CAPÍTULO IX
«Alguien tendrá que decir algo —pensó Blazer—. O hacer alguna cosa. Parece como si nos hubiéramos vuelto de piedra o de cera o transformados en bloques de hielo.»
—Clem —murmuró una voz confusa en el silencio reinante. Era Coley, que interpelaba de modo casi inaudible al recién llegado mirándolo de soslayo mientras seguía en el dintel de la puerta—. ¿Ya has regresado?
Como si Coley hubiese formulado una pregunta lógica, Ozzie aportó una respuesta igualmente plausible.
—¡Claro que ha vuelto! ¿No lo ves ahí?
Dagget entró en la habitación, la cruzó hasta la mesa y se quitó el gabán. Era de una lana muy cara, grueso y con las mangas de estilo raglan. Dejó caer la prenda al suelo. Bajo ella llevaba un traje de cheviot azul oscuro y corte clásico y una camisa blanca modelo Oxford con el botón desabrochado. La corbata era de tipo formal, a rayas verdes y azul claro sobre un fondo azul oscuro. Pero no estaba anudada. En la pechera de la camisa se apreciaban unas manchas rojas y la cara de Dagget estaba cruzada por huellas de sangre seca que le iban desde la mejilla izquierda hasta debajo de la mandíbula. Tenía el labio inferior partido cerca de la comisura, con la sangre todavía fresca. En el lado derecho de la cara, la mejilla mostraba la señal tumefacta de cinco dedos, cual si acabara de recibir un bofetón perfectamente encajado.
—Te han sacudido-murmuró Coley acercándose a su jefe con la mirada condolida por la lealtad—. ¿Quién te lo ha hecho, Clem?
Pero Dagget lo apartó de su lado de un empujón.
—Dinos quién te lo ha hecho —insistió Coley poniéndole una mano en el hombro—. Dímelo y le voy a...
—¡Cierra el pico! —lo interrumpió Dagget con voz ronca, quitando de su hombro los gruesos dedos de Coley. ¡Y apártate de mí!
Pero Coley se quedó donde estaba, murmurando:
—Estás herido. Tienes sangre...
—¡Te he dicho que te apartes! —repitió Dagget rechinando los dientes.
—Clem —persistió Coley acercándose todavía un poco más—. Tranquilízate. Tienes que dominarte.
—Lo que voy a hacer es retorcerte el pescuezo —sibiló Clem Dagget. Y luego añadió dirigiéndose a Ozzie y McGinnis—: Quítamelo de encima. Apartadlo de mí antes’ de que...
Coley se hizo un poco atrás, como a saltitos. Y al llegar a la pared se detuvo.
—Como te acerques otra vez vas a salir con los pies por delante —le advirtió Clem con los dientes apretados—. Cualquiera que se atreva a acercarse...
«Sería un imbécil —pensó Blazer—. Está para que lo encierren; pero si así fuera, partiría los barrotes a bocados.»
—¿Dónde hay una botella? —pidió Clem.
—¿Quieres echar un trago? —preguntó Coley.
—No. No quiere un trago —intervino Ozzie irónico. Quiere comerse el cristal.
McGinnis se dirigía hacia la puerta.
—¿Whisky? —preguntó—. Tenemos uno canadiense...
—¡Cualquier cosa! —gimió Clem.
—¿Un poco de vino? —sugirió Blazer tímidamente.
Ozzie lo miró. McGinnis estaba ya junto a la puerta.
—Voy a por el whisky canadiense. Está abajo, en un armario.
—Mira si hay moscatel —le rogó Blazer, con el rostro inexpresivo devolviendo a Ozzie su mirada insistente—. Su efecto es mejor que el del whisky —añadió—. Está recomendado por los médicos.
—Cierra el pico —le ordenó Ozzie con calma—. Cierra el pico si no quieres que te arranque la cabeza.
McGinnis abrió la puerta y salió en busca de la botella. Clem se acercó lentamente a la parte posterior de la mesa, se dejó caer en el estropeado sillón giratorio y se quedó mirando fijamente ante sí. Había sobre la mesa algunos papeles e impresos hacia los que alargó la mano, pero en seguida, produciendo un rumor rechinante, los tiró al suelo de un manotazo.
«Ya empezamos», pensó Blazer.
Dagget se había levantado del sillón al que propinó un puntapié conforme caminaba con paso vacilante. Al vertía mesita, le dio asimismo un puntapié que la volcó, tirando al suelo la calculadora y los archivos. Con la boca rígida y torcida y el labio volviéndole a sangrar, recogió la maquinita y la levantó por encima de su cabeza. Coley saltó hacia un lado para protegerse, mientras Ozzie hacía lo propio, pasando del sillón al sofá tras uno de cuyos brazos buscó cobijo.
Blazer no se había molestado en moverse. Lo único seguro hubiera sido trasponer la puerta y largarse de allí; pero por el momento, le pareció como si aquélla se encontrara a gran distancia.
