CAPÍTULO VI

Los otros ocupantes de la habitación parecían haber olvidado la presencia de Blazer. Andaban ocupados en otras cuestiones. Hattie ordenaba los cojines que habían caído del sofá. Burt, apoyado en la pared, se tocaba con dos dedos los dientes delanteros para asegurarse de que seguían en su sitio. Kenny estaba sentado en el peldaño más bajo de la escalera, mirando sin verlo, el suelo manchado por la sangre que le salía de la nariz. También le brotaba de sus tumefactos labios y de un corte en una ceja. Arrodillada a su lado, Leila aplicaba un pañuelo a la herida. Al quedar empapado, lo arrojó al suelo y se puso a limpiarle la sangre con el borde de su camisón de dormir. Pero como aquello no bastaba, se arrancó un pedazo de tela rasgándolo para arriba, luego lateralmente y por fin hacia abajo.

Al oír el ruido del desgarro, Hattie preguntó:

—¿Qué haces, Leila?

Pero la joven no contestó, ocupada en doblar la tela que aplicó a la maltrecha nariz de Kenny.

—¡Mira lo que has hecho con tu camisón! —la amonestó Hattie—. ¡Lo has destrozado!

—Ya me compraré otro —repuso Leila. Y mirando a su madre añadió—: ¿Puedes traerme un poco de agua, por favor?

—¿Para qué?

—Para lavar la herida de Kenny —respondió su hija.

—¡Al diablo con Kenny! —rezongó la corpulenta mujer—. Ese camisón costó dos con noventa y ocho. ¿De dónde vas a sacar ahora dos con noventa y ocho?

Leila estaba examinando el corte que Kenny tenía en la ceja.

—No es muy profundo —le explicó—. No vas a necesitar que te den puntos. Pero la nariz...

—Creo que la tengo rota —se quejó Kenny.

—Tendrías que tenerla —lo apostrofó Hattie—. Ha habido suerte porque aún la conserves. Como vuelvas a provocarme, te la voy a aplastar como una alcachofa.

—Pues yo creo que está rota —insistió Kenny.

—No lo está —afirmó Leila hablando a su hermano con dulzura—. Te sangra mucho y nada más. —Y repitió dirigiéndose a Hattie—: ¿Quieres hacer el favor de traer un poco de agua?

Por su parte Hattie, miró a Burt.

—¡Eh, tú! —lo llamó—. Ve a la cocina y pon agua en una taza. Y de paso mira a ver si hay un poco de hielo.

Pero Burt pareció no reaccionar. Estaba agachado, mirando por los alrededores del sofá como si buscase algo.

—¿No me has oído? —bramó Hattie a la vez que lo señalaba autoritariamente con un dedo—. Te he dicho que vayas a la cocina y...

Pero comprendió que no servía para nada porque Burt no la estaba escuchando. Su atención seguía concentrada en un objeto perdido. Moviendo la cabeza como si valiera más dejarlo, Hattie se encaminó a la cocina. Entretanto, Burt continuaba su búsqueda, caminando a gatas junto al borde del sofá, metiendo la mano por debajo de éste y tanteando con los dedos, pero sin encontrar nada. Finalmente se puso en pie y mirando a Leila y a Kenny afirmó:

—Lo tengo que encontrar sea como sea. ¿Podéis darme una idea de dónde está?

Mientras seguía aplicando la tela a los labios de Kenny maltrechos por los nudillos de su madre, Leila preguntó a Burt:

—Pero, ¿qué es lo que buscas?

—Mi vino —respondió Burt—. Yo tenía una botella de vino...

Leila volvió la cabeza y miró a Burt, sabiendo que a veces buscaba una botella cuando, en realidad, la tenía en la mano. Pero esta vez no era así y apartando la mirada de él, la fijó en el desgraciado de pelo llameante que seguía sentado en el sillón. No se había dado cuenta de que estaba allí, e hizo una leve mueca al observar su presencia. En seguida sonrió cortésmente y lo saludó:

—¡Hola, Andrew!

—Hola —respondió Blazer.

