CAPÍTULO VIII
Al alcanzar la Stinson Street, el camión torció a la derecha, se metió en la Dennison, y avanzó lentamente hacia el Este por aquella calle adoquinada que precisaba una reparación urgente. Se estaban acercando a una calzada iluminada a cuyo lado había una pequeña planta industrial. Dicha planta era muy vieja y sus ventanas estaban llenas de suciedad. Algunas se habían roto y otras estaban tapadas con tableros. Balanceándose sobre la entrada principal pendía un letrero que proclamaba: Sweetrock Mineral Water. Debajo se podía leer: Si quieres tener buena salud, bebe agua mineral.
El camión penetró en la calzada en dirección al parking situado en la parte posterior de la planta. Una vez allí describió una amplia curva y se juntó a una hilera de otros seis camiones puestos en la trasera junto a un andén de carga. Coley agarró por el brazo a Blazer, y todos saltaron a la plataforma. Ozzie, que iba delante, seleccionó una llave de un llavero conforme se acercaba a una puerta situada junto al extremo de aquel espacio. De pronto se detuvo y se volvió, mirando algo que se encontraba a cierta distancia.
Coley se acercaba con Blazer. Y los dos miraron también hacia allá mientras Coley preguntaba:
—¿Qué es? No veo nada.
—¡Ese condenado McGinnis! —exclamó Ozzie con los dientes apretados—. ¡Ese maldito idiota!
—¿McGinnis? —preguntó Coley con el ceño fruncido y la expresión perpleja.
—¡Su camión! —Ozzie señaló el tercer vehículo de la fila, en cuyo contado había pintado un número—. Es el cuatro —añadió—. El camión de McGinnis.
—¿Y qué? —preguntó Coley encogiéndose de hombros—. No veo nada raro.
—¡Mira bien! —masculló Ozzie mientras señalaba la trasera del vehículo. Éste tenía bajado el portón abatible que descansaba sobre el borde de cemento del andén. Tanto la tabla como la plataforma estaban cubiertas de fragmentos de cristal. El estropicio debió haber sido gordo.
—Lo menos cuarenta litros a hacer gárgaras —se quejó Ozzie.
—Son cosas que pasan —filosofó Coley.
Ozzie tenía la boca torcida y apretada.
—A dos dólares por litro son ochenta dólares.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Acaso lo pagas tú? —preguntó Coley soltando una risita.
—No se trata de eso —replicó Ozzie—. ¡Qué modo tan borde de descargar un camión! Pero así es McGinnis. Esa especie de artista drogado que no sabemos de dónde ha salido.
—Reconozco que lo menos que podía haber hecho es limpiarlo —comentó Coley. Y añadió con aire indiferente—: Debía tener prisa en irse.
Ozzie no contestó nada. Seguía mirando los cristales rotos, y Blazer observó que entornaba cada vez más los ojos.
—De todos modos —estaba diciendo Coley— tampoco ha hecho polvo el cargamento entero, sino sólo unas cuantas garrafas. ¿Y qué es eso comparado con lo que entra aquí y a diario?
Pero Ozzie no lo escuchaba sino que continuaba concentrado en la reluciente dispersión de pequeños cristales.
—Esa carga —siguió diciendo Coley— llevaba al menos un tercio de agua. Así que a lo mejor no se había derramado mucho licor cuando se descorcharon las garrafas. Quizá sólo se ha perdido agua de manantial.
—Pues yo no creo que fuera sólo agua —dictaminó Ozzie con voz pausada.
—Puede —asintió Coley—. Porque supone que McGinnis debe ser muy cuidadoso con el matarratas. Si ha estropeado unas garrafas es que no llevaban más que agua.
—Pues yo no lo creo —insistió Ozzie—. No lo creo en absoluto.
Coley se encogió de hombros.
—Si tan seguro estás, la cosa no es difícil de comprobar. Se lo preguntas a McGinnis y basta.
Ozzie miró el manojo de llaves que tenía en la mano. Y haciéndolas tintinear un poco, rezongó:
—¿Crees que me lo va a decir?
—Desde luego. ¿Por qué no? ¿Acaso tiene algo que ocultar?
Pero en vez de contestarle, Ozzie continuó haciendo tintinear las llaves, con la mirada fija en el llavero. De pronto levantó la cabeza y miró a Blazer. Éste le devolvió la mirada. Las llaves habían cesado de tintinear y el silencio era absoluto. Estuvieron así un rato hasta que finalmente Coley exclamó:
—¡Diantre! ¿Qué estamos esperando aquí parados? ¡Vaya frío que hace! Entremos.
