CAPÍTULO XI

Todo lo que siguió a la dramática revelación de la última verdad sospechada por Wade Lash fue rápido, más aún, vertiginoso y terrible.

Su mirada había ido a detenerse en la pelirroja cabecita apoyada en la almohada de un lecho gemelo a aquel que tenía que haber ocupado Ridges. Ahora sí estaba contemplando el rostro sencillo y delicado de Ada Goring. Y jamás a persona alguna podía haberle transformado más el simple paso de unas horas. Parecía su propio espectro.

—Vamos, Ada —dijo gravemente Wade—. Usted y yo vamos a salir de aquí ahora mismo. Y estos caballeros no intentarán detenemos…

Unos ojos jaspeados, inteligentes pero llenos de opacidad y torpeza, se fijaron en él. Algo tembló en ella, extendió sus manos trémulas, como reconociéndole.

—Sáqueme…, sáqueme de aquí —musitó—. Son… todos… malos…

—Son criminales feroces, Ada —recitó con aspereza Wade—. Hombres que no dudan en destruir o en matar, si sirven sus intereses o sus ideas políticas. Pero ahora no van a resistirse, si no quieren ver aquí a toda la policía de la ciudad. En marcha, Ada…

—No… puedo… —gimió ella, intentando incorporarse, para caer en el lecho de nuevo—. No puedo… Váyase usted… sin mí.

—Jamás. He venido a por usted. Los dos o ninguno.

—¡Ninguno! —rugió Gallagher de repente. Y en su mano, que alzó súbitamente, centelleó algo.

—¡Ruidos no! —aulló con premura Clem Ridges, lanzándose de un salto hacia la puerta—. ¡Impedid que salgan! ¡A toda costa!

Wade se echó a un lado al ver maniobrar a Gallagher. El afilado cuchillo silbó en el aire, pasando su fulgurante hoja a dos o tres pulgadas del cuello de Wade, para hincarse, con furiosas vibraciones, en la puerta del baño.

Lash no vaciló un solo momento. Ya se acercaban a él Carson, Eaton y Campbell, en tanto que el doctor Ross se apresuraba a empuñar un bisturí que yacía sobre la mesilla.

Su dedo apretó el gatillo de la «browning», y Gallagher, alcanzado mortalmente en el vientre, chilló como una rata, apretándose el abdomen con ambas manos y rebotando contra la puerta de salida, antes de caer de rodillas sobre las baldosas.

El estampido atronó todo el recinto sanitario, y Ross gritó:

—¡Atacadle, evitad que dispare de nuevo! ¡Lo revolverá todo!

Pero era más fácil ordenarlo que hacerlo. Wade vio venir encima de él a tres hombres, en tanto que Ross se abalanzaba sobre la indefensa Ada Goring empuñando su bisturí, con un brillo homicida en los ojos.

Dejó que Eaton estuviera sobre él. El falso actor aulló horriblemente, al cubrirse su rostro de sangre, bajo el impacto del balazo de la «browning», y la segunda detonación retumbó en la estancia con virulencia.

—¡Mátala a ella, Ross! —aulló Ridges, extrayendo una automática plana y empavonada—. ¡Ya que Lash quiere ruido, va a tenerlo…!

Sobre Wade cayeron Carson y Campbell, atenazando sus brazos. Ridges levantó la mano armada, apuntando a Wade con dura y brutal sonrisa. Ya no era la víctima inocente de los saboteadores, sino el falso drogado, el hombre que se había fingido ajeno a todo, y era en realidad cabeza directora de la organización criminal.

Lash hizo su último esfuerzo. Volvió a apretar el gatillo, mecánicamente, y el femenil Carson chilló como una mujer, pareciendo derretirse de pronto. La bala de la pistola le había alcanzado en el cuello, por donde brotaban borbotones rojos, en tanto que se derrumbaba como un pelele, soltando a Lash.

