Gennaro no era tan mayor como daban a entender los pliegues que cercaban su cara. Eso es algo seguro. Cuando yo lo conocí lindaría los cuarenta años. Aunque nunca me gustó eso de echar edad. Me parecía como si le lanzara un peso injusto y ceniciento a la persona. Mi casero disfrazaba su debilidad con la confianza de que antaño fue enérgico y varonil. Como si viviera a base de sostenerse en un recuerdo de trapecista. Era nervudo. Correoso. Con piel de animal viejo. De bota de vino. Apergaminado. Su piel era de por sí una lección de vida. Tenía una barriga insólita que le nacía casi de las clavículas y le bailaba el bajo de la camiseta. Brazos y piernas de niña. Cuatro palillos y una cabeza insertados en un gran limón. Un cuerpo de pájaro cercenado por la cicatriz de una traqueotomía llena de misterio. Aquel agujero, lacrado, como un esfínter afuncional, es lo que tiene más nitidez en mi evocación. Lo recuerdo sin necesidad de recordarlo. Eso y su labio inferior. Allí siempre llevaba grabada la marca de dos dentelladas secas y rojas. Una vez a la semana se afeitaba el rostro y el cráneo. Salía del lavabo oliendo a jabón de manos. A oveja recién esquilada. Al cabo de dos días le brotaban una infinidad de puntos blancos y brillantes. Una película de lija azucarada que, ahora sí, le echaba una palada de años encima.

Durante mis vacaciones de Navidad le había dado por llenar el salón de tiempo. Según entré con las maletas me recibió con un reloj de mesa estilo Napoleón III. Me miraba a la espera de aprobación. Solo recibió mi perpleja ignorancia. Finales del siglo XVII, más o menos, declaró entusiasmado, ojo de buey, maquinaria Morez. Lo voy a restaurar, a barnizar y a vender. Cuánto crees que he pagado en el mercadillo. Veinte libras. Y había más. Estos ingleses no entienden de nada. Qué raza tan estúpida. Se les pudren las antigüedades sin saber lo que valen. En sus casas todo es antiguo. Con tal de tener un buen coche en la puerta y el jardín cuidado todo lo demás les da igual. Lo voy a restaurar, Nico. En Italia puedo sacar más de veinte veces lo que he pagado por él. Mi primo irá con una furgoneta a través del túnel ese con Francia y los venderá todos. A los italianos nos pasa al contrario: las antigüedades nos dan la vida. Voy a vaciar Inglaterra de relojes antiguos.

A esa tarea de ladrón de ritmos y pulsaciones se dedicó desde entonces. Con un deje de venganza en cada mueca. Esa añeja paciencia de relojero que mueve el mundo a su antojo. Hay que entenderlo. Gennaro era un pellejo blando en busca de desquite. Solo quería recuperar lo que se le robó. A nadie le gusta que le roben. Te hace sentir un estúpido. Indefenso. Desguarnecido. Una vez cuando yo era pequeño, antes incluso de que naciera Marcos, entraron a robarnos en casa cuando volvíamos de ver la cabalgata de reyes. Se llevaron cosas sin valor que de repente pasaron a tenerlo. De eso me doy cuenta ahora. Me pasé el resto de la semana odiando a todos los desconocidos. Aquel día aprendí que solo hace falta una persona para perder la fe en el ser humano.

El vértigo y entusiasmo de Gennaro decían a las claras que no era la primera vez que se embarcaba en empresas similares. Supongo que era una especie de vocación. Un delirio mudo. Ya el primer día que le conocí, intuí que Gennaro era propenso a jugarse la vida al vuelo de una moneda. Creo que no sabía vivir de otro modo. Con esa sordera psíquica del que no atiende a más razones que las suyas propias. A ciertas edades se va perdiendo la capacidad para aprender según qué cosas. A vivir de nuevo es una de ellas. Soy el hombre más enfermo y más pobre del mundo, comentaba como si tal cosa, no me pertenezco ni a mí mismo. Pero la peor de mis dolencias es sin duda el aburrimiento y los recuerdos, continuaba pinchándose las sienes con los dedos, cada día siento que estoy más loco. Y después te arponeaba con esos vidrios de zorro atónito que tenía en la cara antes de reírse. Para que no pudieras olvidar su maldición.

Los primeros relojes eran pequeños: piezas barrocas de Alemania o relojes de viaje, con péndulos de mercurio. Luego llegaron los Moreau –bellísimos–, los Schimdt, los Urgos de Ave María, los Orbex de dos cuerdas con su melodía fúnebre en continúa advertencia. Una cuenta atrás que parecía sermonearte. Me los enseñaba todos, rodeado de un aura de desenterrador de tesoros. Inundado por una pasión impropia para un moribundo. Por último llegaron los relojes de seis columnas, los Mauthe y los Carillones con armonías infantiles. Sonería de horas y de medias. Músicas metálicas, melodías religiosas, apocalípticas. Ninguno puesto en una franja horaria reconocida. La entropía más absoluta. El desorden del tiempo en una sola habitación.

