En la fiesta se conocían todos.
Había entre ellos un afecto de jardín de infancia. Un apego cerril. Esa amistad fanática que tolera todo aunque con los años cada quien tome un camino distinto. El cierre de filas me pareció casi fraternal.
Y yo era el nuevo. El intruso en la fiesta de disfraces. El aburrido que no había trasnochado aún. Un extranjero entre los extranjeros. Me saludaban con un gesto de cabeza. Dudaban incluso de mis méritos para estar allí. Ese trato inapetente de conocidos de ascensor, de climogramas.
Era lunes. Tal vez martes. Solo recuerdo que el día había comenzado otra vez ensuciado de tristeza, sin ninguna explicación. Cada minuto que pasaba se transformaba enseguida en un recuerdo lejano. ¿Cuánto tiempo llevaba en Cambridge? Mis padres continuaban sin llamarme. Marcos seguía en todas partes. Mi abuelo, sin embargo, se había interesado por mí un par de veces. Eran llamadas muy cortas en las que dejaba caer alguna frase lapidaria para espolear mis ganas de vivir: la rutina es una bala en el fusil de la costumbre que lleva tu nombre. ¿Qué significa eso abuelo? Nada, Nico, que con la edad a uno le da por pensar en verso. Quiero decir que salgas y hagas una tontería, coño. Después colgaba. A mi abuelo no se le daba bien ser otra persona.
El local estaba lleno de banderas en honor a los estudiantes internacionales. Luces de colores. Música. Poco más. El suelo temblaba. Yo, apoyado en la barra. Disfraz inequívoco. Mineralizado. Con el sombrero de la mano lo mismo que si esperara para inclinarme con cortesía ante una señorita con pamela blanca y parasol.
Se acercaron los dos a saludar. Cada uno desde un extremo. Sonreían. Iluminados. Suspendidos en una bocanada de densa oscuridad.
Él, francés. Siempre decía que era de Luxemburgo. Mi amigo Pierre Spielmann. Llevaba unas gafas de ajedrecista ruso sin cristales y un disfraz inspirado en Alex, el protagonista de La naranja mecánica de Kubrick. Muy logrado. Un báculo al hombro. Un sol tatuado en el ojo izquierdo. Fino, audaz, puntilloso. Pierre tenía la suerte de saber que no hay nada más imperdonable que cumplir los sueños demasiado pronto. Todo un experto en matar a Herodes.
Ella, danesa. Envuelta de un perfume solitario difícil de apreciar. Pero solitario al fin y al cabo. Hacías tanto daño. Hablabas de forma inconexa. Parecía que quisieras desvelar un secreto y una fuerza insólita te lo impidiera, insinuando repetidamente variaciones en las palabras. Tu mensaje era un continuo telegrama urgente.
Imaginé que te invitaba a un par de cervezas. Tú me revelabas ser la autora de un crimen con fosas comunes en el jardín trasero de tu casa. Bajo rosales y enredaderas. Yo sería tu cómplice. Esas cosas pasan, lo creamos o no.
No llevabas disfraz. Al menos ya no. Solo unos pequeños restos de infancia en la comisura de los ojos.
Después de cortesías, presentaciones y una clase de geografía europea, ambos regresasteis a la pista de baile junto con Pete, Georgie y Lerdo, los otros tres miembros de la banda de los drugos. Con eso quedaba claro que no me necesitaban por lo que pasé a ser una variedad de Charlot perversamente vestido. Le pregunté a Pierre quién eras tú. Era la tercera vez que estaba cerca de ti y seguía sin conocer tu nombre. Nadie. Ella. Yo me quedé bebiéndome la soledad de Ella y la mía. Ella bailaba con la sutileza de una corriente de aire. Entendía el dialecto de las mareas. Enseguida supe que Ella tenía todas las respuestas: desde qué hacen un miércoles de lluvia los delfines, hasta el número de pie de cenicienta –el mismo que el tuyo, claro, qué cursi eres, Nico, así nunca podrás escribir nada bueno–. Ella se burlaba del ritmo de la música. Sus reglas eran invisibles. Incuestionables. Aprovechaba el sudor aceitoso del suelo para deslizarse. Doblaba las rodillas. Mantenía el tronco recto, como si soportara una bandeja de cristal sobre la cabeza. Subía los brazos al tiempo que flexionaba hasta el límite de su minifalda violeta.