Libre su brazo, Wade logró asestar un tremendo golpe con el cañón en la sien de Campbell, y se agazapó acto seguido, con una precisión y elasticidad de movimientos realmente increíble.

La bala de Ridges pasó ligeramente alta, rozando sus cabellos. La detonación, potente y agria, debió llegar a la calle.

Wade saltó sobre el lecho, a tiempo de frenar el ataque de Ross a la enferma. Le asestó un golpetazo de pistola en el mentón con verdadera ferocidad. Aunque el hueso crujió, estallando bajo el mazazo, Wade golpeó sin compasión una vez más. Sangre y dientes escaparon de la boca del médico, que soltó el bisturí, reculando por la habitación con gritos roncos y angustiosos.

—¡Maldito Lash! —rugió Ridges, en el paroxismo de su cólera, volviendo a encañonarle fríamente.

Wade llegó antes. Y no vaciló al apretar el gatillo de la «browning» por tres veces seguidas. Sus ojos no parpadearon mientras vibraba el arma entre sus dedos, y las piezas mortíferas del cargador iban alojándose en el vientre y pecho del traidor, sacudiéndole como a un monigote de trapo.

La muerte borró toda inteligencia del rostro de Ridges, y su rubia melena barrió el suelo cuando hincó la faz en las baldosas.

Ante la orgía de sangre, Ada Goring lanzó un chillido terrible y se desvaneció.

Wade Lash, sin perder un momento, se abalanzó sobre ella, la tomó fácilmente entre sus brazos, sin que la mano derecha abandonara un momento la pistola, y cargó con ella, avanzando hacia la salida.

Su aparición en el corredor provocó una fuga en masa de los enfermeros y enfermeras, así como de dos doctores auxiliares, que retrocedieron despavoridos. Wade avanzó, sin soltar a Ada Goring, y comenzó a bajar las escaleras en un alarde de serenidad y sangre fría.

—¡Ya llega la policía! —gritó alguien abajo—. ¡Evitad que ese loco escape de la clínica!

Los médicos y enfermeros se miraron entre sí, confusos. Nadie se atrevía a atacar el primero al hombre armado, de lívido rostro y siniestra mirada.

Lash sonrió a todos con ironía.

—No tienen que preguntarse cómo van a hacerlo. Yo no me marcharé de aquí. Espero con ustedes a la policía. Y eviten, sobre todo, que sea el doctor Howard Ross quien escape. Creo que tendrán que sentarlo en una silla bastante incómoda y caliente…

* * *

—Vamos, señorita Goring —pidió el hombre inclinado sobre ella—. Ha llegado el momento de hablar. Le hemos administrado un fuerte reactivo contra cualquier droga letal, y el tiempo corre demasiado ligero. De usted depende que podamos salvar aún la Estatua de la Libertad y el Edificio de las Américas, si el relato de su compañero es totalmente cierto. Por favor, señorita Goring, está entre amigos.

Ada miró en torno, parpadeando después. La luz era intensa, la habitación confortable y muy blanca. Hubiérase dicho que seguía en la Clínica Hamilton, de no verse ante rostros afables y amistosos. Y entre ellos, más ansioso que ninguno, uno que le hizo sonreír con ternura y gratitud: Wade Lash.

—Wade Lash… —musitó ella, esbozando una sonrisa—. Aun recuerdo su nombre, ¿verdad?

—Sí. —Wade, emocionado, trémulo, avanzó hacia ella—. Sí, Ada, aun recuerda usted quién soy. Pero con ser maravilloso, no es bastante. Hace falta que recuerde lo demás. Todo lo ocurrido hasta hoy. Toda la historia del «London’s Little Theatre», de Robertson y los demás, de usted misma… y de los sabotajes perpetrados en el país.

—¡Sabotajes! —Ada se irguió, estremecida—. Sí, Lash, los sabotajes… Hay que impedirlo… Ya han hecho bastantes… ¿Lo sabía usted?

