Busca aquello que amas y deja que te mate. Esto lo escribió Bukowski. Antes de morir, dejó dicho que en su lápida se escribiera: don’t try.

Ha pasado el tiempo, y aquel pulso puesto en pie, ardoroso e imposible, ha dado paso a una duda perenne. Ignoro de dónde viene esa sutil diferencia entre el recuerdo y la memoria. El tiempo, qué tramposo tan mediocre. Lo único que hace para tener razón es ser tozudo y paciente. Con esa fórmula ha moldeado un planeta entero a su gusto.

Te encontré paseando sola. Con una candencia contemplativa y tierna. Habían regado las calles y el aire limpio y fresco me aclaró las ideas. Llegué por detrás y te tomé del brazo. Me dijiste que te dejara en paz. Sin hostilidad. Ni jactancia. La decisión llevaba mucho tiempo tomada.

Tus ojos eran como esas lámparas de cuarzo que atraen insectos nocturnos hacia su muerte. Ven a sus parientes caer calcinados y no aprenden. Lo mismo que yo.

Eras la Maga de Rayuela: rompías los puentes con solo cruzarlos. Te lo dije, temerario, y algo cambió. Volví a ser el elemento de tu tranquilidad.

Caminé a tu lado en silencio. Un par de pasos por detrás. Tú la reina y yo el vasallo. Llegamos hasta la Fontana di Trevi y te sentaste junto a Neptuno y su doma de hipocampos. Recuerdo que me quedé en pie a tu lado. Admiraba capiteles, frisos y efigies torturadas como quien observa algo incomprensible. Desconocía cuál era mi lugar dentro de la noche. El ruido del agua al caer, atronador, y el murmullo de los turistas, hacían que fuera imposible pensar. El agua saltaba en centelleos brillantes sobre tu mirada estática. Tus mechones verdes se teñían de azul en las puntas.

Eras tan idéntica a ti misma.

Decidí marcharme. No era yo quien debía consolarte. ¿Dónde estaba H? No, lo mejor sería irme al aeropuerto con Pierre. El teléfono de mi amigo continuaba apagado. Tendría que dormir en una pensión y después regresar a Inglaterra. Licenciado sin honores.

Me tomaste de la mano y guardaste mi móvil en tu bolso. Por eso me quedé. Me hubiera marchado, no te quepa duda. Bueno, no lo sé, ahora es muy fácil decirlo. Me sentaste a tu lado. Apoyaste la cabeza en mi hombro. Una pareja de asiáticos lanzaba monedas de espaldas y se hacía fotografías. Comprobaban el resultado en la pantalla y repetían la operación. Había varias parejas más. Todos creían que estaban solos, viviendo un momento único en sus vidas. Cómo es posible que la gente no se canse de vivir momentos únicos, dije con voz queda, de dónde les viene esa necesidad de ser especiales repitiendo conductas.

Luego comenzaste a hablar.

Hablaste mucho. De un modo en el que no lo habías hecho nunca conmigo. En realidad hablabas sola, pero yo tenía la fortuna de estar allí para escucharte. Cómo maldecir el licor que te hizo hablar y a mí olvidar.

Entonces supe que tú y yo éramos unos desconocidos y me puse muy triste.

Me hablaste de alguien. Un tal Fabio Babare. Otra vez. Surgieron muchas peguntas que no me atreví a formular. ¿El padre de tu niña? ¿Lo quisiste mucho? No, más importante, ¿lo querías todavía? Ese nombre, Fabio Babare, sonaba italiano. ¿Por eso estabas en Roma? ¿Y H? ¿Qué hacía entonces H allí contigo?

