Cómo saber entonces las razones que llevaron a Pierre a invitarme a comer. Son esas cosas que solo se le preguntan a una novia. Años después. Con una copa de vino. En un décimo aniversario: ¿te acuerdas del primer día que salimos juntos, cariño? Llevabas puesto… Tenías cara de… Enseguida vi en ti… Es decir, cuando se busca el mecanismo con el que arrancó ese volteo inesperado, el relámpago perdido que te lleva diez años después a rastrear en vano una antigua sonrisa, un motivo para seguir juntos. Luego llega el silencio. Y se dan vueltas a una copa, rebuscando en la marea que deja la lágrima del vino sobre el cristal.
Eso a un amigo no se le hace. De ninguna manera. A un amigo no se le enseñan las miserias de un modo tan indecoroso. Es una simple cuestión de lealtad. Porque en la amistad nadie equivoca lealtad con fidelidad. En la amistad, al contrario que en el amor, ninguno de los protagonistas aspira secretamente a más. No importan los orígenes ni los destinos.
El caso es que los chicos con los que habíamos jugado al fútbol se fueron a casa después de un par de pintas. Yo no tenía prisa y Pierre me propuso almorzar en un pequeño pub de ingredientes orgánicos y locales. Y de no haber sido por ello, ya sabes, quizá esta historia terminaría aquí.
El restaurante estaba situado al este, en una maraña de callejuelas antiguas donde solo vivían estudiantes internacionales o artesanos ajenos a la gloria académica de la ciudad. Un barrio luminoso, blanco. En continua reforma para su conservación. Lo normal hubiera sido que con las zapatillas llenas de barro y manchas de hierba en los codos y las rodillas nos hubieran negado la entrada. Pero, ya sabes, la confianza de Pierre y su sonrisa abrían puertas y ventanas.
Saludó a la camarera y eso bastó para que a ella se le encendiera el ánimo. Luego la besó. Tras unos segundos en los que me expulsaron de sus vidas Pierre se giró hacia mí. Esta es Claire, susurró en un tono que nada quería ocultar, la chica más hermosa del condado. Ella sonrió y fue suficiente para que yo le diera la razón. Claire nos acompañó a una mesa del patio interior donde había duendes de estuco con aperos de jardín y carretillas con flores.
Fuimos por turnos a asearnos al lavabo. Me cambié de camiseta y me ordené el pelo. Poco más. Pierre regresó dueño de todo su carisma. Un bohemio capitán de barco tras una travesía de domingo por la mañana. Era de una evidencia matemática que algún día la madurez sería un regalo en su rostro.
Pedimos arroz, verduras y carne de avestruz que fue servida cruda junto a una piedra caliente sobre la que debías cocinarla.
Gran conversador, Pierre jamás revelaba intimidad alguna. Y sin embargo, no era extraño descubrirse a uno mismo abriéndole secretos que ni tú conocías. Lo único que supe de él aquella tarde –aparte de su total entrega al equipo de remo–, es que trabajaba algunos días al mes como gondolero para los turistas de habla francesa. Con un gran palo que usaba de timón e impulso, recorría los canales del río Cam por la parte trasera de los colleges de mayor prestigio. El día que quieras no tienes más que pedirlo, dijo. No te puedes ir de Cambridge sin recorrer sus canales en barca. No hay otro modo. Bueno, acabo de llegar, contesté. Con más razón, entonces.
Miramos por la ventana. El sol volvía a llenar de color y almas la ciudad. Hoy mismo, qué te parece. Ha quedado un día realmente bonito. Deberíamos aprovecharlo. Hay que saber cultivar los pequeños ratos de sol. Te encantará. Se termina el verano y ya hay barcas de sobra. A mi jefe no le importará que tome una prestada por un rato. Vamos.
Y así, con ese ímpetu levantado a base de delirios y visiones irrevocables, Pierre dejó unas libras sobre la barra, besó de nuevo a Claire y me condujo al embarcadero.