—Lo supe al ver sus anotaciones y relacionarlas con los sucesos últimamente ocurridos. Vamos, Ada, tiene que hablar. Las horas van deprisa, y estoy seguro de que dentro de la estatua hay algún explosivo ya, igual que en el Edificio de las Américas, donde el Presidente tiene que pronunciar un discurso a la nación dentro de tres días. Hay legiones de policías y expertos buscando en ambos sitios. Pero estoy seguro de que ha de ser algo muy difícil de hallar, cuando lograron emplazarlo en todos esos lugares. Y muy pequeño…

—Tiene que ser pequeño… Me pareció descubrirlo en la estatua, hoy mismo…

Bueno, ayer, para ser más exactos. Ya debe de ser domingo, ¿no?

—Sí. Domingo… —Wade miró un reloj mural. Las seis y cuarto. Habían pasado ya las trece horas. Pero ¿cuánto tiempo más iba a transcurrir hasta…? No quiso pensar en ello. Añadió—: Hable sin miedo. Es el Departamento Federal y todos esos señores son agentes del F. B. I. Me costó hacerme oír por la policía, pero al final lo conseguí. Y aquí estamos. Puede hablar, Ada.

—No es mucho lo que sé. Comencé a sospechar cuando vi que cada lugar visitado era después escenario de una explosión o un incendio. Entonces recordé muchas cosas raras que no acababa de entender, desde que íbamos a salir de Londres. Los cambios en la compañía, la escasa calidad de actores de los substitutos, que siempre hablaban un inglés demasiado perfecto para ser normal… como si fueran extranjeros especializados en nuestro idioma tras años y años de preparación. Recordé que Shipman, nuestro representante en Londres, tenía ideas políticas bastante sospechosas, aunque bien escondidas siempre. Posteriormente, el observar el aire hipnótico; mecánico, de Robertson y de Ridges, los únicos veteranos conmigo en la formación, mis sospechas se acentuaron. Algo raro sucedía allí, ante mis propios ojos. Y me dispuse a vivir bien alerta.

—Ridges interpretaba un papel. No estaba hipnotizado ni drogado. Pero en cualquier riesgo, así lo haría creer. Bastaba para ello imitar la actitud de Robertson, verdadera víctima de la droga. Pero a veces se le olvidaba su papel, como la primera ocasión en que nos vimos. Asomó a la puerta de su cuarto, señal de que la espiaba a usted, Ada, muy de cerca, y se portó normalmente. Además, con él, estaba una mujer de bellas piernas y zapatos rojos. También Susan Brownley tenía lindas extremidades y rojos zapatos. Si estaban juntos en el camerino, es que Ridges no estaba drogado. Después, conmigo, tras la lucha que debió tener para dominar a Robertson, que fue quien realmente no se dejaba drogar, y a quien se llevaron Gallagher y los demás como a usted misma, por la parte posterior de la casa, deshaciéndose posteriormente de él, en los «Blue Apartments». Ridge cometió otro grave error al referirse a Susan Brownley, «asesinada a tiros», cuando yo no había mencionado aún la forma en que fue muerta. Entonces sospeché de él, y fingí confianza en su amistad y colaboración, para no apartarlo de mi lado y vigilarle hasta el fin. El fin tuvo que ser en la clínica utilizada por Ridges para ocultar a Ada…

—Pero yo no sabía que Ridges mintiera. Creí que era otra víctima, como Robertson —siguió Ada—. Y mi vigilancia se vio compensada. Habíamos entrado en lugares donde se nos miraba minuciosamente cuanto llevábamos. ¿De qué modo, pues, podían introducir los explosivos, por pequeños que fueran? Lo descubrí precisamente en la Estatua, y por eso iba tan preocupada que tropecé con usted, Lash.

