Once horas después estaba en un cuarto lleno de sillas de plástico. Sillas de color verde oliva. Austeras. Sillas que invitaban a no estar mucho rato sobre ellas. Sillas de tanatorio. Que pase el siguiente, parecían decir.
No entendía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Estaba sitiado por familiares a los que no veía desde que murió un tío segundo. Ese al que siempre conocí con mascarilla y enfermo de leucemia. Muy pálido, con el pijama abierto, mal afeitado y sonriente. La gente se acercaba por turnos y me daba besos y palmadas en la espalda. Me llamaban «el americano» con el tono de alabanza que se emplea para la estatura de un niño de tres años. ¿Cuántos años tienes? Tres años. Vaya, qué hombretón eres ya. Me rehervían los líquidos del cuerpo. Míralo, «el americano». Bueno, vivo en Inglaterra, en realidad. ¿Cómo te tratan por allí esos americanos?
Yo me moría de ganas por burlarme de lo viejos y oxidados que estaban. De sus calvas moteadas. De sus sienes blancas. De la comisura de babas que se les formaba en sus labios resecos. De sus horarios de oficina, pétreos. De sus calendarios, inquebrantables. De sus barrigas fofas. De la inercia gris y marchita de sus apretones de manos. De su mal aliento y la comida que se les quedaba entre los dientes sin ninguna dignidad. De sus mujeres tristes y repintadas a brochazos. De sus maridos tristes y sumisos. Imbéciles. Cuántos sueños habrían amordazado con la excusa de la edad. Me daban asco. Aquella caterva de engreídos. Sentía una repugnancia casi física. Me preguntaban por mis estudios, se reían, no escuchaban y seguían su ronda. Sin dejarme tiempo a la revancha. Sin recordar por qué estaban allí.
Ya nos veremos en el próximo muerto, pensaba cerca de la arcada. Al fin y al cabo eso es lo que sois: conocidos de velatorio. Difuntos en la sala de espera.
La gente es idiota, Martín, dije mirando el ataúd de mi abuelo. Solo mi padre me escuchó y en lugar de recriminar mi falta de educación, sonrió por primera vez desde que había llegado.
Cambridge aún estaba demasiado cerca. Eso es el hogar. Lo que está cerca del pensamiento. Lo que uno ha elegido. Nada más. El resto son imposiciones absurdas. A esas horas Gennaro estaría en su habitación de hospital viendo una película del ciclo de Al Pacino que había comenzado a emitir la BBC. El sudafricano hablaría por teléfono. De vez en cuando gritaría un par de frases cortas o monosílabos guturales a su exmujer. Hacía veinte minutos que Pierre habría terminado de entrenar. Se ducharía, e iría a cenar con el resto del equipo de remo. Y Ella… Tú podías estar en cualquier lugar del mundo, viendo subir la marea.
En el tanatorio mis padres recibían condolencias. Mi padre se parecía a mi abuelo más que nunca. Era aterrador. Había tomado su relevo. Como yo tomaría alguna vez el suyo. Unas tarántulas invisibles habían escarbado telarañas alrededor de su mirada. Con aquellos ojos de animal acuático. Bentónico. Que no saben usar la luz. Esos ojos que tienen los besugos en el cubo de la basura de las pescaderías. Llevaba las gafas algo caídas sobre la nariz. El pelo alborotado de músico que no ha dormido en varios días. Hablaba bajito. Al oído. Con una mano en el hombro de cada interlocutor, les develaba un secreto a modo de herencia: a ti te ha dejado su piel de papel maché; a ti que te dijera que le enterrarán con los gemelos de oro que tantas veces le pediste; a ti una maldición y un desprecio; a ti todas las llamadas que no le respondiste; a ti te deja con tu soledad de náufrago; a ti pensó que no te merecías ni un reproche. Todo muy bajito, para no despertar a los muertos de las habitaciones de al lado.
Mi madre se refugiaba en el vicio de fumar. Fumaba y miraba el reloj.
Vinieron algunos de mis amigos. Al principio fue muy grata su presencia. Luego me sorprendió mucho la quietud de sus vidas. Desde Navidades les habían ocurrido muchas cosas. Pero no se daban cuenta de que eran las mismas de siempre.
No darse cuenta: ese era su pecado. El pecado que algún día los llevaría a dar palmadas a un joven familiar suyo en un velatorio y decir: así es la vida.
No darse cuenta de que el tiempo pasa. Vivir en la feliz ignorancia del que se alimenta de filosofía barata una vez al mes. La vida es… Los amigos son… El amor es lo único que puede… Esa metafísica que es como un antiácido, como una hamburguesa de comida rápida, que te sacia, pero que no alimenta, que te enferma pero te hace sentir bien durante un rato para luego dejarte con más hambre. Con mala conciencia. Y el tiempo sigue pasando. El tiempo es lo único que pasa.
Lo cierto es que nada importa, porque todo muere, como mi abuelo, o desaparece, como Marcos. No sé. O puede que todo importe demasiado, es decir, que todo es descomunal y complejísimo para abordarlo con una frase, con un libro, con una o con cien vidas.
