Era sábado en Cambridge, ya lo he dicho. Nunca vi un sábado igual. Tan domingo por la tarde. No encuentro otra manera de describírtelo. Mi abuelo Martín decía que todo el mundo reconoce un domingo por la tarde. Te pueden encerrar en una habitación sin luz durante diez años. Da igual. Si te sacan un domingo por la tarde lo sabrás. Pensé que a lo mejor en Cambridge todos los sábados eran domingo por la tarde.
Miré por la ventana otra vez. Un matrimonio de ancianos caminaba por la acera, reclinados en sus andadores. Son bellos los ancianos anglosajones, no te parece, tan blancos, tan suaves, casi un eslabón más de la evolución. Una mujer cargaba con la compra en bolsas recicladas. Tras ella dos niños pegaban patadas a un balón sin reglas fijas. En la casa de enfrente una luz parpadeaba. Todas las casas eran iguales. Dos plantas de ladrillo pardo que conformaban cuatro viviendas, una valla de madera envejecida, hierba muy verde, mal peinada.
Llovía. Abrí la ventana. Un suspiro de eucalipto entró en mi habitación. Saqué la mano. Llovía, sí, pero no caía agua. Las gotas flotaban, suspendidas como una pluma en una brisa muy espesa.
Me rendí. Con solo veinte años, claudiqué. Qué razón había para la lucha. Por qué nos empeñamos con una fuerza conmovedora en pasar penurias. Ese suicidio cotidiano de no estar nunca satisfechos. Por qué los planes siempre se desmoronan por donde ellos quieren, al igual que una mancha de agua que se extiende a su antojo. Los futuros nunca existen, cambian y terminan por ser una deformación. Hay veces que uno piensa que solo se está vivo cuando se sufre. Solo entonces se ve lo que de verdad importa, si es que hay algo que de verdad importe. Cada persona le da importancia a unas cosas. Nadie puede discutirlo.
Era sábado. Al menos en España era sábado. Las once. Todavía no había retrasado la hora de mi reloj. Mis amigos estarían jugando al fútbol. Después se tomarían unas cervezas. Donde siempre. Algunos se irían a casa y otros, entre los que me cuento, llamarían a sus madres para decirles que se quedaban a comer por ahí, yo qué sé mamá, por ahí. La tarde sería larga. La noche sería larga. En los bares de siempre. Risas. Confort. La mente del ser humano no está preparada para entender su insignificancia. Lo que me extraña es que haya gente que se pase la vida estudiando su grandeza. Hay que ser imbécil para estudiar tu cerebro en otro cerebro. Qué se creen que van a encontrar. A Marcos no le encontraron nada por más que miraron. Marcos. Y si Marcos volvía. Y si regresa durante dos horas y yo no estoy allí para verlo. Era mi hermano. Le echaba de menos. Los niños de seis años dejan un hueco muy profundo. Por lo que son y, como diría Clint Eastwood, por todas las personas que podrían llegar a ser.
Capitulé como solo tienen razones para hacerlo los ancianos vapuleados. Quizá ni ellos. Siempre me ha costado entender el honor de la derrota. O la derrota con honor. He perdido muchas veces. Cada día es una pequeña pérdida. Qué orgullo hay en ello. Hemingway decía que el hombre no está hecho para ser derrotado, un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Así lo escribió por boca del anciano pescador en El viejo y el mar. Pero de eso ya ha hablado mucha gente. Incluso puedo decir que la mayor parte de las veces ni me importa. Olvido fácilmente los fracasos, tanto como los éxitos. Pero nunca he sentido ninguna dignidad o decencia en ello. La ambición nunca me tocó con sus afiladas uñas para hacerme perder la imparcialidad.
Había pasado más de veinte minutos ensimismado en los saltos anárquicos de mi pensamiento. Alguien hacía café en la cocina. Pasé el pestillo de la puerta de mi cuarto. Me senté en el suelo con el teléfono móvil en las manos y llamé.
Descolgó mi abuelo.