—Vamos, señorita Goring, ¿cómo lo descubrió? —pidió suavemente un federal de cabello canoso—. Soy el inspector Mason, jefe del Departamento de Contraespionaje y Seguridad Nacional. Hable, hija mía, sin miedo alguno. Trate de recordar…

—Yo siempre llevaba conmigo una radio de pilas. Es una afición inveterada en mí, y sólo en una ocasión la olvidaba en el teatro, tras un ensayo, y Gallagher me lo recordó. Ese interés de nuestro regidor podía ser normal, pero me hizo sospechar, y sopesé la radio en su estado normal durante varias veces, hasta hacerme una idea exacta de su peso. Cuando me la eché al hombro para visitar la Estatua de la Libertad me pareció advertir mayor peso del habitual. Una vez dentro del monumento, como hacía muchas veces, la dejé sobre una repisa de piedra, mientras contemplaba el panorama desde arriba. Cuando la recuperé, no tuve duda alguna de que pesaba menos otra vez.

—¡Siga! —apremió, anhelante, el inspector Mason, del F. B. I.

—La examiné en un aparte, con toda rapidez, y faltaba una pila, la más pequeña de las dos que lleva dentro.

—¡Una pila! —Mason rugió, volviéndose a los demás—. ¡Dígales que busquen una pila diminuta, de las de radio portátil, en el último rincón de la Estatua! ¡Y añada que corren mayor peligro de muerte a cada minuto que transcurre! Por lo menos ahora, ya saben lo que hay que buscar… Gracias, señorita Goring. Nos ha prestado usted un servicio inestimable. Y el señor Lash también. Wade, esto va a ayudarle mucho con nosotros.

—Gracias, inspector —el tono de Wade era amargo—. Ya era hora de que el F. B. I, y yo hiciéramos buenas migas, ¿no le parece?

—Nunca es tarde para rectificar, Lash —sonrió Mason—. Después de todo, el juego prohibido y la pillería no son delitos tan graves como la traición, el sabotaje o la labor de espías al servicio de las potencias extranjeras enemigas de nuestra patria. Y usted nos ha ayudado inestimablemente a deshacer esa organización.

Wade asintió sin decir palabra. Sentóse junto al lecho de Ada, tomó una de sus manos impulsivamente, y le preguntó:

—Ada, dígame una cosa: cuando yo fui a verla al teatro, ¿qué pensó de mí?

—Primeramente, que era usted uno de la organización, enviado para sonsacarme o vigilarme de cerca. Sabía que pronto iban a recelar de mí, y tenía miedo a la droga. He leído cosas sobre drogas de ésas, Lash.

—¿Y después?

—Después comprendí que nada sabía, que había entrado por accidente en mi vida y que podía llegar a ser un buen amigo. Por eso tuve miedo y le cité fuera del teatro. Ellos debieron creer que usted era peligroso para sus planes. Y resolvieron hacerme desaparecer.

»Gallagher entró en mi camerino nada más irse usted… y me puso algo húmedo en la cara. Un olor muy fuerte me invadió, aturdiéndome… y no recuerdo nada más, hasta que desperté, sintiendo seca la garganta y los labios… Pedí agua… Entonces volví a verle allí, vestido de enfermero, pistola en mano. Me sentí mejor, más segura…

—Y lo estaba —asintió Mason—. Wade salvó su vida y muchas más.

Enhorabuena, muchacho.

—Gracias. —Wade se puso en pie—. Bien, Ada. Ahora he de marcharme. Nos veremos más tarde.

—¿Cuándo? —preguntó ella débilmente.

—No sé… —Sintió un nudo en la garganta, una profunda amargura en todo su ser. Pensó: «¿Por qué, Dio§ mío? ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto después de lo de Dorset y no antes? ¿Por qué tengo que morir ahora, cuando la he conocido a ella?». Pero se contuvo, tragó saliva y agregó sordamente—. No sé, Ada. Tal vez mañana…

—No suena a sincero, Lash —sonrió la pelirroja desde su lecho. Y ahora fue ella la que le tendió su mano trémula, débil aún. Estaba hermosa como nunca, con aquella dorada palidez—. ¿Es que no le gusta verme tal vez?