Media hora después yacía en una góndola adaptada para doce turistas con una caja de cervezas y dos mantas de cuadros escoceses como almohada. Pierre, en pie, dejaba que el fluir manso del agua nos arrastrara. Solo de vez en cuando corregía la dirección de la barcaza. Allí tienes el Trinity College, treinta y un premios Nobel entre sus estudiantes: más que la inmensa mayoría de los países de Europa. Y a mí nada me sorprendía ya. Ahí el puente matemático, construido según la leyenda por Sir Isaac Newton sin tuerca alguna, sin fiadores siquiera, solo sustentado por fuerzas basadas en la triangulación. Pero veo tuercas y tornillos, dije mientras el sol me llenaba la cara de bostezos, precipitado en una suerte de azules y rojos. Eso es porque los mejores ingenieros de la ciudad lo desmontaron en su día para penetrar en la destreza de Newton. Cuando quisieron montarlo de nuevo fueron incapaces de mantenerlo en pie y tuvieron que recurrir a la ayuda de pernos y tornillos. Maravilloso, contesté incorporándome para ver mejor el puente, alguien debería escribir esa historia. A Pierre le hizo gracia mi simpleza. Todo esto es mentira, Nico, en esta ciudad todo es mentira. Como ese puente que ves ahí. El Puente de los Suspiros. Señaló un pasadizo de piedra con cinco ventanales. Hermoso. Aquí los estudiantes del Saint John’s no suspiraban por amor como en Venecia, sino porque era el puente para ir desde la parte antigua de las estancias a la más moderna donde se encontraba el tutor. No te creas nada de lo que te ocurra en este lugar, reiteró casi a modo de advertencia.
El sol ya caía a su espalda. Una sombra de evocación cruzó el rostro de Pierre. Su figura me pareció un añadido más a la melancolía del paisaje. Pierre había llegado hasta Cambridge por una predicción antigua, no había duda. Estaba atado a la ciudad por un sortilegio más fuerte que su contagiosa alegría. Y eso le causaba daño. Era imposible no creerlo. Pierre, todo de blanco, aureola malvarrosa, gesto distraído, pelo domado, se había metido dentro de un pasadizo a la nostalgia por el que nunca debió pasar.
Esta es la explanada trasera del King’s College. Todo el mundo piensa que es aquí donde se rodaron las escenas de escobas voladoras de las películas de Harry Potter. Falso también. Si te incorporas verás su capilla. Una joya de los Tudor. Es la estampa de la ciudad universitaria. La habrás visto en miles de fotos.
La barca encalló. Lo normal es que Pierre hubiese caído al agua. Pero Pierre siempre estuvo por encima de esas torpezas de la física. Con un paso sencillo cambió la estructura de madera por el césped cortado a cepillo del King’s College. Se escuchó una risa de mujer. Desde mi posición, el terraplén formado por el canal no me dejaba ver lo que sobre él ocurría. Bonita manera de colarse, escuché. Me levanté temiendo ser yo el que terminara en el agua y salté como un canguro sobre el césped. La majestuosa capilla festoneada de vidrieras del King’s College saludó mi gesto de irrespetuoso.
Pierre se había acercado a dos chicas que estaban sentadas sobre el césped en la diagonal opuesta a la capilla. Me decía algo que no podía escuchar. Nico, ven, Nico, quiero presentarte a dos amigas. Las conozco desde que llegué a Inglaterra.
Lo primero que vi fue la bicicleta holandesa.
Después te vi a ti.
No la conocía y sin embargo deseé que no existiera. O que estuviera muerta. Me acordé de cuando tenía cinco años y un chico del pueblo de mi madre se arrojó desde una gran roca con una sonrisa y una burla acrobática. Cayó al agua abriendo un agujero de ebullición que se cerró y lo engulló. Blup. Una gran burbuja de aceite hirviendo. No salía. Al rato, algunos chicos mayores se tiraron a buscarlo en la oscuridad del agua. La próxima vez que lo vi su piel era gris y sus labios blancos. Casi azules. Lo metían en una gran bolsa negra mucho más grande que él. Cerraban la cremallera. Era la primera vez que veía a un muerto y casi no tuve miedo ni nada. Ahora yo quería tener una bolsa igual para asfixiarte dentro. Nunca te lo había contado.
