CAPÍTULO IV
«¡Pues sí que estoy bien apañado! —exclamó Blazer para sí al tiempo que echaba a correr hacia el callejón transversal dudando en si torcer a la derecha o a la izquierda—. ¡Vaya idea que ha tenido!—, pensó con sarcasmo aunque sin odio, refiriéndose a Cora, y diciéndose que en realidad ella había obrado sin duda de buena fe—. La culpa no es suya —añadió interiormente— sino mía por haberle hecho caso y quedarme ahí fuera en vez de largarme cuando aún podía hacerlo. ¡En menudo lío me he metido! ¡Los tengo detrás! Esos pies planos corren como diablos.
»¿Dónde se encontrará la travesía? ¡Hay que ver lo oscuro que está esto! Deberían poner luces en los callejones. Aquí se rompe uno la crisma. Le voy a escribir una carta al Bulletin. Pero es preciso encontrar la otra calle. Si es que no me atrapan antes.»
Se dijo que no corría bastante de prisa. Así que redobló sus esfuerzos echando mano de todas sus energías sintiendo el azote del viento en la cara y en el interior del pecho. Y fue entonces cuando oyó el primer disparo.
«Ha sido un tiro al aire —pensó—. Un aviso amistoso. Pero el siguiente te dará de lleno. Se está rifando un balazo y tú llevas todos los números. Hay que decidir algo, y de prisa. Puedes dejar de correr, y dejar que te atrapen. Te están dando tiempo para que lo pienses.»
Pero continuó corriendo porque había avistado el callejón transversal a cosa de veinte metros de distancia. «Me parece que lo voy a conseguir», se animó. En seguida oyó otro disparo. Y luego un segundo. Y algo parecido al zumbar de un mosquito junto a su oído. Y el impacto de una bala al incrustarse en la madera de una valla. En el momento de sonar un tercer disparo, perdió el equilibrio, tropezó y empezó a desplomarse agitando los brazos violentamente por sobre la cabeza.
Les rogaba que lo creyeran. «Miradme —imploraba—. Ved lo que habéis hecho conmigo.» Y mientras se esforzaba aún por mantenerse en pie, se dijo que sus palabras habrían obrado efecto. Porque dejaron de disparar esperando quizás a que acabara de caer. Pero él logró recuperar el equilibrio y reanudar su carrera, agachándose, en dirección a la otra calle. Así que cuando empezaron a disparar de nuevo, había logrado doblar la esquina.
«Esto sí que es largarse con viento fresco», se dijo y se repitió mientras se escabullía por entre una sucesión de vallas. Frente a él, no muy lejos, había otra calle a la que se esforzó por llegar antes de que sus perseguidores doblaran la esquina.
Al alcanzar la nueva travesía, torció a la izquierda reduciendo un poco su velocidad para echar una breve ojeada a los alrededores. Un lado de la calle estaba bordeado por una valla de madera. El otro eran casi todo solares, allí donde hubo casas, ahora derruidas. Las pocas que aún quedaban de pie eran de tipo antiguo, de madera, con adornos tallados a lo largo de los aleros. Algunas poseían aún sus balcones de hierro forjado con más de un siglo de antigüedad. A la luz de la luna aquellas barandillas oxidadas cobraban un tono anaranjado que se definía brillantemente contra la oscuridad. Conforme seguía corriendo, Blazer contaba los balcones: «Cuatro..., cinco... La casa que busco es la novena. Si no recuerdo mal, es ahí donde vive Burt Pomfret y donde tiene esa ventana que da al sótano y que está abierta para poder entrar cuando está borracho, porque si no, Hattie se le echa encima en menos que canta un gallo. Seis..., siete...»
La novena casa estaba algo apartada de las demás y tenía a ambos lados unos terrenos accidentados y cubiertos de basuras. Ya no quedaba pintura en las paredes de madera y hacía tiempo que los aleros se habían venido abajo, siendo remplazados por tiras de papel alquitranado. Pero la casa conservaba sus antiguos postigos que colgaban torcidos de unos goznes sin clavos. Algunas ventanas estaban cuarteadas y reparadas de cualquier modo con cinta adhesiva. No había patio trasero sino que, en su lugar, se extendía otra porción de terreno baldío.