Debió ser muy difícil. Tú eras demasiado joven, una niña a los ojos del mundo. ¿Y él? No hay quien entienda la relación entre biología y normas sociales. El padre de tu niña. Tu niña. Tan pequeña. Soñabas con ella muchas noches, envuelta en una sonrisa dulcemente lela. Con gran precisión acudían a tu memoria momentos, escenas que te hubiera gustado vivir con ella mientras la realidad se te hacía olvidos sin querer. Tú ya no distinguías el mundo en que habitabas de la dimensión que ocupas con tu hija. Las hay infinitas, según dicen, las dimensionas, muchas me parecen. Estabas separada de lo único que te mantenía viva, eso dijiste. Qué pena todo, coño. Justo a la edad en la que uno está seguro de que nada malo puede suceder.

Tenías pesadillas. La veías tras la goma quemada de un frenazo en el asfalto. Mutilada por una máquina de amasar pan. Enferma en un hospital de campaña. Hay tantos, tantos peligros. Hasta imaginabas las conversaciones de los médicos arrancándose los pelos porque no daban con el bichito que la estaba matando. Nunca lo sabrían. Era muy fácil. ¿Qué iba a pasarle a tu hija? Pues que le faltaba su madre, es tan obvio. Su madre, sí, su madre la libraría de todos los peligros. Qué cosas dices, uno nunca está a salvo del todo.

Pensar que dentro de unos años pudieras cruzarte con ella, con tu propia hija, por la calle y no reconocerla. No, no, eso sí que no, lo sabrías al momento. Tendrá los ojos caobas, y rizos anaranjados, y al sonreír sus dientes delanteros estarán ligeramente separados, nada más que un mínimo agujerito, lo justo para que salga un hilillo de agua al empujarla con la lengua.

¿Tú sabes lo duro que es no saber dónde está tu hija? Nico, ¿eh? ¿Tú lo sabes?

En cuanto aquella pareja educadísima se llevó a tu hija de Botsuana, habías tomado una decisión que cumpliste nada más llegar a Cambridge. Porque para eso son las decisiones, digo yo, para seguirlas hasta la mismísima deshonra si hace falta, aunque a la gente se le olvide, y cambie de catecismo tras una mala siesta. A mí también me pasa, no creas. A veces se está convencido de una cosa y al día siguiente de la contraria.

Sin deshacer siquiera la maleta o ir a recuperar el hámster a la habitación de tu vecina, lo llevaste a cabo. Menuda eras tú cuando tomabas un dictamen. Fijabas la mirada en el futuro y como si metieras la cabeza en un túnel.

Un cristal, o una hojilla, un grifo abierto y un tapón. No hacía falta nada más para solucionar los problemas del mundo: la guerra, el hambre, las sequías y las madres sin hijos, todo, y arrastrarte a conocer los del más allá.

Leve apunte que a buen seguro desconocías: a fin de tener éxito, el corte ha de hacerse en diagonal. De lo contrario no conseguirás desangrarte. Te desmayarás y la herida se cerrará sola.

Entonces, volvió tu padre. Otra vez. Desde el África blanca. Otra vez. Ahora sin traje ni nada. Con una camisa de palmeras de lo más ridícula comprada a toda prisa en el aeropuerto porque le habían tirado un café por encima. Sudaba, sudaba mucho. No se enfadó. Solo faltaría. Lo viste llorar. Dentro de ti no creció triunfo alguno. Movió los labios en un amago de plegaria, es cierto, pero ni un perdón salió de su respiración atropellada cuando te vio allí. Tan blanca, en la habitación blanca, con las muñecas envueltas en gasas blancas. No, nada de perdones. Una cosa es querer a una hija y otra que el excelentísimo señor embajador de Dinamarca para el sur de África reconozca un error. Al fin y al cabo todo ha quedado en un susto, verdad hija. A tu madre ni una palabra, que está muy débil y muy trastornada. No sabes la última que me ha liado, bueno dejémoslo estar. Claro, demasiado tenía ella con sus pastillas y su psiquiatra. Vaya, te das cuenta, ahora ya era su psiquiatra, sin rastro de infidelidad ni de desapego familiar. Qué cosas pasan, oye, no me digas. Y demasiado tenía ella, tu madre, la pobre, también con su exmarido embajador, tan reguapo él, tan casado con una china o una vietnamita que podía ser su hija. Y demasiado tenía ella, tu madre, la amargada, con una nieta perdida en cualquier lugar del mundo de la que nunca más supo. Y con su hijo especial. Porque no lo olvido, tu hermano seguía siendo especial.

