Ya en mi habitación azul volví a plantearme los motivos que me habían llevado hasta Cambridge. Saqué la maleta del armario y empecé a componer un discurso mental sobre las razones que iba a darle a Gennaro para marcharme. Entretanto, fui a la cocina y tomé un trozo de pan. Con la miga comencé a endurecer bolitas y a modelar pequeñas representaciones amorfas que fui colocando sobre una hoja de papel que yo había cuadriculado.
Escribí un mensaje al móvil mi abuelo: Peón blanco D4.
Al momento mi abuelo contestó: Peón negro F5.
Defensa holandesa. A mi abuelo le encantaba abrir así. Recuerdo la anotación de esa partida que jugamos a través de mensajes movimiento a movimiento.
Caballo C3. / Caballo F6. / Alfil G5. / Peón E6.
Desde hacía años mi casa era un desierto oscuro donde solo estaba el nombre de Marcos. Pero no había aire para que su nombre fuera pronunciado. Los días en el reloj de pared se convertían en meses. Tic, tac, tic, tac. Me arponeaban con su recurrente mensaje.
Cuando el silencio de mi casa se cristalizaba dentro de la cabeza, salía a dar un largo paseo. Me daba pena dejar allí a mi madre, con su traje de domingo y el cigarrillo agonizando en el cenicero. Pero sabía que al regresar seguiría así, escuchando recuerdos. En principio caminaba sin rumbo, pero de un modo u otro terminaba por llegar hasta el río y desde allí a la residencia de ancianos donde mi abuelo se había ido a vivir por voluntad propia. Era algo que nunca entendí. Mi abuelo siempre fue seco, huraño, descreído de los beneficios que reporta el ser amable con el prójimo. Una virtud alcanzada después de muchos años de conversaciones estériles. Amenazaba a las personas de medio lado, con la mirada torcida de los pistoleros. Un sociópata convencido. No le gustaba la gente, ni los saludos, ni la falsa modestia. Tampoco hay que darle más vueltas. Aunque no nos engañemos, que no te gusten las personas hoy está mal visto. La gente es imbécil, decía cada vez que se veía obligado a cruzar frases de cortesía. La gente es que es imbécil, redundaba.
No, nunca le gustó el trato con seres de su misma especie. Ni las frases hechas, los proverbios, el protocolo manido y a deshora, y menos aún los refranes y las fórmulas de cortesía. Las ideas tenían que ser nuevas para que él prestara oídos. En eso se parecía mucho a ti: todo debía ser nuevo. A los vecinos que veía a diario, los saludaba con un gesto de cabeza y un gruñido, sin separar los labios. Inclinaba su nariz de duende como el alacrán que muestra su aguijón. Temeroso de que le hicieran perder un segundo de vida en ese ritual de preguntas y dictámenes climatológicos. En la residencia hacía lo mismo. Pasaba muchas horas solo en la biblioteca. Con unos cascos muy grandes que sin embargo no cubrían del todo sus grandes orejas de marsupial. Visualizaba películas antiguas en un proyector. Le gustaban las películas del oeste, las de John Wayne y Richard Widmark. Su actor favorito era Yul Brynner. También le gustaban mucho las películas de cine mudo. Vete a saber por qué. Deduzco que por su amor incondicional al silencio.
Peón E4. / Peón E4. / Caballo E4. /Alfil E7, piensa, Nico, piensa. / Alfil F6. / Alfil F6.
Cuando me veía, se quitaba los enormes audífonos. Se levantaba de su trono de asceta y recogía el tablero de ajedrez con la caja de fichas como quien retira el tesoro de un sagrario. A mí tampoco me saludaba. Luego, pasado ya un buen rato, le daba por consultar algo. Con apatía. Como si no lo llevara rumiando varios días con el teléfono de la mano. Sacaba de la guarida al caballo y preguntaba traicionándose a sí mismo: ¿Cómo están tus padres, Nico? ¿Qué tal van los estudios? ¿Se sabe algo de Marcos? Y cosas así. Sin levantar siquiera la vista del tablero. Mi abuelo era el único que hablaba de Marcos. Quizá por eso me gustaba visitarle de vez en cuando.