Mientras corría con todas sus fuerzas hacia la ventana del sótano, Blazer tropezó en una zanja y cayó de bruces. Pero volvió a levantarse en seguida. Conforme se acercaba aminoró su marcha mientras, frotándose las manos con la delicadeza de un experto en cajas fuertes, pensaba: «Hay que obrar con cautela.»
La ventana se abría sobre unos goznes, y a juzgar por pasadas experiencias, cuando Pomfret lo había introducido allí para una sesión de bebida, sabía que aquellos chirriaban terriblemente si no se manejaban con cuidado. Levantó pues la ventana lentamente, se introdujo por la abertura y tanteó buscando donde agarrarse en la pared interior, mientras con la otra mano volvía a cerrar el batiente que empezó a crujir. Rogaba por que el ruido cesase al tiempo que intentaba dar con algún asidero, sin poderlo conseguir. «Tendré que emplear las dos manos», se dijo.
Al soltar la ventana, los goznes rechinaron escandalosamente. En una brusca tentativa por agarrar el postigo, perdió el equilibrio y se vino abajo describiendo un medio salto moral y, en el instante mismo en que la ventana se cerraba de golpe, fue a dar con su cuerpo en una carbonera.
En algún lugar de la oscuridad, una voz exclamó:
—¡Pero, qué diantre...!
Blazer estaba sentado en el suelo de la vacía carbonera frotándose una rodilla y la espalda.
—¿Eres tú? —preguntó la voz; una voz farfullante, impregnada de vino.
—No sabía que estabas ahí —le respondió Blazer—. Porque habría llamado.
—¡Y bien que has llamado! —se quejó la voz—. Confío en que ella no haya oído el estrépito.
Blazer seguía sentado, restregándose la rodilla y el hombro y respirando aceleradamente a causa de su reciente carrera. De pronto, al cobrar plena conciencia de donde estaba y con quién, se olvidó de sus golpes y de su fatiga e incluso de la causa por la que había llegado hasta allí.
—No tengo ni una gota —se quejó—. ¿Te queda un poco?
—Ni un trago siquiera —respondió Pomfret—. Tenía una botella pero por lo visto alguien se la habrá bebido.
—A lo mejor, tú mismo.
—Podría ser —concedió el otro—. Porque no había nadie más por aquí.
—¿Dónde está la botella? —inquirió Blazer—. A lo mejor, queda algo.
—No lo creo —respondió la voz—. Verdaderamente me parece que no.
—Echemos una mirada para estar más seguros.
—Bueno. Espera. Voy a encender una cerilla.
Blazer se reclinó contra el costado de la carbonera, mientras oía cómo el otro iba de acá para allá. A los pocos momentos brilló la llama de una cerilla. La misma fue aplicada a una vela y a su parpadeante claridad, pudo ver a Pomfret acercarse a la carbonera con la vela muy baja para que la claridad se extendiera mejor por el suelo, mientras trataba de localizar la botella.
—¡Ahí está! —exclamó Blazer señalando un recipiente de dos litros que estaba junto a la pared a poca distancia de la carbonera. Burt se acercó, tomó la botella, la levantó con cuidado y la mantuvo próxima a la vela. En el fondo quedaba un poso de algunos centímetros; un sorbo, sin llegar a un trago.
—¿Sabes lo que pasa? —preguntó Burt fijando la mirada en el contenido de la botella—. Se trata de una cuestión de economía. Lo que llaman la ley de disminución de un producto.
Blazer observaba con expresión ansiosa el pequeño resto de moscatel.
—Según las últimas estadísticas —prosiguió Burt—, la cosecha de uva es menor cada año. Los científicos tienen que investigar más. Averiguar lo que pasa con las manchas solares.
—¿Te lo vas a beber? —preguntó Blazer—. ¿O prefieres seguir hablando?
—Ni una cosa ni la otra —fue la respuesta de Burt—. Te lo regalo.
—Me vendrá muy bien —comentó Blazer.
Y levantándose, se llevó la botella a la boca, dando cuenta en un instante del moscatel que quedaba.
Mirando la botella vacía, Burt movió la cabeza tristemente.
—Codicia —rezongó—. Pura y simple codicia. —Y añadió golpeándose el pecho y elevando la voz—: ¡Vivimos en un mundo de cerdos! Te lo digo yo.
—Baja la voz —susurró Blazer—. No armes tanto ruido.
