CAPÍTULO IX

¡Sabotaje! Suena completamente fantástico, Lash. Como una novela o una película. El «Dodge» verde devoraba el asfalto, a través de la madrugada desierta y triste de Manhattan. Todo el bullicio, el estruendo y la vitalidad de las arterias centrar les de la ciudad, era después de las dos de la madrugada quietud luminosa, amplias vías bañadas de claridad multicolor, pero sorprendentemente deshabitadas. Únicamente los «night club» de mayor precio continuaban abiertos.

Wade hizo girar el coche en una esquina de la Calle Cuarenta, y siguió adelante.

—Pero no es novela ni cine, Ridges —habló serenar mente—. Es algo real, algo que nos está sucediendo a nosotros.

—Sí, eso lo entiendo. A mí me sucede, porque fatalmente me he visto envuelto dentro de la telaraña. Pero usted… ¿por qué se ha metido usted en este baile de locos suicidas?

—Porque yo soy un poco loco también… y un mucho suicida. Tengo razones para serlo, después de todo.

—¿Qué razones? ¿Odia la vida, o desafía a la muerte por deporte?

—Ni una cosa ni otra. Adoro el vivir, y detesto la fea cara de la Muerte. Pero no siempre es dueño el hombre de elegir su destino.

—Cierto. —Ridges vio, pensativo, cómo viraba Wade de nuevo, manejando expertamente el volante. Ahora subían por Broadway, en busca de la parte de Manhattan—. ¿A dónde vamos, Lash?

—En busca de la última pista, del último eslabón de la cadena: los «Blue Apartments», en la Calle Cincuenta y Cuatro.

—¡Demonio! Allí viven los demás: Gallagher, Campbell, Eaton y Dicky Carson.

—Esperemos que sigan aún allí.

—¿Qué quiere decir?

—En su mismo edificio, Ridges, reside Shere Grant, lo sé. Pero no he querido indagar sí continuaba allí, por evitar que ella advirtiese a los demás, ahuyentando la caza. Tenemos que encontrarlos allí a toda costa.

—¿Y si los encontramos?

—Aclararemos de una vez para siempre muchas cosas.

—Ellos son cuatro, Lash. Y nosotros, dos. ¿No será algo difícil?

—Posiblemente. Pero hay que intentarlo, hay que encontrar a toda costa a Ada Goring. Ella es la única que puede llevarnos al final del asunto, la que podría, con su declaración, desenmascarar ante el Departamento Federal a la cuadrilla de saboteadores metida en la formación teatral.

—¿Es sólo por esa razón por la que busca a Ada Goring como un demente? ¿Por patriotismo y amor a la Ley?

Wade no respondió, Ridges soltó una breve risita, al advertir la crispación de sus mandíbulas, en tanto que continuaba con la vista fija ante sí, en la cinta asfaltada, bañada en luz, de la amplia y recta línea de Broadway.

—Si su teoría es cierta, Lash, ¿cómo pudieron hacer los sabotajes? —habló Ridges, tras un largo silencio.

—A pesar de las drogas, tendría que recordar algo… y le confieso que me es imposible imaginar a cualquiera de ellos haciendo cosa alguna que le permitiera emplazar un poderoso explosivo en alguna parte. Son sitios muy vigilados y controlados, nosotros íbamos en visita turística… Resulta fantástico, Lash.

—Lo sé. Por eso no puedo ir al F. B. I y contarles eso. Dirían que es un cuento chino, y no me harían el menor caso. ¿Comprende ahora por qué seguimos adelante? Hacen falta pruebas, razones contundentes… y Ada Goring puede dárnoslas. Si apuntó aquellas fechas y lugares, es porque sabía algo.

—¿Y si la han asesinado también, como a Susan Brownley?

—Entonces… Entonces lucharé de otro modo…

Y por la forma en que lo dijo, a Clem Ridges, el actor inglés, no le cupo la menor duda de que lo haría.

