CAPÍTULO XIV
Hubo de insistir varias veces. Pero luego la puerta se abrió y pudo percibir la mole de Hattie obstruyendo la entrada. Ella lo miraba fijamente.
—¿Dónde está Leila? ¿Dónde está Burt? —preguntó Blazer—. ¿Se encuentran bien?
Hattie hizo una señal de asentimiento y lo invitó con un ademán:
—¿Quieres entrar?
—No puedo —repuso Blazer—. Tengo que irme. —Miró hacia atrás volviendo la cabeza y atisbando furtivamente el callejón. Luego, posando de nuevo la vista en Hattie, insistió—: ¿Estás segura de que se encuentran bien?
—No les ha pasado nada —afirmó Hattie—. Los dos duermen profundamente.
—¿Regresaron juntos?
Hattie volvió a asentir.
—Sí. Cerca de las seis de la mañana. Su aspecto era increíble. Cuando abrí la puerta estaban como si se fueran a caer. Parecían dos témpanos de hielo. Tardé más de una hora en reanimarlos. Les di unas friegas y les preparé una sopa caliente.
—¿Dónde encontró ella a Burt?
—En un callejón cerca de la Dennison Street. El muy imbécil estaba de bruces, tieso como un tablón. ¿Sabes lo que hizo Leila? Pues lo mordió.
—¿Morderlo?
—Sí. Lo tuvo que morder. Fue la única manera de despertarlo. Por poco le arranca una oreja; pero hizo su efecto y consiguió ponerlo de pie y arrastrarlo hasta aquí. Fue una suerte dar con él porque, de otro modo, no estaría ahora en la cama, sino en una caja de madera. La próxima vez que se le ocurra salir sin ponerse el abrigo, lo voy a...
—Lo que tienes que hacer es no dejarlo salir —la interrumpió Blazer bruscamente—. Es muy importante, Hattie. Por favor, hazme caso y no lo dejes salir hasta que yo te lo diga.
—¿Que tú me lo digas? ¿Qué significa eso?
—Tengo que intentar... Bueno, me es preciso hacer una cosa...
—Escúchame bien —le interrumpió ella con voz detonante—. ¿No estás ya pasando suficientes calamidades? ¿Todavía te vas a buscar más líos? Con el fregado en que te has metido lo que tendrías que hacer es esfumarte. Si quieres seguir mi consejo, lárgate de la ciudad.
—No puedo —repuso él—. Al menos, de momento.
—¿Por qué?
Pero Blazer no contestó. Estaba pensando: «No se lo puedo decir. Porque Kenny está también envuelto en el asunto. Y al fin y al cabo, ella es su madre.»
—No te lo puedo decir por ahora —repuso—. No tengo tiempo. He de escapar.
Y en seguida bajó la escalera y echó a correr, alejándose de la casa. Hattie lo llamó varias veces instándolo a que volviera; pero Blazer continuaba corriendo.
—¿Qué diablos te pasa? —le vociferó—. ¿A dónde vas?
Pero Blazer seguía en su loca carrera diciéndose que también a él le hubiera gustado saberlo. «De no ser porque Burt está metido en el asunto —pensaba— me llegaría ahora mismo a los andenes del ferrocarril donde está ese vagón vacío que anoche no pude tomar. Pero tal como andan las cosas he de seguir por estos barrios para sacar a Burt de todo esto. Si al menos no ha abierto la boca..., pero bueno, dejémoslo. Pensemos en lo que tengo que hacer y a dónde voy a dirigirme.»
Caminaba con la cabeza agachada. Y así siguió algunos minutos, serpenteando por entre el laberinto de callejas, sin idea de a dónde lo llevaban sus pasos. Pero al levantar de pronto la mirada, se dio cuenta de que estaba pasando ante la casa de Cora. Como lo más probable era que ella estuviese allí, se le ocurrió que no le vendría mal un poco de comida. Era viernes, y los lunes, miércoles y viernes ella trabajaba sólo media jornada y no salía hasta las doce. Aminoró el paso al pensar en un plato de comida caliente. Volviendo la cabeza, miró con anhelo hacia la ventana de la vivienda, y quedóse inmóvil frente al edificio. «No es momento para sentarse a comer —pensó—. Ni tampoco para marear a Cora con mis problemas. Ya tiene bastantes por sí sola. Apostaría cincuenta contra uno a que anoche no pudo dormir pensando en el estudiante que la dejó abandonada y que destruyó su proyecto de tener una casa de ensueño en la que vivir los dos juntos. Como consecuencia, ambos siguieron caminos distintos. Pero ahora que me acuerdo, la planta de embotellado no está lejos de aquí; sólo a unas manzanas. Y a lo mejor...