Se acercaron a la puerta. Ozzie insertó la llave y entraron en la planta embotelladora. En el piso bajo, conforme caminaban hacia una desvencijada escalera, y a la escasa luz de la sola bombilla que pendía del techo, Blazer percibió las imprecisas siluetas de algunas máquinas embotelladoras así como hileras de garrafas y botellas. Con Ozzie marchando a la cabeza y Coley sin soltar el brazo de Blazer, subieron la escalera. En el primer piso no había luz.
—¿Quieres que encienda? —preguntó Coley.
A lo que Ozzie repuso:
—No hace falta. Tengo una cerilla...
Ozzie encendió la cerilla y prosiguieron caminando por un amplio espacio entarimado, abriéndose camino por entre un laberinto de otras máquinas embotelladoras, cañerías de hierro y depósitos de doscientos litros, aparte de montones de cajas de embalar. Se encaminaban hacia una puerta y Blazer percibió las líneas de claridad azulada que se escapaban por las rendijas.
Sobre la puerta se veía una inscripción toscamente trazada con tiza y que anunciaba: Presidente del Consejo de Administración. Bajo la misma, otro letrero que advertía: No escribir en esta puerta. Y aún más abajo, garrapateado con lápiz de rotular: El jefe dice que no se escriba en esta puerta. Y el que había utilizado el yeso, replicaba, aunque ahora en color rojo y subrayando la frase: Que se vaya a la mierda el jefe.
Ozzie abrió la puerta y entraron en un despacho astroso, desprovisto de alfombra. Había una bombilla azul encendida sobre una mesa escritorio de tipo anticuado. Se veían algunos sillones tapizados en piel, pero sin brillo y con su superficie agrietada. En el centro de la estancia, una mesita antigua tallada a mano, estaba llena de papeles y de archivadores. Al fondo de la habitación había un amplio sofá. Y sobre el mismo dormía un hombre.
El durmiente estaba tendido de costado, con los brazos caídos por el lado del sofá. Era bajo para su peso, de unos ciento veinte kilos, la mayor parte, grasa. Tenía la nariz aplastada, los labios gruesos, estaba casi calvo y aparentaba hallarse próximo a los cincuenta años. Mirándolo con atención, Blazer reconoció a Timmie McGinnis.
McGinnis calzaba gruesas botas de trabajo e iba vestido con unos pantalones grasientos y una camisa de franela, bajo una chaqueta de leñador a cuadros verdes y negros. En su muñeca lucía un reloj de alto precio, que contrastaba vivamente con su atuendo de camionero. Era un reloj muy fino, de diseño elegante y de oro macizo.
«Creo que ese reloj representa para él algo más que un simple instrumento para saber la hora —se dijo Blazer—. Es más bien un recuerdo de tiempos pasados. Le hace evocar aquellos años en que estaba sentado en la cúspide; cuando era el mandamás. Recordarás cómo llevaba un sombrero de castor de treinta dólares y un abrigo de piel de camello hecho a la medida, y siempre se afeitaba en la barbería. Fueron buenos tiempos para Timmie cuando gobernaba todo el gallinero y dirigía esta oficina. Ahora, ese reloj, seguro que le dice algo más que si son las tres y media o las nueve. Es como si le cantara un blues. Creo que haría mejor vendiéndolo a una casa de empeños y comprándose uno de ésos tan bonitos que hay en las ofertas especiales de los drugtores.»
Ozzie se había acercado al sofá y estaba hablando al durmiente. Pero al no obtener respuesta, lo sacudió por el hombro. McGinnis continuó durmiendo. Ozzie lo volvió a sacudir, y esta vez McGinnis farfulló, con los ojos cerrados:
—¡Déjame en paz! ¡Te digo que me dejes en paz!
—¡Despierta! —lo apremió Ozzie.
McGinnis abrió los ojos. Tenían un tinte gris-amarillento desvaído y acuoso y sus párpados estaban enrojecidos.
—Mira a quién te traemos —le indicó Ozzie señalando a Blazer.
El fláccido individuo se sentó, y se quedó mirando a Blazer con aire inexpresivo. Luego fijó la vista en Coley y pudo ver que llevaba el puño de metal.