Los «Blue Apartments» constituían un bello lugar, rodeado por una verja cuya media parte inferior la formaba una cerca de piedra rústica. Unos breves jardincillos, al otro lado de la verja, con una corta y ancha senda de grava bien iluminada, iban a morir en los escalones de acceso a un edificio que tenía todas las apariencias de una clínica, pero sobre cuya fachada, decorada en azules vivos y suaves, un fluorescente rezaba: «Blue Apartments. Luxury and confort».

—Lujosos y confortables —recitó con un suspiro Ridges—. Nunca había estado aquí.

—¿No visitaba a sus compañeros?

—No. Vivían muy apartados de los demás. Ahora comprendo la razón.

Entraron en el sendero de grava con el coche, dejándolo aparcado en una amplia plazoleta lateral de mosaicos azules y blancos, donde otros varios vehículos se alineaban en diagonal.

Avanzaron hacia la puerta con paso firme. Súbitamente, Ridges apoyó en Wade una mano, oprimiendo con fuerza su brazo.

—Espere. ¿De qué forma vamos a presentarnos ahí? Si les avisan nuestra presencia, tal vez lo malogremos todo. Nos esperarán alerta. ¿No sería mejor avisar a la policía?

—¿Y ponernos en ridículo con simples sospechas disparatadas, que a ellos aun les sonarían a más disparate? No, Ridges. Hemos de confiar sólo en nuestras fuerzas. Y, naturalmente, no hay más que un medio de entrar ahí sin infundir sospechas. Sígame.

El actor, tras una breve duda, resolvió seguir al decidido aventurero. Wade y él entraron en los «Blue Apartments» con paso resuelto. Wade caminaba unos pasos adelantado, y llegó ante el lujoso «comptoir», donde un empleado, de soberbio uniforme, igualmente azul, les sonrió, obsequioso, aunque torció algo el gesto al advertir que no traían consigo equipajes. Producía la impresión de un almirante en su navío insignia.

—Necesitamos un apartamento doble —dijo gravemente Wade—. ¿Tienen disponibles?

El conserje dudó.

—Verá, señor. Es costumbre de la casa no alquilar apartamento alguno a huéspedes que carecen de equipaje, y…

—No precisaba equipaje en esta corta estancia en la ciudad —observó Lash—. Tengo mi coche ahí fuera y creí que ello no iba a implicar dificultades.

—¡Oh, tiene coche! —El rostro del almirante de azul se iluminó—. Esto es diferente.

Basta conseguir su matrícula, para que sean admitidos. Por favor, ¿quiere hacerlo en el libro registro? Es la costumbre en casos así, señor…

—Por supuesto —sonrió Wade. Tomó el grueso libro de ingreso, y extendió su nombre en la casilla correspondiente, anotando después el número de matrícula de su «Dodge».

Siguió Ridges en la inscripción, y mientras el inglés escribía, Wade habló al conserje:

—Me recomendó estos apartamentos un buen amigo mío, que se alojó aquí hace cosa de un mes… Por cierto que tenía pensado quedarse aquí una larga temporada, según me dijo en su carta. ¿Tiene la bondad de decirme si sigue aún aquí? Le daría una gran alegría, si pudiera verle.

—Naturalmente, señor. ¿Cuál era el nombre de ese caballero?

—Billy Carson —dijo con toda serenidad Wade Lash.

—De Virginia.

Clem alzó los ojos, asombrado, dejando la pluma. El conserje tomó el libro, buscó unas fechas determinadas y su índice recorrió las hileras de nombres. Wade aguzó la mirada cuanto le fue posible. Había observado que era también norma de la casa consignar a los nombres de los huéspedes el número de su apartamento, con cifras rojas. De pronto, el dedo del conserje se detuvo en un Carson. Meneó la cabeza negativamente, al leer el nombre.

—¿Ha dicho Billy o Dicky? —indagó.

—Billy.

—No, no es éste —dijo el hombre—. Vea, es Dicky Carson, no Billy. Y procede de Inglaterra, no de Virginia.

Wade, tranquilamente, lo comprobó así.

—Sí, ya veo —sus ojos miraron el número en rojo, lo grabó en su memoria. Luego, se apartó—. Bien, gracias. De todos modos, es posible que se inscribiera con nombre falso. Es un poco bribón, ¿entiende?