Lo mejor es estar callado, como hacía mi abuelo.
El caso es que mis amigos hablaban. Todos hablaban. Un examen. Un viaje a la sierra. Planes para ir a visitarme. Una multa de tráfico, injusta, claro. Tres victorias, cuatro derrotas, dos empates. Quintos en la tabla. Anécdotas repetidas y exageradas. Chivu se había comprado un coche carísimo con el sueldo de cortar chóped. Otros dos habían dejado aparcados los estudios para trabajar en la construcción. Serán solo unos meses, decían creyéndose sus propias mentiras. Vivían muy rápido y nada cambiaba. Hablaban de gente que todos conocíamos y que de repente me pareció lejana e ignorante. Las conversaciones eran refritos de televisión. Conocía el final de todas las historias.
Cada vez que yo mencionaba lugares, nombres nuevos, imperios, calles, mis amigos me miraban como se mira un avión o una ecuación hecha de letras. Se hacía un silencio de unos segundos. Igual que si de repente recordaran que estábamos velando a un muerto. Y regresaban a sus miserables coloquios. A sus emboscadas. A frases que la risa no les dejaba terminar. Poco a poco veía a mis amigos más difusos. Perdían importancia. Yo solo quería irme a dormir a mi cuarto azul. Darme un paseo con mi pobre bici ferropénica. Mi abuelo se había muerto, y yo no entendía por qué había tenido que viajar tres mil kilómetros para poner una flor de plástico sobre el mármol de su tumba.
Cuando todos se marcharon mi madre se acercó. Me puso la mano en la mejilla. Qué suave era la ternura en la piel de mi madre. Sonrió. Muy triste. Sin enseñar los dientes. Su boca parecía dibujada por un niño. Le temblaban un poco los labios. Por un momento pensé que todo había vuelto a la normalidad. Me quedaré contigo sí tú me lo pides, mamá, rumié. Si te olvidas de Marcos y me recuerdas. Si metes a Marcos bajo una losa de mármol junto al abuelo, me quedaré. Solo tienes que prometerme que todos volveréis a ser los mismos y ya no tendré ninguna razón para irme. Me puedo comprar aquí otra bicicleta. Me olvidaré de mi cuarto azul, de Gennaro y su pistola, de Pierre Spielmann, de H y su baile demencial. De Ella. A Ella la meteré bajo una losa de mármol también. La lloraré y todo pasará. El abuelo siempre decía que todo muere y desaparece. Igual que le ha pasado a él. Como Marcos. No sé. En realidad yo sé muy pocas cosas y cambio de opinión todos los días. Sí, todos los días opino distinto sobre lo que creí verdad el día anterior. Es horrible. Mamá, ¿no me oyes?
Agachó los ojos, vencidos por el peso de un recuerdo. Dio una calada. La brasa se encendió como el abdomen de una luciérnaga. Aplastó la colilla con la punta del zapato. Tienes comida en la nevera para un par de días, Nico. Tu padre y yo nos vamos mañana por la mañana después del entierro. En Lanzarote hay una familia que dice haber visto a un niño igual que Marcos acompañado de un señor con barba. La policía no da mucha credibilidad a la pista. No nos hacen caso. Ya no se qué pensar. Sigo sin entender cómo pudieron entrar en casa. Estaba todo cerrado con llave.
Al día siguiente, tras el entierro, mis padres y yo nos montamos en taxis distintos.
Mi casa estaba sorda como un espejo. El cuarto de Marcos ofrecía el vértigo que produce asomarse a un pozo de tiempo. Daba igual el mensaje que lanzaras. El eco lo ridiculizaba todo. El vacío de habitaciones ventiladas me recordó a los meses que vinieron tras la última desaparición de mi hermano. Todo estaba rodeado de puertas y paredes. En clausura. Todo menos la ventana de mi hermano. Siempre abierta, como para que viniera Peter Pan a devolvernos la traición de Marcos. A decirnos que finalmente había decidido crecer, como Wendy, como todos los niños. Pero yo no creo que Marcos vaya a volver así. Lo sé por la sencilla razón de que él es demasiado listo para no crecer si le dan la oportunidad.
Durante aquellos meses que se convirtieron en años, mi madre dejó su trabajo de maestra de inglés. Primero solicitó una baja, más adelante una excedencia. Luego ya no volvió más. Decía que todos los niños le recordaban a su hijo. Todos los niños del mundo le recordaban a Marcos. No podía soportarlo. Decía que entraba por las mañanas en clase y lo veía sentado en la última fila. Luego tenía que parar la clase y se ponía a llorar mirando por la ventana, para que los demás niños no la vieran. Se montaba un buen alboroto cuando la maestra se daba la vuelta. Voces, papeles sobrevolando las mesas, burlas, esas cosas. Poco a poco el jaleo se apagaba. Hasta que por fin quedaba ahogado en su propio rumor y solo subsistía el llanto de mi madre. Solo. Allí, de pie. En la ventana. Mi madre. Algunos niños lloraban también, de pena, supongo. Da mucha pena ver llorar a tu maestra cuando eres un niño. Al rato alguien salía al pasillo y avisaba a otro profesor, y este llamaba a mi padre, y mi padre dejaba todo lo que estuviera haciendo para irla a buscar. Así tres o cuatro veces. Después, como digo, ya no volvió más.
