CAPÍTULO XII
Era una forma blanca. De un blanco vaporoso, que parecía flotar en el aire y que empezó a cobrar forma a la luz de la luna, apareciendo y desapareciendo, moviéndose con suma lentitud en las tinieblas del otro extremo del solar.
Blazer se restregó los ojos.
Volvió a mirar, pero no vio nada.
Respiró con fuerza. Empezaba de nuevo a caminar para alejarse de allí cuando un ruido le obligó a detenerse. Al mirar otra vez, tragó saliva y le vinieron ganas de escapar corriendo.
Pero se quedó inmóvil mirando hacia la forma blanca, que se acercó un poco más.
«No estoy aquí —se decía Blazer—. Me encuentro en el callejón, profundamente dormido, y lo que veo no está pasando en realidad. Sigo adormilado en la furgoneta, en el cementerio de automóviles, y por algún raro motivo se me vuelve a representar aquella escena de hace trece años, cuando la niña vestida de blanco estaba bailando al aire libre.
»Pero no. No estás dormido y esto no es ningún fantasma, sino una cosa bien real y tan cercana que la puedes ver perfectamente.
»Está muy delgada. Viste de blanco y ha salido a dar un paseo...
»El motivo por el que aparece y desaparece son esas vallas al otro lado del solar. Algunas están rotas, y como ella anda por el callejón, unas veces se la ve y otras no. La cosa es muy sencilla. Pero aun así me ha puesto nervioso.»
Miró con los ojos entornados a la pálida y frágil figura con su pelo rubio plateado. Bajo el abrigo, Leila llevaba un vestido gris, y para protegerse los pies del frío se había puesto unas botas de goma sobre los zapatos. Era evidente que con aquello le bastaba. Al acercarse más pudo ver que caminaba encogida y que le castañeteaban los dientes.
Ya casi junto a él le preguntó:
—¿Has visto a Burt?
Blazer movió la cabeza negativamente.
—He recorrido todo el barrio —le contó la muchacha. Los dientes le castañetearon con más fuerza y dejó escapar una tosecilla.
—¿Tienes idea de dónde puede estar?
—También yo lo ando buscando.
—Andrew...
—¿Qué?
—Estoy preocupada —le confió ella tosiendo de nuevo—. Me gustaría encontrarlo antes de...
—¿De qué?
—De que pase algo.
Él no contestó.
—No estoy muy segura de lo que ocurre —dijo Leila—. Me refiero a Burt, y a Kenny. No es que lo pueda asegurar, pero sé que es grave. Sí. Sea lo que quiera, me parece grave.
—Más vale que te vayas a casa —la interrumpió él—. Te estás resfriando.
—No. Es que hace mucho frío —repuso la joven, de pie, temblando. Se subió el cuello del abrigo—. ¡Soy tan delicada! —se recriminó con amarga sonrisa.
—No hace una noche como para andar por ahí de paseo —indicó Blazer—. Sólo la aguantarían los esquimales. Más vale que...
—No puedo volver a casa hasta que haya encontrado a Burt. —Cerró los ojos y los apretó con fuerza cuando una racha de aire le dio en el rostro. Y añadió como hablando consigo misma—: Tengo que localizarlo.
—Se encuentra perfectamente.
—Pues yo diría que no —objetó Leila—. Yo diría... —Se interrumpió, aunque añadiendo en seguida—: Recordarás cuando estábamos en la sala y mi madre entró en la cocina para buscar un poco de hielo porque Kenny sangraba por la nariz y...
—Sí, lo recuerdo-contestó Blazer—. Yo estaba sentado bebiendo vino...
—Cuando te levantaste para salir, Burt te siguió, dejando la puerta abierta. Kenny no se dio cuenta, al principio; pero luego me preguntó: «¿Se han ido?» Contesté que sí y Kenny dijo algo que no puedo repetir. Era demasiado horrible. Pero no fue aquello lo que me dio más miedo, sino lo que añadió después.
—¿Qué dijo exactamente?
—Bueno. En realidad no fueron tanto las palabras como el modo en que las pronunció; el tono que puso; la expresión de su cara. ¡Qué aire tan fúnebre tenía! Y tan solemne. Sí. Eso es. Solemne.
—Cuéntame lo que dijo.
—Pues exclamó: «¡Pobre y viejo Pomfret! —como si se dirigiera a Burt para advertirle—: Pobre y viejo Pomfret. Esta noche has cometido la equivocación más grande de tu vida. Prepárate. ¡Menuda te espera!»
Se produjo un silencio.