Ni siquiera reparaste en mí. Llevabas una sudadera rosa con la capucha pasada sobre su cabeza. Como una homeless. Unos cuantos mechones rojizos y pardos se escapaban por los laterales. Apuntaban al cielo anaranjado, como queriendo volver a casa. Liabas un cigarrillo. No hablabas. Pierre se había agachado y hacía reír a la otra chica. Aquella facilidad de vivir me llenaba de admiración. Pierre era el término de la creación y la primera trompeta del apocalipsis. Nada más importaba en el mundo que la sonrisa de una mujer. Pierre también vivía con esa máxima.
Tú estabas sentada a la manera de los indios. De medio lado. Cada dos caladas le pasabas el cigarrillo a tu amiga. Revisabas una libreta escrita a lápiz. Expulsabas el humo juntando muy poco los labios, para besar al aire. Despacio.
Pestañeabas en código Morse, en un lenguaje para sordomudos.
Me quedé a unos cuantos pasos. Sin atreverme siquiera a entrar en tus pensamientos. Si no te miraba quizá dejarías de existir. Cuando a Marcos le daba miedo algo se tapaba los ojos y el miedo pasaba. Si no te miraba quizá no me recordarías ni en otra vida. Mis párpados podían ser la bolsa negra en la que encerrarte para siempre.
Mi amigo se llama Nicolás, es español. Es un tío de lo más divertido. Quiere ser guionista. Pronto será famoso. Acércate, Nico. Cuéntales la historia del tipo que se hizo rico proponiendo que hicieran más pequeño el agujero de los tubos de dentífrico. Es una anécdota genial.
Advertí que el barro acumulado durante el partido de fútbol se había resecado en mis extremidades. Me sentía en lo alto de una ventana sin cristal. Las cervezas y el movimiento de la góndola me pasaban factura. La temperatura se desplomaba a la sombra del College. Nos cubría como una manta negra y liviana. Sentí el cerebro lleno de flemas. Iba a vomitar. Salí corriendo en dirección a un edifico lateral. Entré por un portón hacia lo que parecía el refectorio. Crucé entre las mesas de madera sin preguntarme por la historia de miles de comensales muertos que pasaron por allí. Tampoco me paré a saludar los rostros de rectores con sus ochocientos años de gloria. Tras empujar varias puertas y sortear escaleras estrechas en tirabuzón, llegué hasta unos lavabos donde terminó mi agonía.
Me mojé la cara. Me senté unos minutos a esperar que cesara el temblor de piernas. Pensé en Ella. Ahora era invisible. Que algo sea invisible no significa que no exista, rumié con resignación. Ella existía, por mucho que yo no quisiera. Por muy lejos que me fuera, Ella seguiría existiendo en algún lugar. Y con Ella un tormento indefinido y crónico. Una maldición hasta entonces desconocida pero que de un modo u otro siempre había intuido.
Regresé al pasillo. Estaba perdido. Las ventanas no daban al patio del que venía sino a una calle peatonal llena de turistas. Un estudiante vestido con uniforme de deporte a rayas naranjas y marrones me pidió que me identificara. Portaba una especie de palo de hockey y le daba miedo acercarse. Negué con la cabeza. Mostré las palmas de mis manos. El estudiante me recomendó salir cuanto antes de allí si no quería meterme en serios problemas. Con la punta del stick me señaló una escalera de abrupta pendiente, escavada en el propio muro. Seguí su consejo. Poco después tiré de una pequeña puerta de madera y salí a una calle empedrada y estrecha.
Necesitaba regresar al patio del King’s College para recuperar mi mochila. Para conocer su nombre. Me acerqué hasta la puerta principal. Un amable funcionario con sombrero de copa me pedía dinero o el carné de residente para cruzar al patio donde estaba mi amigo. Su compañero tocaba con el dedo índice la esfera de su reloj de pulsera. El horario de visitas había terminado. Al otro extremo podía verte sentada junto a tu amiga. Pierre se alejaba en dirección a la góndola. No parecía preocupado por mi ausencia. Había salido de su vida. Ya me habría olvidado.
Aunque eras tú la que deberías haberme olvidado.