De niño lo hacía a diario. Visitarle, quiero decir. Luego, dejé de hacerlo. Sin una causa, creo. Por las tardes venía a recogerme a la salida del colegio. Se quedaba esperando al otro lado de la plaza. Lo mismo que si tuviera una orden de alejamiento. Venía siempre escoltado por Ka, un pastor alemán noblote y cachazudo, y por un perro sordo, sin raza ni nombre, heredero de todo el mal humor y la enajenación canina de su abominable mezcla genética.
Yo cruzaba corriendo la plaza. Deseoso de cambiar mi dese-quilibrada mochila por la correa del chucho sordo. Este se cuadraba muy tieso, dando a entender quién iba a ser el que dispusiera desde ese momento. Los cuatro nos dirigíamos al parque en silencio, guiados por el parsimonioso caminar de gallina vieja de Ka. Allí pasábamos al menos una hora, dependiendo del clima y de las memorias que la siesta le hubiera traído a mi abuelo. Ka, de centinela, hacía esfuerzos por no dormirse sentado sobre sus cuartos traseros. El chucho sordo, anónimo en su invalidez, se lanzaba a un trastornado zanganeo en busca de esfínteres ajenos.
Por aquellos días los perros y los niños aún eran libres.
Alfil D3. / Peón B6. / Caballo F3. / Alfil B7.
Mi abuelo extendía una hoja del periódico sobre los bancos de piedra. Leía el resto, aunque fuera del mes pasado. Mi abuelo leía mucho. Pero nunca libros. Creo que la ficción y el pasado ajeno no le interesaban. Solo los prospectos, los manuales y los recibos de la compra. Leía muy quieto. Como una lápida. Alejaba el texto de los ojos y lanzaba ese resuello de caldera que se le quedó tras la jubilación en la mina. Con el estigma del tiempo en su identidad de hombre de acción.
Yo jugaba a las chapas, al clavo, a la peonza. A lo que tocara. Sin saber que a mi abuelo se le pudrían los recuerdos. Que su mal humor solo era un disfraz para conservar pequeñas migajas de respeto a través del miedo. Porque ya nada respetable iba quedando en su olor a desinfectante, en sus huesos del almidón, en el paraíso acuático de sus legañas de perro con moquillo.
Te contaré algo. Yo carecía de una noción exacta sobre su edad. Así que una de esas tardes empujé el balón hasta donde él estaba sentado y fui en busca de la insólita cifra. Me quedé mirando su ausencia, con la pelota en las manos. Los demás niños gritaban para que volviera al partido. Abuelo, ¿cuántos años tienes? Eso no se pregunta, la vejez es indecente, suspiró. Ya, contesté, pero ¿cuántos años tienes? Veintidós, y no me llames abuelo, me llamo Martín, contestó sin levantar la vista del periódico. Me di la vuelta. Envilecido por la ofensa golpeé la pelota hacia la carretera y me senté a jugar con Ka. El perro me miró sin muchas ganas de acción con una de sus canicas negras. Los demás niños me insultaban. Les hice un corte de mangas y mi abuelo soltó una gran carcajada de cueva. Pero a mí no me hizo gracia. Me sentía humillado por su falta de confianza. Veintidós años. Quién iba a creerse eso. Era imposible concebir que fuera tan viejo.
Caballo E5. / Pues enroque. / Reina H5. / Reina E7.
Después del parque íbamos a su casa. Allí merendábamos juntos. Mi abuelo rellenaba más de la mitad de su vaso de leche con anís y una cucharada de miel. En silencio me preguntaba con la botella inclinada si quería un poco de alcohol, chaval, hazme caso, que desinfecta por dentro. Yo negaba sin levantar la vista como si aquello fuera pecado o me hubieran cazado en medio de una mentira muy gorda.
