la mano, pero fui incapaz de responder, ya que por fin estaba permitiéndome sonreír tan ampliamente como había deseado durante toda la tarde, toda la noche, cada segundo de cada minuto contigo, Ed. Mierda, supongo que ya te quería entonces.

Condenada como una copa de vino que sabe que algún día se romperá, como unos zapatos que se rozarán rápidamente, como esa camisa nueva que no tardarás en manchar. Es probable que Al lo notase en mi voz cuando le llamé, despertándole, porque era demasiado tarde, y luego le dije que no importaba, «olvídalo, perdona por despertarte, vuelve a la cama, no, estoy bien, yo también estoy cansada, mañana seguimos», cuando dijo que no tenía ninguna opinión al respecto. Ya te quería. La primera cita, ¿qué podía hacer con mi estúpida persona y el estremecimiento de «te veo el lunes»?, ¿pensando que había tiempo, mucho tiempo para ver las fotografías que habíamos hecho? Pero nunca las revelamos. Sin revelar, el carrete entero tirado dentro de una caja antes de que tuviéramos oportunidad de saber lo que habíamos conseguido, y por eso rompimos.