CAPÍTULO XV

Abrió los ojos. Tenía la cabeza pesada, y levantando una mano se tanteó los vendajes. Sus dedos acariciaron la gasa. «¿Con qué me habré dado?», se preguntaba. De pronto recordó la porra revestida de hierro que esgrimía McGinnis. Tuvo un gesto de dolor y parpadeó con fuerza porque su visión era borrosa. Pero gradualmente se le fue aclarando y fijó la mirada en algo que le resultaba familiar. Era una pequeña estufa redonda y panzuda. A continuación, llegó hasta él la voz de Cora y mirando más allá de la estufa, vio a la joven.

Cora cantaba bajito, de pie, teniendo una cuchara en la mano con la que removía el contenido de una cazuela. Tomó un salero y Blazer se incorporó justo lo suficiente para ver cómo echaba un poco de sal en la comida. Continuó canturreando y Blazer le pidió:

—Pon la radio.

—No tengo radio —respondió Cora. Y continuó con su canturreo.

—¿Y televisión?

—Tampoco, por ahora —repuso ella sin dejar de cantar—. Estoy esperando a que mejoren los programas...

Pero se interrumpió de pronto y lo miró. Blazer se había incorporado sobre sus codos.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —quiso saber.

—Cosa de una hora.

—¿Quién me trajo?

—Clem.

—¿No ha intervenido la Policía?

—La Policía vino después. Clem llamó a los agentes. Y cuando llegaron traían a un médico. Dijeron que te quedases unos días en la cama. Y que no te muevas. Si quieres ir al lavabo, me llamas. Y si no estoy aquí, habrá alguna otra persona.

—¿Para cuidarme? Pero, ¿qué me pasa?

—Tienes conmoción cerebral —le explicó ella—. Y aunque es leve, has de reposar y dormir mucho. Y sobre todo, no preocuparte por nada.

—No me preocupo. Pero, ¿quedo libre de toda sospecha?

—Sí —le aseguró Cora—. Estás completamente a salvo. Han encerrado a McGinnis.

—¿Y Kenny?

—Se les ha escabullido y lo están buscando.

Blazer descansó la cabeza sobre la almohada, y por unos momentos permaneció tranquilo. Luego pidió a Cora un vaso de agua. Ella se lo llevó. Cuando se la hubo bebido casi toda, devolvió el vaso a Cora y se tendió de nuevo. De pie junto a la cama, la joven lo miraba. Y empleando un tono de enfermera profesional quiso saber:

—¿Qué tal te encuentras?

—Bien —respondió él, sonriéndole—. ¿Y tú?

Pero ella frunció el ceño levemente sin contestar nada.

—¿Tú qué tal andas? —repitió Blazer.

Ella siguió sin contestar, mirando tristemente a la pared, tras de la cama.

«No me va a contar nada —se dijo Blazer—. Es de las que se lo guardan todo. Sin embargo, las cosas se van a arreglar entre Clem y ella. Lo veo ya haciendo algunos cambios importantes en la "Sweetrock Water", y a partir de ahora, si las etiquetas dicen «agua» es porque será agua; agua mineral pura y no otra cosa. Todo acabará bien entre los dos. Y aunque ella esté ahí con la boca cerrada y sin expresar nada con la mirada, se ve bien claro lo que está pensando y que su respuesta es "Sí".

»Lo que me deja en una situación de desamparo. Aunque en realidad, ¿cuándo has estado a cubierto del todo?»

Se encogió de hombros, cerró los ojos y se quedó dormido.

En las tinieblas de su sueño fueron apareciendo unos colores desvaídos que poco a poco cobraron forma. Hacía mucho frío en aquella barraca de papel embreado, y sentado en el suelo, miraba a su madre que estaba acostada, demasiado débil para poderse incorporar. Sólo tenía una manta y se quejaba del frío; de que estaba helada. Al verla temblar y estremecerse él se puso a llorar.

Contaba entonces cinco años.

Únicamente cinco años. Y estaba allí solo en aquella barraca, con su madre que carecía de un hombre para que cuidara de ella. Sentíase muy enferma y hubiera debido visitarla un médico; pero no había ninguno por los alrededores, y aparte de esto, no tenían dinero. Como continuaba llorando, mi madre le ordenó que se callase. Repitió que estaba helada, realmente helada y luego se puso a hablar v a hablar como si se hubiera vuelto loca, rogándole que hiciera algo para aliviar el frío que padecía. Que encendiera fuego.