»Pero, ¿qué vas a decirle a Cora? ¿Quieres representar el papel de Cupido para reunir los de nuevo? Vale más que bajes de las nubes. No es el momento oportuno para devaneos amorosos. Tienes cosas más importantes que hacer. El único problema al que te enfrentas es al de esas cinco personas que acabaron sus vidas anoche, cuando alguien vertió la gasolina de unos bidones y le aplicó una cerilla.»
Se alejó de la casa y empezó a caminar por la callejuela. De pronto se detuvo y volviéndose lentamente, miró hacia atrás. Pero no hacia el piso primero, donde habitaba Cora Riley, sino que sus ojos se dirigieron hacia abajo, al maltrecho pavimento de la calle. Porque en un lado, apoyado contra una de las vallas, había una botella vacía. Y sólo a algunos metros de distancia, precisamente frente a él, mirándolo con sus pupilas sin vida, estaba el cadáver acartonado de un gato.
Blazer frunció el entrecejo. Aunque no supo el motivo. Porque si la botella estaba vacía y el gato había muerto, ¿qué le importaba aquello a él?
Pero siguió con el ceño fruncido observando la botella y la rígida forma del felino. «¿Por qué miras? —se preguntó—. Ahí no hay nada que mirar.» Pero su cerebro repetía: «Sigue mirando. Sigue pensando.»
«Sí. Sigue pensando —insistía interiormente—. Esa botella no ha contenido leche. Es de litro y medio, y lo que había en ella era licor. ¿Ha sido con eso con lo que han matado al gato? La respuesta es no, porque a éstos no les gusta el licor. Pero supongamos...
»Supongamos que quizá se trataba de un gato excéntrico o poco rutinario. Imaginemos que yo vendo licor y que la bestezuela era una cliente. Te ha comprado la botella y mientras te alejas piensas: "¡Vaya gato más original!"
»Vuelves sobre tus pasos para mirar mejor al animal y te lo encuentras muerto, esperando a que alguien lo entierre. No hay duda de que ha sido obra del licor. Y no porque bebiera en exceso. En realidad era sólo un producto de contrabando del que se llama matarratas; ese mejunje mezcla de alcohol y de agua. Pero a veces quienes hacen la mezcla no son demasiado expertos y cometen errores. O a lo mejor tienen sueño atrasado o no andan con tiento. Y en vez de alcohol a granel meten esa otra cosa; eso que se echa en los radiadores para que el motor no se hiele. Creo que lo llaman metanol.
»He dicho metanol. ¿Me han oído bien? Pues sigan escuchando porque tengo algo muy interesante que decirles. Cosas concretas que ya no guardan relación alguna con el gato. No sabemos por qué murió éste, pero sí, y con toda seguridad, lo que acabó con Lew Dagget y con sus invitados la noche pasada. Sencillamente: bebieron metanol.
»Eso fue lo que los mató a todos.
»¿Y de dónde procedían las botellas? Pues del camión número cuatro, cuyo chófer no es otro que ese vendedor que se llama McGinnis.
»Fue McGinnis quien vendió las botellas a Lew. Éste lo invitaría quizás a regresar más tarde y tomar parte en la fiesta. Pero cuando lo hizo no fue para encontrarse con cinco personas en pleno jolgorio sino con cinco cadáveres. Al mirar las botellas que acababa de vender a Lew, se acuerda de que existen unos médicos que ayudan al forense y que despiezan los cuerpos y ponen ciertas secreciones al microscopio hasta dar con la causa de la muerte. Se dijo que en seguida, los investigadores iniciarían la tarea de averiguar quién vendió el líquido a Lew. A McGinnis se le ocurre todo aquello mientras sigue mirando a los cinco difuntos que ingirieron el licor averiado.