En aquel desgobierno excesivo lo vi pocos días después, a Gennaro, sentado en el sofá con varios relojes Belcanto de sobremesa puestos frente a él. Lloraba. Observaba las manecillas. Todas a la vez. Las hacía girar en sentido inverso con la punta del dedo. Se miraba en un espejo de mano mientras trataba de detener el tiempo. No se reconocía. Quién iba a reconocer a aquel tallo sin savia. Al menos es la única explicación a su mirada de abandonado. Tiene que ser atroz mirarse al espejo y no saber quién está al otro lado. Parecía preguntarse por qué. Y la respuesta la buscaba entre las sístoles y diástoles enfebrecidas de cada péndulo. Rogaba que se detuvieran, supongo, qué otra cosa podría estar haciendo.

Sentí una lástima ignorante y abismal. Solo hay algo más triste que ver llorar a un hombre adulto: ver llorar a un hombre adulto acorralado por el tiempo. No hay manera de ayudarlo. Qué coño vas a decirle, si lo único cierto es que algún día tú ocuparás su lugar.

Gennaro lloraba por él y por todos nosotros.

Deberías haberlo visto. En el salón donde Gennaro dormía se celebraba una hora a cada minuto, unos cuartos o un año nuevo. El salón era una fiesta de campanas, carillones, segundillas, cucos y melodías de dios.

Me gustaba entrar en aquella especie de máquina del tiempo. Una esquizofrenia de ires y venires. En esa algarabía de golpes y cadencias me resultaba fácil concentrarme. Se me regalaba todo el tiempo que uno pierde como si tuviera agujeros en los bolsillos. El ritmo de las agujas, los péndulos y los árboles de ruedas se diluía con la lectura. A veces incluso caía en un sueño profundo y mecánico en que parecía que mi subconsciente elegía el tictac más apropiado para seguir. Son los mejores recuerdos que guardo de esa casa. De mi habitación azul. La tranquilidad más placentera. Eso es lo que había perdido en mi vida en España. En mi casa no se oía el compás del tiempo. Era asfixiante. Todavía me coloco el reloj de pulsera en el oído y una venda azul en los ojos. Es un viaje fabuloso.

Llamaron a la puerta principal. Gennaro se levantó. Se sonó la nariz. Gritó a quien estuviera al otro lado que diera la vuelta y entrara por el jardín. Por la puerta de la cocina. En inglés y en italiano. No me lleve sorpresa alguna: la puerta principal nunca se abrió en todo el tiempo que pasé en aquella casa. Imaginé que sería uno de los amigos de Gennaro. Tipos rudos y sonrientes de camisa abierta hasta el inicio de la barriga. Cuando venían de visita se saludaban a grandes voces y a mí me daban palmadas en la espalda como si tuviera un hueso de ciruela agarrado en el esófago. Luego se encerraban y pasaban horas hablando muy bajito en dialecto napolitano.

Gennaro se ajustó la goma del chándal y el cuello de la chaqueta como si llevara un frac. Ademanes de quien en algún momento estuvo cerca de la elegancia. O sirviéndola. Buenos días, caballero, dijo el recién llegado. Al momento reconocí el esfuerzo por reducir su deje afrancesado. Buscaba a Nicolás. Soy un amigo. Me llamo Pierre. Pierre Spielmann.

Salí al pasillo. ¿Qué haces aquí, Pierre? Hola, Nico, me alegro de verte, añadió algo nervioso. Sorprendido tal vez por el aspecto de mi casero. Sé que es un poco tarde, pero he estado entrenando, dijo como si yo le hubiera pedido una disculpa. Estaba por aquí cerca y pensé en dejarme caer por si habías vuelto de España. Me alegro de verte. Los tres nos quedamos en silencio.

Vaya, qué reloj holandés tan bonito, continuó Pierre señalando una pieza recién barnizada que reposaba sobre unas hojas de periódico, la esfera está pintada a mano, verdad. La imagen representaba a dos mujeres vestidas de blanco, en corpiño y falda vaporosa. Jugaban con un parasol en un claro del bosque. Todo estaba gobernado por el viento. En verdad era una hermosa estampa. Mi abuela tenía uno muy similar, añadió mi amigo. Gennaro abrió los ojos como un sapo y lo invitó a entrar al salón. De un modo natural comenzaron a conversar de cada una de las piezas que Gennaro había comprado en los mercadillos dominicales. Por aquel entonces aún no tenía muchos relojes. Diez. Quizá doce. Aunque suficientes para mantenerlo ocupado hablando de ellos durante un buen rato. Observar todo aquello me causaba la extrañeza de las cosas que no concuerdan, como dos melodías superpuestas o una mezcla de sardinas con caramelo. Tú me entiendes.