—¿Por qué te lo has puesto? —quiso saber.
Coley se encogió de hombros. McGinnis se sentó más erecto y preguntó:
—¿Ha hecho algo?
—Desde luego que ha hecho —respondió Ozzie—. Si no, ¿por qué estaría aquí?
McGinnis frunció el ceño y luego de mirar otra vez a Blazer desvió rápidamente la vista.
Coley había soltado el brazo de Blazer y se estaba quitando el gabán. Ozzie se acercó y empujó la mesita hacia un lado para dejar mayor espacio al otro.
Blazer estaba inmóvil, pensando si sería posible hacer algo. Aparte de Coley con su fama de experto en el manejo de su puño metálico, estaba allí también con sus navajas. Este último se había ido a colocar junto a la puerta principal pero había otra y Blazer se preguntó si valdría la pena probar de salir por allí. Mientras debatía dicha cuestión interiormente, vio cómo Ozzie introducía despacio sus largos dedos en un bolsillo de su gabán. «Más vale que espere —se dijo—. Lo mejor es quedarse aquí a ver qué pasa.»
Coley restregaba con la mano el puño de metal. Su cara tenía un aire estrictamente profesional. Estaba ya a pocos metros de Blazer y echaba el puño hacia atrás cuando McGinnis intervino:
—Un momento.
Coley bajó la mano mirando al otro.
—Es mejor esperar —añadió McGinnis.
—¿Esperar qué? —preguntó Coley.
—A que llegue Clem —explicó el gordo—. Es él quien tiene que dar Luz verde en este asunto.
—Ya la tenemos —replicó Coley—. Hacemos lo que Clem desea que hagamos.
—¿Seguro?
—¡Y tan seguro! —decidió Coley. Y volviéndose hacia Coley añadió—: ¿No estás de acuerdo?
—Lo estoy —repuso Ozzie lentamente. Y mirando a Timmie McGinnis preguntó—: Pero, ¿qué te pasa? ¿Es que no te parece conforme?
—Bueno, yo...
—¿Bueno, qué? —preguntó Ozzie dirigiendo una tenue sonrisa a Timmie, que seguía sentado en el sofá—. ¿Qué te pasa? ¿Qué te preocupa?
—Pues... —McGinnis hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas—. Me parece que... —Aspiró el aire con fuerza—. Creo que vais demasiado de prisa. Eso es todo.
—¿Demasiado de prisa? —preguntó Ozzie ladeando la cabeza—. No te entiendo, Timmie. ¿Quieres aclararme eso?
McGinnis no contestó, mientras seguía con la mirada fija en el suelo.
—¿Quieres aclarármelo? —repitió Ozzie en voz algo más alta.
McGinnis lo miró.
—Pero, ¿qué pasa? —quiso saber.
—A mí nada —repuso Ozzie con una sonrisa todavía más desvaída—. Me encuentro muy bien. ¿Y tú?
—¿A qué viene ahora esto? —quiso saber a su vez Coley.
«Me parece que las cosas no pintan muy bien para McGinnis —se dijo Blazer—. A éste le gustaría encontrarse a cien leguas de aquí. —Apostaría diez contra uno a que tiene problemas. Y cuando dijo entre sueños—: ¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!, por algo sería.»
Ozzie continuaba sonriendo al gordo. Transcurridos algunos minutos, le apremió:
—Estoy esperando, Timmie.
El aludido abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a apretar fuertemente. Volviendo la cabeza, miró a Blazer y por unos momentos sus ojos se abultaron.
—Sigo esperando —rezongó Ozzie.
El gordo se llevó sus redondos dedos a la frente, respiró con fuerza y mirando a Ozzie repuso:
—¿Quieres hacer el favor de dejarme de una vez en paz?
Lo único que deseo saber es...
—¿Qué es eso de querer saber? —le gritó McGinnis—. ¿Quién te has creído que eres?
Ozzie se encogió de hombros y con aire de cómica humildad le replicó:
—Figuro en la nómina. Y si se me ordena que haga algo, lo hago.
McGinnis volvió a respirar profundamente. Luego, moviendo la cabeza y mirando más allá de donde se encontraba Ozzie comentó:
—Si Clem estuviera aquí...
—Pero no está —replicó Ozzie—. Así que si tienes algo que decir, me lo dices a mí.
McGinnis continuó mirando a la pared.
—¡Venga, Timmie! —lo apremió el flaco con aire tranquilo—. A lo mejor me lo trago. Nunca se sabe.
