Aunque era imposible no escuchar el escándalo de sus vaivenes y sus tropiezos con el paragüero o los picaportes, mi padre jamás dejó que ni mi madre ni yo lo viéramos bajo el hechizo de la bebida. No quería que lo observáramos con la lástima con que uno bendice a los viejos alcoholizados de la calle. Vete a saber la importancia de todo aquello. El amor propio es algo muy complicado de explicar.
Aquella noche en Ámsterdam fue la primera y única vez que he visto a mi padre menguado por el alcohol. Derrotado. Tenía una borrachera lagrimosa y abatida. Nada de cánticos o algaradas. Únicamente sollozos de cachorro. Cada cual tiene su modo de pelearse con la bebida, decía siempre mi amigo Chivu. Y era verdad. A él, a Chivu, por ejemplo, le daba por rogar a una chica del instituto como si la propia vida dependiera de ser correspondido. El lunes, Chivu siempre lo negaba, y llegaba incluso hasta el juramento para asegurar que nunca había visto una mujer más fea en España desde las aberraciones genéticas de los primeros monarcas Borbones. Era muy ocurrente, mi amigo Chivu. Lo dicho: el orgullo, qué extraño cóctel de sueños rotos.
Nunca en mi vida fui tan consciente, tan estúpidamente culpable de las hemorragias internas que abrasaban el interior de mi padre. Le ayudé a levantarse del suelo. Tratábamos en vano de aguantar la vertical. Se vencía. Oscilaba igual que las boyas en alta mar. Indeciso acerca del lugar donde abatirse. Sobre mí caía todo el peso de sus años y sus penas. La vida pasa, Nicolás, la aproveches o no. No esperes que sienta lástima por ti, la vida. Es todo lo que dijo, o al menos todo lo que yo pude entender de sus balbuceos.
Entonces uno recuerda. Sí. Uno recuerda imágenes que no había olvidado sino que había decidido esconder. Seguro que alguna razón habría para ello, pero ya no importa. Recordé la vida de mi padre hace solo unos años. Me puse en su pellejo de cuarentón, esa edad en la que uno mira para atrás y le da por hacer recuento, imagino yo. Con su hermosa mujer que todos admiraban por la calle, vampirizados por sus curvas duras y finas a un tiempo. Sin sospechar siquiera que la bondad que encerraba en el pecho era mil veces mayor a su belleza. Con sus hijos, tan sanos y tan bien criados, los dos, míralos que guapos y que estudiosos, serán lo que ellos quieran ser. Y la hipoteca casi casi pagada, falta ya solo un último arreón. Y el reconocimiento laboral. Y el nexo de unión de los pocos amigos que iban quedando, esos dos o tres que habían soportado las trampas que la amistad pone a partir de los treinta años. Y las vacaciones en invierno con el coche lleno de maletas. Qué me dices de aquellos viajes los cuatro juntos, pendientes de la ilusión de Marcos por ver las montañas con nieve. Todo, papá, lo conseguiste todo. Tú solo.
Me sentí culpable. Por haberme ido. Por haberlos dejado allí, a los dos. En aquella casa grande donde entra poca luz y retumba el bullicio del tráfico y los jóvenes indolentes. Solos. A mi padre y a mi madre. No me criaron para eso. O sí. Un hijo tiene que irse de casa algún día. Nadie puede condenarme por ello. Solo yo. Y es ahora cuando me acuso. Los dejé en un estado constante de velatorio donde exclusivamente cabían los horrores que los separaban. Era por mis errores que ya no vivieran juntos. Que hablaran dialectos distintos. Solo por mí. Llegaron al punto en el que mi madre aborrecía la sola presencia de mi padre. Y mi padre, pues mi padre ahí, muerto de amor, con su imperio haciendo aguas. Conmigo en casa, nada de eso hubiera ocurrido. Pero, papá, le dije al tiempo que le quitaba los zapatos, qué podía hacer yo, dime. Os olvidasteis de mí. Me dejasteis en medio. Un náufrago de vuestras vidas. Y no os importó. Le conté muchas cosas mientras le desabotonaba la camisa húmeda y le ponía el pijama. A mi padre. El único que tendría. En algún momento incluso le hablé de ti. Pero eso son cosas que han de quedar entre un padre y un hijo. Nada más. Aunque él no pudiera escucharme.
Al día siguiente hice lo posible por levantarme antes que él. Preparé café y bajé a comprar bollos calientes en la panadería de la esquina. Cuando regresé a casa mi padre ya estaba afeitado y dueño de toda su honra. La diferencia es que ahora no se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Sentía su vergüenza y sus ganas de redención. Había hecho el equipaje para marcharse. Me hice el despistado y le propuse que pasáramos juntos el día. Hoy no tengo que trabajar, mentí, y él supo que mentía. Podríamos hacer algo de turismo, quizá visitar un museo y el barrio rojo y, si hace bueno, incluso podemos hacer una barbacoa en el parque.