—Lo siento, Andrew —añadió ella como pidiéndole perdón por no haberlo visto antes—. No me había fijado en que estabas aquí. —Y sin dejar de sonreír le preguntó—: ¿Cómo te va?

—A mí, bien —repuso Blazer.

—Me alegro —asintió Leila haciendo un cortés movimiento de cabeza—. Siempre me alegra verte, Andrew.

—Y a mí también.

Leila volvió a inclinar un poco la cabeza. Su sonrisa desapareció y por unos momentos los dos siguieron mirándose uno a otro. Blazer se dijo: «Parece como si hubiera metido el dedo en un enchufe y le hubiera dado una descarga eléctrica.»

Pero aquel breve lapso pasó y ella volvió a centrar su atención en Kenny.

Burt se acercaba a Blazer que seguía con la botella sobre sus rodillas.

—¿Te queda algo? —preguntó.

Blazer tomó la botella y la levantó para examinarla, mientras Burt entornaba los ojos comprobando que sólo había un pequeño resto de líquido.

—¿Te lo vas a beber? —preguntó con aire preocupado mientras alargaba su mano hacia la botella—. Sabes que te lo agradezco —añadió tomándola y llevándosela a los labios—. ¿Seguro que no lo querías? —preguntó.

—Puedes bebértelo —le ofreció Blazer.

Pero no miraba a Burt sino al otro lado de la habitación, donde se encontraba Leila. «Las descargas eléctricas no se dan porque sí. Tiene que haber un motivo —le dijo en silencio—. Sabes lo que ha pasado esta noche e incluso es posible que estés mejor enterada que yo.»

«Quizá te acuerdes de aquella otra noche, hace ya trece años, y de lo que te ocurrió en un patio trasero, cuando aquel individuo se te echó encima. Debiste fijarte en su cara y grabarla en tu memoria de un modo indeleble. El retrato ha permanecido archivado en algún lugar recóndito de tu ser. Nunca has tenido prisa por saldar la cuenta ni te ha importado esperar porque ya contaste con que el plazo sería largo. ¿Es así o no? ¿Me lo quieres decir, Leila? Aseguran que fui yo el que derramó la gasolina y prendió fuego al taller. Pero si no he sido yo, me gustaría saber quién lo hizo.

Blazer estaba sentado, muy rígido. «Vamos, Andy —se dijo—. Hay que tener lógica. Dos y dos son cuatro, y tres y tres son seis. Si sabes eso también tienes que saber lo que ella ha tenido siempre fijo en su mente. Es tan fácil como hacer una suma. Estás declarado como un demonio incendiario y ella sabe la fama que tienes y también que aseguran que eres tú quien lo ha hecho. Cuando ha mirado desde el otro lado de la habitación y te ha visto, por poco le da un soponcio.

»Es una advertencia formal. Hay que largarse de aquí cuanto antes.»

Levantándose de su asiento, Blazer se encaminó hacia la puerta.

—¿Te marchas? —le preguntó Burt.

—Sí —le respondió Blazer abriendo la puerta y saliendo al exterior.

Pero conforme se alejaba de la casa oyó a Burt que lo llamaba:

—¡Esperaba, Andy! ¡Espérame!

Sin volver la cabeza y apretando el paso, Blazer le contestó:

—No te necesito para nada.

Se esforzó por parecer enérgico porque consideraba importante mantener a Burt alejado de él. No quería que pudiese salir perjudicado. Pero al oír más cerca los pasos del otro, le gritó por encima del hombro:

—¡No te metas en lo que no te importa!

Los pasos de Burt sonaron aún más próximos, ahora muy apresurados, al tiempo que le advertía:

—No te largues, Andy. Haz el favor de no largarte.

«Vaya si me largo», pensó Andy al tiempo que echaba a correr. Se metió por una callejuela y siguió hasta otra. Torciendo hacia el sur dirigióse hacia la Rupert Avenue.

Corría contra el viento que lo fustigaba y le hería la cara como con láminas volantes de metal, casi haciéndole perder el equilibrio. Bajó la cabeza y prosiguió su desenfrenada marcha en dirección sur, es decir, hacia la Rupert. Creía haber puesto ya bastante distancia entre él y Burt, pero se quiso asegurar redoblando la velocidad de su marcha.

