Sábado. Segunda noche en mi habitación azul. Soñé con papeles escritos que se doblaban solos hasta convertirse en pajaritas. Cocotología que llamaba Unamuno. Tenía cinco años y jugaba al fútbol en el jardín con mi padre. La casa era de mis tíos. Había una piscina con agua de pozo que te hacía hipar muy fuerte si te lanzabas de golpe. Cenábamos tortilla. Después, en la más absorbente oscuridad, cazábamos grillos con latas de conserva. Buscábamos su chirriante gimoteo. El reclamo que producían al frotar sus alas. Mira, Nicolás, hay que buscar un agujero en el suelo, redondo como una moneda pequeña, y bien recto. Eso es lo que tienes que buscar, me susurraba mi padre en cuclillas. Si el agujero es ovalado y desigual, seguro que es la madriguera de una de esas arañas peludas y repugnantes. Mi padre buscaba un bálago de espiga y me lo entregaba. Ahora metes la vaina de esta espiga seca y la mueves un poco, como si quisieras hacerle cosquillas. Ves, el grillo ha dejado de cantar, se ha enfadado y saldrá un poco. Tienes que estar rápido para cogerlo porque enseguida vuelve a esconderse. Ahora, Nicolás, atrápalo.
Me desperté. Aturdido. Tardé unos segundos en ubicarme de nuevo. Ya incorporado observé el cuarto. Miré al techo. Sus tonos azules, aureolados, como manchas de café. Especulé con las pocas veces que miraba el techo de la que durante veinte años había sido mi habitación. Los techos son el lugar más exótico de las casas, por lo que muestran, por lo que esconden y por lo que saben.
El armario estaba abierto. Tres camisas colgaban en sus perchas. Hombres invisibles ahorcados, en formación. Dos pares de zapatillas bajo ellos. Uno de los hombres invisibles debía estar descalzo, pensé. Dicen que los ahorcados pierden los zapatos por la convulsión que sufren al quebrarse su médula espinal. Al parecer es algo similar a un orgasmo, aunque no termino de verlo claro. Según dicen, en los cementerios y en las cunetas se encuentran muchos pares de zapatos de amantes furtivos por esta razón. El tipo que me lo contó decía coleccionarlos. Tenía más de cien. Casi todos desparejados. Él se inventaba la otra mitad de la historia.
Recuerdo que una tarde en Roma, sentados junto al obelisco de la Piazza del Popolo, te conté la relación entre los cementerios, el amor y el calzado. Dijiste que era muy triste terminar así. ¿Cómo? No sé, así, sin zapatos en un cementerio. Tú siempre percibías el mundo desde otra dimensión.
En la pared había colocado dos fotos sujetas con cinta adhesiva. En una de ellas estaba mi hermano pequeño. Subido a mis hombros. En una playa. Era un día de invierno. Siempre me gustó el mar en invierno. Me parece que habla con una voz diferente, para audiencias ilustradas que de verdad quieren entender lo que dice. Nos pasamos la mañana metiendo conchas de colores en un cubo de plástico mientras mis padres se alejaban cogidos de la mano. Mi hermano Marcos encontró una caracola nacarada tan grande como un puño cerrado. Yo le dije que si se la ponía en la oreja y cerraba los ojos oiría el mar cuando estuviéramos en casa. Se la guardó en el bolsillo convencido de que allí encerraba todo el océano, las olas y el color azul.
En la otra fotografía anclada a la pared estaban mis padres. Jóvenes, muy jóvenes. Pero, es curioso, aunque en esa instantánea tendrían pocos más años que yo, seguían pareciéndome mucho mayores. Más sabios también, mis padres. Qué jóvenes sois los jóvenes de ahora, solía decir mi madre. Mi madre estaba sentada en un columpio rodeado de hojas secas. Ellos no sabían que me había llevado las fotografías del álbum familiar. Hacía mucho tiempo que nadie abría esos álbumes. Las láminas estaban amarillas, como si fuera el color que la realidad tenía entonces. O tal vez ese sea el color de los recuerdos pasado un tiempo. No lo sé.
El escritorio que ensamblé el día anterior continuaba en pie. Los rotuladores y lápices en un vaso. La moqueta azul, límpida. Seguía en Cambridge. Todo en orden al fin. La vida empieza hoy, respiré.
Pasaron cinco minutos. Pestañeé y el mundo seguía intacto.