Cuando saliste del hospital te llevó con él. Tu padre. A África. Otra vez. Pero ahora a la de verdad. No es que la otra fuera de cartón piedra, pero sí que tenía un halo de burbuja, decías indignada, como de dormitorio sin ventilar. Como de residencia de verano de los Habsburgo, ya sabes. Y yo sin entender nada, claro. Tanto palacete y tanto protocolo te revolvían el estómago.

Por aquel tiempo habías perdido la capacidad para la rebelión. Te fuiste con tu padre y su mujer vietnamita. Ella era muy simpática. Igual tenía razón la portera aquella del edificio que tanto miedo le daba a tu padre. Os hicisteis casi amigas, la vietnamita y tú. Casi hermanas. Pero a él, a tu padre, tardaste mucho en volverlo a mirar. Quiero decir, mirar del modo en que se mira a un padre, con respeto y cierta fascinación porque levantara un mundo y una familia antes de tu propia existencia. Tan tontos como son ellos, los padres. Mucho más tiempo tardaste aún en volverle a hablar. Porque sí, porque eso no se le hace a una hija, que bien lo sabías tú ya que habías sido madre, aunque amputada, pero madre al fin y al cabo.

Qué bonito era todo, Nico, deberías verlo. Los colores de África. Sus selvas y sus sabanas y sus capitales carísimas.

Pero primero conociste Estambul y lloraste a orillas del Bósforo. Y en torno a teteras y juegos de tahúr buscabas a un bebé de rizos naranjas. En algún sitio tendría que estar. Tu hija. Luego ya sí, África. Argel y Nairobi y tu amada Bamako desde donde sale la gente engañada hacia el nuevo mundo para morir en el Sáhara, qué drama tan grande. Y volaste luego hasta los Grandes Lagos y cruzaste tantos y tantos sitios hermosos hasta el delta del Okavango. Y también recorriste Etiopía en camello, bueno, no toda. Porque querías ver el lago Tana donde nace el Nilo Azul. Y el cráter del Ngorongo, el edén sobre la tierra. Y tocaste el desierto: las dunas estaban tan frías que daban ganas de sumergirse en arena, así, como fósiles de grandes criaturas marinas. Del desierto no se puede decir nada más, hay que verlo, eso decías siempre.

Pero sobre todo recuerdas los colores. El tumulto y los colores. Es lo que más echabas de menos en la Inglaterra monocroma. Todos los colores que imagines en el cielo, la tierra los reproducía en África, más intensos todavía, como cuando le das a subir el brillo a la pantalla del televisor, Nico, para que te hagas una idea. Todos los colores del mundo nacían en Danakil y se repartían por África. Daban ganas de comer tierra, fíjate. Y también había más alegría, tal cual, y mucha, muchííísima más vida. Vida como la que una vez llevaste dentro. Porque en África la gente sabe que todo se va al carajo con una mala fiebre, con un mal amor, con una picadura del mosquito equivocado. Allí juegan y bailan con la muerte, aquí nos escondemos de ella. Qué pena todo lo que cuentas.

Fue por allí, en algún atardecer del África negra, no quieres decir dónde, prefieres guardarlo para ti, por supuesto, lo entiendo, donde tu padre ya sí te pidió perdón. Con lágrimas y todo. Con esa cara de terror que ponen los hombres que no se reconocen en su propio pasado. Que miran para atrás y piensan: cómo pude hacer yo esto o aquello. Porque el egoísmo te destroza la vida y cuando no tienes nada te pide cuentas. Tu padre lo supo entonces y se derrumbó. Normal. A cualquiera le pasaría lo mismo. Cuántas personas distintas somos en una misma vida, es cierto, y hay que perdonarlas a todas ellas, eso te dijo él. Tu padre. Allí sentado. Sobre una duna. En busca de una indulgencia improcedente. Te dijo otra cosa más que no olvidas: ya he perdido un hijo, no quiero perder también a una hija. Eso te puso muy furiosa.