—No diga eso. Yo… —Iba a decir muchas cosas. Se contuvo—. Yo le prometo venir… en cuanto me sea posible.

—Eso es muy vago, Lash.

—Mi vida ha sido siempre algo presidido por la vaguedad y la incertidumbre, Ada. Sólo usted le ha traído un soplo de firmeza. Por usted he hecho muchas cosas que jamás hubiera hecho por nadie. Soy egoísta, lo admito. No me crea un patriota. Pensaba en su vida cuando hice lo que hice.

—A Lash le gusta parecer siempre mucho peor de lo que es —sonrió otro federal, un agente conocido por Wade, de la represión del vicio—. Pero en el fondo es un buen chico. Demasiado noble para trabajar con Moran. ¿Cuándo te desligarás de esa rata, Wade?

—Pronto. —Lash sonrió. No mentía ahora—. Muy pronto, esté seguro… Adiós, Ada.

—¿Adiós? —Ella retuvo su mano con fuerza—. Es una despedida, Wade.

—Toda despedida es siempre un adiós. ¿Quién sabe nunca si hemos de volvernos a ver los que cruzamos nuestras vidas por un momento?

—Nos volveremos a ver —aseguró ella—. Lo sé.

—Ojalá sea así —suspiró Wade. ¡Si supiera cómo se engañaba Ada en aquello!

—Lo será. Lo será, si usted quiere volver a mí, Wade.

—¿Volver? Lo que desearía es no apartarme de usted jamás.

—¡Lash! —El federal se echó a reír—. ¡Eso es toda una declaración!

—Todavía no —dijo vivamente Wade, apartando su mano de ella—. Todavía no, Ada…

—¿Tendré que declararme yo antes? —sonrió la muchacha.

—No, dejemos eso… aún —avanzó de espaldas hacia la puerta, sin dejar de mirar a Ada—. Ahora me voy. Tengo una cita todavía… Una cita a las seis de la madrugada. Llego algo tarde…

—¿Es con una chica? —dijo ella, sarcástica.

—No. Es otra clase de cita. De ella dependen muchas cosas. No sé cuándo terminaré. Ada, ocurra lo que ocurra, no piense nunca mal de mí. Recuérdeme… con afecto. Adiós…

—¡Wade! —llamó ella débilmente.

No quiso escucharla. Salió de la estancia. Los federales no se lo impidieron.

Tampoco le impidieron salir del edificio.

Amanecía ya. Frente al Departamento Federal en Nueva York los árboles de la Avenida formaban dos hileras iguales, simétricas. No se veía a ser viviente alguno en toda su longitud. El fondo tenía un azul lívido, fantasmal, helado…

Wade Lash comenzó a andar por la avenida, las manos hundidas en los bolsillos, la cabeza alta. Pero eso no resolvería nada. Moran podría quedar burlado.

Huiría de nuevo, o acaso no. Siempre habría uno, diez hombres dispuestos a cumplir su sentencia en él.

Y Ada Goring correría el peligro que él corriese. O si algún día llegaba a ser su mujer, se convertiría en la viuda de Wade Lash en cualquier momento. La espada de Damocles continuaría pendiente de sus cabezas. Johnny Moran no olvidaba. Su gente tampoco.

Una sentencia, era una sentencia en los bajos fondos de Nueva York. Sin apelación.

Wade no detuvo su marcha, ni siquiera la redujo o la aceleró, cuando de la hilera de árboles se despegó una silueta humana, y un hombre con el sombrero echado sobre el rostro empezó a andar tras él, a su derecha. Cuatro o cinco árboles más allá se repitió el hecho a su izquierda.