Con los ojos turbios por él alcohol, Burt miraba acusador a un auditorio invisible, manteniendo la vela en alto como si empuñara una antorcha con el mango de plata. Luego, dirigiéndose a Blazer, se inclinó en una reverencia al tiempo que decía:
—Buenas noches, señor. Me alegro de verlo.
—Y yo de encontrarme aquí —le respondió Blazer dejando la botella en el suelo y sentándose junto a ella—. Por poco me echan el guante hace un rato.
Burt no contestó.
—¿No lo sabes? —preguntó Blazer—. ¿No te has enterado de lo que pasó esta noche?
Burt hizo una señal de asentimiento.
Blazer aguardó en silencio.
Pero no hubo comentario por parte de Pomfret, que miraba hacia un lado como quien encontrándose en una esquina, no sabe hacia dónde dirigirse.
Burt Pomfret tenía cincuenta y cuatro años; pero parecía más joven porque conservaba todo su cabello y, además, sin una sola cana. Era de color amarillento y le caía sobre el cráneo como una especie de gorra lacia. Burt medía un metro setenta y estaba muy flaco, con la complexión de un corredor de fondo. Tenía pocas arrugas en la cara y las únicas marcas en ella eran cicatrices de heridas.
Pero tratábase de desperfectos considerables. A partir de la frente, y curvándose junto a su ojo izquierdo y el pómulo, corría una cicatriz blanca con bordes salientes, indicadores de que la hoja había cortado en profundidad, requiriendo la aplicación de varios puntos. En el lado derecho de la cara, desde la mejilla a la mandíbula, había una marca más profunda, una sucesión de zigzags como si el filo desigual de una botella rota le hubiese penetrado profundamente en la carne. Incluso su mandíbula estaba un poco descentrada, como si hubiera sufrido una fractura que no quedó soldada correctamente.
Como suele ocurrir con tantos borrachos, a Burt le importaban un bledo las condiciones climatológicas, y aunque aquel sótano estaba sin caldear, no sentía el menor frío. Y eso que sólo llevaba una chaqueta raída y una camisa con el cuello abierto. En el suelo, allí donde estuvo durmiendo cuando llegó Blazer, se veía un viejo edredón lleno de agujeros y ya casi sin relleno, con aspecto de dar muy poco calor. Pero Burt nunca tosía ni estornudaba; nunca padecía neuralgias ni dolores reumáticos. En el curso de los años en los que Blazer lo trataba, nunca le descubrió dolencia alguna.
Se habían conocido cierta noche, siete años atrás, cuando Blazer penetró en un patio trasero llevando en la mano una caja de cerillas y mirando un bidón lleno de papeles. No se había dado cuenta de que el otro estaba sentado, apoyado de espalda a la valla, con una botella de moscatel sobre las piernas. Conforme Blazer encendía la cerilla, Burt Pomfret le preguntó si quería un trago. Blazer repuso que no bebía y al preguntarle Burt la causa, le respondió que había probado el whisky, pero que no le había gustado en absoluto. Burt asintió con aire comprensivo, corroborando que el gusto del whisky era horrible, y el de la cerveza lo mismo, además de llevar burbujas de aire en su interior. Pero el vino, destacó Burt enfáticamente; el vino hecho con uvas moscatel, era un invento científico trascendental, que aportaba calor, placer y una absoluta tranquilidad de espíritu. «Tienes que probarlo», afirmó continuando su charla con aquel maniático de las cerillas que sólo deseaba echarlo de allí con su monserga. Pero Burt siguió elogiando los méritos del musky hasta que finalmente, para que se callara de una vez, Blazer aceptó su ofrecimiento. Algunos tragos después había perdido todo interés por encender el fuego. Miraba el líquido con aire codicioso comprendiendo que acababa de descubrir algo importante. «A lo mejor es esto —pensaba—. A lo mejor aquí tengo el remedio.» Observó la caja de cerillas que había tirado al suelo, y mirando a Burt Pomfret, esperó a que éste hiciera algún comentario. Pero no fue así... Sin embargo, sus ojos decían: «Echa otro trago. Esta botella obrará en ti como una especie de extintor...»
La cosa fue así de sencilla. Y Blazer se acordó mucho de aquello durante los años que siguieron. Era como pasar de maníaco incendiario a borracho en una sola y sencilla sesión.
Siempre y cuando, claro está, dispusiera de dinero para comprarse el moscatel.
Pero aquella noche, se dijo mientras esperaba que Burt añadiese algo, al parecer el moscatel había dejado de ser su amigo.