Aleteabas.
Te perdí de vista. Un compañero de clase algo aburrido se había acercado a saludarme y me hablaba de Cataluña y el problema nacional. De Escocia y de políticos con nombres bárbaros. De demiurgos y sinrazones. De comparaciones que solo interesan a los que no saben de qué hablar en una fiesta. Hay mucha gente así de aburrida. Con la intención de arruinarte el destino en un minuto.
Me entregué a la felicidad de buscarte entre los estudiantes. Todos alzaban sus vasos. Aullaban como criaturas jurásicas. Te vi. A pantallazos. Aparecías. Desaparecías. Cambiabas de color. Permanecías quieta. Con uno de los drugos. Os besabais. Un dolor de vigas de madera reverberó dentro de mí. Una tracción de maromas. Ella de puntillas. Elevada hasta sus labios. Con el bombín del drugo. Sin más. Era hermoso. Cruelmente hermoso.
Me giré para pedir otra cerveza. Apunté a mi compañero que la identidad nacional me importaba poco –en realidad mi vocabulario fue más obsceno–. Asintió aunque no le gustó mi respuesta. Le dije que me iba a casa. O quizá que me quedaba toda la noche. Solo pretendía alejarme de su forma lenta de morir. Apártame de un posible contagio.
Quise echar de menos a algo o alguien, pero no lo conseguí. Solo estabas tú, y aunque me marchara de allí seguirías conmigo. Una enfermedad imposible de arrancar.
Bajé al ropero a por mi abrigo. Pagué. De pronto apareciste. A mi lado. Llevabas todavía el bombín, un poco inclinado hacia delante. La sombra de la visera te velaba un ojo. Al estilo de un gánster, o de un golfillo callejero londinense. Las puntas marrones y rojizas del pelo te brotaban por los laterales. Estalagmitas ebrias. Garfios.
Llegaste a mi altura. Hasta que te pusiste de puntillas no desvelaste tu azorada lucidez. Ella atrapó mis labios entre el cepo de su boca. Un instante. Y deslizó, más bien empujó, con su lengua algo sólido dentro de la mía. Actuó con esa sutileza que despliegan dos caballeros que se pasan un billete en un choque de manos. Después sustituyó su carmín, su saliva, por el cuello de una botella. Bebí.
No te marches aún.
Pasaron varias horas de las que solo recuerdo flashes inconexos. Los segundos perdiendo su linealidad en el universo, su cadencia en la esfera del reloj. Se volvieron locos. Idas y venidas. Daguerrotipos imposibles de ordenar con el tiempo. Me hacían trampas. Estaba en casa. Regresaba. Indicios muy vagos. Incongruencias con las que me partía de risa. En la barra del bar me servían un zumo de metal. La gente reía con encías de chimpancé. Mostraban sus campanillas al techo. Pero todo era silencio. Un zumbido lentísimo dentro mi cabeza. Se hacía otra vez de noche. Yo buscaba el sol. Los focos de colores abrasaban, olían a caramelo fundido, a piel quemada. Era feliz. Solo había monstruos a mi alrededor. Medusas rojas y verdes y azules. La gente lloraba a sus muertos. Tenía miedo de volar. No podía oír la música, pero sí saborearla. Sabía a precipicio.
Lo siguiente fue el baño. Ella se agachaba. Se inclinaba sobre la cisterna. Parecía que quisiera vomitar. Nos encontrábamos solos. Yo estaba a su lado, apoyaba el hombro en la pared. Estábamos dentro de un camarote en plena tormenta. Le retiré dos mechones de pelo cobrizo. Tus mechones eran anzuelos de lana. Disfruté de tu cuello. Traté de morderlo. Arrancaría solo un pedacito de carne. Una dentellada fácil de esconder con una melena, o con un jersey de cuello de cisne. Ella echó la cabeza hacia atrás. Abrió los brazos. Parecía querer respirar el aire de una cordillera suiza. Así, todo de una vez. Respirar el aire de los Alpes, allí, en aquel baño inglés pantanoso, qué idea tan absurda. Se limpió el labio superior. No se dio cuenta, pero con ese gesto también arrastró sus últimos restos de infancia.
