CAPÍTULO VI

Primero salieron Robertson y Clem Ridges. Tenían andares rígidos, seguían dando la impresión de seres mecánicos, sin vida propia. Detrás, seguía Gallagher. Luego, le tocó el tumo a Ricky Carson, con la morena y esplendorosa Shere Grant. Otros actores y empleados salieron igualmente en grupos dispersos. Al final lo hizo la pelirroja, envuelta en una «echarpe» gris, sobre el traje negro ceñido a sus curvas. De su hombro derecho colgaba la misma radio de pilas que viera a la auténtica Ada en la Estatua de la Libertad. El cuero rojo de su funda era inconfundible.

Bruno, atrás, quedó solo. Siguió con la mirada por un breve espacio de tiempo los andares sinuosos de la pelirroja. Luego entró, cerrando la puerta. Se oscurecieron las luces, se apagó la bombilla roja de la entrada.

Wade Lash, lentamente, se despegó del rincón sombrío. Avanzó sin ruido, detrás de la figura pelirroja.

Ella alcanzó la Calle Cuarenta y Ocho. Allí había aparcado Wade su «Dodge», antes de entrar en el teatro. Eligió un punto donde el aparcamiento era muy denso, para evitar que los hombres de Moran dieran fácilmente con el coche verde, en su búsqueda incesante por la ciudad. Y ahora se alegraba de tal medida. No quería sombras molestas tras él.

La del pelo rojo llamó a un taxi. Wade corrió en diagonal hacia su coche, maldiciendo la circunstancia de que pasara un vehículo de alquiler libre. Si lo tomaba la apócrifa Ada, la perdería de vista.

Respiró tranquilo. Los hados se ponían de su parte, porque el taxímetro libre, sin duda no captando la señal de Ada, se detuvo unas yardas más lejos, donde una pareja hacía señas frenéticas para avisarle. Entrar ron éstos, y la actriz quedóse erguida al borde de la acera, esperando otro coche. Wade tuvo que confesarse a sí mismo que era una mujer de figura excepcional. Las cabezas se volvían, indefectiblemente, a su paso.

Lash sentóse ante el volante, introdujo la llave del encendido y preparó el motor, sin moverse del aparcamiento, con la vista de águila fija en la silueta sinuosa. Un taxi se acercó, tras un minuto o dos de espera, subiendo a él la mujer.

Arrancó el coche amarillo, y Wade lo hizo tras él. Se lanzaron en veloz marcha a través de la Cuarenta y Ocho, doblando a la altura de Broadway, para descender hasta la Treinta y Uno, por la que corrió casi sin obstáculos. Wade no acortó ni aumentó la distancia entre un coche y otro, salvo en aquellos puntos donde era prudencial hacerlo.

Finalmente el taxi frenó ante un edificio de pocos pisos, en cuyo luminoso verde, de luz espectral, se anunciaba:

«Hotel Centro». Apartamentos económicos y confortables.

Era suficiente para él. Cuando la pelirroja descendía, abonando al taxista el importe de su carrera, él cruzó por delante, sin detenerse, dobló la esquina inmediata y fue a pararse en un pasaje sin salida, después de hacer virar el «Dodge», para tenerlo en disposición de salir cuando regresara.

Cerró la portezuela y se encaminó lentamente hacia la Calle Treinta y Uno. Ante él, como muda advertencia en la noche, el gigantesco ojo luminoso de un reloj, cuyas agujas parecían moverse sin descanso a simple vista, le señaló la hora.

Las once.

Sólo disponía ya de siete horas. Después, sería una batida furiosa, una cacería implacable por todos los rincones de la ciudad, hasta dar con su escondite. Y aunque se escondiera bajo tierra, Johnny Moran daría con él.

Le sorprendió que apenas recordase ya a Moran, que su propio problema acuciante y terrible, sin solución alguna, hubiera pasado a segundo término, ante el enigma de la compañía teatral inglesa y su desaparecida actriz, substituida por otra.

Esto le recordó aún algo más. Llevaba en el bolsillo un librito que había pertenecido a la verdadera Ada Goring. Un cuadernillo de apuntar, similar a una agenda. Lo extrajo, pasando rápidamente las hojas, a la luz de una farola de alumbrado.

