Me gustaba mucho ir a las librerías inglesas. Mi favorita estaba en una esquina de Sydney street. Era un edificio colosal de varios pisos agujereados en su yema que ascendían en silos de libros festoneados de alfombras. Había lámparas traídas desde grandes salones, y escaleras de madera retorcida que semejaban tirabuzones de niñas con sangre noble. Las estanterías corrían largas y silenciosas, llenas de pájaros deseando ser adoptados.

Había una sala en el tercer piso con pequeñas mesas de colores. Los niños pintaban de rodillas, con la lengua fuera. Coloreaban árboles azules, nubes de vino verde, cielos con varios soles cetrinos, ríos de sangre del color del sirope. Entre el capricho cromático se abrazaban a grandes figuras de cuento. O escuchaban ficciones de miedo con las manos ensangrentadas de rojos, negros y azules, tapándose los ojos. ¿Cuándo deja uno de teñir la naturaleza a su antojo y se rinde a la terquedad de lo que ve? Allí aún todo era posible. Lo más insólito se convertía en necesario.

Solía ir por las tardes, al salir de clase. Caminaba por los pasillos como quien observa las vidrieras de una catedral. Pronto en mis manos se apilaban varias novelas hasta que echaba cuentas de que no podía pagarlas. Y me sentaba a leer. Al igual que muchos otros. Me olvidaba de futuros que no me importaban y de apetitos que no eran míos. Mi desinterés por el mundo y sus reglas de juego allí tenía sentido.

Junto a mí paseaban hombres con grandes bigotes y trajes de tres piezas que sostenían un paraguas o una pipa apagada. Las mujeres se confesaban en la sección de novedades. Era uno de esos sitios donde siempre vuelves, aquejado por una mala conciencia que te dice que la última vez pagaste de menos. Que debes algo. Vuelta al lugar del crimen.

El suelo alfombrado siempre estaba limpio a pesar de que eran muchos los que entraban con los pies bañados en salpicaduras. Yo me sentaba en un sofá, grande, como sacado de un salón versallesco. Allí leía hasta que se despertaban los astrónomos, la fotosíntesis se interrumpía y los niños se iban a dormir pensando aún en colores apócrifos. Entonces me acercaba a la cafetería del último piso. Una chica con un delantal verde me sonreía de martes a viernes. Lo de siempre, verdad, sí, gracias, qué lees hoy, a Pierre Michon, tiene buena pinta, me lo recomendaron el otro día, es un libro delicioso, aquí tienes tu capuchino. Y continuaba con la lectura, exaltado por una droga que muy pocas veces he vuelto a sentir. Desde entonces he leído cientos de libros, siempre en busca de aquella sensación de libertad extasiada, de vaca perdida en el monte, de alma despavorida reconciliada consigo misma. Jamás la he vuelto a tener. Ya solo abro un libro con la intención de terminarlo. Es una lástima.

Eran tardes muy placenteras, tengo que decírtelo. Acogedoras. En ese lugar impreciso donde termina la realidad y florece lo adictivo. Tardes de reloj de arena, lentas, como grandes migraciones. Empastadas de esa luz de capilla que vierten las librerías inglesas, arropadas por un silencio litúrgico. A veces, ni siquiera leía, solo observaba. La mejor atalaya del mundo. Solo eso. Reparar en cómo se toma un libro. Se mide, se pesa, se observa con la contemplación reservada para los bebés recién nacidos. Hay algo de reverencial en la manera en que se coge un libro. Un libro es un misterio al acecho que se abandona con la tristeza de que una vida no alcanza para saberlo todo.

Sabrás, sin embargo, que solo iba a la librería para verte. Desde que te descubrí cruzando en bicicleta delante del escaparate. Esa tarde la librería perdió su misticismo y se convirtió en mi trinchera.

Lo que nunca has sabido es que te observaba antes incluso de que nos viéramos en la explanada junto al río Cam. Yo ya te conocía. No te había visto nunca pero sabía que eras tú. Mucho antes de que aparecieras a mi espalda después de tus ensayos de teatro y me taparas los ojos como si tus manos fueran fonendoscopios. Eso nunca lo hiciste, es verdad, pero lo he imaginado tantas veces.

Allí te esperaba. Observaba tu bicicleta holandesa atada en la puerta. Cada tarde me sentaba en la gran cristalera del segundo piso y esperaba a que salieras de un pequeño edificio de madera medieval donde ensayabas de cuatro a seis para una obra de teatro. Muchas tardes llovía. Las gotas resbalaban como serpientes por el ventanal redondo como un gran ojo de nautilos. Y yo dentro de la córnea gigantesca del monstruo marino, te espiaba. A la espera de que surgieras unos segundos antes de perderte en el dédalo de callejuelas. En bullicio de plásticos y paraguas. Y apenas alcanzaba a intuir tu huida entre la hiedra y las prisas. El libro de mi regazo perdía su interés, claro, y la retina del argonauta se quedaba reducida a un cristal sucio en un país tristísimo.