Me acercó un cartón enrollado. Se tocó la nariz. Había un trazo de sal fina en la cisterna. Sobre una carta de tarot que no conocía. Ella sonreía mucho. Tenía una risa entre avergonzada y pícara que abría la médula espinal con el mecanismo de la cremallera de un pantalón. Cuando me besó lo hizo con los dientes. Luego abriste los ojos como se abren las manos para acoger el cuerpo de un pájaro. Tus ojos eran del color de las cerezas limpias. Descubrí una huella. En tu retina izquierda se veía una línea minúscula, amarillísima, como si la hubiera cruzado un escalpelo de cirujano o de pintor de acuarelas. Como si a esa cereza la hubiera picoteado un jilguero ciego.
Nunca lo hice antes, te dije con la mirada. No me apetece. Lo haré por ti. Le mostraba el cartón enrollado como si sostuviera el cadáver de un bebé. Rompió a reír. Me quitó la cánula y la arrojó al lavabo. La línea de tus dientes era perfecta. En aquellos dientes no había embriaguez, ni recuerdos siquiera. Eran lápidas blancas. En magistral alineación. Un cementerio militar de jóvenes muertos por la patria. Qué forma tan estúpida de morir, por la patria y todo eso, quiero decir. Te metiste algo en la boca. ¿Un caramelo mentolado? Claro que no. Me besó. Sabía a tabaco y a lactancia. Yo firmaba cheques en tu espalda con caligrafía de notario. Agarró mi nuca con violencia y repitió la operación de introducirme la pastilla con su lengua. Esta vez noté su textura en el baile de apéndices carnosos. Se me escapaba. Ella me lo devolvía. Un botón de sacarina. Vértigo y luz. Tragué. Me aferré a tus manos. Las acomodé por encima de tu cabeza y las crucifiqué contra la pared. Ella se dejó vencer. Te crecían hojas de romero en los dedos.
Dos líneas blancas centellearon en tus muñecas. Dos quemaduras finísimas que algún día fueron sonrisas rojas. De qué son esas marcas, pregunté. Ella me miró. Se miró las cicatrices como si fueran fotografías de un pariente muerto. Me las hizo mi hija, respondiste. Y Fabio Babare. ¿Quién? El mundo en aquel baño olía a bolitas de alcanfor. A lejía caducada. A orines fermentados y a humedad. Todo irá bien, pensé. Pero bajaste las persianas de tu mirada y desapareciste.
Esta vez no hubo cabriolas de imágenes. Solo un recuerdo más: Marcos. Si en algún sitio estaba mi hermano era en aquel universo sideral. Comencé a buscarlo. Enloquecido. Entre las risas y los dedos que me señalaban. Entre payasos y bailarinas con tutú. Pensé que si no lo encontraba pronto, Marcos también podría abrir sonrisas rojas en sus muñecas. Si Marcos no estaba allí, no estaba en ningún lugar.
Otro recuerdo: la cola de un puesto de hamburguesas en Market Hill. Aun era de noche. Se presentía el amanecer en el vulcanismo de las nubes. Pierre estaba frente a mí. Había perdido sus gafas de ajedrecista. El maquillaje del ojo se derramaba por su mejilla. Me preguntaba algo con la boca llena mientras se recogía la camisa dentro del pantalón. Arrastraba los tirantes. La gente hacía eses y emes y úes al pasar junto a nosotros en bicicleta. Tenía hambre. O me dolía el pecho. Se me había olvidado dónde se siente el hambre. Qué barbaridad, tenía hambre y no sabía dónde o cómo. Es decir, no sabía si el hambre era un lugar o un proceso o un pintalabios. Mi cuerpo era de barro. Ella, tú, ya no existías. Pierre movía los brazos como si remara en el aire. Le pregunté a Pierre por ti, por su amiga danesa. Mi voz viajó como si llegara desde varios metros detrás de mí y me atravesara por los laterales. Pierre, ¿dónde se fue? ¿Quién es Fabio Babare? Él me respondió en francés. Se encogió de hombros. No te entiendo, Pierre. Llamó a un taxi. No te entiendo. Volvió a decirme algo en francés. Muy ebrio. Dejó la mitad de su hamburguesa en mis manos. Me palmeó la cara y se metió en el vehículo con Claire.
Llegaban furgonetas llenas de hortalizas, frutas y flores. La gente montaba sus tenderetes con toldos de colores y fumaba tabaco de liar. Las fachadas eran ocres, rojas, pajizas y blancas. De cartón piedra.