No encontró apenas nada escrito. Sufrió una tremenda decepción al ver que sólo cinco páginas ofrecían textos breves y sin trascendencia. Leyó:

Martes, día 8. —West Point. Miércoles, 9.— Astilleros.

Sábado, 12. —Acorazado «Baltimore» Museo Whitney. Miércoles, 16—. Docks de Jersey.

Sábado, 19. —Estatua Libertad. Edificio Américas.

No había nada más. Evidentemente, Ada se había dedicado a la inocente tarea de anotar allí sus visitas turísticas, totalmente de acuerdo con el gusto de muchos extranjeros. Lo tradicional, lo técnico y lo simbólico, visitado por el que tiene prisa. El sábado 19 había encontrado él a Ada Goring en la Estatua de la Libertad. Posiblemente después, la linda pelirroja pensaba visitar el ultramoderno Edificio de las Américas, aguja de cemento y vidrio rematada por un enorme reloj luminoso.

Pero todo eso había sido antes. Ahora…, ¿dónde estaba Ada Goring?

Wade dejó de pensar en todo ello. Dobló la esquina y miró hacia la fachada del «Hotel Centro». Una ventana, a la derecha de la entrada, se iluminó poco después. Wade contó los pisos. Era el sexto.

Oteó la calle. Ni un vehículo parado. Enfrente, había un bar abierto. A la puerta discutían dos borrachos con voces destempladas. Sin hacerles caso, Lash se encaminó a la puerta del edificio.

Entró serenamente. Se dirigió al ascensor, sin dignarse mirar al encargado de la centralita telefónica del vestíbulo.

—¡Eh, usted! —llamó éste—. ¿A dónde va?

Wade se paró. Miró al empleado como si le perdonara la vida.

—Piso sexto. Acaba de subir la señorita Goring —se aventuró él—. Me espera.

—¿Goring? —El otro miró con desconfianza—. No sé, soy nuevo aquí. Espere un momento…

Iba a descolgar el teléfono. Wade se dispuso a obrar de otro modo. Hundió la mano en el bolsillo, apretando la fría culata de metal. Pero el chico de la centralita apartó su mano del teléfono y le dirigió una amplia sonrisa.

—Sí, es cierto —dijo—. Puede subir. Ahora veo el nombre en el registro. Ada Goring, piso sexto, apartamento F-32.

—Naturalmente. De todos modos, muchas gracias.

—¡Oh, de nada! ¿Quiere que la avise?

—No, no hace falta. Ya me está esperando.

—De momento me desconcertó, porque hasta hoy ese apartamento ha estado a nombre de Susan Brownley. Hoy lo dejó ella, cambiando de ocupante.

—Claro. Debí mencionárselo antes de pedir por ella —sonrió Wade, cerrando el ascensor con un saludo alegre de su mano. Luego, al poner en marcha la caja, suspiró.

El F-32 hacía rinconada en el corredor. Wade se aproximó, cauteloso, descubriendo luz bajo la puerta.

Se detuvo, pegando las espaldas a la pared, junto el quicio de la puerta. Le alentó el tacto del metal de su automática.

Naturalmente, no temía nada de aquella pelirroja desconocida que decía llamarse Ada Goring. Tampoco de persona alguna. Pero pensaba en otra mujer, otra pelirroja muy diferente de aquella curvilínea y sensual dama a quien había seguido. En una jovencita sencilla y de aire espontáneo, que parecía haberse evaporado en el aire, sin dejar el menor rastro.

Temía por ella. Y estaba dispuesto a todo por descubrir su paradero y saber que no corría peligro alguno. Si era preciso utilizar la violencia, la utilizaría…

¿Qué podía temer un hombre cuya vida se reducía simplemente a unas breves horas? Sus nudillos golpearon suavemente en la madera. Hubo una pausa. Ante el silencio, Wade se dispuso a repetir la llamada, pero no fue necesario. Rozaron unos pies el suelo alfombrado interior, y una voz femenina, ligeramente ronca, inquirió:

—¿Quién es?

Lash deformó su voz, dándole cierto tonillo gangoso, juvenil, al replicar:

—Señorita Goring, es urgente. Acaban de traer un cablegrama para usted.

—¿Para mí? ¿De dónde?

—Procede de Londres —mintió con perfecta serenidad Wade.