Hola, Nicolás. Iba a bajar al salón a jugar al ajedrez. Son todos malísimos, y tardan horas en mover. Ayer se me durmió uno y luego decía que le había hecho trampas. Lo que hay que aguantar. Veré alguna película. ¿Ya tienes casa? Me alegro.
Después de unos segundos de silencio la voz de mi abuelo cambió. Me dijo, Nicolás, Nico, qué te pasa, y otras cosas muy extrañas como que somos un soplo de aire y que hacerse joven lleva demasiado tiempo. Eso es de Picasso, abuelo.
No le entendí pero le dejé hablar.
Mi abuelo había pasado toda su vida dentro de una mina. Entre piedras y olor a caucho quemado. Rutina sobre rutina. Como una baraja de cartas. Ahora vivía en una residencia de ancianos a las afueras de la ciudad. Nunca tuvo vacaciones. Como si se enorgulleciera de todas sus privaciones. Eso decía siempre que alguien se quejaba: yo nunca tuve fiestas, recreos ni vacaciones, había que trabajar. Y punto. No decía más. Él sabía que era suficiente para librarse de cualquier réplica. De pequeño tuve que comer bellotas de lo pobres que éramos, no te quejes. Y, claro, nadie se quejaba. No había forma de poner otro grano de arena para superar su montaña de padecimientos.
Cuando mi abuelo se jubiló, mi abuela ya había muerto. Supongo que con ella murieron muchas cosas más. Pero de eso mi abuelo nunca hablaba. En realidad casi nunca hablaba de nada. Por eso me sorprendió la charla de aquella mañana al teléfono.
Estoy muy orgulloso de ti, dijo más despacio, con la boca llena de plumas, imaginé. A veces la imaginación lanza mensajes de lo más turbadores. Date tiempo. Disfruta. Nicolás, no dejes de hacer nada de lo que un día puedas arrepentirte. Pierde el tiempo todo lo que quieras, pero nunca lo pierdas haciendo cosas que no quieres hacer. Nicolás, me oyes, bah, qué viejo soy, nunca creí que se pudiera ser tan viejo.
Sí, Martín, susurré –a mi abuelo no le gustaba que le llamaran abuelo–. Ahora sí lloraba. Sin esfuerzo ni nada. Yo nunca he sido viejo, por lo tanto no puedo saber lo que significa saber que nunca podrás ser nada más que eso: viejo. Cuando un viejo te abre su corazón da mucha pena. Sabes que está derrotado, diga lo que diga el borrachuzo de Hemingway.
Gracias, Martín. Mi voz sonó a despedida. Miré la pantalla del móvil para calcular el gasto de la llamada. La pantalla estaba enferma de viruela. Tres minutos veintitrés segundos. Veinticuatro. Veinticinco. El aparato habló desde mi mano: Y sobre todo no se te ocurra llamarlos. Que sufran por ti. Esa es su tarea ahora. Que sufran y recuerden que tienen un hijo de veinte años. Coño, Nicolás. Ya es hora de que eduques a tus padres. Ya va siendo hora que recuerden. Ahora apaga el maldito móvil y sal de casa.
Media hora después salí de mi cuarto con una mochila y ropa para hacer deporte. El deporte siempre fue una medicina certera y fiel. En la cocina había una taza de café a medio beber sobre la encimera y dos platos con migas de pan en el fregadero. Un gemido, frío, tristísimo, venía del cuarto de baño. Gennaro parecía llorar. Lloraba en italiano. Hay idiomas en los que se llora con más pena, de eso no cabe duda. Creo que golpeó la pared con el puño. Con los dos puños. Debía tener la boca apoyada contra la pared. Llenaba los azulejos de babas y salmos. Sus quejas repercutían, comprimían el encofrado de las paredes y se deformaban dentro del tabique que nos separaba. Un ulular de lobos.
Pensé que a él tampoco le gustaba que los sábados fueran domingo por la tarde. O que su hermano pequeño tampoco había vuelto a casa. Sea lo que fuere, deduje, Gennaro nunca había comido bellotas pero tenía motivos sobrados para quejarse de verdad.
En realidad, creo que rezaba. A mitad de la oración tiró de la cisterna.