»McGinnis se dice que hay que arreglar aquello en seguida; que tiene que protegerse como sea. Y como necesita que alguien le ayude a pensar porque por sí solo no consigue encontrar una salida, corre en busca de su colega Kenny.
»Kenny y McGinnis celebran una reunión de urgencia. Y a uno de ellos se le ocurre de repente la idea de que en el vecindario vive un muy conocido pirómano.
»Es lo que necesitan. La respuesta ha sido fácil de encontrar. El fuego. Y éste será achacado al maníaco de las llamas conocido por Blazer.
»Salen en busca de la gasolina. Y en cuanto le han aplicado una cerilla se largan de estampida de allí. McGinnis regresa a toda prisa al lugar de donde sacó las botellas o donde las llenó él mismo, y destruye las garrafas y lo que queda en su interior. Luego lleva el camión a la planta embotelladora donde empieza a descargar los recipientes, con la etiqueta "Sweetrock Water". Algunas de ellas contienen agua y otras están llenas de licor comprado en Jersey. Pero por poco se queda tieso de la impresión al ver las botellas sin etiqueta, llenas de agua y de metanol que aún han quedado del lote que vendió a Lew.
»¿Se lo imaginan sacando las botellas del camión número cuatro? ¿No les parece verlo cuando las estrella contra la plataforma de carga? Hay muchas y el trabajo es considerable. Timmie se pone frenético y suda aunque el viento sopla con fuerza y la temperatura está bajo cero. Se siente realmente agotado cuando acaba de hacer añicos las botellas, y ni se molesta en cerrar la puerta trasera del camión. Ha sido una noche agitada para Timmie McGinnis y necesita descansar. Los almohadones más acogedores están allí muy cerca, en el piso segundo, sobre el sofá del despacho privado de Clem Dagget.
»Por eso cuando Ozzie lo sacudió mientras dormía, murmuraba: "Dejadme en paz." Pero no se dirigía a Ozzie sino a otras personas. A cinco seres vestidos con la negra toga de los jueces sentados a un estrado muy alto y señalándolo con dedos tan negros como sus hábitos. Unos dedos quemados.
Blazer permaneció inmóvil deseando gritar con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Me llamáis Pirómano, pero no me importa! Lo acepto. Mas lo que no puedo aceptar es que me acuséis del incendio de anoche. No puedo ni quiero.»
«Sí lo aceptarás», le contestaron unos pasos sonando a su espalda.
Eran de alguien que corría. Y aun antes de volverse para mirar, comprendió que quienquiera que fuese se había aproximado hasta allí sin hacer ruido, deslizándose hasta encontrarse lo suficiente cerca como para poder lanzarse sobre él. En aquel instante se le ocurrió: «Me debe haber visto desde mucho más allá en esta misma calle. Me habrá estado buscando por los alrededores.»
Volviéndose, se hizo rápidamente a un lado al tiempo que Timmie McGinnis le descargaba un golpe con la porra que esgrimía. El arma tendría unos treinta centímetros de largo y unos ocho de grosor y estaba revestida con una funda de hierro de otros dos centímetros. Conforme el arma se abatía silbando junto a su oído, Blazer miró un poco más allá y pudo ver a Kenny que se acercaba a toda prisa. Llevaba en la mano una botella de cerveza, de litro, rota, cuyos hirientes bordes relampagueaban como colmillos mojados, McGinnis levantó la porra otra vez y Blazer se agachó cuanto pudo levantando los brazos para protegerse el rostro mientras por su parte, Kenny lo agredía con la botella. El hiriente cristal le rasgó el gabán y le pinchó en la parte superior del brazo. Pero no sintió nada. Giró sobre sí mismo para librarse de la porra que intentaba incrustarse en su cráneo, en el momento en que McGinnis apremiaba al otro: «¡Agárralo! ¡Inmovilízalo!» Simuló querer lanzarse hacia delante pasando junto a McGinnis. Pero éste le bloqueó la salida. En seguida se hizo hacia atrás y descargó un golpe con ambos codos. E1 izquierdo se incrustó en el estómago de Kenny que se apartó, profiriendo un grito, y cayó de costado, dando con un hombro contra el suelo. Blazer continuó retrocediendo. Intentaba volverse y alejarse corriendo, pero tropezó con las piernas de Kenny. McGinnis actuó sin perder un momento, levantando la porra para que fuese a estrellarse contra un lado de la cabeza de Blazer; pero como éste se escabullía, el golpe no fue contundente. Blazer quedó sentado en el suelo, y cuando McGinnis, de pie ante él, se disponía a propinarle un nuevo golpe, levantó una pierna y dio con el talón a unos diez centímetros por encima del tobillo de McGinnis. Éste soltó un alarido ahogado y retrocedió cojeando. Blazer le asestó otro puntapié, esta vez en la espinilla, y repitió el golpe, notando complacido cómo el impacto daba en el mismo lugar.