—¿Londres? Oh, bien, échelo por debajo de la puerta, por favor.

—Lo lamento, señorita Goring, pero ha de firmarlo. Lleva acuse de recibo y el repartidor no puede entregarlo si no es firmado antes. Créame que lo siento, pero…

—Está bien, abriré en seguida… —suspiró la voz femenina—. Un momento…

Nuevo arrastrar de pies, alejándose. Una pausa breve. Se aproximaron otra vez, y giró la llave en la cerradura. Wade esperaba que no tuviera echada la cadena de seguridad, en cuyo caso habría de cargar contra la puerta, provocando un revuelo regular. Dispuso el pie, y al abrirse la hoja de madera, lo introdujo rápidamente, frenando el inmediato intento de la pelirroja por cerrar, al descubrir quién era su visitante nocturno.

Wade cargó contra la puerta, adelantando una mano firme, que se cerró sobre la boca de la pelirroja, impidiéndole gritar. Penetró en la estancia con violencia, cerró tras sí de un empellón y se encaró con la atemorizada mujer.

—Hola, hermana —saludó con aspereza, empujándola hasta derribarla sobre un sofá rojo sin el menor miramiento sobre su sexo—. Creo que esta vez vamos a charlar con un poco más de formalidad, ¿eh?

Los grandes ojos azules le miraban con vivo terror. Wade tenía un gesto torcido, poco amistoso. Le enseñó los dientes en una sonrisa feroz y disparó las palabras:

—Escucha, preciosa. Ahora no hemos de aparentar lo que no es. Tú eres un pájaro de cuenta y yo no soy un caballero precisamente. De modo que hablaremos de amigo a amigo. Te voy a soltar tu bonita boca, pero al primer intento de chillar, te pegaré fuerte. Sin contemplaciones, hijita. Tengo prisa, y a ti te conviene tenerla. Así que estás avisada.

Le soltó la boca. En el acto ella la abrió mucho, iniciando un grito estridente. Lo ahogó nada más nacer, volviendo a cubrirle con su mano izquierda, en tanto que con la derecha le bofeteaba brutalmente ambas mejillas, hasta verlas enrojecer, y no precisamente de rubor. Después, hundió su cabeza en el mullido tapizado, presionándole con la mano que servía de mordaza. Mordió Wade las palabras, entornados y fríos los ojos:

—Yo no amenazo en vano, hijita. Me llamo Wade Lash y no tengo nada que perder en la vida. Vas a decirme enseguida lo que le ha ocurrido a la verdadera Ada Goring, y lo que os traéis entre manos en esa mascarada teatral sin sentido. ¿De acuerdo, amiguita?

La soltó otra vez. Pero ahora no intentó nuevas diabluras. Por el contrario, acurrucada en la butaca, miró con terror a Wade. Lash arrugó el rostro, en gesto poco amistoso, esperando lo que tenía que decir.

La falsa Ada se cubrió el busto con los brazos, convencida de que el peinador poco hacía al efecto, y comenzó a hablar roncamente:

—No sé quién le ha metido todo eso en la cabeza, pero está usted metiéndose en un mal asunto… Valdría más que dejara todo esto y se ocupara de sus cosas. A Ada Goring, la que usted conoció en la Estatua de la Libertad y posteriormente en el teatro, no le sucede nada. Sencillamente, se puso enferma de repente, y hubo que substituirla, pero no interesa escandalizar con la noticia de su enfermedad, y resolvimos que…

—¡Escucha, hermana! —cortó Wade con ira, aferrándola por ambos brazos y alzándola de un tirón hacía sí, con el que el peinador flotó a ambos lados sin que Wade le importara mucho ni poco—. ¡Estoy llegando al límite de mi paciencia! ¡Quiero la verdad de todo, o abriré esa ventana y te tiraré por ella a la calle en menos de un segundo! ¡No me importaría aplastarte como un gusano, de modo que aún tienes una oportunidad de salvar el pellejo! ¡Pero una sola! ¿Eres tú Susan Brownley?

Asintió ella con la cabeza. Flameó su roja melena al moverla de arriba abajo.

—Sí… sí… —musitó—. Suélteme… Me hace daño…

—¡Te aguantas, pelirroja! —La zarandeó más vivamente aún. La cabeza de pelo grana tropezó con una moldura de la pared y le hizo gemir, dolorida. Wade no se ablandó por ello—. ¡Vamos! ¿Qué os traéis entre manos? ¿No es cierto que habéis hecho desaparecer a la verdadera Ada Goring?