Tú crees que comenzó el día en que me viste al final de un pasillo. En una de esas horas indulgentes que están para rellenar el día, para que no parezca tan corto como en realidad es. Aquel día yo iba vestido con mi único traje. El que llevé para la inauguración del curso. No era casualidad. Me lo ponía casi cada tarde. Al menos la americana y la camisa. Para verte a través de la ventana. Por si me descubrías. Por si encontraba valor para bajar a expresarte algo ya estudiado y que seguro olvidaría al ir a decírtelo. Solo quería que mi aspecto en la explanada del King’s College, cuando salí corriendo en busca de un lugar donde morir de ti, desapareciera de tu memoria. Nada nos come tanta vida como una inseguridad.

Bajo un gorro blanco de lana, tus mechones caobas reflejaban la luz de una ventana. Esos mechones eran de madera recién barnizada. Luminarias sobre gasolina. Leías de pie. Fascinada e infinitamente dulce. Aristocrática. De todas las fotografías mentales que guardo de ti esa es a la que más regreso. Y cada día te visto de una manera diferente. Con jeans y deportivas. Con falda tableada y tacones rojos. Te disfrazo de monja y de cabaretera. O si veo un vestido bonito en un escaparate, te lo pongo en ese recuerdo. Lo hago sin pensar. Me sale solo. Con un paraguas abierto, te ubico bajo la lluvia en mitad del pasillo de dramaturgos célebres. Me gusta la idea de la lluvia en una librería. Te he colocado tantas veces en ese corredor enmoquetado, en medio de aquella osamenta de libros que nos protegía de la vida y su mal gusto a la hora de zurcir destinos.

Era mi oportunidad para el desquite. Para la redención de nuestro primer encuentro. Revestido por la seguridad que da un traje, un perfume, una idea. Pero no tuve valor, lo sabes. Lento de decisiones. Desentrenado por la falta de ambición, por la certeza equívoca de que siempre habría de llegar una oportunidad más favorable. Esa maldita indulgencia hacia uno mismo que solo tenemos los vagos y los ególatras. Los tristes.

Ah, lo recuerdo muy bien. Ella se sentía observada. Y era observada. De cuando en cuando levantaba la vista y miraba en derredor, en busca de retinas mal avenidas, cartografiando el origen de su incomodidad. Hasta que me localizó al fondo del corredor. Fue solo un instante. Alzó la comisura de su boca, como si hubiera chocado con un anzuelo perdido en el aire. Continuó con su lectura. Eso fue todo durante varios minutos. No volvió a desviar la vista del libro aunque ninguna hoja hubo de pasar con la que abanicar el erotismo de sus pestañas.

En ese momento, al final del pasillo, vi a Claire, la novia de Pierre. Mi amigo la tomaba de la cintura. Parecían dos siameses que compartían cadera y complicidades. Reían, en medio de los chisteos de quienes pedían silencio en corredores adyacentes. Claire se entretuvo saludando a un grupo de amigas. Pierre se acercó y te dijo algo al oído. Ahora en el pasillo estábamos solo los tres, flanqueados por lo mejor del teatro clásico.

Nico, gritó Pierre. Levantó la mano como un jefe indio. Qué alegría verte. Llegó hasta mí al trote. Vestía con ropa de deporte azul claro y una bolsa al hombro. La equipación del equipo de remo de Cambridge. Estaba preocupado, dijo, qué te pasó, amigo, saliste corriendo sin más. Hola, Pierre, veo que has entrado en el equipo. Se miró la sudadera como si no supiera a qué me refería. Bueno, añadió, de momento entreno con ellos, aún es pronto para saber si estaré en el equipo titular. Creí que volverías a jugar al fútbol con nosotros, añadió para cambiar de tema. A Pierre nunca le gustó hablar de sí mismo. Hablar de uno mismo te compromete a mentir o a decir demasiado. Quizá vuelva este sábado a jugar con vosotros, le dije, lo pasé bien el otro día. Genial, pero hasta mayo yo no iré, no puedo arriesgar una lesión que me impida remar, ya sabes cómo son esos partidos. Y me hizo un gesto lleno de complicidad que nos hizo reír. Le devolví la connivencia. Amigos otra vez. Con él todo era muy fácil. Pierre me chocó la mano y puso la otra en mi hombro. No sabía dónde buscarte, Nico. Tengo todavía la mochila con tu ropa sucia. Nos reímos de nuevo. Tranquilo, considéralo un obsequio.

Ni siquiera te acercaste hasta nosotros. Te mantenías al otro extremo. En silencio. Separada por cuatro siglos de literatura. Un silencio que podría abrir sepulcros. Una criatura me crecía dentro y me arrancaba a dentelladas las tripas. Obsceno. Mareado. Excluido. Ha sido un placer, Pierre, cuídate. Yo solo quería marcharme de allí. Jamás regresaría. No soportaría recordar aquella indiferencia cada vez que entrara en una tienda de libros. Mi chaqueta desapareció. El perfume volvió a ser colonia barata de geriátrico. Me quedé en medio del pasillo, desnudo y feo. Con barro en las rodillas. No tenía modo alguno de escapar.