—No creo que te lo tragues. —McGinnis hizo un gesto de fastidio—. No es de las cosas que a ti te gustan.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que es un pastel demasiado suave para tu paladar.
—¿ Suave?
McGinnis hizo una señal de asentimiento.
—Conforme uno se va haciendo mayor, más gordo se pone —explicó McGinnis. Y añadió con un suspiro—: Ya no veo las cosas como antes. Por ejemplo, ése de ahí —señaló a Blazer sin mirarlo—. De acuerdo. Le dais el pasaporte. Lo enterráis. ¿Qué habréis ganado?
Ozzie no contestó. Intercambió una mirada con Coley y volviendo a fijarse en McGinnis, frunció el ceño con aire pensativo.
El gordo prosiguió:
—No es que el asunto tenga mayor importancia. Porque al fin y al cabo, ¿quién es él? No hay más que mirarlo. Un desgraciado que no tiene donde caerse muerto. Liquidarlo es lo mismo que atizar una patada a un ratón paralítico.
—¿Te da lástima? —preguntó Ozzie.
—Me da lástima todo lo que está lisiado —fue la respuesta de McGinnis.
Coley no acababa de ver aquello claro.
—¿Cómo lisiado? —preguntó—. Pues yo no veo que lleve muletas.
—Está lisiado de la cabeza —le explicó McGinnis—. Como todos los maniáticos de las fogatas. Es lo que ellos llaman «Un estado de ánimo». No os podéis enfadar con él por lo que ha hecho esta noche.
—Pues Clem sí está enfadado —explicó Coley—. Y mucho.
—Ya se le pasará.
—No digo que no.
—Seguro que se le pasará —insistió McGinnis—. Ahora está fuera de sí y ni siquiera sabe lo que hace. Pero en cuanto transcurra algo de tiempo, lo verá todo con mayor claridad.
—¿Cómo con claridad? —preguntó Coley haciendo una mueca con aire perplejo. Y señalando a Blazer con el pulgar, añadió—: Esa sabandija está ya sentenciada. No podemos dejarle que se largue por las buenas.
—Sí que podemos —propuso McGinnis—. Voy a decirte lo que pienso hacer, Coley. Voy a poner este asunto en manos de Clem. Y verás cómo opina lo mismo que yo. Te apuesto diez contra uno.
Coley reflexionó sobre aquella propuesta. Ozzie se había arrellanado en un sillón con los tobillos cruzados. Ya no tenía el ceño fruncido y su cara aparecía completamente inexpresiva conforme observaba a McGinnis.
—Diez contra uno —murmuró Coley, mirando de soslayo al gordo—. ¿En billetes de uno o de diez? —preguntó.
—Como más te guste —le respondió McGinnis—. Si pones un billete de cien, yo pongo uno de mil.
Se produjo un silencio mientras Coley se restregaba la barbilla, considerando las posibilidades, sopesando la perspectiva de embolsarse una suma importante. «Esperemos que tenga pasta suficiente —pensó Blazer— porque si acepta la apuesta, será mi salvación ya que dejará sin efecto el puño metálico de Coley y la cuchillería de Ozzie. Tengo que estar agradecido a Timmie McGinnis porque lo que dice me hace mucho favor. Ha lanzado la pelota con gran acierto. Pero me pregunto, ¿por qué lo hará?
»El caso merece un poco de reflexión. Porque, ¿desde cuándo Timmie se ha vuelto tan bueno? El que yo he conocido hasta ahora era tan blando como una roca y tan dulce como el tabasco. No hace muchos días me encontraba en la calle Purcell tendiendo la mano a la gente porque necesitaba una moneda de diez centavos que añadir a los diecinueve que tenía en el bolsillo, ya que si reunía veintinueve me podría comprar una botella de moscatel. Le dije a Timmie que con diez centavos me bastaba. ¿Y qué me puso en la mano? Los asquerosos restos del puro que estaba mascando.
»Pero es lo que él dice: uno se hace viejo y se vuelve gordo y blando. ¿Blando de dónde? Pues casi siempre de la barriga. Son cosas que pasan. Y si es sincero en lo de la blandura habrá que admitir que existen esos fenómenos a los que se conoce como "cambios caracterológicos."
»—¿Has terminado, Andy?