Con inesperada espontaneidad, asintió ella. Lo hizo vivamente, asustada, Wade Lash frunció el ceño.

—Vamos, ya hablas, —dijo torvamente—. ¿Por qué tuvo que desaparecer ella?

—Usted… usted tuvo la culpa… —jadeó la suplantador con fatiga.

—¿Yo? ¡Vamos, hermana, aclara eso o sigue la paliza!

—Ella no… no tenía amigos… Sólo nosotros… Aunque sospechara… no podía hacer nada. Y usted… usted se metió por medio, ofreciéndole apoyo. Ella vio una puerta abierta, porque ya sentía miedo… y quiso aferrarse a esa salida. Pero nosotros vigilábamos ya…

—¿Quiénes sois «vosotros»? ¿Qué es lo que ella podía saber o sospechar, y por qué tenía miedo? ¡Vamos, sigue hablando o te…!

Wade Lash estaba tan excitado, sintiéndose virtualmente al borde del enigma, que no vigiló excesivamente a sus espaldas. Se había vuelto, dando cara a la puerta de entrada al apartamento. Por tanto, ofrecía sus espaldas al resto de la estancia.

El roce de pies, tenue y sigiloso, le llegó un poco tarde, casi encima de él. Se volvió en redondo, buscando frenéticamente su pistola y soltando a Susan Brown ley.

No llegó a completar la maniobra. Con medio rostro girado hacia atrás, vio vagamente una sombra plantada tras él. Una sombra que había bajado algo vertiginosamente, y un objeto duro, contundente, abatióse sobre la nuca.

En el interior de su cráneo estalló una barahúnda de fuegos de artificio, que al apagarse lo dejaron todo sumido en negruras. El suelo vino a su encuentro y se aplastó contra él.

* * *

Estaba muerta.

Alguien le había volado la roja cabecita a balazos, y la sangre se confundía con su llameante cabello. Lo peor era que lo primero que Wade se encontró al volver en sí, después del cadáver, fue la pistola, con su correspondiente silenciador, oprimida con fuerza por sus dedos.

Recordaba muy bien, a pesar del fuerte dolor de cabeza y de las punzadas de la nuca, que no había llegado a desenfundar la pistola cuando le golpearon por la espalda. ¿Quién diablos podía haber puesto en su mar no la automática?

Wade no se hizo muchas preguntas al formular esa de antemano. Por el contrario, comprobó el cargador de su pistola y encontróse con que faltaban cuatro proyectiles.

Se acercó tambaleante al cadáver de Susan Brownley, que yacía boca arriba sobre la alfombra, ensuciándola con la sangre que había escapado de sus mortales agujeros de la cabeza. Tenía también un orificio sanguinolento sobre el busto. El peinador, desabrochado, se arrugaba bajo el cuerpo sin vida de la pelirroja.

Wade respiró hondo, pasándose una mano por los ojos. Miró estúpidamente su pistola, y luego contempló la calle, a través de la ventana abierta. Su agudo cerebro reconstruyó los hechos más salientes. Alguien terminó de extraer su pistola, la volvió sobre Susan Brownley, disparó varias veces a quemarropa, y una vez seguro de haberla matado, se cuidó de dejar entre sus dedos la pistola. El cuadro era perfecto. Sólo faltaba la policía.

Y la policía estaba llegando, si Wade Lash era capaz aún de reconocer el aullido de una sirena policial. Miró su reloj, con nerviosismo. Eran las doce menos cuarto. Había transcurrido poco tiempo… afortunadamente para él. Y con eso no había contado el asesino al buscarse un culpable provisional, con muchas probabilidades de ser considerado como definitivo por la policía.

Wade obró rápidamente. Se acercó a la ventana. Era la de la fachada delantera del «Hotel Centro», lo que hacía imposible una fuga por allí. Pero por algún lado había entrado el criminal, de no estar ya dentro del apartamento cuando llegó la falsa Ada. Y el hecho de haber muerto ella en sus manos le hacía creer que ella ignoraba su presencia allí. Entonces el visitante desconocido la había oído hablar, confesar parte de lo que sabía, acuciada por el terror. Y procedió a eliminarla rápidamente. Era su teoría, con un ochenta y cinco por ciento de probabilidades de ser acertada.