Gennaro. Andrajoso. Herido de muerte. Casi transparente. Como un cetáceo albino.

Pierre. Paradigma de la elegancia descuidada y noble. Un hombre entero. Diseñador de su propia existencia.

Mi amigo llevaba una americana blanca con costuras y ribetes azul marino. Debajo, sus habituales camisas desordenadas con reflexionada intención. Solo una tristeza desacostumbrada confería a su rostro un halo de inquietud.

Me gustó ser el imán que ensamblaba polaridades tan contradictorias. El regocijo de ser capaz de unir a dos personas antagónicas en un marco común.

Pasaron buena parte de la tarde enfrascados en discusiones donde la mayor parte de las palabras no tenían correspondencia alguna con un significado para mí: tempus fugit, péndulos cicloidales, Winterhalder, guardapolvos, Thomas Lozano, osciladores de cuarzo, Ormolu, metrónomos y Sèvres. Yo participaba a mi manera del contento. Sabía que de algún modo la repentina visita de Pierre había traído aquel entusiasmo infantil de Gennaro.

No tardé, sin embargo, en darme cuenta de que Pierre no sabía tanto como quería aparentar. Aquello fue un descubrimiento que lejos de molestarme me hizo admirar aún más a mi amigo. Sus artes de buen conversador le hacían parecer un versado en la materia. La clave residía en que sus intervenciones se centraban en preguntas relacionadas con temas ya tratados. Si mantenías la concentración no era difícil caer en la cuenta de que todas sus aportaciones eran solo pequeñas variantes de explicaciones previas de Gennaro. Pierre, pasado un rato, volvía sobre ellas. Sazonaba las ilustraciones de Gennaro con pequeños añadidos bastante evidentes o que conformaban poco riesgo. De tanto en tanto dejaba caer preguntas en las que afirmaba algo que ya conocía de piezas anteriores. Comentarios jocosos. Esa tenue aptitud de buen conversador que se tiene o se muere buscándola. Pierre la tenía, claro, y era muy consciente de ello. Sabía que muchas veces solo es cuestión de tener los ojos abiertos. Y escuchar antes de parecer bobo, como repetía mi abuelo como moraleja vital. Eso siempre. Gennaro estaba tan entusiasmado con la charla que enseguida cayó en aquel juego de espejos e ingenios lingüísticos.

Días después interrogué a Pierre sobre la razón a sus falsos conocimientos de relojería y coleccionismos. No tengo ni la menor idea de relojes, corroboró con una sonrisa pícara, no hay más que ver que Gennaro es de esas personas a las que con escuchar ya se las hace feliz. La soledad nos vuelve animales predecibles, Nico. Además, remató, no hay nada como interesarse por las pasiones de alguien para ganarse su confianza y alegrarle el día. Me maravilló el razonamiento. Ser amable es ser invencible, reza un proverbio chino.

Segundos después dudé si yo sería también víctima de sus maestrías sociales. Es decir, si se interesaba por mis asuntos solo para ganarse algún provecho, o una deuda que en algún momento pensaba cobrar. Y de ser así, cuáles eran las pasiones con las que Pierre podría sobornarme. Qué era lo que en verdad me interesaba a mí de la vida. Pronto olvidé esta amenaza. Me asustaron aún más las razones que podría tener Pierre para labrarse la confianza de mi casero. Gennaro es un tipo fascinante, contestó, da gusto escuchar a un hombre con las ideas tan claras y que no tiene nada que perder, ni siquiera su vida. Pierre siempre tenía todas las respuestas preparadas.

Gennaro palmeó el aire. Estaba eufórico. No era la alegría artificiosa y amable con la que me recibía al volver a casa. Todo lo contrario. Era un júbilo más arraigado. Difícil de perturbar con un juicio pesimista. O con pensamientos secretos de esos que a veces se le cruzaban por delante, así, sin más, como una mosca alunada, y le hacían encerrarse en la habitación a ver películas con el volumen muy alto.

Qué día es hoy, preguntó. ¿Hoy? Trece de febrero, creo. Claro, claro, hoy es día trece, mi cumpleaños. Revestido de esa determinación e insistencia suya con la que podía convencerte de cualquier cosa, Gennaro nos animó a salir a tomar algo para celebrarlo. Por pura cortesía llamé a la puerta de mi compañero sudafricano. Amablemente, declinó la invitación.