Había decenas de fotos de mi abuela que colgaban por las paredes. Una joven misteriosa pintada de marrón. Me resultaba extraño pensar que aquella mujer era mi abuela. Bañada por una luz diáfana, nunca miraba a la cámara, como si en el último momento una mariposa hubiera captado su atención más allá del objetivo. Entre las imágenes de mi abuela también había fotografías enmarcadas de los lugares más conocidos del planeta: el Big Ben, las pirámides de Egipto, los rascacielos de Nueva York, es decir, todos esos lugares que uno visita para colocar a su espalda y hacerlos suyos un instante. Pero en las fotografías del salón de mi abuelo no salía nadie, como si el tiempo hubiera borrado a las personas que debían estar allí delante, paralizadas en medio de un beso o haciendo la clase de tonterías que solo se hacen en las instantáneas de viajes.
El chucho sordo sollozaba a mis pies. Yo le tiraba pequeños trozos de bocadillo cuando mi abuelo no miraba. Martín, ¿por qué no tengo hermanos? Por nada, Nicolás, mejor pregúntaselo a tus padres.
Mientras hacía los deberes, mi abuelo daba de comer a los más de cincuenta canarios que tenía en la galería del balcón que comunicaba con un patio interior. Un concierto de trinos desacompasados. Un manicomio de colores y pequeños dementes alados. Entretanto, Ka regresaba a sus siestas de árbol. Con la serenidad del deber cumplido.
Ese era el momento que yo aprovechaba para beber agua bendita. Era un agua traída desde Lourdes en decenas de botellas de plástico con la figura la Virgen. Se abrían por arriba, justo por la corana de color azul. Por un agujero muy pequeño. Parecía que le sorbieras el cerebro a la Virgen. El agua bendita me daba poderes. Sentía como me curaba y me hacía más santo, más amado por Dios. No había duda de eso. Se lo había escuchado al cura que iba al colegio a dar misa una vez al mes. O algo así, creo. Si conseguía beber todas las tardes un poco de aquel elemento consagrado, entraría directo al paraíso. Qué cara se les quedaría entonces a las monjas y a los compañeros de la escuela.
Reina H7. / ¿Sacrificas la reina por un Peón? Rey H7. / Caballo F6. Jaque. / Rey H6.
Para que mi abuelo no callera en el expolio del líquido sagrado, rellenaba las botellas con agua del grifo. Después, volvía a terminar mis deberes. Cuando comenzaba a anochecer, mi abuelo cogía de nuevo las correas de los perros. El chucho sordo se volvía loco. Bailaba al ritmo que yo le imponía con la correa o daba saltos como si otro perro le estuviera mordiendo las corvas. Hacía cabriolas en el aire. Piruetas mortales. El pastor alemán nos miraba en busca de redención. Nunca la encontró.
Así eran las tardes con mi abuelo.
Diez minutos después mi madre me recibía en casa con un beso y la cena puesta. Mi madre aún olía al gel de ducha de la mañana. Al beso en la frente con que me despedía en la puerta del autobús antes de irse a trabajar. Mi padre llegaba poco después. A veces, si no era muy tarde, levantaba a mi madre en brazos. Ella se hacía la ofendida, le decía que no estaba de humor para juegos. Pero pronto empezaba a reír. Con el primer triunfo en el bolsillo, mi padre venía a por mí. Luchábamos a muerte. Hasta que me colgaba a su espalda como si fuera un saco de patatas. Al final se tiraba sobre la alfombra y suplicaba su rendición hinchando mucho la barriga para respirar y preguntando dónde se le habían caído las gafas.
Mi padre siempre se acostaba primero. En menos de dos minutos sus ronquidos retumbaban por toda la casa como el gruñido de un dragón. Mi madre se quedaba un rato más viendo la tele. Después entraba en mi habitación para darme un beso. Mamá, ¿por qué yo no tengo hermanos? Y a mi madre le caía aceite en los ojos.