Te pidió perdón a su manera. No, no vamos a hurgar en sus miserias. Y se fue a pasear. Él solo. Para huir de sí mismo, supongo yo, aunque eso ya sabemos que es imposible (detrás de él iban todas las personas que algún día fue). Tú le perdonaste, no hay ni que decirlo. Le perdonaste como se perdona a un desconocido que se choca contigo por la calle, o que te golpea con el paraguas por las prisas. Nada más. «Disculpe señorita». «No, tranquilo, no ha sido nada, yo que iba despistada». Porque el daño ya estaba hecho, las cicatrices cerradas pero relucientes. Aunque también le perdonaste porque por aquel entonces ya habías aprendido que en un poco perdón hay un mucho de desprecio, todo hay que decirlo.

Y lo seguiste queriendo, porque en realidad nunca habías dejado de quererlo. Porque tu padre, el embajador más joven de Dinamarca, no lo hizo para salvaguardar sus entorchados y el brillo de sus títulos. No, por supuesto que no. Esa historia nos la hemos inventado entre todos. Basta con insinuar algo para que los demás reconstruyamos la historia a nuestro antojo.

Tu padre solo pensaba en el bienestar de su hija, ahí tienes la única realidad. Te guste o no. Lo otro, las digresiones trasplantadas por nosotros son abusos a la verdad, que es muy débil ella, la verdad, digo. Qué iba a hacer una niña con un bebé, tan joven, con tanta vida por delante, con tanta juventud todavía para malgastar, que es en resumen lo que hay que hacer con ella, con la juventud, supongo, malgastarla. Qué iba a hacer una adolescente con una madre enferma y una madrastra que podía ser su hermana. Un padre tiene que tomar decisiones, hija. A un padre no le dan un folletín de instrucciones o una enciclopedia con respuestas, coño, no, no se lo dan. Te entregan un cuerpecito extraño y algo fofo que resulta ser un hervidero de vida, de peligros, todo son peligros, y te dicen: toma, un alma vacía y tú debes llenarla, esto es tuyo, eres responsable de que sea feliz, pero no mucho. Hay que tener cuidado hasta con la felicidad, que si no un tropiezo puede ser nefasto. Maldita sea. Cuántas cosas juntas. Qué injusto, no te parece, hija. Qué injusto que la única oportunidad de alguien dependa de ti. El que inventó las reglas del mundo no ha sido nunca padre. Eso seguro.

Injusto, pensaste, injusto es que me hagas responsable de tus demonios, padre. Razón no te faltaba. Aunque no por tener razón dejara de marcarte a fuego el destino. Tener razón casi nunca sirve de nada.

Cuando llegó el momento, volviste a Cambridge. Ahora sí recogiste tu hámster y tu guitarra. Y, hala, a vivir, no hay tiempo que perder. ¿Dónde lo habías dejado?

Ah, sí, lo habías dejado enamorada y embarazada.

¿Puedo decirte una cosa yo ahora? Me gusta creer que habías vuelto para que nos conociéramos. Qué quieres. Cada uno piensa que es el núcleo mismo del antropocentrismo, y que tiene hadas, espíritus, ectoplasmas a su alrededor, jugando con él, dándole lecciones. Ya ves. Uno cree que todo tiene una razón de ser y una dirección. Vamos, que si uno pierde un brazo es porque tiene que darle lecciones al mundo de superación. Que si uno pierde un vuelo es porque se va a estrellar o porque en el siguiente conocerá al amor de su vida. Que si uno pierde a su hermano pequeño y a sus padres se les desgarran los flecos del amor tiene que haber una justificación cósmica que algún día entenderá. Bueno, no, eso no lo entenderá nunca. Quien tenga valor que venga a explicármelo.

