CAPÍTULO VII
Permanecían de pie junto a él, esperando a que se levantara. Coley continuaba sonriendo, dando a su rostro redondo una expresión casi jovial, al tiempo que hacía un guiño a Ozzie. Pero en vez de contestarle del mismo modo, el flaco peso welter apretó los labios, las comisuras de su boca se estremecieron nerviosamente. Echó la cabeza a la derecha y luego a la izquierda y su mirada brilló al tiempo que observaba la calle en una y otra dirección para ver si venía alguien. Su voz sonó sombría al apremiar a Cole:
—¡Venga! Saquémosle de ahí en medio.
—¿Ahora? —preguntó el más rollizo.
—No —respondió Ozzie sarcástico cerrando los ojos un momento—. Mejor esperar a que haya mucha gente.
—Bueno sí, mejor ahora —aprobó Coley pasándose una gruesa mano por los labios. Su expresión jovial se había eclipsado. Alargando la carnosa barbilla miró a Blazer y le ordenó secamente:
—¡Ponte de pie!
—Imposible —respondió el otro—. ¿Es que no ves lo que me pasa? Me encuentro en estado de colapso.
Coley y Ozzie se miraron.
—Ha sido en el costado —explicó Blazer.
Pero al tiempo que pronunciaba dichas palabras, el dolor desapareció como por ensalmo; los músculos se aflojaron y volvieron a colocarse en su lugar.
Viendo cómo los otros lo observaban, Blazer se dijo: «Les he hecho creer que se trata de algo serio. Quizá sea bueno continuar del mismo modo. A lo mejor, les causa efecto. Bueno. Lo intentaré.»
Dejó escapar un agudo lamento y apretando los dientes, simuló estar agarrotado por un tormento insoportable.
Coley se acercó y, agachándose, lo observó más de cerca. Con los párpados fuertemente apretados, Blazer volvió a gemir.
—¿Te duele mucho? —le preguntó Coley.
—Como si me hubieran golpeado con una barra de hierro —repuso Blazer—. Y además, estoy atontado como si fuera a perder el sentido.
El más rollizo se volvió hacia Ozzie.
—Dice que va a perder el sentido.
—Ya lo he oído —repuso el aludido, echando otra vez una mirada furtiva arriba y abajo de la calle. Pero no nos podemos quedar aquí más tiempo, Rawlins. Esta noche el barrio está plagado de guardias. O lo echamos en el camión y nos lo llevamos cuanto antes o no vamos a poder hacer nada.
Coley miró al caído, que seguía gruñendo.
—Parece estar fatal —diagnosticó lentamente—. A lo mejor, no lo podemos mover.
—Tú te encargarás de eso —le ordenó Ozzie con una voz que sonó como un chasquido sordo—. Lo levantas y lo pones en la cabina.
—Bien. Bien —accedió Cole y agachándose de nuevo para incorporar a Blazer. Pero éste, exhalando un agudo gemido, se escabulló de entre los gruesos dedos de Coley, que frunció el ceño, preocupado, al tiempo que dirigía una mirada a Ozzie como buscando su ayuda—. ¿No ves lo mal que se encuentra? No podemos...
Aprovechando aquel momento de vacilación Blazer se levantó de un salto y echó a correr, atravesando la calle. Su objetivo era alcanzar un callejón que se encontraba al otro lado. Apenas se hubo apartado de la acera, se abrió ante él una amplia vía por la que podía alejarse fácilmente del camión. Oyó cómo Coley exclamaba:
—Pero, ¡qué diablo...!
Ozzie no dijo nada, pero conforme se escabullía por el costado del vehículo, Blazer recordó que el flaco poseía un talento especial en el manejo de armas arrojadizas. Así pues, se hizo a un lado antes de que se clavara en él la hoja, de quince centímetros, que iba dirigida a los tendones de sus rodillas. Al oírla caer tintineando al suelo, comprendió que se había librado por bien poco. Al recobrar el equilibrio, y cuando se encontraba ya a más de la mitad de la calle, oyó cómo Ozzie le advertía calmosamente:
—Tengo otra, si es que te interesa saberlo.
Blazer se detuvo resbalando un poco sobre el asfalto. Volviéndose vio la segunda navaja que el flaco tenía en la mano.
—¿La quieres? —repitió Ozzie.
Había bajado los brazos que ahora pendían flojamente a ambos lados de su cuerpo. La hoja del arma se extendía a partir de su mano derecha, sostenida únicamente entre el pulgar y el índice, mientras conservaba el meñique elegantemente separado. Blazer se dijo que aquello era como tirar una moneda al aire; pero no quiso saber si iba a salir cara o cruz. Encogiéndose de hombros, retrocedió hasta donde estaban los otros dos.