Se encaminó a una puerta inmediata. La abrió, enfrentándose con un dormitorio. Olía a perfume. El mismo de Susan Brownley. Al fondo, una ventana abierta. La alcanzó, asomándose. Un oscuro pasaje le mostró la silueta verde de su «Dodge». A un lado la céntrica vía iluminada. Al otro la salida tapiada.

Wade descubrió los tramos metálicos de la escalera de incendios, descendiendo hasta el pasaje. Ya conocía el camino utilizado por el visitante de la apócrifa Ada Goring. Es el que tomó él apresuradamente, descendiendo sin hacer ruido.

Cuando pisó el asfalto del oscuro pasaje adyacente la sirena sonaba demasiado cerca. Corrió a su coche, comprobando con alivio que nadie lo había despojado de sus llaves, y entró en él. Abrió el compartimento delantero, guardando en él la pistola provista de silenciador con la que habían asesinado a una mujer minutos antes, y a cambio extrajo una pequeña pero mortífera «browning», que hundió en el bolsillo de su americana con ceñudo gesto.

Puso el motor en funcionamiento, arrancó suavemente de allí, y pisó el acelerador al desembocar en la Treinta y Uno, enfilando hacia el Este.

Se cruzó con dos coches-patrulla del Departamento Central de Policía, que pasaron junto a él sin que sus ocupantes le dirigieran siquiera una mirada. Wade sonrió duramente y siguió adelante.

Ahora iba a tener tras sus huellas a alguien más que a Johnny Moran. La descripción que de él daría el encargado de la centralita telefónica pronto sería reproducida por todos los boletines de radio de la ciudad.

Wade, mientras mantenía fija la mirada en el asfalto que corría bajo las gomas de su coche, iba pensando en todo lo que acontecía alrededor suyo. Súbitamente, hasta su propia vida, pendiente de un hilo, era algo secundario ante el nuevo drama.

Una mujer estaba en alguna parte de la ciudad, secuestrada o muerta. ¿Por qué, por quién? Era una pista perdida. Susan Brownley, la impostora, podía haberle ayudado. Casi lo tenía todo al alcance de la mano, cuando un asesino golpeó audazmente, cerrando la boca reveladora.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué se hacía desaparecer a la auténtica Ada Goring, una simple actriz inglesa, en gira por Norteamérica? ¿Por qué todos negaban la verdad, pretendiendo ocultar su desaparición? ¿Y qué podía haber tan importante como para cometer un crimen, detrás de tanto misterio?

Su mente era clara y lógica en la deducción, pero carecía de factores para construir una teoría concreta. Navegaba en un mar de tinieblas desconcertantes.

Podía desligarse de todo aquello, sin pensar en sí mismo, en salvar su vida, en huir, en luchar… Y sin embargo, algo le atraía, le sujetaba a su nuevo deber. No era sólo el recuerdo grato de una dulce belleza de mujer. Era algo más, y Wade lo presentía. Acaso fuese el afán de recuperar, en unas breves horas, en un último e improrrogable plazo, algo de su condición de humano ser, de solidario en la ajena desgracia. No se podía borrar en seis o siete horas la vida equívoca de varios años, pero Wade no pensaba en los demás, sino en sí mismo, en su propia estimación.

Sería hermoso y confortador enfrentarse con los asesinos de Johnny Moran, con los verdugos del hampa, después de haber salvado a una muchacha de un peligro que todavía ignoraba cuál podía ser y de dónde llegaba.

Pero sí estaba seguro de algo: que en la compañía del «London’s Little Theatre», en aquel reducido grupo artístico británico de mediocres actores, podía estar una nueva pista, una clave más a la que aferrarse.

Siempre en busca de Ada Goring. A la caza de un fantasma pelirrojo, en la noche de la gran ciudad.

Era ya medianoche. El reloj corría vertiginosamente, acaso con mayor velocidad de la que jamás lo hiciera para Wade Lash. Y a medida que avanzase la madrugada, al tiempo que las grandes avenidas y calles se fuesen quedando desiertas y silenciosas, aumentarían las dificultades. Y también el peligro.