—Estoy hecho un embrollo —se oyó comentar a sí mismo—. Afirman que lo hice y a lo mejor es verdad. Pero no lo sé.
—¿Qué es eso de «no lo sé»? —preguntó Burt mirándolo.
—Pues no me acuerdo.
—¿A partir de cuándo no te acuerdas?
—Desde que estuve en el «Maxine's».
Burt se sentó en el suelo, frente a él.
—Vamos a dar un repaso —propuso—. En el «Maxine's» estuvimos los dos. Al cabo de un rato nos quedamos sin fondos. ¿No fue así?
—Sí. Hasta ahí sí me acuerdo. Pero luego me hago un lío.
—¿No viste cómo yo me marchaba?
—¿Te marchaste? ¿Y por qué?
—Porque tenía que volver a casa —le explicó Burt—. Esa mujer que tengo arriba me arma unos escándalos de espanto. Esta semana he estado saliendo todas las noches y me ha advertido que como siga volviendo tarde, vamos a tener problemas. Por eso te dejé allí en el «Maxine's» y me encaminé hacia acá. Pero por el camino me encontré con ese caballero negro; empezamos a hablar y me cuenta que ha acertado las apuestas y que hay que celebrarlo. Y para demostrarlo, me enseña la pasta. Quiere que comparta con él su buena suerte y me lleva a un local. ¡Y vaya si había allí buen moscatel! Me traje esa botella y...
—¡Bueno! ¡Ya basta de eso! —lo interrumpió Blazer—. Así que yo salí del «Maxine's» solo. Y la cuestión está en saber a dónde fui.
—Desde luego es una buena pregunta —convino Burt—. Una pregunta buenísima.
—¡Si al menos tuviera alguna idea! —murmuró Blazer frunciendo el entrecejo y mirando al suelo—. La más pequeña noción...
—No te esfuerces —le aconsejó Burt—. Dejémoslo por el momento y a lo mejor se te ocurre de pronto—. Se hizo un poco hacia delante y añadió—: ¿De dónde venías ahora?
—De casa de Cora.
—¿Cómo llegaste hasta allí? ¿Qué pasó mientras estabas con ella?
Blazer se lo contó.
Burt guardó silencio unos minutos mientras miraba al techo y se daba golpecitos con el dedo en la barbilla. Luego, levantándose, se acercó al deshecho edredón, dio una vuelta alrededor del mismo, volvió al punto de partida, y sentándose de nuevo prosiguió:
—Bien. ¿Estás preparado?
—¿Para qué?
—Para lo que tendrás que declarar. Es decir: que tú no lo hiciste.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que yo no hice?
—He dicho que no lo hiciste. Y otra cosa: estuve contigo todo el tiempo. ¿Comprendes a dónde voy?
—¡Me niego! —protestó Blazer con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
—Porque no y basta. No me gustan esas cosas.
—Pues tendrás que hacerlo —insistió Burt—. Pero, ¿es que no te das cuenta del lío en que te has metido? Piensa en tu ficha policial. Y otro detalle: se basarán en que tenías un motivo. Aquel fulano te tiró un martillo a la cabeza y tú no lo has olvidado. Tercero: hay una prueba; la gasolina. Combínalo todo v verás el paquete que te meten. El único modo de evitarlo es dejar que hable yo.
Blazer movió la cabeza.
—¿Por qué no? ¿Qué tienes que oponer? —preguntó Burt.
—Ya te he dicho que me niego.
—Tú no me has dicho nada —opuso el otro en voz más alta—. ¿A qué diablos viene esto? ¿Te preocupa que cometa perjurio? ¿Es esa cuestión la que te trae de cabeza?
—No —respondió Blazer.
—Eres un condenado embustero —le reconvino Burt irritado—. Porque es eso precisamente lo que te tiene inquieto.
Se produjo un silencio, y luego Blazer explicó:
—Lo que haré será intentar salir de la ciudad. Si consigo largarme...
—Bien. Supongamos que te largas —le atajó Burt con presteza—. Te atraparán al poco tiempo e irás de cabeza a la Comisaría. Escúchame —añadió dándose golpes con el índice sobre la palma de la mano—. Sólo existe una manera de solucionar este asunto. Entramos los dos y me dejas que hable yo. Les contaré...
—¡Ni pensarlo! —protestó Blazer.