—Nos quiere engañar —comentó Coley, con los labios torcidos en gesto de despectivo aburrimiento—. Hace como si estuviera enfermo.
—¡Es que lo estoy! —afirmó Blazer acercándose a ellos.
—Pues todavía lo estarás más —le informó el otro alargando una mano para agarrarle la muñeca, al tiempo que con la otra se hurgaba rápidamente en uno de los bolsillos del abrigo. Cuando la sacó llevaba un puño de metal.
—Aquí no —se interpuso Ozzie—. Ya lo harás más tarde.
Coley siguió con los labios fuertemente apretados como si no pudiera resistir las ganas de manejar su puño de metal.
—Este tío me saca de quicio —rezongó entre dientes—. ¡Pues no me ha hecho creer que estaba a punto de perder el sentido y que necesitaba ayuda! Trata uno de ser bueno con ellos y te pagan con trucos y engaños.
—Tienes un corazón demasiado blando —se quejó Ozzie. Y bajando de la acera, dirigióse al centro de la calle para recuperar el arma que seguía tirada allí. Volviéndose hacia los dos, preguntó a Coley:
—¿Qué haces ahí parado? ¿Esperas a que os tomen una foto? Mételo en el camión.
Coley aumentó su presión en la muñeca de Blazer y tiró de él hacia el vehículo.
—Calma. Calma —le pidió Blazer.
Pero el otro masculló:
—¡Entra ahí, sabandija! Entra y cierra el pico si no quieres que te rompa la crisma.
Al tiempo que los dos ocupaban la cabina, Ozzie se introdujo en ella por el lado contrario, y agarrando el volante, puso el motor en marcha. Luego aflojó el freno y metió la primera. El camión se apartó de la acera en el preciso instante en que las luces de unos faros rodeaban la esquina frente a ellos. Ozzie ordenó a Blazer:
—¡Abajo! ¡Agacha la cabeza!
Las luces describieron un arco y el coche se detuvo y quedó en diagonal sobre la calle, bloqueando la ruta al camión. Ozzie frenó al tiempo que advertía a Blazer:
—¡Quédate como estás y no te muevas! Y no se te ocurra alguna jugarreta, porque te liquido.
Blazer estaba agachado, hundido por debajo del nivel del asiento, con un borde del mismo apretándole la espina dorsal. Mientras consideraba la posibilidad de levantar la cabeza y de hacer algún ruido, vio cómo Ozzie se metía una mano en el bolsillo del abrigo.
«Nos la jugamos a partes iguales», pensó Blazer, aunque diciéndose que quizás el otro no llevara a cabo su amenaza. Existía también la posibilidad de que aunque lo hiciera, saliese bien librado del trance.
Posiblemente Ozzie era como un témpano de hielo capaz de cometer un acto criminal sin importarle las consecuencias. Pero no había manera de saberlo con exactitud. A la luz de los faros del coche de la Policía que daban sobre el cristal del parabrisas, su cara no mostraba expresión alguna. Blazer seguía agachado, apoyando un hombro contra la pierna de Coley, percibiendo a través de ésta la tensión que lo agarrotaba.
Dos agentes se acercaron al camión. Cuando estaban ya junto a él, Ozzie bajó el cristal y sacó la cabeza por la ventanilla. Miró a los guardias un momento con los ojos entornados y luego, dirigiéndose a Coley, le explicó:
—No pasa nada. A ése lo conozco. Se llama Pete Gaither y hacemos negocios juntos.
—¿Y el otro? —preguntó Coley.
—No lo he visto en mi vida —respondió Ozzie—. Parece ser joven. Debe ser un novato.
—¡Mal asunto! —rezongó Coley.
—No te preocupes. Pete sabe cómo operar en casos como éste.
Los dos policías se acercaron a la ventanilla del camión. Aunque eran altos, tuvieron que levantar la cabeza para hablar con el chófer. Uno de ellos tendría veintitantos años y asumía una actitud algo rígida como si aún no se hubiera acostumbrado al uniforme. Su compañero era de edad mediana, con el pelo gris, asomando bajo el borde de su gorra. Tenía la cara arrugada y la boca caída como si su trabajo lo aburriera soberanamente. Aguardó a que el más joven empezara el interrogatorio.
El agente vaciló por un instante y se quedó mirando nervioso a su colega. Luego, cruzándose de brazos de un modo profesional, dirigióse a Ozzie para preguntarle:
—¿Me deja ver su documentación?