La máquina calculadora se estrelló contra una pared y cayó al suelo hecha pedazos. Momentos después, otro ruido indicó que Clem había levantado la mesa sobre dos de sus patas para volcarla de costado. Accionando con un brazo como si fuera una guadaña incrustó uno de sus puños contra un lado del mueble. Con los nudillos maltrechos y llenos de astillas, volvió a descargar otro golpe, hundiendo la madera y volcando al suelo diversos objetos. Golpeando el escritorio con ambas manos, gritó:
—¿No es eso lo que quería? ¡Pues bien, ahora ya lo tengo!
La voz del jefe sonaba como un aullido estridente. Y Blazer pensó: «Está teniendo su merecido. Debe haber estado buscándolo desde hace mucho tiempo.»
La mesa estaba destrozada. Con las rodillas flojas, Dagget se dejó caer en la misma actitud que si rezara. Luego, muy lentamente, movió la cabeza, rechazando la idea de suplicar. Pero cuando se incorporó, pareció más bien caer que levantarse. En sus ojos se pintaba una expresión tristona, como si pensara: «El ascensor va bajando y no me importa donde se pare.»
Coley miraba a hurtadillas desde detrás del sillón. Finalmente decidió que había llegado el momento de salir de su escondrijo, y dirigiéndose a la mesa, caminando con aire importante, al tiempo que advertía a unos subordinados invisibles:
—¡Bueno! Volvamos al trabajo. Hay que poner orden en esta habitación.
—¡Déjalo! —farfulló Clem.
Pero Coley había empezado ya a levantar la mesa. Agarrándola por las patas, la estaba poniendo en posición correcta cuando dejó escapar un grito agudo, al notar cómo le retorcían el brazo, cogiéndolo por la muñeca, como si se lo fueran a desencajar.
Mirando los dedos de Clem Dagget aferrados a él como un torniquete jadeó:
—¡Me lo vas a romper!
—¡Deja esa mesa! —le ordenó Clem.
Coley obedeció. Al soltarle el otro la muñeca, empezó a restregársela haciendo una mueca de dolor.
—No tienes por qué... —gimió.
—Sí tengo —replicó su jefe sin mirarlo.
Coley se quedó contemplando la mesa volcada. Luego, tras fijar por un momento la vista en Clem, volvió otra vez su atención a aquélla.
—Pero, ¿por qué...? —empezó.
Clem no contestó nada.
—¿Por qué quieres que siga ahí tirada? —insistió Coley como si le implorase una respuesta—. Lo menos que puedes hacer es decírmelo.
—No tengo por qué decirte nada —replicó Clem lentamente, mirando la pared vacía, al otro lado de la habitación—. Deja esa mesa tal como está. No toques absolutamente nada.
Abriendo mucho los ojos, Coley se volvió hacia Ozzie y mirando de nuevo a su jefe, le rogó:
—Pero hombre, Clem...
—¿Estás de broma?
—No. Quiero desahogarme —repuso Dagget—. Desahogarme un rato.
La puerta se abrió dando paso a McGinnis que llevaba en la mano una botella de whisky canadiense, llena casi en sus tres cuartas partes. Había empezado a cruzar la habitación cuando se paró en seco, mirando la mesa caída, la calculadora destrozada y los papeles y carpetas desparramados por el suelo.
Contempló todo aquello unos instantes con los ojos desmesuradamente abiertos. Luego entornó los párpados hasta casi cerrarlos, al tiempo que en sus labios se perfilaba un atisbo de reflexiva sonrisa.
Clem Dagget se acercó a él y arrebatándole la botella, se la llevó a los labios. De un primer trago engulló el equivalente a tres vasitos. Luego, apretando el gollete, se quedó mirando el licor con aire burlón, cual si se preguntara si estaría aguado. Tras otro largo trago, volvió a fijar su mirada en la botella.
Quedaba bien claro que apenas si disfrutaba del sabor de la bebida.
Coley seguía como pasmado, con la boca abierta, moviendo la cabeza cual si no entendiera nada. Por su parte, Ozzie se había levantado del sofá y se acercaba para ver más de cerca el espectáculo. McGinnis se había hecho a un lado, con los ojos entornados, sin parpadear, y con cierto aire aprobatorio pintado en su pensativa sonrisa.
Una vez más, Clem levantó la botella, echando la cabeza exageradamente hacia atrás y tragando el whisky con afán.
«Parece una bomba —pensó Blazer-Es como si la botella estuviera conectada a una manguera y el licor le fuera bombeado en el estómago.»
Coley y Ozzie se acercaron todavía un poco más, mirando estupefactos al bebedor y luego a ellos mismos entre sí.
—¡Santo cielo! —exclamó el primero.
Y el flaco peso welter murmuró a su vez:
—¡Hay que verlo para creerlo!
Entretanto, Clem Dagget continuaba bebiendo whisky.