—Sí, señor —sonrió el «almirante», recogiendo el guiño de Wade y, sobre todo, el billete de cinco dólares que le tendió el joven—. Y mil gracias, señor.

Pulsó un timbre, apareció un botones de flamante azul y aire soñoliento, que recibió el encargo:

—Piso doce, Jimmy. Apartamento B-129 para estos señores.

El chico asintió, arrastrando de ellos hacia un ascensor reducido y confortable, tapizado inevitablemente en azul. A Wade empezaba a fatigarle aquel color.

—Si fuera verde, empezaría a preguntarme si estoy en la Ciudad del Mago de Oz —comentó mordazmente a Ridges, ganándose una sonrisa divertida del botones.

Les dejaron en un apartamento puramente cinematográfico, con dobles dormitorios gemelos, doble cuarto de baño y doble saloncito de estar. Todo lujoso, diminuto, bien amueblado y con un exceso de azules realmente intolerable, pese a la delicadeza y buen gusto con que se habían armonizado.

Pero a Wade le importaban un ardite el apartamento y sus lujos. Se quedó plantado en mitad de la habitación, con las manos en los bolsillos. Ridges le miró, calculador.

—¿Y ahora? —indagó el británico.

—Ahora, a entrar en acción —dijo rudamente Wade—. Si el B-129 está en el piso doce, apuesto diez contra uno a que el A-187 tiene que estar en el piso dieciocho.

—¿Cómo sabe usted el apartamento que ocupan ellos?

—Cuestión de vista y de rapidez —dijo sin modestia alguna Lash, echando a andar de nuevo hacia la puerta. Pegó el oído a la hoja de madera—. Baja el ascensor, al parecer.

—¿Vamos a subir al piso dieciocho?

—Naturalmente —abrió la puerta con cautela, miró a un lado y otro del corredor. No vio a nadie, e hizo una seña a Ridges—. Vamos, amigo. Hay que obrar con premura. Disponemos de poco tiempo.

Salieron al pasillo. Wade cerró con llave tras sí, y avanzó hasta el ascensor. Había tres cabinas, pero todas señalaron, a excepción de la que funcionaba en sentido descendente, el emplazamiento del ascensor en la planta baja. Wade hizo una seña y siguió hacia la escalera.

—Vamos por aquí —dijo—. No nos cansaremos demasiado por seis pisos.

Subieron. Wade, al pisar el decimoctavo, hundió significativamente la mano en el bolsillo derecho. Ridges lo observó y tragó saliva.

—¿Va a hacer falta eso? —preguntó, algo inquieto.

—Nunca se sabe —dijo Wade, con sonrisa de lobo, buscando el apartamento B-187.

Lo encontró al final de un corredor. Miró a Ridges, que no las tenía todas consigo, y se iba rezagando más y más. Wade le hizo una viva seña, sin despegar los labios.

Una vez frente a la puerta del apartamento, las facciones de Lash se endurecieron. Extrajo la automática, con la que señaló la hoja de madera, ante el sobresalto de Ridges, que miró el arma con aprensión.

—No me gustan las puertas abiertas —susurró—. Es señal de que no guardan nada.

Ridges no le entendió, hasta que pudo apartar los fascinados ojos de la «browning» y miró a la entrada del apartamento. Wade tenía razón; la hoja aparecía sólo entornada. Una tibia luz azulada salía del interior, trazando una línea quebrada en la alfombra celeste y cobalto del corredor.

—¿Qué piensa hacer ahora? —susurró Ridges.

Por toda respuesta, Lash soltó una risita. Después cargó violentamente contra la puerta, pistola por delante, y se echó a un lado, tras haber penetrado de un brinco felino en la estancia. Ridges, automáticamente, guiado más por el instinto que por la seguridad en cuanto ocurría, saltó también de costado, eludiendo el hueco de entrada.

Wade escrutó, amenazador, la estancia alumbrada suavemente, los muebles y decoración gemelas al apartamento recién adquirido. Allí no había nadie visible.