Los dos hombres siguieron sus pasos. Sin acercarse, sin intentar nada de nada…

Wade Lash era un héroe de tragedia griega, avanzando hacia el destino inexorable.

Sin miedo, sin dudas. Sin retroceder ni tener prisa.

Wade iba pensando en lo que quedaba atrás. En Ada, en dos crímenes estúpidos y cobardes… Susan, muerta por Ridges, que sin duda tenía con ella relaciones más profundas que las puramente políticas, y sabía bien sus debilidades… El profesor Robertson, cuyo único delito consistió en resistirse a la administración de la droga, hasta el punto de obcecar a sus raptores y obligarles a matarle… Una tenebrosa, horrible historia de sangre y de ferocidad, dictada por ideologías torcidas que pretendían alterar la paz y el orden de un gran pueblo. Ahora, el instrumento de ese monstruo había sido una modesta formación teatral. Otro día sería una institución, una empresa o un solo individuo, ¿qué más daba eso? El caso era que el mal existía. Y para extirparlo era preciso estar alerta, luchar de firme, no tener piedad, como ellos no la tenían…

Pero todo esto quedaba ya atrás. Ahora iba por aquel camino rectilíneo, arbolado y triste, bajo un cielo azul-gris que pronto se teñiría de rojo. Con el rojo de su propia sangre también…

Los pistoleros seguían a espaldas suyas, inmutables y rígidos. Wade no variaba su paso tampoco. Los árboles desfilaban, desfilaban, desfilaban…

Las trece horas de plazo habían expirado. Aquél era el epílogo, el final de Wade Lash.

Nunca hubiera imaginado que lo acogiera tan serena, resueltamente. Acaso porque detrás suyo quedaba algo por lo que valía la pena morir. Algo resuelto, vidas salvadas…

Había merecido la pena también vivir esos años. ¿Qué importaba ya si Johnny Moran era su verdugo? Nada podía importar ya.

Terminaba la senda de árboles. Wade la dobló, sin inmutarse. No hacia la izquierda, sino a la derecha, precisamente donde estaba aparcado, silencioso y enorme como un extraño monstruo, aquel «Packard» negro, de bruñida carrocería y cristales corridos.

Avanzó hacia él en derechura. Había sacado sus manos de los bolsillos, pendían sus brazos a lo largo del cuerpo erguido. Se detuvo cuando uno de los cristales de atrás se bajó lentamente.

Presintió, más que vio, el brillo de unos ojos febriles y helados a la vez, clavándose en él con ironía, con insolencia.

—Hola, Wade Lash —saludó una voz sibilante, ronca, fría como el amanecer.

—Hola, Johnny Moran —respondió la voz tranquila de Wade.

—Te he estado buscando por la ciudad —siguió aquel timbre metálico, de duras aristas. El rostro del prohombre de los bajos fondos no asomó siquiera—. Por fin alguien me dijo dónde estabas.

—Lo esperaba. Nada escapa a Johnny Moran.

—Nada —una risa sibilante sonó dentro del coche. Wade no se movió. Con el rabillo del ojo advirtió la presencia rígida de los dos pistoleros a espaldas suyas—. He oído cosas raras de ti, en la media hora que llevo pisando esta abominable cárcel de cemento que es Nueva York. Parece que te has convertido en héroe o cosa parecida, ¿eh?

—No lo sé. He intentado luchar contra seres peores que tú mismo, Moran. Hasta hoy creí que no podía haber nadie peor que Johnny Moran o que Doc Hausman.

—¿Y lo hay?

—Sí. Mucho peores. Gente que vende a su patria y a su raza. Otros que matan por servir una idea perversa, no por lucro, por ambición o por odio. Tú eres malo, Moran. Muy malo. Pero los hay peores.

—Es un consuelo —volvió a reír el hombre oculto en el coche—. Bien, Wade, ya estamos frente a frente.

—Sí.