Busqué mi bicicleta. Jamás sería capaz de encontrarla. Estaba perdida en un mar de bicicletas holandesas.
Me pegaron una patada en el costado. Abrí los ojos. Ardían. Quise cerrarlos. Extirpármelos con una cucharilla de postre. Estaba tumbado. Ensopado de rocío o de babas de caracol gigante, pleistocénico. En el techo solo había azul. Era el cielo. Miré el reloj con un ojo cerrado. Las ocho. La boca me sabía a hojas de tabaco pegadas al paladar. Gennaro me miraba con el sol a la retaguardia. Un eclipse pálido. Llevaba puesta aquella sudadera del Nápoles con la que siempre dormía. No me llamó Señor. Ni sonrió. A su lado estaba el sudafricano con el uniforme de trabajo. La porra, la camisa marrón, el walkie. Tampoco habló, ni cambió su rictus de animal ausente. Me ayudó a levantarme.
Gennaro le dijo que me metiera en casa mientras él ataba la bicicleta a la valla. Mi bicicleta azul. No recordaba los zarandeos de mi vuelta a casa. Gennaro parecía molesto. El sudafricano me llevó hasta la cama. Me trajo un vaso de agua. No me juzgó. Se fue a trabajar y me dijo que me cuidara, carente de expresión. Take care, buddy.
Estás drogado, ¿verdad? Hay que ser estúpido. ¿Tú sabes lo que hace la policía con un estudiante drogado con los bolsillos llenos de esto? Me arrojó una bolsa llena de pastillas. En lugar de en mi jardín podrías haberte despertado en tu país de mierda. Y a mí, ¿sabes lo que le harían a un inmigrante con antecedentes por tener en casa a un drogadicto sin contrato? Supongo que esas fueron sus palabras, o al fin y al cabo, ese su mensaje. Puede que me lo haya inventado todo. Lo desconozco. Hablaba en italiano, un italiano que me sonaba primitivo, tectónico, rancio, marrullero, con tacto a navaja oxidada en un callejón oscuro.
Le hubiera golpeado. Maldito moribundo. Quería su deslumbrante revancha. Robarme mi triunfo. De dónde venía toda aquella rabia. Me moría de sueño. Quién era él para desmembrar toda aquella alegría. Deshice la cama y me tumbé. Cerré los ojos. Gennaro abría y cerraba puertas. Cajones. Buscaba pruebas. Aciertos y acertijos. Cadáveres.
Tú no la has visto, Gennaro. Tenía los ojos del color de las cerezas. Y el pelo del color de las cerezas. Como raíces que entran y salen de la tierra. Un bombín negro. Era danesa. Nunca antes había conocido a alguien de Dinamarca. ¿Tú sabes que es uno de los países más grandes del mundo? Tienen Groenlandia. Toda para ellos. Pero no saben que allí no hay más que hielo. Qué ingenuos.
Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Los nombres no sirven para nada. Mi madre dice Marcos y no sirve de nada. Marcos, Marcos. Y nada. Los nombres lo ensucian todo. Ella nunca tendrá nombre. Ella será Ella siempre.
El italiano sonrió con su cara de enterrado vivo bajo paladas de cal. Le vi la calavera. Las calaveras siempre sonríen. Me perdonó. Le indulté. Afuera, la lluvia, afinada en clave de Fa, golpeaba la ventana.
Me desperté a media tarde. Ya casi era de noche otra vez. Un día entero sin ver el sol. Aunque no podría decir si en realidad llevaba dormido más de dos días. Todo era vergüenza. Remordimientos. Ignorancia de seguros errores y ofensas. Dentro del pantalón encontré tu nota arrugada: Te veo junto a la librería, a la hora del cierre. Trae lo que ya sabes. Miré el reloj, eran casi las cinco. Tenía que darme prisa.
Fui al salón a disculparme con Gennaro. No lo encontré. Todo estaba ordenado de un modo artificial, como se dejan las cosas cuando alguien espera una visita importante. Su pequeña maleta de cuero no estaba en el rincón acostumbrado. Las mantas estaban bien estiradas sobre el sofá. Los cojines reposaban en perfecta simetría. En casa había entrado un aspirador gigante y se había hecho el vacío.
Esta vez Gennaro tardó una semana en volver a casa. En todo ese tiempo no fui a visitarlo.