—Eso fue lo que dijo —prosiguió Leila—. Le pregunté qué significaba, pero no me quiso contestar. Era como si no se diera cuenta de que yo estaba allí. Empezó a andar hacia la puerta y quise retenerle. Mi madre entró corriendo desde la cocina, pero antes de que pudiera impedirlo, Kenny se libró de mí. Lo agarré por un brazo, pero se soltó y me dio un empujón, tirándome al suelo. Pero no se molestó en averiguar si me había hecho daño, sino que salió de estampida.
Una vez más guardaron silencio.
—Estoy muy preocupada, Andrew —añadió Leila—. Me parece como si... no lo sé. Aquella expresión en la cara de Kenny no me la puedo quitar de la cabeza. Y cuando me empujó fue como... Bueno, nunca había hecho una cosa así conmigo. Mi madre insistió en que no tenía importancia, y trató de tomárselo a la ligera, pero yo comprendí que estaba disgustada. Disgustada tanto por causa de Burt, como porque Kenny hubiera salido de aquel modo tan brusco en su busca.
Leila se estremeció otra vez.
—Mi madre no se pone nerviosa a menos que se trate de algo muy grave. Ya la conoces. Cuando arma mucho ruido no hay que hacerle caso... Pero cuando habla despacio y con pocas palabras la cosa se pone fea. Y eso es lo que pasó. Comprendí que estaba terriblemente alterada y que sabía mucho más de lo que dejaba entrever. Le rogué que me lo confiara, pero no hubo manera. No le pude sacar nada. Luego nos fuimos al piso de arriba y me metí en mi cuarto, intentando dormir. Pero comprendí que no me iba a ser posible y al cabo de un rato me vestí y salí. Desde entonces, he estado andando por estos lugares...
—Lo encontraré —afirmó Blazer—. Tú vete a tu casa.
Pero ella no se movió, sino que permaneció como estaba, sin cesar de mirarlo.
—Vete a casa —insistió Blazer—. Si te quedas aquí te vas a helar. Mira cómo tiemblas...
Leila continuaba con la vista fija en él. Luego desvió su atención hacia un lugar situado más allá, torciendo un poco la cabeza cual si intentara comprobar en qué calle se hallaban.
—Burton Street —murmuró—. Ésa es la Burton Street.
—¡Por lo que más queras, vete a tu casa! ¿Me vas a hacer el favor?
—Burton Street —repitió ella con voz apenas perceptible—. Luego, lentamente, dio media vuelta y se puso a mirar hacia el solar.
«¿Qué estará pensando? —se preguntó Blazer—. Seguramente vuelve con la memoria a aquella noche, hace trece años, cuando era una niñita y Lew le preguntó si quería un refresco de fresa y se la llevó por el callejón. A lo mejor piensa que la cuenta está saldada; que él ha pagado por fin el daño que le hizo.
»Pero no. No es eso. Sabes perfectamente que no es eso. Esta mujer tiene un espíritu puro y caritativo. Está dispuesta a perdonar y a olvidar las ofensas.
»Pues entonces, ¿en qué piensa?
»A lo mejor siente un miedo terrible. Como si al mirar las cenizas que cubren el suelo, se pregunte sobre lo que ha pasado aquí y en quién lo ha hecho. Como si se dijera que el autor de este suceso no puede ser otro que el bebedor de moscatel, el vagabundo que gusta de encender fósforos cuando no tiene vino. Quizá se figure que el incendiario no puede ser otro que el que está tras de ella. El que quedó calificado de monstruo deficiente mental, incluido en la Sección Ocho como incendiario irremisible conocido por todos con el nombre de Blazer, el Pirómano.
»Quizá valer más que te largues de aquí, antes de que ella pierda los nervios y se ponga a gritar.»
Dio un paso atrás y Leila se volvió lentamente enfrentándose a él. Reinaba un silencio total.
Le pareció como si lo interrogara con la mirada. Pero no estaba seguro de cuál podía ser realmente su pregunta. Ni sabía que con sus propios ojos le estaña dando la respuesta.
—Lo sé, Andrew —afirmó Leila.
«Todo el mundo me llama Blazer menos ella. Es la única que se acuerda de mi nombre», pensó.
—Estoy segura que no fuiste tú —añadió la joven.
Blazer intentó hablar. Abrió la boca pero la volvió a cerrar repitiendo de nuevo el mismo movimiento.
Ella le sonrió, con expresión tranquilizadora y cálida, suave como el pétalo de una flor; una sonrisa semejante a una caricia que desparramara sobre él y lo impregnara. Se sintió embargado por un sentimiento que no podía calificar, ni definir; ni pensar en él siquiera. Permaneció inmóvil.
No oyó el ruido de los motores. Pero Leila sí. Y mirando al frente, pudo distinguir el resplandor amarillento que se proyectaba sobre los adoquines. La claridad procedía de unos faros que viniendo por la Calle Tres se dirigían al Sur, hacia la Burton.