Al apartar las cortinas apenas entró luz. Las aceras estaban empapeladas de hojas grises, como mosquitos aplastados contra un parabrisas. El cielo era del mismo color que las aceras. El aire era del mismo color que las aceras.
Y no había nada que explicara mi tristeza.
Quise llorar. Es decir, me esforcé por llorar. Nada. De pronto la felicidad se había convertido en un lugar solitario –no sería la última vez–. Una isla calcinada. Un juguete viejo. Me dio pánico salir de mi cuarto azul. Era aterrador pensar en montar en bicicleta por aquellas calles pintadas con llanto de niño. Sentí que estaba en el final del mundo. Una sensación de abandono difícil de cartografiar. Tan lejos de todo. ¿Hacia dónde caminar si quería regresar a casa? Sin brújula ni girasoles. ¿Por qué había venido a Cambridge?
Pasó una excavadora. El conductor fumaba tabaco de liar. Tenía tatuados los brazos con tinta verde. Jamás había visto a aquel hombre. Cuántas carambolas o sortilegios, cuánto énfasis desmedido, cuánto desorden astral, para que en ese momento y lugar aquel hombre y yo nos juntáramos con una ventana empañada de por medio. Está claro que el destino no existe, recapacité, a ninguna fuerza cósmica se le ocurrirían esas cosas tan estúpidas.
Pensé en llamar a mis padres. Necesitaba cerrazón sosegada. Coherencia roñosa, barata. Que me hablaran con la voz resignada de triunfo para que volviera a casa. Era de esperar, hijo. Aquí estarás mejor, con nosotros. En unos años habrás terminado la carrera y ya podrás viajar con tus amigos. En verano. Donde quieras. Mi llamada exigía un ya te lo dije, un nosotros lo sabíamos pero te empeñaste. La confirmación de mi culpa. Nunca te has ido solo a ningún sitio, Nicolás. Cambridge. ¿Qué hay en Cambridge? Deja de jugar y haz la maleta. Aun puedes empezar aquí el curso. Pensabas que ibas a llegar allí y todo iba a ser fiesta y jarana. Cualquier cosa con tal de no estudiar. Siempre estás igual. Te crees que no sabemos lo que hacen los estudiantes cuando salen de su país. Eso no es para ti, Nicolás, hijo.
Pero mis padres ya no hablaban conmigo desde una posición de autoridad. Les cayó un manotazo de aire triste, y me dijeron algo así como ya eres mayor. Algo así. Porque lo dijeron sin palabras, a la manera en que Dios dicta sentencias. Yo siempre toleré las riñas, nunca los silencios. Todo eran camas sin hacer y comidas frías, recalentadas en el microondas y vueltas a enfriar.
Les faltaba el sueño y los vocablos. A mis padres. Les faltaba mi nombre. Hasta el más tonto sabe que lo que no se nombra desaparece. Vivían entumecidos. Mis padres. Perseguidos. Abandonados. Todo a la vez. Con una pieza rota que impedía funcionar al resto del mecanismo. Desde que mi hermano pequeño se fue, mis padres y yo nos alejábamos en direcciones opuestas. Un universo en expansión.
Todos los niños se hacen mayores, de pronto, una mañana. Eso me dijiste un día. Yo te expliqué que mi hermano Marcos jamás crecería. Marcos siempre sería un niño, pero un niño de verdad. Nunca te he contado su historia.
La primera vez Marcos tenía tres años. Se quedó dormido en el sillón. Hecho un ovillo. Nuestro gato, Gaspar, dormía junto a él. Hecho un ovillo. Dos huracanes vistos desde una estación espacial. Yo estaba tumbado en el suelo. Una cerveza robada de la nevera. Una bolsa de patatas. En la televisión echaban Sin Perdón y Clint Eastwood decía: matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a tener.
Creo que era la segunda ocasión en que mis padres nos dejaban solos. Tal vez la tercera. Sin un adulto que gobernara con su idiocia nuestras decisiones. Me incorporé. Marcos no estaba. Gaspar seguía dormido. En la misma posición de turbante. Mi hermano se había convertido en aire. Un ángel inexpresivo que había salido por la ventana. Marcos tenía vocación de nómada.
Durante horas buscamos su tímida presencia. Bajo las camas. Entre los coches. En mi garganta. En la espeleología oculta de las cosas. Lejos de la propia razón. Marcos siempre había sido un niño especial. Eso lo sabíamos todos. Con tendencia al autismo de los pájaros, que parecen estar y no. Te miraba y creías que te iba a convertir en un poema. Así, sin bolígrafo ni nada. Ataviado de la constate expresión de desconcierto del que ha perdido el autobús en una ciudad extraña.