Desde entonces, llegaras a la hora que llegaras, mi madre siempre estaba en casa. Arreglada. A la manera en que se visten las madres para salir a pasear los domingos por la mañana. Esperaba un sonido. Una premonición. Por qué no vuelve. Pasaba largas horas en silencio. Parecía que escuchara una música de piano. La veo sentada en el sofá con un cigarrillo. Con la mirada fija en la pared o en la ventana. Ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba allí, a su lado. Mirándola. Pero yo no podía salir al pasillo y pedir ayuda a otro profesor. Estábamos solos. Mi madre y yo. A veces el cigarrillo se consumía entero sin que ella se lo llevara a la boca. Luego encendía otro y repetía el proceso.
Mi padre comenzó a ausentarse. Volvía muy tarde. Descolorido. Amarillento. Parecía que hubiera pasado el día mimetizado en la tienda de un anticuario. Desayunaba solo. Un café y un trozo de pan calcinado. Mi padre, siempre tan meticuloso con su alimentación, ahora le daba igual comer cualquier cosa. O no comer. Y se iba a trabajar. Y después nadie sabe. Algunas noches, mientras esperaba en la cama su regreso, me lo imaginaba sentado sobre un taburete en un club de alterne, como en las películas americanas de detectives. O llorando a solas en pensiones baratas para que nadie lo molestara. Contaba su historia a mujeres que cobraban por escuchar. Tal vez había formado otra familia en la que los hijos pequeños no desaparecían y su nueva mujer recuperaba el habla, y su hijo mayor no era una sombra molesta. En otras ocasiones, lo imaginaba colaborando con la policía. Rastreaba redes de pederastas, de tráfico de órganos, de secuestradores de niños que te miraban mientras escribían poemas en su mente.
Cuando llegaba a casa, mi padre casi siempre estaba borracho.
En la sobremesa ya no se hablaba de mis exámenes. Nadie preguntaba a qué hora había llegado el sábado por la noche. Se acabaron las charlas de fútbol, las broncas por poner o quitar la mesa, o porque la música estaba demasiado alta. No hubo más películas con pipas de calabaza el domingo a mediodía. La vida en familia, en definitiva. Nadie se enfadaba por mis silencios o mis huidas a la habitación en cuanto terminaba de comer. El tiempo caía con estruendoso mutismo, como un tenedor sobre el plato vacío.
¿A Cambridge? ¿Cómo te puedes ir a Cambridge a estudiar? ¿Y si vuelve Marcos? Es mejor que te quedes aquí. Tienes que esperar con nosotros. Nada puede continuar si Marcos no está. Bueno, no dijeron eso, pero es lo que yo entendí. En realidad dijeron bien poco.
Así pasé los dos días que vinieron tras el entierro de mi abuelo. Rechazaba llamadas. Repetía lecciones aprendidas con la cadencia de una canción o de una lista de ríos memorizada en la escuela. Esas retahílas de nombres que se quedan en la cabeza sin motivo ni utilidad. Perseguía por la casa momentos cotidianos que antes carecían de importancia. Una fiesta de cumpleaños con besuqueos, monerías y patatas fritas. Mi primera bicicleta, roja y con ruedines, que una tarde se desintegró bajando por una cantera abandonada. Aquel juego de hipopótamos locos que tragaban canicas. Las guerras de bolas de nieve dejando zarpazos sobre el capó de los coches. Aquel día mamá se resbaló en el hielo. Mi padre al intentar levantarla se escurrió y cayó sobre ella. Se reían mucho. Muy cerca el uno del otro. Se reían fuerte, desencajados. Empezaron a besarse, allí, tirados sobre la nieve. Los vecinos los miraban desde sus ventanas arropados con un batín y una infusión caliente. No sé qué pensarían. Cogí a Marcos de la mano y nos fuimos a hacer un muñeco de nieve a otro sitio.
La mesa del salón estaba llena de recortes de noticias sobre médiums, abducciones, niños perdidos, secuestradores, redes organizadas, detenciones. Cogí todas aquellas revistas y alegatos sobrenaturales y les prendí fuego en la pila de la cocina.
En mi habitación encontré un paquete sin abrir con una nota que ponía: para mi nieto Nicolás. Era el tablero de ajedrez de mi abuelo. Pensé en colocar las piezas y jugar una última partida. Tenía la muda esperanza de que se movieran solas.
Intenté llorar. Sin éxito. Había tan poca realidad en aquello que no podía sentirme lo triste que me hubiera gustado. Me daba miedo salir de casa por si todo seguía igual. Por si descubría que me había ido con la esperanza de que todo cambiara y al cruzar la puerta de la calle averiguaba que solo yo había cambiado. Me senté a oscuras en un rincón de la casa. Oculté la identidad de mi teléfono y llamé. No quería hablar. Tan solo escuchar tu voz. A la manera de un acosador, de un depredador sexual. Una voz grabada me informó que tu número de teléfono ya no existía.