Burt apretó los labios, se inclinó hacia delante y volvió a golpearse la palma de la mano con el índice.
—Otra cosa —continuó—. Y ésta es la más importante...
—¡Olvídalo! —lo interrumpió Blazer—. No quiero tratos con la Justicia.
—No tiene nada que ver con la Justicia —le explicó Burt bajando la voz de nuevo—. Lo que te voy a decir no te traerá problemas con la ley sino con Clem Dagget. Comparada con ese animal, la Justicia es una balsa de aceite, un dulce más suave que la miel. Porque si Clem da contigo, te encerrará y jamás volveremos a saber de ti.
—No dará conmigo —afirmó Blazer intentando aparentar un aire despreocupado—. No podrá actuar con tanta rapidez y...
—Perdona —le interrumpió Burt—. Pero eso hay que discutirlo. Porque yo sé muy bien lo rápido que es. No te olvides que figuré en su nómina tres meses, poniendo etiquetas en las botellas de la «Sweetrock Water» hasta que una noche me dio el ataque e hice pedazos todas las condenadas botellas que había en el sótano. Hubo una inundación y tuvieron que llamar a un fontanero. Al día siguiente me quedé sin empleo. Pero a lo que voy es a que he visto cómo opera Clem. Y sé lo que es capaz de hacer cuando discute con un competidor.
—Yo no soy ningún competidor.
—Mucho peor que eso. Clem te tiene apuntado en su libreta bajo el título de calamidad.
—¿De veras? —preguntó Blazer mirando más allá de donde estaba Burt—. ¿Crees de veras que siente lo de Lew? Quiero decir...
—Sé muy bien lo que quieres decir —declaró Burt—. Los dos hermanos no eran precisamente unos buenos compañeros, sino precisamente todo lo contrario, Pero existe un Archivo Oficial donde se guardan los certificados de nacimiento y esos papeles certifican una cosa que Clem no puede olvidar: que él y Lew llevan la misma sangre; que fueron concebidos por la misma madre.
—Pero aun así...
—Perdona de nuevo —le interrumpió Burt—. Hay que dejar esto bien claro. Para darte un ejemplo: en mi familia, cuando yo era niño vivíamos nueve hermanos. Dos de mis hermanas no se podían sufrir y estaban siempre peleándose. ¡Y qué peleas! Eran dignas de verse. Pocas veces ocurren cosas así. Pura maldad; te lo aseguro. Pues para que veas; una noche se liaron a golpes en una cervecería entre la Tercera y Girard. Por aquel entonces, Gert tenía diecinueve años y Dolly uno más. Dolly llevó la peor parte y hubieron de trasladarla al hospital. Al día siguiente su novio empezó a buscar a Gert y cuando dio con ella no le dejó un hueso sano en la cara. Quedó hecha cisco. Pues bien: a los pocos días Dolly sale del hospital, se va a casa y vuelve a salir y se pone a buscar a su novio.
»En cuanto lo encuentra, le da las gracias por lo que le ha hecho a Gert. Le da las gracias pero con un punzón para cortar hielo. En la barriga, ¿comprendes? Cuando se lo llevaban en la ambulancia parecía a punto de pringarla. Se salvó, pero quedó hecho polvo y durante varios años vivió a base de una dieta de líquidos. En cuanto a Dolly, la encerraron un año y medio. Pero no era eso a lo que iba...
»Lo que quería decirte es que cuando existe un lazo de sangre, como pasa con los hermanos y hermanas, si se presenta alguien y le hace daño a uno de de ellos, la cosa puede ponerse muy fea. Y a veces, como en el caso tuyo, el final es un último viaje en ataúd. Porque como Clem Dagget te eche mano, ¡adiós Blazer! Lo que siento es que no voy a tener dinero para llevarte flores.
—Comprendo —asintió Blazer. Y volvió a encogerse de hombros—. Bien; de acuerdo. Habré de tener cuidado, eso es todo, y...
—Perdona una vez más. —Burt hizo un gesto con aire terminante—. Pero sólo existe una manera de que salgas bien. Deja que me haga cargo del asunto.
—Ya te dije que no pienso...
—¿Quieres hacerme caso? —le gritó Burt—. Me acompañas a la Comisaría, pero me dejas hablar a mí. Inmediatamente te sueltan y todo el mundo sabe que tú no lo hiciste. ¿Te das cuenta de cómo irá la cosa? No sólo quedas a salvo de la ley sino también de Clem Dagget. Y a partir de entonces, ya no tienes por qué preocuparte de nada.