Ozzie se sacó la cartera, extrajo algunos carnets y los alargó por la ventanilla. El novato seguía con los brazos cruzados y por unos instantes permaneció para tomar los carnets. Pero como el otro había descruzado los brazos y alargó la mano al mismo tiempo que él, las diestras de ambos chocaron en el preciso instante en que Ozzie soltaba los documentos y estos cayeron al suelo, siendo en seguida arrebatados por el viento que los arrastró lejos de allí. El novato los miraba alejarse con expresión perpleja.
El policía más viejo aspiró el aire profundamente y ordenó al otro:
—Vete a buscarlos. —Al ver que su colega parpadeaba indeciso, repitió sin levantar la voz—: Se nos van a escapar. Ve a recogerlos ahora mismo.
El joven tragó saliva y bajando la cabeza, echó a correr, dirigiéndose en línea oblicua hacia el otro extremo de la calle donde las tarjetas resbalaban a lo largo del bordillo.
Ozzie sonrió a la vez que preguntaba:
—¿A eso le dan la placa estos días?
No hubo respuesta por parte del agente más viejo que, apoyado de espaldas contra el camión, observaba lo que hacía su compañero.
—¡Vaya una ayuda! —comentó Ozzie.
—No es que valgan —le respondió el agente vuelto todavía de espaldas—. Lo que pasa es que tenemos pocos incentivos.
—¿Qué quieres decir incentivos?
—Pues que no nos pagan lo suficiente.
—No creo que usted pueda quejarse —opinó Ozzie.
El otro guardó silencio.
—Al paso que lleva se va a hacer rico pronto.
—No se trata de eso —replicó el policía—. Me refiero a lo que la ciudad nos paga por nuestros servicios.
—Pero, ¿qué más da? Si no cobra por un sitio lo cobra por otro.
—¡Por otro! —repitió el agente en una especie de eco profundo. Moviendo la cabeza lentamente continuó mirando al novato que seguía en su persecución de las tarjetas. Luego, volviéndose, fijó la mirada en la cara sarcástica de Ozzie.
—Me gustaría... —empezó.
Pero dejó la frase sin terminar y bajó la cabeza. Porque el novato se acercaba corriendo, con los carnets en la mano. Respiraba afanosamente a causa del esfuerzo conforme aminoraba el paso, entregaba aquéllos a su compañero.
Pero el policía más viejo no hizo el menor ademán para tomarlos.
—Ya que los tienes —le indicó—, mira lo que dicen.
—De acuerdo —asintió el novato. Y poniéndose delante del camión, examinó los documentos a la luz de los faros. Continuando su inspección, pasó a la trasera y leyó el número de la matrícula, tras de lo cual volvió junto a la ventanilla y dijo a Ozzie:
—¿Cómo se llama usted?
—Está ahí en la tarjeta.
El policía joven se volvió a cruzar de brazos y apretó las tarjetas contra la tela de su abrigo. Con la mirada fría y brillante y la mandíbula cada vez más rígida pareció haber pasado de la categoría de bisoño a la de veterano experimentado. Con una voz impregnada de autoritaria agresividad, el agente repuso:
—Ya he mirado la tarjeta. ¿Cómo se llama usted?
—Ozzie.
—El nombre completo.
—Kates. Oswald Kates.
El joven policía señaló a Coley.
—¿Y ése quién es?
—Mi ayudante —respondió Ozzie.
—¿De dónde vienen?
—Estamos entregando género.
—¿A estas horas?
—Desde luego —explicó Ozzie—. Trabajamos toda la noche.
—Es para gente que se acuesta tarde —intervino Coley—. Algunos tienen turnos que hacen imposible encontrarlos durante el día. Y otros...
Pero al notar los codazos que le daba Ozzie, se calló.
—¿Qué llevan ahí? —preguntó el guardia.
—Lo dice en los letreros —repuso Ozzie señalan do con un ademán los costados del camión—. No tiene más que leerlo.
—Prefiero que me lo diga usted —insistió el agente acercándose un poco más—. ¿Qué llevan? —repitió.
—Agua —respondió Ozzie—. Agua mineral.
—¿Y nada más?
—No. Solamente agua.
—¿En qué recipientes?
—En garrafas y botellas.
—Quiero verlo —exigió el policía joven con expresión tajante—. Baje de ahí y abra la puerta trasera.