—Ya ves que he levantado el cristal de la ventanilla. Sé que eres rápido disparando. Y muy certero. ¿No vas a intentar matarme, antes de que ordene tu ejecución?

—No.

—¿Ni has advertido al F. B. I, para que proteja al nuevo héroe nacional?

—No.

—¿Por qué, Wade? Sabes que he venido a una sola cosa: a matarte.

—Y yo he salido de allí a una sola cosa: a morir. Terminemos cuanto antes.

—¿Tienes miedo?

—No.

—Ya lo veo. Eso me irrita, Lash. Todos me tienen miedo. Los he visto morir implorando, llorando o en silencio. Una y otra vez el llanto, las súplicas o el mutismo eran dictados por igual razón: el terror a la muerte. Nadie habló conmigo como tú lo estás haciendo. Al principio creí que tu paseo hasta el coche era una trampa.

—No lo es.

—También lo veo. No te comprendo, Wade. Y la gente a quien no comprendo me da miedo.

—Hablamos demasiado, Moran. Vamos ya.

Reinó un silencio. Un largo cañón metálico asomó silenciosamente por la ventanilla. Era una pistola automática de calibre 45, provista de silenciador. El arma predilecta personal de Johnny Moran. Él mismo iba a cumplir su sentencia…

Wade no se movió. Su pensamiento fue a Dios, a Ada Goring…

—Adiós, Wade Lash —dijo sordamente la voz de Johnny Moran—. Es la última vez que nos veremos tú y yo en este mundo.

Siguió esperando. No ocurría nada. Y ya enrojecía el horizonte tras los rascacielos recortados sobre el azul frío del amanecer. Miró, sorprendido, hacia la ventanilla. No había arma alguna asomada. Subía el cristal.

Captó una sombra que se movía tenuemente, reclinándose en el asiento. Una mano enguantada hizo un gesto al conductor. El «Packard» negro se puso en marcha lentamente…

Wade Lash no comprendía nada. Estuvo a punto de gritar, de correr tras el coche, de implorarle la muerte rápida a Johnny Moran. Pero no hizo nada de eso.

Siguió quieto, rígido, como clavado en el asfalto gris de la avenida. Tras él uno de los pistoleros comentó:

—Te has salvado, Lash. Es el indulto de Johnny Moran. No vuelvas nunca a sus dominios. Para él has dejado de existir.

Wade giró en redondo, se encaró patéticamente con ellos.

—Pero ¿por qué? —gimió, extendiendo sus manos—. ¿Por qué, decidme?

—Nadie puede saberlo —dijo gravemente el pistolero que hablara—. Busca la respuesta en ti mismo, Lash.

Dieron media vuelta, se alejaron por el camino, sus anchas espaldas vueltas hacia Wade. Poco después, no eran sino dos puntitos en la distancia. Del «Packard» negro, ya no quedaba nada.

Lash irguió la cabeza. Una dorada claridad solar hirió sus ojos brillantes, febriles, abiertos a una nueva vida.

Una vida que empezaba allí, después de trece horas de espera. Después de toda una vida errónea.

Era tiempo de rectificar. Era tiempo de volver al camino sin sombras. Y aquel camino sólo tenía una dirección.

Wade volvió sobre sí mismo lentamente. Comenzó a andar de nuevo con los árboles a los lados. Pero la avenida recta, que terminaba en el edificio federal neoyorquino, ya no era triste ni sombría.

Tenía la luminosidad de un nuevo amanecer.

Y allá, al fondo, la razón de una vida diferente: Ada Goring…

Wade Lash empezó a caminar con más y más vitalidad. Sus pasos eran largos, rápidos, firmes.

Su figura se irguió, recortada contra el rojo y azul de la aurora. Pareció agigantarse sobre el fondo del rascacielos.

Avanzaba, resuelto y lleno de esperanzas, hacia un futuro nuevo y radiante.

FIN