«¡Mi pierna! ¡Mi pierna!», gemía McGinnis tambaleándose, con el rostro contraído. Blazer se estaba incorporando, pero Kenny le lanzó la botella que fue a darle en plena frente, justo por encima de los ojos. Cayó de nuevo y Kenny abalanzóse contra él, propinándole un puntapié en la cabeza. Cegado por la sangre que fluía de su frente y le tapaba los ojos, Blazer rodó sobre sí mismo. Pero no lo hizo con la necesaria rapidez y algo duro y pesado se estrelló en su cabeza una y otra vez. «Voy a perder el sentido», se dijo.
«Pero no. No puedo —se advirtió inmediatamente—. No lo puedo permitir.»
La sangre seguía corriéndole por los ojos. Vio a través de un celaje encarnado y brillante, cómo Kenny echaba el pie hacia atrás dispuesto a descargarle un nuevo golpe. Alargando las manos, lo agarró por la otra pierna, se incorporó y empujó a su rival contra la valla. La cara de Kenny empezó a cubrirse de sangre mientras intentaba levantar los brazos, pero los puñetazos de Blazer llovían sobre él sin que éste tuviera la menor intención de defenderse; pensando sólo en atacar. Un izquierdazo fulminante aplastó la nariz de Kenny. Y tras un derechazo a la boca, pudo notar cómo algunos dientes se desprendían bajo sus nudillos.
«Lo estoy haciendo bien —se dijo—. Lo estoy haciendo bien y me siento perfectamente.»
No vio cómo McGinnis se acercaba.
Se acercaba lentamente, con la cara contraída por el dolor que le atenazaba los huesos de la pierna. Apretando la porra con más fuerza la esgrimió muy alto, por sobre su cabeza. Blazer descargaba otro directo a la cara de Kenny cuando una voz, en algún lugar cercano, gritó:
—¡Un momento!
Instintivamente Blazer se hizo a un lado. Un bulto azul oscuro se abalanzaba hacia él. Y cuando la porra le daba en el hombro pudo ver cómo el bulto se acercaba más. La porra volvió a golpearle, esta vez no supo dónde, mientras la forma se aproximaba cada vez más. Tratábase de alguien vestido con un traje azul que llevaba una corbata de tipo muy formal a rayas. Una gruesa franja roja procedente de no sabía qué origen, le caía sobre el cuello abrochado de la camisa; pero sobre ella pudo distinguir la cara de Clem Dagget. En el momento en que la porra se estrellaba contra su cabeza sonrió interiormente, pensando: «El estudioso. El estudioso. Parece haber surgido de la nada como si procediera de Resaca City o quizá de la Resaca University, donde le enseñaron cuántos son dos y dos.»
A través del celaje rojo brillante, Blazer vio cómo Clem pasaba corriendo por su lado. Estaba empezando a perder el conocimiento. Había caído al suelo, de rodillas, mientras la cortina roja ante sus ojos se iba intensificando más y más, brotándole de algún lugar de la cabeza. «Aguanta. Aguanta —pensaba—. Te va a necesitar.»