Siguieron unos momentos de silencio. Y Blazer se dijo: «Esto lo va a solucionar todo. A menos de que Ozzie salga por la ventanilla. Pero resultaría bastante extraño; así que no tendrá más remedio que salir por la puerta. Y en cuanto ésta se abra, el policía me verá, e iremos a parar todos a la Comisaría.
»Y de la Comisaría al tribunal. Y del tribunal la cárcel para cuarenta y cinco días. Y finalmente a la silla eléctrica.»
Echado sobre el volante, Ozzie seguía quieto.
—¿Va a salir o no? —preguntó el guardia sin perder la calma.
Pero Ozzie no contestó.
—¿Qué le pasa? —preguntó el agente.
—Hágalo usted —replicó Ozzie. Y encogiéndose de hombros añadió—: La cadena está sujeta a un gancho. Pero no hay candado; así que se quita fácilmente. Nunca llevamos candado cuando transportamos agua, porque ¿a quién se le va a ocurrir robar agua?
Ozzie había dicho aquello con mucha rapidez, y el policía se quedó un tanto perplejo. Finalmente, frunciendo el ceño preguntó:
—¿Qué diablos está diciendo?
—Me refiero a la puerta de atrás —contestó Ozzie—. Si quiere abrirla no tiene más que tirar de la cadena.
—Le he dicho que lo haga usted.
—¿Y por qué? —persistió Ozzie levantando algo la voz. ¿No quiere abrir? ¡Pues abra! Tiene manos, ¿no?
—Calma, ¿eh? Tranquilo.
—¿Qué tranquilo ni qué? —replicó el otro—. No le basta con hacerme perder el tiempo sino que encima tiene el descaro de darme órdenes. ¿Es que no se da cuenta?
—¿Darme cuenta de qué? —el policía estaba más que confuso. Era joven e inexperto y volvía a comportarse como un novato.
—De que yo me gano la vida con este trabajo —respondió Ozzie con el aire de un contribuyente indignado, muy al tanto de sus derechos y privilegios—. No es usted quien paga mi salario, sino todo lo contrario; soy yo quien paga el suyo. Ocúpese de sus asuntos, ¿vale?
El agente novato aspiró profundamente. Por un instante estuvo a punto de perder los estribos, sintiendo el impulso de abrir la portezuela, sacar de allí a Ozzie de un tirón y hacerle ver lo que significaba ponerse tonto con una representante de la autoridad. Pero de pronto, se quedó indeciso. En el Ayuntamiento, aquellos días, no cesaban de llegar quejas de gente harta de la dureza policial. Volviéndose, miró a su compañero de más edad.
El otro le devolvió la mirada con aire solemne, a la vez que movía la cabeza.
Apretando los dientes, con el rostro encendido, el novato farfulló algo al tiempo que iba hacia la trasera del camión.
Haciéndole una mueca al policía más viejo, Ozzie le comentó:
—El chico necesita experiencia, Pete. Y si tiene que trabajar en esa zona le tendrá que enseñar cómo se hace. Explíquele cómo funciona esto.
—Ya lo aprenderá por sí mismo.
—Pues que lo haga pronto. Porque no queremos tener complicaciones.
—No las habrá.
—Así lo espero —afirmó Ozzie—. Esos recién salidos de los Boy Scouts no hacen más que crear problemas. La última vez que los hubo, la cosa se puso fea. Por poco nos quedamos en la calle. Y usted también, claro.
—Me acuerdo muy bien —admitió Pete con la cabeza baja.
—Entonces, perfecto —expresó Ozzie—. Ocúpese de él y empiece a enseñarle lo que tiene qué hacer.
—¿Vas a darme órdenes, Ozzie? —preguntó el agente levantando la cabeza.
—Yo no las doy —repuso el otro encogiéndose de hombros. Sabe usted muy bien de dónde proceden.
Pete guardó silencio.
—¿No sé da cuenta? —continuó Ozzie—. El que ordena es el jefe—. Pero como él no está aquí, soy yo quien tiene que hacerlo. Sólo hay una manera, Pete. Hay que seguir las normas. Es como dice el jefe: todo debe funcionar de acuerdo con las normas. Si se quiere cambiar algo, nos vamos al cuerno.
—No hace falta que me lo digas —farfulló Pete, volviendo a bajar la cabeza.
—Piénselo bien —le aconsejó Ozzie con expresión suave.
—Ya está pensado —admitió Pete con una voz que parecía chirriar—. Pensado y bien pensado.
—¡Magnífico! —exclamó Ozzie con aire aprobatorio, sonriendo al policía.