—Andrew...
Había una sombra de alarma en su voz.
Pero él no se movió. El ruido de los motores se fue acercando y a la luz del farol de la esquina aparecieron dos coches que giraban hacia la Burton. Leila apreció que eran de color rojo, con sirenas de cromo en los costados.
—Andrew, por favor...
Pero él continuaba sin moverse, mirándola sonriendo tenuemente, como un poco alelado. Lo agarró por la muñeca en el instante mismo que precedió a la entrada de los coches en la calle Burton. Avanzaban uno junto al otro, lentamente. Cuando habían completado su giro, empujó a Blazer hacia el solar, apartándolo de la calle.
Lo retuvo tirando con fuerza de él y obligándolo a cruzar el espacio vacío. Caminando de prisa por encima de las cenizas y de los restos quemados, salieron al callejón por un espacio abierto en la empalizada. Una vez allí Leila le soltó la muñeca e hizo un ademán expresivo en dirección a la Calle Tres. Ahora Andrew empezó a comprender lo que ocurría y echó a correr hacia la Tres, buscando un callejón, un pasaje cualquiera que lo llevara hacia el Sur, alejándolo de la Burton.
Corría velozmente y Leila lo siguió.
Cuando hubo traspuesto veinte metros percibió el cruce y aminoró la marcha para torcer hacia el Sur. Fue entonces cuando oyó tras de sí el ruido de los pasos de Leila, y dando media vuelta, se enfrentó a la joven.
Ella llegó a su altura jadeando y tosiendo.
—¿Qué diablos haces? —le preguntó Blazer ceñudo—. ¿En qué estás pensando?
—Quiero seguir contigo.
—¿Conmigo? ¿Estás majareta? Como te cojan en mi compañía lo vas a pasar fatal.
—Necesitas...
—Estoy perfectamente. Me las arreglaré.
—Estás cansado, Andrew. Muy cansado. Y tus ojos... Si pudieras verte los ojos...
—Te digo que estoy perfectamente.
—Te vas a caer de un momento a otro —afirmó ella—. Con todo ese vino...
—¿Qué vino? Si no he tomado más que...
—Escucha, Andrew. Con tanto vino y tanto correr de acá para allá estás que no te puedes tener. Y si te caes...
—No me voy a caer. Me siento muy bien y no necesito que nadie me ayude.
Se volvió para echar a correr de nuevo. Ella lo siguió, y al mirar hacia atrás y verla, Blazer apresuró su marcha diciéndose que la joven no sería capaz de mantener la distancia. Y que se alejaría de ella como se había alejado de Burt. «¡Al diablo con los dos!», exclamó interiormente tratando de convencerse de que era sincero al pensar así. ¿Es que no podían dejarlo tranquilo?
Continuó corriendo hasta llegar a otro cruce y encaminarse al Este por la Segunda. Una vez allí oyó ruido de unos motores y llegó a la conclusión de que no podía seguir corriendo por las calles principales. Avizoró la entrada de un callejón muy estrecho y se metió rápidamente en él siguiendo hacia el Sur, torció de nuevo hacia el Este y una vez más hacia el Sur y de nuevo hacia el Este por entre un laberinto de callejuelas sin pavimentar que en realidad no eran sino espacios entre edificios de madera. Se dijo que había que correr más y se preguntó a qué velocidad iría. De pronto llegó a la conclusión de que no iba todo lo de prisa que era de desear.
«Ella tiene razón —pensó—. Con tanto vino y tanto correr esto está siendo una paliza. Quizás haya llegado ese momento en que el árbitro dice: "Bueno. Ya está bien por hoy."
»Sí. Me parece que he llegado al límite.»
Sin embargo continuó corriendo, tropezando, con la cabeza baja y los brazos colgándole. Se estampó contra el poste de una empalizada y rebotó a otro enladrillado, intentando mantener alta la cabeza para ver dónde se hallaba. No lo pudo conseguir pero sus piernas se siguieron moviendo mientras oía los pasos cada vez más cercanos. «Hay que apresurarse —se dijo—. Hay que ir más rápido. Tengo que alejarme de ella. No puedo dejarla que se mezcle en esto.»
Los pasos sonaban cada vez más cerca. Dio unos cuantos tropezones y cayó al suelo de costado. Intentó incorporarse pero una mueca se pintó en su rostro al comprender que no lo lograría. Por entre sus párpados semicerrados, percibió la figura vestida de blanco viniendo hacia él y su mueca se transformó en una sonrisa sutil.
—Estoy muy bien —susurró—. Estoy perfectamente.
Pero en seguida sus ojos se cerraron y se quedó dormido.