Mi padre solo se limitó a sonreír.
Creo que fue un día que los dos necesitábamos desde hacía años. Creo, solo lo creo, que son los días con los que un padre sueña cuando decide tener hijos. Otro motivo no puede haber. Aunque yo de esas cosas no entiendo. El día, quizá, que tú muchas veces soñaste en disfrutar con tu hija también, cuando fueras ya viejita, y ella, tu hija, viniera a visitarte con los nietos, o a llorar en tu regazo porque su marido era un canalla. Qué cosas se me ocurren.
Fue un día inolvidable.
No hablamos de nada en particular. Mi padre y yo. O por lo menos, no hablamos de nosotros, ni de mi madre, ni de Marcos. Ni de ningún pasado en común. Sí que hablamos de cada uno de nosotros. Por separado, quiero decir. Como si nada nos uniera. Visitamos el museo Van Gogh y así descubrí que mi padre había sido aficionado de joven a la pintura. Pensé muchas veces en estudiar bellas artes pero tu abuela se opuso, me dijo mientras me explicaba los trazos de Los comedores de patatas. No recuerdo cuándo dejé de pintar. Luego he pensado muchas veces en retomarlo, quizá cuando me jubile, decía colmado de una ilusión perruna. Cuesta creer que los padres tengan pasiones fuera de la disciplina horaria y las declaraciones de la renta. Será una buena forma de pasar la jubilación, eh, Nicolás, pintando en una playa. Y allí se perdía mi padre, en los mil azules de La noche estrellada.
Después de almorzar, recorrimos el Jordaan y el barrio judío en bicicleta. Descubrí que a los dos nos gustaba el mismo tipo de mujer. Y que ambos teníamos cierta propensión a la melancolía y a los encierros en solitario. Yo pensaba hablarle de nazis y de las represiones étnicas que había sufrido la ciudad. De nuevo él me sorprendió con sus extensos conocimientos en la materia. Había visto todas las películas y todos los documentales existentes sobre la Segunda Guerra Mundial. Me habló de horrores en los campos de concentración y de exterminios demasiado recientes como para no sentir aún la voz entumecida de los torturados. Incluso mi bisabuelo fue uno de los miles de republicanos españoles presos en Mauthausen. Murió de hipotermia por una ducha helada cuando las fuerzas le fallaron en las conocidas como escaleras de la muerte. Pero eso a nadie le importa ya. Una vez tu abuelo nos llevó a Austria, dijo mi padre, cerca de Salzburgo, al campo de concentración donde encerraron a su padre. Tu abuelo estuvo durante horas con las mandíbulas apretadas y no dijo una sola palabra, envuelto en un silencio reverencial. Paseaba entre el callejón de barracones muy despacio, como si fuera a comulgar. Tu abuelo. Pobre hombre. Pensaba que Martín nunca había viajado, papá, siempre me decía que él no tuvo vacaciones. Mi padre se encogió de hombros, ya ves, hijo, ya ves.
Mi padre sabía tantas cosas sobre la guerra que quedé fascinado. Y al final, para total humillación de mis paupérrimos conocimientos, tomamos un café y con un lapicero remató la faena explicándome los errores de las estrategias bélicas, las falsas leyendas en torno a los protagonistas y las casualidades que decantaron la balanza. Las casualidades, siempre las casualidades imponiendo sus designios.
Por qué, papá, pensaba mientras lo escuchaba hablar lleno de entusiasmo histórico, por qué has tenido que esperar tantos años para contarme que tú también eras un hombre. Que tú también piensas que tiene que haber algo más, lejos de este circo de borregos. La muda sospecha de que todo esto es una estafa. Por qué han tenido que suceder tantas desgracias para que hables conmigo fuera de las reprimendas y los miedos que te ocasionaba mi inmadurez.
Terminamos el día en el mercado de las flores. Compramos quesos y salsa de mostaza con miel. Comimos todo sentados en un canal, con dos latas grandes de cerveza. El sol anaranjado iluminaba las fachadas y el agua, y poco a poco desaparecía al otro extremo de los diques. Me contó un par de chistes que me hicieron sacar la cerveza por la nariz. Yo le hablé de Gennaro y él me escuchó con un embrujo sosegado. Vaya tipo ese Gennaro, por qué nunca me hablaste de él. Ahora fui yo el que se encogió de hombros. Yo qué sé, papá, yo qué sé. Aunque los dos sabíamos el porqué.
