CAPÍTULO II

Él seguía moviendo la cabeza. Pero ahora había abierto los ojos y tenía la mirada fija en el suelo.

—¿Tú qué crees? —murmuró—. ¿Que lo he hecho yo?

—No lo sé —repuso Cora.

—Si me pudiera acordar...

Volviéndose, Cora se acercó a la cama y se sentó en el borde.

—Confiaba en que te acordases —dijo.

Blazer se mordió un extremo de los labios. Luego frunció el ceño como si pensara intensamente. Cora había vuelto la cabeza y lo miraba. Los dos siguieron así durante unos minutos. Finalmente, él hizo unas lentas señales de asentimiento.

—¡Venga! Explícate —le apremió Cora.

—No creo que haya sido yo.

Ella se irguió un poco al tiempo que sus pupilas se animaban.

—¿Estás empezando a ver claro? —quiso saber.

Pero Blazer no la miraba. Era como si se encontrara solo en la estancia, hablando consigo mismo.

—Antes de encender la cerilla uno se asegura...

—¿Se asegura de qué?

Pero Blazer no la escuchaba. Parecía encontrarse a muy larga distancia de allí.

—Ya sabes cómo uno opera —continuó como si hablara consigo mismo—. Si a uno le gusta encender fuego, lo enciende; pero lo que interesa es la llama, no que se chamusque o se achicharre nada. Por eso uno se asegura de que haya sólo papeles o palos o trapos; pero nunca personas o animales; ni siquiera una cucaracha. Incluso cuando la cerilla está ya encendida y uno se siente ansioso porque el fuego va a comenzar, se asegura de que no haya nada vivo en el cubo; así que uno lo vuelca y remueve la basura, y si hay un par de bichos, uno les dice que se larguen para que no sufran daño. Y si no se van, se los coge y se los echa fuera. Ése ha sido mi sistema desde siempre, e incluso las noches en que el ansia es tan fuerte que no se puede esperar más, nunca dejé de hacer esa inspección; miré que no hubiera nada vivo dentro...

—¡Déjate de historias! —le apostrofó ella con voz penetrante para atraer su atención—. Por ahí no vamos a parar a ningún sitio.

—Les diré que...

—¿Qué les vas a decir? ¿Qué les piensas largar? El cuento del hombre que siempre dice la verdad y que es bueno con los seres vivientes? Como salgas con eso, se van a partir de risa. Te vas a convertir en una estrella del teatro cómico.

—Pero mi ficha dice...

—Tu ficha dice que eres un pirómano. Y punto.

—Pero aun así, nunca hice nada grave...

—Hasta esta noche —le atajó ella. Y levantándose se alejó de la cama para pasar a la cocina. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió; pero haciendo una mueca dijo—: ¿Para qué quiero el agua? No tengo sed. —Luego mirándolo, añadió con voz incisiva—: ¡No te quedes pasmado, sin hacer nada! Abre la ventana un poco.

—¿Para qué?

—Porque si alguien se acerca a la puerta tendrás que salir por ahí a toda prisa.

Blazer se acercó a la ventana, corrió el pestillo y subió el cristal unos centímetros. Una racha de viento glacial se filtró en la habitación haciéndolo estremecer, al tiempo que exclamaba:

—¡Pero esto se va a helar!

—Como llamen a la puerta sí que va a cambiar la temperatura. Tendrás que quedarte fuera hasta que se vayan. Sobre todo, que no te entre pánico y eches a correr. Porque te agarrarían en menos que canta un gallo.

—¿Verdaderamente crees que vendrán?

—Pudiera ser —respondió ella—. En este barrio hay mucho chivato capaz de cantar por menos de un pitillo; les dirán a los guardias que a veces pasas la noche aquí conmigo.

Blazer miró por la ventana, con las manos en el borde inferior de la cortinilla enrollable que no llegaba a tapar completamente el marco. Hizo presión para que descendiera unos centímetros. Pero Cora le advirtió:

—¡No hagas eso! Como sigas apretando se va a salir del rodillo.

Blazer se apartó de la ventana.

—¿Tienes algo que comer?