Nos veremos pronto, dijo Pierre entre enigmático y contrariado por mis modales, aún tengo que conocer a ese casero tuyo de la mafia napolitana. Claro, Pierre, dalo por hecho. Menuda historia, deberías escribirla. Por algún motivo parecía que Pierre no quisiera dejarme marchar. Se despedía pero no, allí parado, tal que si fuera un empleado de la librería a la espera de recibir consultas.

Vaya, Othello, es su obra favorita, dijo señalándote. «Líbrame, oh Señor de los celos: es el monstruo de ojos verdes que se burla de la carne que se alimenta». Miré mis manos sin entender sus palabras. Debí haber tomado el libro al azar. En la pantomima del disimulo. The tragedy of Othello, the Moor of Venice, by William Shakespeare. El azar, qué cosa tan ridícula.

Ahora no te quedaba más remedio que avanzar hasta nosotros. Esperaba que Pierre volviera a presentarnos. Por desgracia dio por hecho que me recordabas. Todo resultaba demasiado violento. Va a hacer de Desdémona la semana que viene en un pequeño teatro, completó Pierre con ese frenesí por la vida tan infeccioso. Igual te gustaría venir al estreno, es una versión moderna de lo más atrevida. Claro, me encantaría, dije estirando las palabras para calibrar tu reacción.

Tu indiferencia, qué puerta tan misteriosa.

Está empezando a llover, debería irme, indicaste entre triste y aburrida, y no tengo paraguas. Eso dijiste, aunque ya sabes que desde entonces te recuerdo con paraguas en medio del pasillo. Última oportunidad. Te miré. Qué osadía. Tenías los ojos húmedos. Rostro cansado, ligeramente ruborizada. Te dije que no te pasaría nada a menos que fueras de azúcar. Sonreíste con un pequeño ruido de jilguero.

Nunca, nada, jamás, valió tanto.

Mientras bajábamos las escaleras, hablamos de la obra de teatro. No recuerdo nada más que los esfuerzos por no tropezar. Nos despedimos. Tenías que prepararte para cenar en el internado, estudiar, ensayar. Siempre te involucrabas en demasiados proyectos. Aunque no te gustaba que te lo dijeran. Pierre parecía insistir en algo que no terminaba de entender, una reunión o una fiesta. No le prestaba atención. Claire llegó algo malhumorada, al parecer no había encontrado lo que había entrado a buscar.

Te marchaste sin despedirte, siempre lo hacías. Será mejor que me vaya, dijiste, tal vez sí que sea de azúcar. Les diré a los chicos que irás a jugar este fin de semana al parque, gritó Pierre eliminando toda posibilidad de sacarte una señal, no faltes. Claro, contesté seguro de que no iría.

Regresaba a por mi bicicleta azul cuando alguien me tocó el hombro. Pierre tenía apretadas las mandíbulas. Sonreía sin despegar los labios. Los dos estábamos empapados pero no parecía molestarnos el aguacero. Escucha, hay una fiesta de disfraces esta semana en un bar cerca de la plaza del mercado, al salir de Petty Cury, la calle peatonal de tiendas. Respondí que conocía el lugar, allí trabajaba el sudafricano de mi casa. La gente corría a nuestro lado para ponerse a salvo de la tromba de agua. Quizá te gustaría venir, ¿qué me dices?

Pierre podría haber esgrimido su experiencia de emigrante. Decirme que sabía lo difícil que es vivir lejos de todo y de todos. El tiempo denso, casi masticable, que trascurre entre lo esperado y lo real. Cuando el verbo y la oratoria no sirven para nada y la desidia ocupa el lugar de la imaginación. La soledad. No hay más. Dormir poco y a deshora. Tener hambre y dejar la comida en el plato. Despertar con un hormigueo de vida y acabar hastiado de todo. Tener todo el tiempo del mundo y que el mundo sea una habitación sin ventanas. Insobornable. Todo eso me podía haber dicho Pierre Spielmann para convencerme de que no estaba solo en Cambridge. Pero en lugar de hacerme ver cuán vulgares eran mis amarguras, me invitaba a una fiesta y me abría las puertas de lo que él creía que fui a buscar.

Gracias, Pierre, no tengo disfraz.

Pierre sonrió con esa mezcla contemplativa y victoriosa tan suya. No te preocupes. ¿Has visto La naranja mecánica? Asentí. ¿Tienes camisa blanca y pantalones negros? Asentí. Pues yo me encargo de todo lo que necesitas llevar para ser un drugo. Nos falta uno en el grupo, mintió. Será estupendo.