Estaba pensando en la estación de mercancías. «Sólo se encuentran a unos minutos de aquí. Se cruza la Rupert y se sigue hacia el Sur durante cuatro bloques. En seguida se ven las vías y los vagones. Seguro que hay uno vacío, y dentro de un par de horas, el tren emprenderá la marcha.»

Salió del callejón, cruzó la Rupert Avenue y continuó hacia el Sur por otra calle estrecha, metiéndose en los portales, cada vez que se veía los faros de un coche. Respiraba a jadeos, tenía las piernas pesadas y le dolía un costado por culpa de un calambre. «Bueno. Ya me voy acercando», se dijo. Aminoró el paso haciendo una mueca al tiempo que miraba hacia donde la luz de un farol indicaba un cruce. «He recorrido tres bloques —pensó—. Sólo me queda otro; luego dos hacia el Este y ya he llegado.»

En aquel instante el dolor de su costado se intensificó como si un fórceps le retorciera los intestinos. Se detuvo y se agachó con los ojos cerrados, apretando los dientes. «¡Qué mala pata! —exclamó para sus adentros—. Tendré que descansar un poco. O quizá sea mejor continuar despacio, sin apresurarme, para recuperar el aliento. Dentro de nada, estaré bien.»

Se irguió, dejando escapar un gemido y avanzó trabajosamente unos metros. Se tambaleó, pero se las compuso para seguir de pie y caminar con paso vivo hacia el cruce. A unos diez metros del mismo se volvió a detener apoyándose en un poste de teléfonos, gruñendo y profiriendo interjecciones. «¡Vaya oportunidad para darme un calambre! —exclamó en silencio—. La cosa se está poniendo fea. Me encuentro en un buen lío. No es broma. Creo que la vista se me nubla.»

Movió la cabeza enérgicamente de un lado para otro intentando despejar su mente. Tenía los ojos semicerrados y la luz del farol le parecía como envuelta en una densa niebla. De pronto otro foco de luz apareció ante él. Al principio creyó que era producto del dolor que sentía, ya que la claridad había brillado en el preciso instante de notar una aguda punzada que se le desplazó desde el costado hasta los ojos y el cerebro. «Esto es lo que llaman delirio —pensó—. Estás viendo luces que no existen.»

Pero el resplandor se acercó más. Y a través de su semiinconsciencia, percibió asimismo el ruido. Parpadeó violentamente y se esforzó en fijar la mirada, pudiendo observar cómo los faros se aproximaban rápidamente acompañados por un sordo rumor como el del rodar de una ola inmensa.

Se apartó del poste; pero tropezó en el bordillo de la acera, y, luego de girar sobre sí mismo, se encontró en mitad de la calzada. «Con calambre o sin él hay que salir cuanto antes de aquí», se dijo.

Quiso alejarse del ruido del motor e intentó correr, aunque a sabiendas de que no podría hacerlo. Con las rodillas flojas avanzó por la calle dando traspiés, inundado por la luz de los faros que ahora se abalanzaba hacia él por su espalda.

Era un camión de tres toneladas en cuyos oscuros costados, pintados de verde, se podía leer, en unas letras amarillas chillonas, el nombre de la empresa: «Sweetrock Mineral Water». Dos hombres ocupaban el vehículo. Su conductor era aquel tipo flaco, boxeador peso welter, llamado Ozzie, y el que iba a su lado, Coley Rawlins. Los dos se rieron al ver al desgraciado de pelo flameante que tras haber caído sobre una rodilla, se levantaba para desplazarse de lado y volvía a caer.

El camión se acercó al bordillo y se detuvo, quedando paralelo a donde Blazer estaba tendido en pleno asfalto, resollando agitadamente y apretándose el costado con ambas manos. Tenía los ojos cerrados y al oír como los otros dos se apeaban del camión para acercarse a él, sus labios se torcieron en una débil y crispada sonrisa. «Los andenes —pensaba—. Los vagones de carga, a sólo tres manzanas de distancia.»