—¿Y si sale mal?
—¿Por qué ha de salir mal?
—En la Comisaría, intentarás que se traguen esa bola, pero...
—¡No hay pero que valga! —protestó Burt golpeándose la palma de la mano con los nudillos. Y con voz cascada añadió—: ¡Se lo creerán! Te lo aseguro. ¡No tienen más remedio que creérselo!
—No grites tanto —le advirtió Blazer—. Vas a despertar a...
—¡Escúchame bien! —siguió gritando Burt—. Tendrán que creérselo. ¡No tienen más remedio! No existen testigos presenciales que declaren que estaban en el lugar del suceso. Ahí es cuando intervengo yo y los dejo pasmados. Porque soy tu coartada. Me encontraba muy lejos del lugar de los hechos y puedo demostrar que tú tampoco andabas por allí, ¡que estabas conmigo!
—No lo harás.
—¿Por qué no?
—Porque no te dejaré. Porque no eres tan buen comediante como para que te crean.
—¿Comediante? —exclamó Burt poniéndose bruscamente de pie—. ¿Qué tiene esto que ver con los comediantes? —gritó estentóreamente.
—Muy bien —le explicó Blazer con calma—. Intentas colocarles el rollo y demostrar algo que no puedes demostrarte ni a ti mismo.
—¡No necesito demostraciones! —Burt elevó aún más la voz—. Sé muy bien que tú no lo hiciste.
—Pero, ¿y si lo hice?
—No me vengas con cuentos. No quiero ni escucharlo. Digo que no lo hiciste, y basta.
—¡Qué lata! —exclamó Blazer con tristeza—. No paramos de dar vueltas a lo mismo. ¿Lo hice? ¿No lo hice? ¿Y si fuera que sí?
—¿Con gasolina? ¿Por venganza? ¿Destruir por destruir? ¡No y no! Ni siquiera lo vamos a discutir. Nunca en la vida harías una locura semejante, ni aunque te volvieras loco. ¡Por todos los santos! ¡Si te he visto volcar un bidón para que los ratones escaparan! Y no pusiste la cerilla hasta que no quedó ni uno. Y ahora estás ahí pensando que a lo mejor sí fuiste tú, que te cargaste a cinco personas.
—Puede que sí y puede que no —repitió Blazer—. A lo mejor es que sí. —Sus pupilas miraban desvaídamente a la escasa claridad de la vela—. De todos modos —añadió encogiéndose de hombros al tiempo que se incorporaba— algo tengo que hacer.
—¿A dónde vas a ir?
—Tengo que salir de aquí —respondió Blazer. No puedo quedarme más. Sólo he entrado para darme un respiro.
—¡Eh! ¡Un momento! Todavía no hemos terminado de hablar.
—No tenemos nada más que discutir —replicó Blazer, empezando a andar hacia la carbonera y la ventana—. Acerca un poco la vela.
Burt se aproximó sosteniendo la candela en alto para que iluminara mejor. Pero apenas hubieron dado un paso, Burt agarró al otro por el brazo al tiempo que le aconsejaba:
—¡Un momento! Piénsalo bien.
Se quedaron un momento mirándose.
—¿Por qué no aguardas un poco? —preguntó Burt aumentando la presión sobre el brazo de Blazer—. No está la noche como para andar por ahí al aire libre. Hace un frío que hiela.
—Ya me apañaré —afirmó Blazer sonriendo a desgana—. Pondré la calefacción.
—Sí, claro —murmuró Burt secamente—. Lo malo es que no hay calefacción. Ni tampoco coche. Ni cheques de viajero, naturalmente. Sigue mi consejo y quédate.
—¿Para que me echen el guante?
—Ya pensaremos algo —le aseguró Burt—. En este sótano hay varios escondrijos. Si se presentan los guardias...
—No estoy pensando en los guardias —afirmó Blazer ampliando un poco su sonrisa— sino en esa otra cuestión: la «Sweetrock Water.»
—¿Por qué? —preguntó Burt con el ceño fruncido—. No veo qué relación existe entre lo tuyo y esa empresa.
—Vamos. A ver si te espabilas, y le das un repaso a la cuestión.
Burt se quedó inmóvil con la frente arrugada, parpadeando.
