CAPÍTULO XIII
Durmió cosa de un minuto. Leila lo sacudía de nuevo instándolo a que se despertase. Pero él murmuró unas palabras incoherentes diciéndole que lo dejara en paz. Leila lo volvió a sacudir esta vez con más fuerza.
—Andrew, por favor...
—¿Por favor qué? —preguntó Blazer con los ojos aún cerrados—. ¿Qué tengo que hacer?
—Despertarte —respondió ella—. Trata de despertarte.
—¿Para qué? ¿A dónde vamos?
—Andrew, no te puedes quedar aquí. Te encontrarán.
—Pues que me encuentren. ¡Al diablo con todo!
—Estás cambiando, Andrew. Te vas a helar.
—¿Quién se va a helar? Aquí hace calor. Se está cómodo y bien.
La joven lo volvió a sacudir. Blazer abrió los ojos y sonriendo preguntó:
—¿Qué quieres?
—Que te pongas de pie —repuso Leila—. Yo te ayudaré.
Lo ayudó a incorporarse. Cuando iba a desplomarse otra vez, lo agarró por la cintura, sosteniéndolo con fuerza mientras Blazer se apoyaba pesadamente en ella. Luego de haber dado unos pasos, se despabiló por completo y dándose cuenta de que su peso era demasiado para la joven, le pidió:
—Suéltame. Puedo andar...
Ella disminuyó un poco su apoyo.
—¿Estás mejor así? —le preguntó. Y al asentir él con un movimiento de cabeza, añadió—: Camina despacio. Tómatelo con calma y llegaremos.
—¿Llegar a dónde? —preguntó Blazer.
—Pues... —empezó Leila sin poder darle una respuesta concreta.
—No podemos ir a ningún sitio —se obstinó él—. No podemos arriesgarnos circulando por las calles. Hay demasiada policía. Están en la Burton, están en la Segunda; andan por todas partes. Lo único prudente es quedarse por estos callejones, pero si el frío arrecia...
—Imposible —repuso Leila tratando de dar a sus palabras un aire irónico y despreocupado—. Ya no puede hacer más frío del que hace.
Blazer la volvió a mirar, diciéndose que sin duda el helor empezaba a afectarla; que aquellas rachas de viento gélido eran como hachazos en sus débiles miembros; como una sierra que le partiera los huesos. Observó que se mordía los labios para que no le castañetearan los dientes. «Tengo que hacer algo», se dijo olvidando su propio frío; su debilidad y su mareo; y el enorme esfuerzo que le costaba mantenerse de pie. «Tengo que hacer algo antes de que ella vaya a parar al hospital. Si estuviéramos cerca del "Maxine's" o del "Cora's" o de cualquier otro sitio en el que alguien nos abriera una puerta y nos dejara entrar a calentarnos...»
Se detuvo, y volviendo la cabeza, miró hacia la casa ante la que acababan de pasar. Las ventanas estaban cerradas con maderas, y el patio trasero lleno de barriles colmados de basuras y de restos astillados de muebles rotos. Una vieja bañera tirada de lado, tenía su porcelana casi desprendida por completo. En la empalizada, y muy visible a la luz de la luna, había un letrero blanco; un aviso oficial de la alcaldía con varios sellos y firmas. Estas últimas eran cuatro; tres pertenecían a inspectores de edificios y la cuarta al jefe de Bomberos.
Blazer se paró ante la empalizada para leer el aviso, mientras Leila se arrebujaba contra la madera.
—Vamos a intentarlo —propuso Blazer.
Dio un puntapié a la puerta de la empalizada que parecía a punto de desprenderse de sus goznes, y entró en el patio, seguido de la joven. Se acercaron a la puerta trasera de la casa y Blazer manipuló su pomo; pero estaba cerrada. Empujó de costado tanteando la solidez. Y luego, dando unos pasos atrás, aspiró profundamente el aire y se lanzó con toda su fuerza, concentrando la máxima energía en su hombro. La cerradura no cedió, pero algunos tablones centrales se vinieron abajo. Metiendo una mano por el hueco, consiguió descorrer el cerrojo.
—Bien —dijo sonriendo—. Se puede decir que somos propietarios de una finca.
Entraron. Un poco de claridad lunar que penetraba por la abertura de la puerta rota, fluía ante ellos, y a su débil claridad pasaron de la cocina a la sala. Los suelos estaban desnudos y las paredes desprovistas de revestimiento. Diciendo a Leila que se quedara allí, Blazer regresó a la cocina y de esta otra vez al patio, y empezó a rebuscar por entre los barriles de basura. Minutos después regresaba a la sala llevando un viejo y delgado colchón y algunas mantas rotas. Leila se había sentado en el suelo, en un rincón de la estancia, con los hombros contraídos y las rodillas replegadas junto al pecho. Al ver lo que él traía dejó escapar un suspiro de alivio. Arrojando al suelo el colchón y las mantas, Blazer comentó:
—Por lo visto se les han acabado las colchas de seda.