Al lado de la cama había un cubo. Lo tomó, lo sacó fuera y lo vació. Luego se puso a recoger periódicos y trozos de cartón que metió en el cubo, y rebuscó por la barraca hasta encontrar una caja de cerillas.

Encendió una y aplicó su llama a los papeles que llenaban el cubo. Sonriendo a su madre le dijo que pronto se sentiría mejor; que todo se caldearía y el ambiente sería más agradable. Su madre asintió con gesto débil y alargó una mano hacia él. Pero en el momento de tomarla, la mujer abrió mucho los ojos, v mirando al vacío dijo algo. Luego exhaló un grito, y al volverse el niño vio cómo las llamas se elevaban crepitando tras haber prendido en la parte inferior del colchón. Comprendió entonces que había puesto el cubo demasiado cerca de la cama, y actuando con rapidez le propinó un puntapié para apartarlo de allí. El cubo se volcó y las llamas empezaron a desparramarse por el suelo. Oyó un alarido proferido por su madre. La cama ardía furiosamente y la enferma rodó sobre sí misma para saltar al suelo. Pero no se pudo mover. Se abalanzó, intentando aferraría; pero ella se puso a gritarle desaforadamente que se alejara, y se apartó de él cuando quiso sacarla de aquel brasero.

—¡No, no! —le pidió—. ¡Aléjate!

Y señalando la puerta, le apremió para que saliera a toda prisa. La barraca estaba llena de humo y él tosía, se atragantaba y se ahogaba al contestarle:

—No saldré, mamá. Mamá, no me iré sin ti...

Oyó cómo le respondía:

—Yo me las compondré. Tú ten la puerta abierta y saldré tras de ti.

Corrió a la puerta, la abrió y emergió al exterior. Luego de correr un breve trecho se volvió, y miró hacia atrás, esperando a su madre. Pero las llamas ascendían por las paredes estremeciéndose y temblando como largas hojas retorcidas mientras el humo surgía espeso del techo. Llamó a su madre implorándole que saliera. Conforme las llamas se hacían más altas, envueltas en nubes de chispas que se disparaban en todas direcciones, corrió hacia la barraca, diciéndose que le era preciso entrar de nuevo, agarrar a su madre y sacarla de allí. Pero al acercarse a las llamas, un calor sofocante le dio de lleno en los ojos, obligándole a hacerse atrás. Lo intentó de nuevo pero el calor aumentaba cada vez más. Fue al retroceder cuando oyó el alarido que había sonado dentro y que parecía proceder del centro mismo del fuego. Era un gemido agudo, un grito que se fue haciendo cada vez más débil hasta acabar perdiéndose en la nada.

Blazer se despertó.

Al mirar hacia el centro de la habitación, vio a Leila que estaba sentada en una silla junto a la panzuda estufa. Tenía una revista en el regazo pero no la leía, sino que miraba hacia él, dándole la sensación de que había permanecido observándolo mientras dormía.

Se sentó en la cama y sonriendo, le preguntó:

—¿Eres mi nueva enfermera?

Leila hizo una señal de asentimiento.

—Ocupo el sitio de Cora mientras ella está trabajando —repuso—. ¿No te ha dicho que yo iba a venir?

—Dijo solamente que mandaría a alguien.

Leila se levantó de la silla.

—¿Quieres alguna cosa? —le preguntó—. ¿Tienes hambre? ¿Te apetece una taza de té?

Él movió la cabeza negativamente mientras continuaba sonriéndole.

Pero Leila no le devolvió la sonrisa sino que se acercó lentamente a la cama. Su cara tenía una expresión que él trató de penetrar. Nunca la había visto antes así. Le parecía como si estuviese ante algo que no se hallara en la estancia. Hizo una muera de dolor al sentir el frío estremecimiento que le recorría la espina dorsal. Y en seguida pudo oír cómo ella le preguntaba:

—¿En qué estabas soñando?

—¿Soñando?

—Sí. Mientras dormías —le explicó Leila, de pie ¡unto a la cama—. ¿En qué soñabas?

Sintió otra vez el estremecimiento, ahora más helado aún y más profundo. «¿Cómo sabe que he estado soñando?», se preguntó.

—¿Qué te ha ocurrido? —quiso saber Leila—. ¿Qué te ha ocurrido en sueños?

—No me acuerdo —fue su respuesta, con la mirada perdida en el vacío—. Siempre me pasa lo mismo.

Ella guardó silencio.