«Es toda una exhibición —se admiró Blazer—. Deberían redoblar los tambores, como en el circo cuando los ayudantes retiran la red y todo el mundo se da cuenta del riesgo que implica. Mira a Coley y a Ozzie. Casi no pueden respirar. Y en cuanto a McGinnis...»
«¿Qué interés tiene en todo ello?»
Porque Timmie McGinnis asentía lentamente cual si animara al bebedor a redoblar sus tragos. Tenía las gruesas manos cruzadas apaciblemente sobre el grasiento vientre; pero luego las descruzó poniendo una bajo la otra, de modo que su dedo medio quedara pegado a la muñeca, con la punta callosa y la uña sucia acariciando suavemente el borde de su reloj de oro.
Clem tenía los ojos cerrados fuertemente mientras seguía tragando whisky. La botella estaba ya casi vacía.
«Como beba otro trago —pensó Blazer— es hombre muerto. Parece un milagro que no haya perdido ya el sentido.»
Clem cesó de beber y sosteniendo la botella entre sus dedos temblorosos, se acercó con paso firme a la volcada mesa, sobre la que la puso con cuidado. Enfrentándose a los cuatro hombres les hizo una cortés reverencia y con aire muy serio, declamó: «Atacadlos a todos, grandes y pequeños. Shakespeare.»
«Eso se refiere a algo», razonó Blazer sabiendo en aquel preciso instante lo que Clement Dagget realmente sentía. En su mente apareció una escena en la que Cora Riley se negaba en redondo, diciendo que no y que no, y subrayando cruelmente su negativa con el filo de sus uñas, clavándolas y apretando y haciendo sangrar la cara de Dagget. Y a continuación el bofetón con la mano abierta, dejándole aquellas marcas tan visibles, para que él pudiera apreciarlas con sólo mirarse a un espejo.
El jefe quedaba marcado con una señal inequívoca.
Rechazado de plano.
«Se echa la culpa a sí mismo —siguió pensando Blazer—. E intenta olvidarlo a fuerza de tragos. Acabará en el cementerio. Porque nunca ha sido un bebedor empedernido. Pero esta noche está batiendo todos los récords, porque se siente desesperado.
»Ahora ya voy atando cabos; puedo entrever lo que ha pasado entre él y Cora. Para ella, Clem lo era todo cuando con la cabeza inclinada sobre los libros, estudiaba por las noches. Cuando se abría paso en el Instituto y se le oía decir: "He de alcanzar mi objetivo. He de ser alguien. Ascender por encima de esa maldita cloaca de la calle Purcell. Y tú estarás siempre conmigo, muchacha."
»Pero lo que Clem nunca hubiera podido imaginar era que la cloaca de la calle Purcell fuera tan honda y que el escalar sus paredes resultara tan difícil. O quizá sí lo supiera. Lo que ponía las cosas aún más desagradables para él era cuando la gente lo apostrofaba: "¿A quién pretendes engañar? Llevas camisa con el cuello abrochado y corbata de estudiante; pero eso no es más que un disfraz. Perteneces a la Purcell Street y ese ambiente no es para ti. Vuelve a tu sitio, muerto de hambre; vuelve al lugar al que perteneces."
»No es extraño que una situación como ésa llegue a trastornar el cerebro de cualquiera; llenárselo de ideas violentas. Cuando Clem llegó a semejante estado, su respuesta fue: "De acuerdo, desgraciados. He dedicado mi tiempo y empleado mis fuerzas para abrirme camino, superando todos los obstáculos. Y ésa es la recompensa que recibo. Muy bien. Acepto el reto y a partir de ahora no voy a respetar nada. Iré a por la pasta por la vía más rápida; a la manera como se hace aquí; a puñetazos y a patadas; al estilo de Purcell Street." Y así fue como llegó a hacerse el amo de la "Sweetrock Water".
»Pero perdió a su Cora.
»Si cuando volvió a la Purcell se hubiera puesto a trabajar cavando zanjas, no la habría perdido. Ni tampoco si se hubiera mantenido en la honradez, aunque fuera vendiendo periódicos por las esquinas o abrillantando carrocerías en una tienda de coches usados. Cualquier cosa decente hubiera sido buena para Cora. Pero cuando intentaba convencerlo de que obrase bien, él le respondía dándole un bofetón.
»Y todo esto me ha estado afectando también a mí. Porque cada vez que ella me ha llevado a su cuarto y me ha metido en su cama, a quien hablaba en realidad y a quien creía tener a su lado era a Clement Dagget. No voy a entrar en detalles porque se trata de una cosa personal entre ellos dos. Muy personal. Por eso supe cuál era la relación entre Cora y Clement.»
Blazer miró a Clem Dagget mientras éste se quedaba muy rígido unos momentos, daba unos ciegos traspiés y caía de bruces al suelo, a los pies de Timmie McGinnis.