—Bueno. Yo te lo aclararé —prosiguió Blazer—. Primero: ésta no es tu casa y ni siquiera pagas el alquiler. Otro detalle: no estás casado con tu mujer y no tienes voz ni voto en asuntos familiares. ¿Estás de acuerdo, si o no?
—Estoy de acuerdo. Pero, ¿a dónde vas a parar con todo eso?
—Tu mujer tiene un hijo y una hija. Bueno, dejamos aparte a la hija y queda el chico.
—Kenny. —Burt pronunció el nombre torciendo la boca como si sintieras un gusto repugnante.
—A eso voy —afirmó Blazer—. ¿Lo comprendes ahora?
Burt abrió todavía más sus ojos turbios por el vino.
—Fíjate bien. Kenny vive aquí. ¿Y dónde trabaja? No hace falta que me lo digas. Te lo diré yo. Conduce un camión para la «Sweetrock Water». Llevando al lado a un vigilante, ¿verdad? Así pues, todo lo que gana proviene de Clement Dagget.
Los párpados se cerraron todavía un poco más sobre las pupilas vidriosas de Burt. Y su voz tartajosa pronunció agria y lentamente:
—¡Esa rata asquerosa de Kenny! Si pudiera llevarte al despacho de Clem seguro que conseguía una buena recompensa.
—Ya lo empiezas a captar —contestó Blazer—. Con todo el escándalo que has armado, te habrán oído arriba. Así que tengo que largarme sin perder un minuto.
Burt hizo una rápida señal de asentimiento mientras avanzaba hacia la carbonera vacía. Se metieron los dos dentro y Burt sostuvo en alto la vela mientras Blazer buscaba un punto en que apoyarse, bajo la ventana. Había una grieta en la pared con algunos ladrillos sueltos. Insertó un pie en ella y se elevó agarrándose al alféizar. Afirmó las piernas, mantuvo el equilibrio y trató de apoyarse en el marco sobre un codo. Pero de pronto se vino abajo y fue a dar con sus huesos contra el suelo, cayendo de rodillas.
Oyó cómo Burt le decía:
—Prueba otra vez. Te daré un empujón. Espera a que deje la candela en el suelo.
Pero instantes después ya no había necesidad de vela. Porque el sótano entero quedó inundado de claridad.
«Han encendido las de arriba —pensó Blazer—. Alguien debe haber accionado el interruptor.»
Mientras se incorporaba poco a poco, pudo ver cómo Burt permanecía en el mismo sitio mirando, con los ojos entornados, la llama de la vela. Parecía perplejo y se rascaba el cogote cual si se preguntara de dónde procedía tanta iluminación.
Blazer había casi conseguido ponerse de pie, pero la confusión que apreciaba en la cara de su amigo fue demasiado para él, y dejándose caer de nuevo, empezó a reír como un loco rodando por el suelo, apretándose los costados y jadeando:
—¡Oh, no!
Trataba de sofocar su risa, pero sólo lograba aumentarla. Mientras sibilaba, casi sin aliento, oyó el ruido de unos fuertes pasos que bajaban la escalera del sótano.
—Me parece que tenemos visita —murmuró Burt desalentado.
—¡Pues no dice que tenemos visita! —exclamó ahogándose mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
Intentó levantarse pero no pudo. Entretanto Burt preguntaba:
—¿Dónde vas con esa escoba? ¿Es que piensas barrer el sótano?
Las preguntas se dirigían a una mujer obesa que, vestida con una bata, avanzaba hacia ellos empuñando el largo mango de una escoba.
La mujer, Hattie, mediría un metro setenta y pesaría ciento diez kilos. Pero no obstante su excesivo tonelaje y sus cuarenta y cinco años de edad se movía con notable soltura. Cambiando de paso de marcha a paso ligero, se lanzó sobre ellos como una jugadora de béisbol agarrando el palo de la escoba con las dos manos, al tiempo que dirigía un escobazo a la cabeza de Burt Pomfret. Pero éste esquivó ágilmente el impacto, dando un brinco de costado. Hattie esgrimió de nuevo su arma y una vez más Burt evitó el golpe con la maña y la destreza adquiridas en años de práctica en aquellas maniobras defensivas. Deslizándose por un lado de la carbonera, echó a correr hacia la escalera del sótano. Por su parte, Hattie, tras arrojar la escoba al suelo, agarró a Blazer por la ropa.