—No me puedo acordar —repitió él—. Siempre es el mismo sueño, pero al despertar no consigo acordarme de nada.

La joven siguió inmóvil unos momentos. Luego, muy lentamente, se sentó en el borde de la cama y preguntó suavemente, casi como en un susurro:

—¿Quieres saber una cosa Andrew? ¿Quieres que te la diga?

Él la miró, cerró los ojos apretando mucho los párpados y los volvió a abrir.

—En tu sueño —explicó ella— murmurabas y gruñías. Al principio no pude comprender nada; pero luego gradualmente fui captando algo.

Él dio una sacudida hacia delante y se quedó sentado muy erecto sin darse cuenta de que había agarrado a Leila fuertemente por las muñecas.

—¿Lo sabes? —inquirió jadeando—. ¿Lo sabes realmente?

Leila hizo una lenta señal de asentimiento.

Él le soltó las muñecas y la joven, acercándose más, lo tomó de las manos. Su contacto era dulce, fresco y reconfortante y su voz sonaba maravillosamente tranquila y acariciadora, causándole un gran alivio cuando le contaba lo que había dicho en su sueño.

Luego guardaron silencio. Ella seguía sentada en el borde de la cama cogiéndole aún las manos, pero Andrew no la miraba. Tenía la cabeza agachada y estaba pensando: «Siempre ha sido lo mismo. Siempre ha sido así durante todos estos años. Desde que cumplí los cinco; desde aquella noche en que al encender un fósforo, pegué fuego a la barraca. Aquel alarido, aquel último grito surgido de la garganta de mi madre se me quedó clavado en la mente, de un modo tan profundo que nunca supe que estaba allí. Durante todos estos años me ha estado aguijoneando como un dedo punzante al tiempo que una voz insistía: "Lo hiciste tú, Andy. Tú la achicharraste viva; eres el asesino de tu madre, y tendrás que pagarlo alguna vez."

»Por ello cada vez que pegaba fuego a algo no era placer lo que buscaba sino bajar a los infiernos. Lo que creía ver al mirar las llamas no era más que el fuego del averno acercándose a mí y consumiéndome. El dolor era increíble pero tenía que soportarlo; tenía que soportarlo porque me lo merecía.

»Siempre he pensado que me lo merecía.

»Y cada uno de los incendios que provocaba me hacía escuchar aquel grito que llevaba siempre dentro. Aquel grito que se iba extinguiendo poco a poco hasta perderse en la nada.

»Pero ahora, ¿quieres saber una cosa? Jamás volverás a oírlo. Se ha esfumado para siempre. Se ha diluido en el aire, junto con el dolor, la maldición y la pena. Sé que he quedado libre de la maldición y jamás volveré a desear ver de nuevo elevarse las llamas.

»Lo que significa decir adiós a tu viejo amigo Mister Musky. Quizá de vez en cuando me tome un vasito para evocar los viejos tiempos. Y si Burt me ofrece un trago no le podré decir que no. Después de todo, es mi viejo compadre y siempre lo será. Pero comprenderá cuando no quiera repetir.

Y hasta diría que el propio Burt también lo va a dejar. A veces sucede que algunos borrachos se vuelven cuerdos. Si ven a un viejo colega tomarse un vaso y rechazar una segunda ronda.

»Tal como imagino el futuro, aceptaré un trabajo decente, alquilaré, un cuarto por ahí y me compraré ropas nuevas. Por fin voy a saber lo que es ponerse una camisa limpia y una corbata. Porque, ¡caray! No hace falta ser de la buena sociedad para ponerse una corbata. Las venden en Purcell Street por sólo treinta y nueve centavos.

»Y un peine para arreglarme un poco el pelo; sólo cuesta diez centavos.

»Pero, ¿a qué diablos viene todo esto? Parece como si hubiera empezado una campaña de mejoras. ¿Con qué propósito? ¿Quién me obliga a ello?»

Levantó la cabeza y miró a Leila. Notaba el calor de sus dedos en las manos, mezclándose a la fragancia de su cuerpo, y al resplandor que surgía de sus ojos y que parecía envolverlo. En silencio le dijo: «Es por ti por quien lo hago. Todo cuanto pueda ofrecerte en el futuro es sólo por ti.»

Ella exhaló un suspiró y se reclinó contra su pecho. Y luego, deseando entregarle algo propio, deseando hacerle comprender que era suya y que lo sería para siempre, le levantó las manos y se las puso sobre sus senos.