Regresamos a casa a pie. Hacía una noche perfecta. En todo ese rato no hablamos más. Al llegar a casa salimos a la terraza que daba al canal. Abrimos otro par de cervezas y mi padre me preguntó si mi abuelo me había enseñado a jugar al ajedrez. Claro, contesté entusiasmado, aunque siempre me ganaba él. Normal, me dijo con la mirada perdida en el agua, de joven ganó varias veces el campeonato de la mina. Tendrías que haberlo visto cuando Kasparov se enfrentó al ordenador ese, el deep blue, creo que así se llamaba. Tu abuelo se pasaba las tardes con las anotaciones de las partidas reproduciendo los movimientos. En una especie de catalepsia. De vez en cuando se llevaba las manos a la cabeza y decía: esa máquina piensa, joder, ya lo creo que ese puto ordenador piensa, este es el fin del ser humano tal y como lo conocemos.
Vamos a ver qué es lo que te ha enseñado, añadió mi padre golpeando con la palma de la mano en la barandilla. Colocó la mesa para jugar una partida y yo fui a por el tablero que mi abuelo me había dejado en herencia. No he jugado con él desde que Martín murió, papá, espero que estén todas las figuras. Vaya, dijo mi padre desbordado de una nostálgica alegría, mira que he buscado este tablero por todas partes. Siempre pensé que lo había robado algún viejo de la residencia. Habré jugado cientos de partidas en él. Tu abuelo no me dejaba hacer los deberes hasta que le aguantaba un movimiento más que el día anterior. ¿De dónde lo has sacado?
Me disponía a explicárselo mientras colocaba las piezas. De pronto vi una hoja de papel en el fondo de la caja. Mi padre y yo nos miramos. Era una carta de mi abuelo. Qué momento tan mágico, pensé, mi padre, mi abuelo y yo, allí juntos, en mi casa de Ámsterdam. Unidos por ese tablero de ajedrez.
Saqué el sobre con cuidado de no romperlo. La carta llevaba mi nombre. La leí atropelladamente. Después la leí más despacio a fin de cerciorarme de que no me había equivocado. Mi padre colocaba cada figura en su escaque, ajeno a mis reacciones. Me levanté enfurecido y por un momento, solo un momento, pensé en golpearle con todas mis fuerzas. A mi propio padre. En darle un puñetazo en la mandíbula y ponerle las maletas en la puerta. No sé cómo habría reaccionado si hubiera visto esa carta el día en que mi abuelo murió. O cualquier otro día a lo largo de esos años de aislamiento. Yo había cargado con aquel tablero de ajedrez como si llevara las cenizas de mi abuelo y jamás se me había ocurrido abrir la caja de madera con las fichas. Poco importa hacer cábalas. El caso es que leí su nota esa noche. Tras largas horas de muda reconciliación. Con mi padre allí sentado sobre una silla de plástico de la terraza. Y no hizo falta que me diera explicaciones. Ya le había perdonado antes de que empezara a hablar. Lo había entendido todo.
Qué pasa Nicolás, ¿es una nota de tu abuelo? ¿Qué dice? Se la entregué. Imaginé cuál iba a ser su reacción y no me equivoqué. Mi padre bajó la mirada. Suspiró. Y poco a poco comenzó a mascullar su alegato de disculpa. No queríamos… Bueno tu madre no quería… no sé, hijo, pensábamos que era lo mejor. Nicolás. Tu madre… Tu madre no podía tener más hijos. Nos gastamos una fortuna, pero no hubo manera. Durante más de dos años. Un dineral. Todo empezó por ahí. Tú sabes lo que significaba para ella, ser madre... A mí me costó entenderlo, pero nunca me arrepentí. Lo hice por ella, por tu madre. Se pidió una excedencia en el colegio. No se lo dijimos a nadie y nadie se enteró. Solo conocían la verdad tus abuelos. No sabíamos qué hacer contigo o qué haríamos con Marcos cuando fuera mayor. Lo mejor era que todo se desarrollara del modo más natural posible… Erais hermanos. Marcos era nuestro hijo. Daba igual todo lo demás… ¿No es cierto?... No queríamos que nunca nadie, en fin, que nadie pensara… Yo qué sé, Nicolás… Pensábamos decírtelo, cuando fueras mayor, cuando ya no hubiera peligro de que se lo largaras a cualquier desconocido, ya sabes… Pero luego, en fin, luego vimos que daba igual. Tú me entiendes, verdad. Qué importaba, hijo, me entiendes. Qué importaba… La madre de Marcos había muerto en el parto. No tenía familia. Del padre, bueno, del padre nunca se supo nada. Qué más daba si era biológico o no. Era nuestro hijo, y era tu hermano, verdad. Y luego… Ya sabes… Luego todo dejó de tener importancia.
Regresé a la mesa. Frente a mi padre. Saqué una moneda del bolsillo y la lancé al aire. Mi padre me miraba como quien espera una detonación. Un veredicto. Cara. Te toca jugar con las negras, papá. Moví un peón blanco dos escaques. Me levanté y puse mi mano en su hombro. Voy a la nevera a por otra cerveza, ¿quieres algo? Mi padre tragó saliva para que no se le quebrara la voz. Sonrió. Claro, hijo, lo que sea.