—Éstas nos servirán —repuso ella—. Nos van a venir estupendamente.
Se puso de pie y empezó a disponer el colchón y a sacudir las mantas para librarlas de su espesa capa de polvo. Había tres que extendió sobre el colchón. Luego se quedó de pie esperando a que él se tendiera en la improvisada cama. Pero Blazer no se movía. Leila hizo un ademán indicando que el colchón tenía anchura suficiente para los dos, pero él se dirigió hacia donde había una ventana tapada con tablones.
—Yo dormiré aquí —indicó.
Oyó cómo la joven le contestaba:
—No puedes dormir en ese suelo. Está como un témpano.
—Tápate con las mantas —le instó él ceñudo.
Hubiera deseado tener también algo con que taparse, mientras se dejaba caer a aquel suelo tan duro y tan frío. Pero luego se dijo: «De todos modos importa poco porque no voy a quedarme aquí mucho tiempo. Esperaré a que se duerma y me daré el bote. En cuanto hayan pasado quince o veinte minutos habré descansado lo suficiente para salir en busca de Burt.»
Acurrucado contra la pared, con las rodillas replegadas y abrazándoselas contra el pecho, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de inmensa fatiga. En seguida se hundió en un denso, helado y profundo sopor.
Algunos minutos después, ella tendió a Blazer en el colchón y lo tapó con las mantas. Había hecho todo aquello con lentitud y gran cuidado acercándose primero para ver si dormía, y transportando después el colchón y las mantas hasta colocarlos a su lado junto a la pared. Sacudió un poco a Blazer para asegurarse de que estaba bien dormido y luego, con precaución, le fue dando la vuelta hasta depositarlo sobre el colchón. En seguida ella se metió también bajo las mantas, y los dos quedaron tapados. Leila se volvió de espaldas, sin tocarlo, mientras cerraba los ojos aunque diciéndose que no debía dormirse. Lo que necesitaba era un poco de descanso y de calor durante quince o veinte minutos; luego se levantaría para ir en busca de Burt.
Cuando faltaban unos minutos para las nueve y media de la mañana, Blazer abrió los ojos, y se los frotó, levantó la cabeza del colchón y parpadeó varias veces, preguntándose dónde se encontraba. Se sentó y miró a su alrededor. Al ver que estaba solo en la habitación, pensó: «¿Qué hotel será éste?» Rápidamente acabó de despertarse. La claridad del día entraba en la estancia con un tono grisáceo y triste, que ponía de relieve las paredes y el suelo desnudos y el espacio de colchón vacío a su lado.
Se notaba un ligero hueco allí donde había apoyado la cabeza y, al mirarlo, una avalancha de preguntas se aglomeró en su mente, golpeando con insistencia. Se preguntó cuándo se habría marchado y por qué. «¿Me ha dicho algo? ¿Me ha despertado para advertirme que se iba? ¿Cómo es que estoy en el colchón?
»Bueno. Vayamos por partes. Se ha marchado porque no podía quedarse aquí. Porque tenía que hacer algo. Mientras tú dormías bien calentito y cómodo, se ha levantado y ha salido al terrible frío de fuera para ir en busca de Burt. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Te quedarás pensándolo?»
Se puso de pie y salió de la estancia; traspuso la puerta, atravesó el patio y echó a andar rápidamente por el callejón.
Anduvo por otras muchas callejuelas y travesías sin asfaltar; cruzó calles estrechas y otras más anchas sin mirar hacia atrás ni tampoco de costado en los cruces, esperando a cada instante oír el ruido de silbatos o sirenas o quizás el chasquido de un proyectil al salir al rojo vivo de la boca de un arma. Se arriesgó mucho al correr en zigzag por la Purcell. Había en ella un tráfico considerable de primera hora de la mañana, y las bocinas sonaban protestando contra los peatones imprudentes. Algunos conductores lo increparon por no esperar en los cruces a que se encendiera la luz verde. Una vez en la acera se abrió camino por entre una multitud de gentes sin empleo y de amas de casa en busca de gangas en los almacenes. En seguida encontró la calleja que andaba buscando y se introdujo en ella. Caminaba de prisa y en menos de un minuto estaba ya subiendo los escalones de madera y llamaba con los nudillos a la vieja puerta astillada. Era la que daba a la cocina de la casa de Hattie.