En la trasera del camión sonó el tintineo de las cadenas al ser soltadas. Y luego el de la puerta de madera al abatirse. Señalando hacia allá con el pulgar, Ozzie preguntó:
—¿A qué viene tanta investigación?
—Son comprobaciones rutinarias —le respondió Pete.
—¿Buscáis licor?
—No. Buscamos a un tipo.
—¿El maniático de las cerillas?
Pete hizo una señal de asentimiento.
—Son órdenes del Ayuntamiento. Están muy soliviantados. Tenemos órdenes de parar y registrar a todos los vehículos.
—¿Creen que se habrá subido a alguno? ¿Quién lo dejaría subir?
—No es eso —le indicó Pete—. Saben que nadie le va a hacer un favor, sino todo lo contrario.
—¿Pues entonces, qué? ¿Temen que alguien se lo lleve para asesinarlo?
—Sí. Más o menos. Siempre existe esa posibilidad cuando el vecindario anda revuelto.
—¿Como en las películas del Oeste? —preguntó Ozzie con aire humorístico.
—Yo nunca veo películas del Oeste —respondió Pete—. Ya tenemos bastante Oeste aquí en el barrio.
—Es terrible —se quejó Ozzie sin abandonar su media sonrisa—. Y cada vez la cosa está peor. Los del Ayuntamiento tendrán que trabajar de firme.
—Ya lo están haciendo esta noche —le aseguró Pete—. Quieren capturar a ese tipo sea como sea. Y atraparlo vivo; no muerto.
La sonrisa desapareció del rostro de Ozzie, que empezó a decir algo; pero cambiando de idea murmuró—: A lo mejor desaparece sin dejar rastro.
—Es muy posible —admitió Pete. Y fijando su mirada en los ojos del otro preguntó—: ¿Tú qué crees? ¿Te parece que puede desaparecer?
Ozzie se encogió de hombros.
—A veces ocurre —repuso.
Pete se quedó inmóvil unos momentos. Sus ojos entornados dejaron de mirar a Ozzie y se fijaron en la empuñadura de la portezuela.
—¿Qué le pasa? —quiso saber Ozzie.
Pete seguía mirando la empuñadura. Siguieron unos largos minutos de silencio, que parecieron oscilar de un lado a otro como un péndulo. Pete tenía las mandíbulas fuertemente apretadas y respiraba con fuerza.
—¿Qué diablos le pasa? —volvió a preguntar Ozzie—. ¿Se ha vuelto loco o algo así?
Pete se apartó un paso del camión y sus ojos dejaron de mirar la empuñadura de la puerta.
—Estoy perfectamente —afirmó.
Suspiró con aire de cansancio y se restregó la cara con la mano. Dentro del camión sonó el ruido del cristal tocando la madera, al moverse las pesadas garrafas, y luego el de cristal contra cristal al chocar las botellas entre sí.
—¡Date prisa! —instó Pete al novato—. Aquí se hiela uno.
Dentro del camión se produjeron aún más ruidos, hasta que finalmente volvieron a tintinear las cadenas que sonaron otra vez al quedar la puerta asegurada.
El policía joven se acercó, desde la trasera del camión respirando agitadamente a causa del esfuerzo realizado al desplazar los recipientes.
—¿Todo en orden? —le preguntó el veterano.
—Todo en orden —respondió su colega.
Cuando echaban a andar hacia el coche policial, Ozzie sacó la cabeza por la ventanilla y gritó al guardia más joven:
—¡Eh, tú! ¿Qué pasa con mis tarjetas?
El aludido se volvió y regresando corriendo al camión, devolvió los documentos a su dueño.
—Lo siento —dijo excusándose—. Y Ozzie le sonrió comprensivo.
—Está bien, agente.
El camión se puso en marcha y se alejó. El policía novato entró en el vehículo oficial y se situó al volante. Al alargar la mano hacia la puesta en marcha miró a su colega y preguntó:
—¿Qué le pasa Pete? ¿Se encuentra mal?
Porque Pete tenía la cabeza agachada y los ojos cerrados. El novato frunció el ceño:
—¿Se encuentra mal? —repitió.
—Estoy cansado —respondió Pete sin abrir los ojos—. Estoy cansado. Eso es todo.
Conforme el coche emprendía la marcha calle abajo, el policía joven comprobó el cuentakilómetros. En el Reglamento se estipulaba no pasar de los treinta por hora al circular junto a la acera. El novato iba sentado muy tieso, atento al volante, con las manos en la posición correcta y atento a no pisar demasiado el acelerador. La aguja marcaba estrictamente los treinta kilómetros.