Blazer aguantó. No se podía poner de pie, pero logró mantener los ojos abiertos, parpadeando a través de la cortina roja mientras volviendo la cabeza, vio cómo Clem Dagget se abalanzaba sobre McGinnis. El gordinflón esgrimió su porra, pero Dagget bloqueó el golpe con su brazo. El golpe se lo dejó maltrecho, y McGinnis volvió a la carga. Pero Dagget levantó el otro brazo y agarrando la porra, se la arrancó retorciéndola con fuerza. Ahora Dagget se había hecho con el arma y por un momento se quedó quieto, mirándola. Luego la arrojó lejos de sí.
McGinnis se echó a reír, preguntando:
—¿Es que quieres hacer una demostración?
—No lo sé —repuso Clem—. Quizá contigo no valga la pena.
—¿Es ésa tu opinión?
—Sí. Eso es lo que pienso —respondió Clem, esperando a ver qué hacía el otro.
McGinnis se echó a reír de nuevo. Se encogió de hombros con aire despreocupado y dijo en un tono suave y afable:
—Tal vez tengas razón. Me he vuelto demasiado gordo y blando.
Pero al tiempo que hacía un gesto como de sometimiento, Blazer siseó:
—¡Cuidado, Clem!
Dagget reaccionó a tiempo para evitar el rodillazo que McGinnis le dirigía a la ingle. McGinnis lo intentó de nuevo, pero Dagget le estampó un izquierdazo corto en el inmenso vientre, seguido de otro que le dio un poco por encima de la boca; todo ello culminado con un derechazo a la sien. El obeso fue a dar contra una valla astillada que cedió bajo su peso. Algunos tablones rotos se ciñeron a su alrededor como una cuña cuando quedó tendido de espaldas a unos metros de Kenny. McGinnis se sentó observando a aquél, que permanecía agachado, tapándose la cara con las manos. Por unos instantes no se produjo movimiento alguno. Luego McGinnis miró a Dagget y dijo:
—Es una lástima.
—Desde luego; lo es —admitió Dagget—. Sobre todo lo ha sido para Ozzie.
—¿Ozzie?
—Te lo has cargado —dijo Dagget—. Vi cómo...
—Escúchame, Clem...
—...vi cómo lo hiciste. No me pude levantar del sofá porque el licor me tenía paralizado; ni siquiera conseguí abrir la boca. Pero tenía los ojos bien abiertos y tú llevabas un cuchillo en la mano. Lo clavaste en el vientre de Ozzie, y luego en su pecho, y le diste un tajo en la garganta. Se la jugaste una vez y se la jugarías otras cuarenta. Y por lo que a mí respecta, te aseguro que me siento furioso.
McGinnis permanecía sentado sobre los maderos rotos, mirando más allá de Dagget con expresión de abatimiento.
—Otra cosa que vi —prosiguió Dagget— fue cómo arrastraste el cuerpo fuera de la habitación. ¿Me quieres decir dónde lo has puesto?
El gordinflón no contestó.
Dagget añadió muy lentamente:
—¿Por qué lo hiciste, Timmie? ¿Por qué te cargaste a Ozzie?
McGinnis continuó en silencio.
—¿Por qué te cargaste a Ozzie? —replicó Clem.
—Un momento —respondió McGinnis—. Deja que...
—¿Por qué te cargaste a Ozzie? Debiste tener un motivo. Quizás Ozzie sabía alguna cosa que tú no querías que yo supiese. ¿Qué era?
McGinnis siguió callado y Dagget dio un paso lentamente hacia él.
—Dile lo del metanol —intervino Blazer.
—¿Lo de qué? —preguntó Dagget—. ¿De qué hablas?
—Del metanol.
McGinnis se puso rígido. Miró a Blazer y luego exhalando un quejido se desplomó. Alejándose de él, Dagget se acercó a Kenny que gemía y temblaba convulsivamente, y que empezó a farfullar:
—Bueno. Bueno. De veras. Lo diré todo. Diré lo del metanol. De veras.
—Continúa —lo apremió Dagget.
Blazer hizo una mueca. Luego bajó la cabeza y cerró los ojos. Le parecía alejarse de allí flotando en una oscuridad cada vez más densa.