—Lo miraré.

Acercándose a la nevera, Cora sacó unos pedazos de pan y un puchero de estofado de cordero con patatas congelado. Blazer se dejó caer en la cama y quedó tendido de espaldas, mirando el techo. A los pocos momentos se sentó y empezó a quitarse los zapatos. Cora se había acercado a la estufa-fogón y con una cuchara empezó a verter el estofado en una cazuela. Al volverse vio lo que él estaba haciendo y le advirtió:

—Déjate los zapatos puestos. ¿Es que no tienes nada en la cabeza? Como entren y vean los zapatos me detienen sin remisión.

Blazer tenía ya un zapato fuera. Pero se lo volvió a poner y se ajustó el cordón. Sentado en la cama, fijó la mirada en la puerta. Aspiró el aire fuertemente, lo exhaló con un suave silbido, se puso en pie y caminó hacia la entrada.

—Pero, ¿qué haces? —exclamó Cora sin perderlo de vista—. ¿Qué diablos...?

—Me largo de aquí —repuso Blazer encogiéndose de hombros, sin mirarla—. Esto no me gusta un pelo. Tengo que irme a otro sitio.

—¿A dónde?

—No lo sé. Habré de buscarlo.

—¡Pues sí que hace buen tiempo para andar buscando sitios por ahí! —exclamó Cora.

Blazer dio otro paso hacia la puerta, aunque como a desgana.

—No seas tonto —insistió ella—. No te vayas.

—Quizás en la estación de mercancías... Si consigo llegar hasta los andenes y me meto en un vagón...

Cora se apartó de la estufa y lo agarró por el brazo cuando alargaba la mano hacia el tirador. Haciéndole dar la vuelta se enfrentó a él.

—¿Qué idioteces son éstas?

—Es que... —balbució Blazer mirando hacia otro lado.

—Todo esto pasa porque se me ha ocurrido mencionar que pueden detenerme. —Lo miró fijamente, escrutando su rostro—. Sí. Eso ha sido. —Le apretaba los brazos con fuerza y lo sacudía obligándole a mirarla—. Yo sólo intentaba hacerte ver las cosas claras; que estés preparado para lo que venga; que no andes quitándote los zapatos como si tal cosa.

—Me los he vuelto a poner —le explicó él haciendo un movimiento para librarse de Cora.

Pero ella lo retuvo con energía y lo volvió a sacudir.

—Blazer, escucha...

—Me van a atrapar. Me tienen cogido. ¡Al diablo con todo!

—No es eso lo que estás pensando. Sé muy bien lo que te preocupa. —Le tiró fuertemente de las mangas. Es en mí en quien piensas. Te da miedo que me compliquen en...

—¡No tires más! —protestó Blazer—. ¡Mira lo que estás haciendo! Me rompes la tela. —Quiso mirarla, pero no pudo y finalmente exclamó irritado—: ¡Por todos los santos! Este abrigo es el único que tengo.

Soltándole las mangas, Cora lo abrazó por la cintura y lo apartó de la puerta.

—Así. Pórtate bien —le dijo mientras él se dejaba conducir hasta la cama—. Si quieres, te puedes quitar los zapatos. Estarás más cómodo.

Blazer se había vuelto a tumbar de espaldas, pero sin descalzarse, y fijaba de nuevo la mirada en el techo. Cora permanecía junto a la estufa donde el guiso se iba calentando a fuego lento. Echó un poco de café en una vieja cafetera de modelo anticuado, con el asa pegada con una cinta adhesiva negra. Conforme la colocaba sobre las llamas, se puso a canturrear, intercalando palabras hasta que gradualmente recordó la letra entera. La melodía era bonita y el texto estaba bien expresado: pero no lo interpretaba demasiado bien. Su voz no era precisamente la de un ruiseñor.

—Pon la radio —le pidió Blazer.

—No tengo —repuso ella sin dejar de cantar.

—¿Y televisión?

—Todavía no —le explicó sin interrumpir su canturreo—. Estoy esperando a que den mejores programas.

—¿Y un tocadiscos? ¿Tampoco tienes tocadiscos?