»—No. Todavía no. Es necesario echar otra ojeada. Examinar la cuestión más a fondo. Pero sea lo que quiera, no creo que ahora Timmie pretenda aspirar al liderato por lo que a la bondad y a la delicadeza se refiere. Debe tratarse de otra cuestión. Te miraba con los ojos saltones, como en las historietas de terror cuando Jake, la Serpiente, al despertarse de noche, ve el espectro de la pequeña Dora a la que arrojó a las arenas movedizas junto al viejo molino. McGinnis sujetaba un fantasma en los breves segundos en que su mente estaba en otro sitio, y tras haberte mirado un momento, se sintió trastornado una vez más. Lo que combina muy bien con las demás tonterías que estuvo haciendo sentado ahí en el sofá retorciéndose; retorciéndose de verdad, mientras Ozzie lo apremiaba. Pero tengo la impresión de que no era sólo por causa de Ozzie.
»—¿Lo cual quiere decir...?
»—Bueno. Al parecer, unas largas y afiladas agujas lo pinchaban desde otras direcciones. Como si las manejara algún bromista al que no pudiera ver: como un juez, ahora dentro de él, cuando señala con un dedo fino como una aguja, y declara con aire solemne: "No me vengas con historias, pedazo de tonto. Sé muy bien que fuiste tú el que robó los tapacubos."
»—Pero, ¿de qué tonto hablas? ¿De qué tapacubos? Te estás apartando del tema. Recuerda que se trata de McGinnis; del camión número cuatro, con la puerta trasera abierta y los cristales desparramados por el suelo y que según Coley, eran de las botellas y las garrafas rotas, mientras que según Ozzie no se trataba de agua, cosa que en aquel entonces pareció no tener sentido pero que ahora encaja muy bien..., ¿con qué?
»—No lo sé. ¿Estás seguro? Te digo que no lo sé. Pero a lo mejor, sí. Tienes que volver la vista atrás. Eso es. Recuerda ciertas noches cuando no sabías qué hacer y deambulabas de acá para allá, deseando tener cerillas o musky, sobre todo moscatel. Ahí viene el camión. Y es el número cuatro. Pero, ¿qué tiene eso de particular?
»—McGinnis va al volante y cuando el camión pasa, te das cuenta de una cosa. McGinnis no lleva ayudante. Y además se detiene en ciertos lugares que no están en la lista normal de clientes. Por aquel entonces no le diste importancia, pensando que quizá Timmie se ganaba un poco de dinero extra haciendo algún negocio por su cuenta.
»—Te preguntaste qué le pasaría a Timmie si el mandamás se enteraba.
»—Bueno. Hagamos la suma.
»—¿Qué sacas en limpio? Una hilera de ceros que no indican nada. El camión número cuatro es el camión número cuatro y nada más. Según el comprobante de McGinnis, cuanto ha hecho esta noche ha sido descargar el camión número cuatro, pero con poco cuidado, dejando caer al suelo algunas garrafas y botellas, sin molestarse en barrer los cristales. Y lo que estuvo haciendo las demás noches fue vender morapio a sus clientes particulares.»
—... si es que tienes el dinero —estaba diciendo McGinnis a Coley—. Porque no se puede hacer una apuesta sin tener dinero.
—Lo tengo —afirmó Coley metiendo mano a su cartera. Pero luego tuvo un momento de indecisión y volviéndose hacia Ozzie le preguntó—. ¿Crees que debo hacerlo?
Ozzie no contestó nada porque su atención estaba concentrada en otra parte. Miraba los anchos tablones que cubrían el suelo junto a la entrada.
De pronto, todos pudieron escuchar el ruido que se transmitía por los tablones en cuestión desde el otro lado de la puerta. Eran los fuertes pasos de alguien que se acercaba a la estancia.
—Ya no hay apuesta —murmuró Ozzie—. Es demasiado tarde para apostar.
La puerta se abrió. Blazer hizo una mueca y exhaló una especie de quejido ahogado. Porque ante él había aparecido algo que tenía más de metálico que de humano; una especie de proyectil encaminado directamente al blanco. Podía sentir las vibraciones feroces que emitían aquellos ojos llameantes. Pero luego le llegaron otras vibraciones y decidió que en realidad el proyectil no iba a explotar; que aquella rabia contenida sólo hervía sordamente con una ferocidad mezclada a angustia como un ahogado grito de dolor surgiendo de un rostro convulsionado por la cólera, blanco por el frenesí que estremecía a Clement Dagget.