Marcos tampoco se había escondido en los armarios. Ni en el cubo de la ropa sucia. No se había envuelto en seda para salir con alas de colores. Gaspar bostezaba. Calibré cualquier fortuna. A cada rato me asomaba por la ventana. Esperaba, quizá, ver su cuerpecito convertido en una sombra chinesca sobre el asfalto. A Marcos le gustaba ponerse la toalla a modo de capa y volar. Como a todos los niños. No, claro que no, Marcos no era cualquier niño. Era diferente.
Mi madre dejó de intentarlo. Lloraba. Las lágrimas se le amontonaban en los ojos sin caer. Bailaban, negras, mágicamente sujetas en el barranco de sus mejillas.
¿Dónde está?
La policía no sabía nada. Ningún aviso. Nos llamarían pronto. Estaban en ello. Aún era pronto para hacer conjeturas. Una travesura. Un despiste. Había que esperar. Esto es más habitual de lo que ustedes creen, señores, ya verán. Marcos secuestrado. Marcos en las alcantarillas. Marcos en el río. Lo imaginé flotando, azul, enriado. Con los ojos abiertos y redondos como los de Gaspar en la oscuridad, mirando al vacío. Indiferentes. Los ojos de los gatos ven cosas que nosotros no vemos. Pura ciencia. Marcos en un maletero. Marcos de vuelta al mundo mágico del que sin duda vino para regalarnos tres años de ternuras. Mi padre se sujetaba el pelo con las dos manos. Cadavérico. Afilado. Marcos en la selva, sin madre ni padre, asediado por monos juguetones y reptiles sibilinos.
Mi padre me miró y supe que si Marcos no aparecía yo también dejaría de ser su hijo.
Ocho horas pasaron sin rastro de mi hermano. Estábamos todos en la cocina. Cada sonido suponía un sobresalto plúmbeo. Cada ruido un tiroteo. Mirábamos al suelo. Al reloj de pared. Los segundos eran hachazos en el reloj de pared. Mi padre movía el teléfono para asegurarse de que estaba bien colgado. Daba vueltas. Mi madre no. Ella se sujetaba las manos para que dejaran de temblarle. Estaba muy guapa cuando lloraba sin lágrimas. Qué pena que las mujeres sean tan hermosas cuando están tristes. Mi padre cogió su abrigo. No aguanto más, dijo, aunque en realidad no hablaba con nadie. Salgo a buscarlo.
Gaspar nos miraba sin comprender por qué lloran los búhos y las personas. Un ronroneo. Un salto. Una carrera al salón. Pensé que solo él tenía respuestas. Quizá el huracán de Gaspar había engullido a mi hermano pequeño. La meteorología es una ciencia mágica, engañosa e impredecible. Fui tras él. Hablar con un gato. Qué ingenuidad.
El gato brincó al sofá y se ovilló junto a mi hermano. Marcos, grité. Mi hermano abrió sus ojillos. Gimió por haber sido despertado de un modo tan impertinente. A nadie le gusta que le despierten a voces. A un niño de tres años tampoco.
Abrazos, lloros, preguntas y besos. Ya sabes. Más preguntas.
Marcos miraba nuestras preguntas como si fueran un cuento de miedo. Como si fueran cuerpos mutilados. Con tres años uno todavía no sabe lo que es la muerte. Se tiene miedo a otras cosas mucho más serias como los monstruos del armario o el llanto de tu madre. Eso sí que da miedo de verdad.
Se había dormido con Gaspar, repetía. Gimoteaba. Nico veía la tele ahí, mi hermano señalaba el suelo y todos mirábamos la alfombra en busca de evidencias. Tiritaba de un modo que se nos quebraba el alma. Pobre Marcos, se había quedado dormido, claro. Pedía perdón con mocos y ojos grandes. Dormido. Ocho horas. No se había movido del salón. Marcos. No nos mientas. En el salón hemos entrado siete personas a buscarte. Varios vecinos. La policía. No tiene gracia, Marcos. No vuelvas a hacerlo o…
Marcos había estado ocho horas dormido. En el sofá. Acurrucado. Con Gaspar. Sin que nadie lo viera. Una decena de personas había pasado por delante sin verlo. Tenía solo tres años. A esa edad no se miente.