Cora le contestó algo sin interrumpir su melodía; él le formuló una nueva pregunta, y la cosa continuó de este modo intercalándose preguntas y respuestas como en una especie de ping-pong verbal, igual que venían haciendo durante tantos años. Pero tratábase de una rutina muy útil, porque de este modo, no hablaban de otras cosas.

Blazer llevaba más de cinco años acudiendo a casa de Cora por las noches, a veces voluntariamente porque necesitaba la compañía de una mujer y ella era la única a quien podía recurrir. Otras, cuando él no estaba de humor, Cora lo sacaba a rastras del «Maxine's» o de la furgoneta, diciéndole que debía estar hambriento y que le prepararía una buena comida casera. Mas al propio tiempo, sus ojos le imploraban: «Por favor, vente a mi casa, Blazer. Esta noche tengo verdadera necesidad. Una necesidad bárbara.» Algunas veces Blazer reflexionaba sobre ello, diciéndose: «Siempre me busca a mí, y a nadie más. ¿Por qué? ¿Por qué tengo siempre que ser yo?»

»Me parece que existen muchos candidatos. Y algunos no son de los que piensan sólo en tonterías sino que van en serio y se quedarían con ella en plan estable. Muchos de los que figuran en la lista le ofrecerían una vida bastante mejor de lo que tiene ahora. Estoy seguro. Pero por alguna causa que desconozco..., a lo mejor algo terrible, prefiere vivir sola; seguir sola su camino; un camino que no conduce a ningún sitio, trabajando día tras día en esa fábrica de géneros de punto y quedándose aquí noche tras noche, sin nadie que la acompañe a menos de que yo venga. Pero, ¿por qué yo precisamente?»

Nunca le había hecho aquella pregunta a Cora. Tenía la impresión de que no hubiera servido para nada. Ella le daba las gracias sin palabras; le demostraba una gratitud inmensa, devolviéndole favor por favor. Por su parte, nunca le preguntaba tampoco a qué venía aquella pasión suya por el fuego. Solía llamarlo pega fuegos pero en realidad así era como lo conocía todo el mundo. Era un hecho aceptado y se había acostumbrado al apodo. No le afectaba ni poco ni mucho. Pero sí le irritaba que alguien quisiera averiguar el cómo y el porqué. Sobre todo cuando inquirían. «¿De qué te viene esa manía?» O más concretamente: «Algo te debió pasar en otros tiempos, ¿verdad?» Pero él contestaba con un encogimiento de hombros y una sonrisa desvaída y al tiempo que murmuraba: «¡Cualquiera lo sabe!»

Y como era verdad que ni él mismo lo sabía, no tenía la menor idea ni la más ligera noción del motivo, siempre se sentía desconcertado al escuchar la pregunta. «Pero ella nunca ha querido averiguar nada —se dijo mientras miraba el techo fijamente—. A lo mejor se ha dado cuenta de que no sirve; de que es inútil, de que nunca podría darle una respuesta concreta.»

«Pero tiene que haberla —se dijo—. ¡Dios mío! Tiene que existir alguna causa; en algún momento y en algún lugar debió empezar esta enfermedad que padezco; este dolor que siento desde que era niño. ¿Cuándo comenzó todo? ¿Qué lo originó? Si pudiera por lo menos..., aunque ¿de qué serviría? Pero esta noche ha sido ya el colmo. El golpe final. Cinco, ha dicho Cora. Cuéntalos con los dedos. Cinco: Lew Dragget, su novia y otros tres. Estás contra las cuerdas. Pero lo que te mantiene aquí tumbado en esta cama es lo que ella dijo sobre el moscatel; que a lo mejor esta noche no te hizo el efecto de siempre.»

«Si fuiste tú, tú solo, el que encendió la cerilla y pegó fuego al taller de Lew, es que has bajado a la cota más honda y el musky no te sirve para nada. Pero, ¿qué harás si te falla el vino? Sabes que no puedes prescindir de él; que tienes que seguir bebiéndolo no importa lo que diga esa gente que anda por ahí predicando la fuerza de voluntad y la perseverancia y los beneficios de Una Vida Mejor.»