Tarde pienso que lo que a uno le sucede no es sino la consecución de infinitas carambolas, de una extravagante cadena de azares dentro de una entropía infinita. Somos hormigas. Te reíste. Te gustó la comparación del hombre con la hormiga. Es cierto, no te rías, somos simples hormigas.

No sé cómo terminamos dentro del agua. Solos, en medio del constante zumbido de la multitud. Matándonos a salpicaduras. Sumergidos hasta el final de nuestros días. Me arrastraste adentro. Hacia la cascada. Has visto La dolce vita, preguntaste al aire. La había visto pero te dije que no, porque quería que todo fuera nuevo, como a ti te gustaba. Quería que tú me la contaras. Que lo aprendiéramos todo juntos, otra vez. Aprender a hablar, a leer, a comer, a mirar, a ponerle nombre a las cosas. Tener todo un idioma solo para nosotros. De pronto te lanzaste al agua y jugamos mucho mejor que Anita Ekberg y Marcelo Mastroianni.

¿Lo siguiente? Lo recordarás muy bien. Nos perseguían los carabineros con silbatos y pregones que a mí me parecían órdenes líricas. Corríamos dejando un reguero de agua azul. Como cántaros rotos. Tal que si fuéramos figuras de hielo que se derriten lentamente. Corríamos, recuerdas. Y reíamos. Me mirabas y volvías a reír con una espontaneidad que nunca más volví a ver en ti. Escapábamos por las angostas callejuelas de Trevi. Malditos. Allí no había iglesias ni imperios romanos. Jaja. Escuchábamos cada vez más cerca las advertencias de los carabineros. Delatados por el croar de nuestras zapatillas húmedas.

Ella me tomó de la mano. Extenuada, me arrastró dentro de un callejón. Probaba puertas de madera hasta que una cedió en sus goznes. Tenías una gota en el borde de cada penacho de pestañas. Liberaste un beso. Con mucho cuidado. Igual que una golondrina sobrevolando un estanque para tocar el agua con el pico. Tus labios, tan tensos en el lienzo de tu sonrisa, te obligaban a besarme con los dientes. Tus dientes sabían a losas muy frías y muy pulidas. A pila bautismal. Me lanzaban su aliento fresco en la cara. Ese respirar de menta y pan.

Todo era silencio. Respiraciones arrítmicas, mal afinadas. Afuera un grupo de gatos se peleaba entre las bolsas de basura de un restaurante.

Llevabas la blusa abierta, humillada contra la piel. Tus pechos asomaban con cada jadeo. Un flujo de sangre estancada me devolvió el calor al cuerpo.

Ya no había nadie más en Roma tras nuestros pasos. Me apretaste la mano contra los recovecos de tu cuerpo. Resbalé los dedos sobre cada extremo, vértice y cumbre que encontraba. Sin principio ni final. Una luz blanquecina se colaba por el dintel de la puerta e iluminaba tu piel encendida de frío. Seguíamos en proceso de deshielo. El agua se pegada a nuestra ropa, se nos resbalaba por la comisura de los besos y se condensaba en el frío del portal, en esa humedad de escaleras viejas. De catacumbas.

El agua de Trevi, impregnada de deseos de millones de momentos únicos. Pobres ignorantes.

Allá arriba, bajo el batiente de una puerta se deslizaba una música que jamás volví a encontrar por mucho que busqué. ¿La recuerdas tú? Tu geografía de valles y promontorios hacía olvidar todo lo demás. Nos tumbamos contra la pared. Desafiamos a la física. Ajenos a las leyes de la gravedad. Respirabas en mi oído. Agonizabas en tu idioma valquirio, invocando en un rezo a Odín y al Valhala.

Estabas allí, conmigo, dentro del mismo sueño.