Pasaba las noches con un sentimiento de culpa atroz. No podía dejar de pensar en las botellas de plástico de la Virgen. En si mi abuelo sería capaz de distinguir la santidad del agua de Lourdes de la que sale de un grifo corrupto.
Cuando en el colegio las monjas nos hacían pasar en fila frente a un cura gordo y dormilón para confesarnos era aún peor. Esas dudas de ignorar lo que era pecado y lo que no. Uff, qué mal rato. Había que respirar hondo. No puede haber vacilación más cruel. Un día pensé en un pecado que me sirviera de vara de medir. Le dije al cura que había bebido vino de la nevera de mi abuelo. Una mentira para comprobar reacciones y mandamientos. El cura abrió uno de sus ojillos de haragán. Me miró desde abajo, legañoso. Con una rapidez inaudita para semejante cuerpo de marsopa me pegó un pescozón. Eso no es pecado, gilipollas, gilipollas, que eres un gilipollas. Eso fue lo que me dijo antes de regresar a su estado latente. Fue la última vez que me confesé.
Desde entonces no solo bebía el jugo curativo de las Vírgenes, sino que cada tarde le daba un buen trago a la botella de vino que tenía al fondo de la nevera. El alcohol me levantaba el ánimo y después me permitía dormir tranquilo. Sin culpas ni reproches. Tenía razón el cura, aquello no podía ser pecado. No sé si ahí está el origen de mi particular relación con la bebida. Siempre me ha gustado beber solo. Una copa o unas cervezas me dan sus ansiados beneficios sin tener que pasar por las vergüenzas de la embriaguez pública.
Caballo G4. / ¿Cuál? Anota bien. / Sabes de sobra cual. / Bien, bien. Rey G5. / Peón H4. / Rey F4. / Peón G3. / Rey F3.
Los canarios se murieron. La primera señal del fatal desenlace se la escuché a mi abuelo una tarde mientras les colocaba trozos de manzana por la galería. No cantan, coño, hace días que no cantan, susurró. Al día siguiente el suelo de la galería era una alfombra de plumas blancas, verdes y amarillas. Apenas volaban. Dormían todo el rato con la cabeza bajo el ala en busca de oscuridad. En una semana murieron todos. Uno a uno. Como se caen las hojas a finales de septiembre.
Alfil E2. / Rey G2. / Torre H2. / Rey G2. / Enroque y jaque Mate.
Fue la primera y la última vez que conseguí vencer a mi abuelo. Mis conocimientos de ajedrez no llegan tan lejos en la estrategia, pero sé lo suficiente para saber que me dejó ganar. No me dio la enhorabuena. Solo contestó con un mensaje: ¿Otra partida?
A Ka se la llevaron en el coche de mi padre. Tres meses después. Para que le pusieran una inyección. O así me lo contaron. Fue después de que mordiera a mi abuelo. Se quedó dormida. No protestó. Casi recibió el pinchazo como un premio a los servicios prestados. Bueno, eso yo no lo vi. Eso me lo tuvo que contar mi padre porque ese día mi abuelo se metió en casa y no quiso hablar con nadie.
Del chucho sordo no recuerdo qué fue. Creo que se lo dieron a un vecino que también era viudo cuando a los pocos meses mi abuelo hizo la maleta para irse a la residencia.
Como digo, un día terminaron los paseos por el parque y las tardes en casa de mi abuelo. No sé cuándo ni por qué. Pero algún día tuvo que ser, digo yo.
Me voy un año a Cambridge, Martín, le dije una mañana de domingo (a los diecinueve años ya había aprendido a no decirle abuelo). Bueno, un año al menos. Creo que lo necesito. No estoy seguro del todo. O sí. No lo sé. Aquí ya está todo visto. Mi abuelo se quedó muy quieto. Parecía que el aire tuviera la respuesta y él la buscara con la nariz. Anda, coloca las piezas, dijo, voy a por un poco de anís que tengo en la habitación. Y esta vez juega con más paciencia. En la vida como en el ajedrez hay que ser paciente. Aunque todo se ponga oscuro, hay que esperar a que amanezca.