—¿Cómo están tan seguros de que fui yo? —preguntó en voz alta.

Cora cesó de cantar.

—Porque tienen pruebas:

—¿Qué pruebas? Cuando algo arde no quedan pruebas.

—Siempre acaban por encontrar alguna cosa —afirmó ella—. Siempre se las componen para dar con algo.

—¿Para demostrar que no ocurrió por accidente?

—Exacto —repuso Cora, mientras inclinada sobre la estufa, removía la cazuela—. Han estado mirando por ahí. Y han visto que el incendio no empezó por arriba. Tampoco fue culpa de alguna colilla sin apagar, porque alguien no tomara precauciones, ni nada de eso. Ni hubo ningún cortocircuito. El fuego empezó por la parte exterior; en el patio de atrás. Lo primero en arder fue un bidón de cien litros de los que usan para echar los trapos y los botes de pintura vacíos y otras basuras. El bidón fue empujado hasta la puerta trasera. Y además encontraron gasolina.

—Bien —afirmó él incorporándose para apoyarse sobre un codo—. Si encontraron gasolina sería de los coches que se guardan en el taller.

—No había ningún coche —repuso ella dando vuelta a la llave para que hubiera más llama bajo la cazuela—. El último arreglo que hizo Lew fue el de un guardabarro delantero. Lo terminó a última hora de la tarde, y a partir de entonces no entró ningún otro vehículo. El taller estaba vacío. La gasolina fue esparcida por el suelo en la parte de fuera, no de dentro. La había en la puerta, y en las cuerdas y en los trapos arrimados a ella y echados en el bidón. ¿Te vas dando cuenta?

Él no contestó palabra. Estaba pensando: «Lo comprendo perfectamente, pero no logro situarme en todo eso. Y menos cuando se trata de gasolina. De tanta gasolina, lo que le da un aspecto siniestro, como si se tratara de una venganza. Pero yo no hago esas cosas; saben bien que no las hago. Además, nunca tuve nada contra Lew Dagget. Nunca me hizo ningún daño.»

—Recuerdo que una vez, Lew te atizó con un martillo —comentó Cora.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace poco. Unas cuantas semanas. Al verte con aquel chichón en la cabeza te pregunté qué te había pasado.

—¡Ah, sí! —exclamó él recordando de pronto el suceso—. Pero no fue nada. El martillo sólo me rozó.

—¿Recuerdas por qué te lo tiró Lew?

Blazer volvió a parpadear. Empezaba a verlo más claro. Empezaba a recordar vagamente que, en efecto, le habían propinado un golpe en la cabeza al arrojarle un martillo.

—Yo te diré por qué lo hizo —prosiguió Cora—. Porque te pilló en el patio de atrás del taller encendiendo una cerilla.

Él acabó de incorporarse. Tenía el ceño fruncido, al esforzarse por recordar.

—Era de noche, ya muy tarde. Una de aquellas noches en que no habías podido encontrar moscatel. ¿Me oyes bien, Blazer? Te lo estoy contando del mismo modo que me lo contaste tú a mí cuando llegaste con un chichón en la cabeza. Dijiste algo de estar en malas condiciones financieras. De que no te quedaban más que unos centavos, aunque no los suficientes como para comprarte vino. Pero sí para una caja de cerillas.

Ahora él estaba sentado muy tieso, mirándola ceñudo.

Cora no se había apartado de la estufa. Seguía observando el estofado que se cocía en la cazuela y que empezaba a hervir un poco. Dándole unas vueltas lentamente, añadió:

—Te habías propuesto celebrar una fiesta, ¿verdad?; darte un banquete, vamos... Allí estaba el bidón de cien litros lleno de trapos, papeles y otras basuras, dispuesto para pegarle fuego. Pero cuando las llamas empiezan a elevarse con gran resplandor se abre la puerta y aparece Lew. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas ahora?

Él asintió con cara de pocos amigos.

—Primero salió con un cubo de agua —explicó—. Y en cuanto hubo apagado el fuego volvió a entrar. Cuando salió otra vez llevaba un martillo en la mano. Al ver el martillo eché a correr. Y ni me enteré de cuando me dio en la cabeza porque lo único que quería era escapar de allí cuanto antes.

—El dolor lo sentiste después —comentó ella—. ¡Menudo chichón te hizo!

—No tanto —murmuró él. Y en seguida, dejando aquel tema y saliéndose por la tangente añadió—: Tenía que saber que se encontraba allí en el piso. Porque siempre está allí bebiendo esa porquería.

—Sí. Pero ahora ya no está.

Blazer se hizo una mueca.

—Otra cosa. Sabes muy bien que Lew era un bocazas y que iba a propalar por todas partes cómo te tiró el martillo.

Él la miró con los ojos y la boca muy abiertos.

—La cosa está demostrada —prosiguió Cora—. Me metí entre la gente viendo cómo los bomberos maniobraban sus mangueras y los guardias mantenían el orden. De pronto, alguien menciona tu nombre. Otros lo repiten y la gente empieza a hablar de que Lew te tiró un martillo y a recordar el motivo.

—¡Pero aquello no quiso decir nada! No tuvo la menor importancia.

—No hasta esta noche —afirmó ella—. Anteriormente sólo fueron comentarios sueltos, para reírse y nada más. Pero tal como han sucedido las cosas, es como si un dedo te señalara, afirmando que el martillazo te sirvió de poco.

—Aquello no me importó lo más mínimo —explicó él hablando lentamente, como atontado—. Lo había olvidado por completo.

—Pero ellos no —replicó Cora. Y volviendo a fijar su atención en el estofado, lo probó y tomó un salero—. Es lo que llaman información de primera mano. Apostaría cinco contra uno que ya han repasado tu ficha.

—No lo comprendo —repitió él moviendo la cabeza—. Es que no comprendo nada.

—Escúchame bien y métetelo en la cabeza. Los guardias cambiaron impresiones entre sí y pude oír lo que decían, palabra por palabra. Según ellos esta vez habías armado la gorda, pero no por gusto simplemente; no como las veces anteriores, sino que ahora se trataba claramente de un acto de venganza. Uno de ellos afirmó que había que efectuar dos llamadas; la primera a la sección de Bomberos y la segunda a la de Homicidios. Y así lo hicieron.

Blazer respiró hondamente, y miró hacia la puerta y luego hacia el otro extremo de la habitación, donde estaba la ventana.

Cora introdujo la cuchara en el estofado y sacando un poco de caldo, se la llevó a los labios para probarlo.

—Ya está caliente —anunció.

Se acercó al aparador y alargaba la mano hacia los platos cuando los dos oyeron el ruido que sonaba en el pasillo. Un ruido de pasos rápidos. Blazer saltó de la cama y se acercó a la ventana.

—Espera —lo detuvo ella, señaló el montón de platos.

—Espera —murmuró. Él hizo una señal de asentimiento al tiempo que sus manos se aferraban a los gastados asideros de la ventana abatible. En aquel momento se oyeron unos golpes en la puerta y Cora preguntó:

—¿Quién es? ¿Qué desea?

Una voz de hombre repuso:

—¡Abre! ¡Abre en seguida!

Cora cerró los ojos unos breves instantes como si hubiera reconocido la voz y no quisiera dejarse asustar demasiado.

—¡Abre! ¡Abre ahora mismo esta condenada puerta!

Cora tragó saliva con fuerza y mirando ceñuda hacia la entrada gritó a su vez:

—¿A qué viene ese escándalo? ¡Aquí hay otros vecinos!

Los golpes volvieron a sonar ahora con mayor violencia, y la voz repitió en un tono todavía más exigente:

—¿Abres o no? ¿Quieres que echemos la puerta abajo?

Mirando a Blazer, Cora hizo una pequeña señal invitándolo a calcular el tiempo con toda precisión. Y en seguida contestó:

—¡Está bien! ¡Está bien! Un momento. Deje que termine de apilar estos platos.

Hizo un brusco movimiento por encima del aparador, dando un golpe al montón de vajilla y tirándolo al suelo. Conforme las piezas se hacían añicos con estrépito, Blazer abrió la ventana.