—Es curioso —dijo—. Me paso la noche allanando moradas, y en todas partes me encuentro un cuadro similar. Ni rastro de ser viviente. Vamos, Ridges, entre. No se le van a comer…

Clem Ridges, algo corrido, entró detrás de Wade, que avanzaba ya cautamente por el piso. Le vio detenerse frente a un mueble-bar, cuyas puertas abiertas mostraban hileras de botellas sobre un fondo de luz azul. Había algo curioso en aquello, y la perspicacia de Lash no dejó de advertirlo.

—¿Ha observado? —dijo con un asomo de sonrisa—. Todas las botellas son de vodka.

Raro, ¿no le parece?

Ridges no respondió más que con un asentimiento. Estaba mirando hacia el suelo, en cuya alfombra se veía un gran charco de líquido, y fragmentos de vidrios. Wade siguió su mirada.

—Una botella rota —observó. Inclinóse a tocar los vidrios, y olfateó las yemas de sus dedos tras rozar la alfombra celeste—. Hum… Esto no era vodka. Huele a brandy.

Alzó la cabeza, pensativo, fijando la mirada en un teléfono de pasta color cielo, y junto a él un listín telefónico. Había líquido también en la mesa, y había goteado al suelo. La madera pulimentada mostraba amplias manchas descoloridas. Wade frunció el ceño al advertir algo más. Un fragmento de cristal que no encajaba en los otros. Lo tomó de la mesa y lo estudió a la luz. Se lo tendió a Ridges.

—Una extremidad de una ampolla de inyectables, cortada por una lima —observó—. Han drogado a nuestro amigo Robertson… o a alguien más.

—Es usted un detective admirable, Lash —se asombró Ridges.

—Gracias —hizo una mueca el joven aventurero y se inclinó sobre el listín, hojeándolo distraídamente. Luego, muy resuelto, tomó el teléfono. Lo alzó, ante el horror de Ridges, y habló, torciendo la boca, con una voz deformada, algo estridente.

—Oiga, ¿es la centralita?

—Sí, señor —le respondió una voz femenina—. ¿Qué desean ahora?

—Llama el apartamento A-187, señorita…

—De sobra lo sé. ¿Se cree que se me puede olvidar su departamento, después de tantas llamadas?

—Perdone. Ahora es algo diferente.

—Menos mal —bostezó sin duda la airada operadora—. Supongo que no se pasan la vida buscando clínicas por puro deporte.

—¿Clínicas? —Wade tensó sus facciones. Miró a Ridges, que hizo un gesto de extrañeza, y le guiñó un ojo, añadiendo—: No, no, señorita, ya encontramos lo que buscábamos.

—Sí, eso dijeron la última vez. ¿Qué es lo que quiere ahora, señor?

—Verá. Deseo comunicarme de nuevo con el último número de las clínicas buscadas. —Wade había pergeñado rápidamente su plan de batalla ante aquel regalo providencial. ¿Lo recuerda aún por casualidad, o tendré que buscarlo otra vez?

—¿De modo que era algo diferente, eh? —se mofó la operaria—. Vaya, vaya…

—Bueno, ahora es sobre seguro, ¿no? —rió Wade, esperando.

—Sí, claro. Espere un momento. Tengo aquí el número. Sí, éste es… —hizo una pausa. Entretanto, Wade estaba abriendo febrilmente, con la otra mano, el listín telefónico. Encontróse varias hojas manchadas, pero no se detuvo hasta llegar a la letra C y buscar el apartado de clínicas. Había miles en Nueva York. Y las hojas estaban empapadas de licor. Olían a brandy también, no a vodka.

—Columbus… Doce… tres… nueve… —La voz de la operadora y la acción de marcar seguían sonando en el otro oído de Wade, que rápidamente archivaba las cifras en su mente. Acabó ella—: Veintidós… cinco. Es ése, ¿verdad?

—Creo que sí —asintió Wade.

—Ya tiene la conexión. Y espero que sea la última —dijo airadamente ella, cortando. Wade rió, en tanto que su índice recorría con vertiginosa rapidez las cifras del listín, bajo la mirada perpleja y admirativa de Ridges.

—¿Diga? —habló una voz. Lo hizo un segundo después de detenerse el índice de Wade en un número: Columbus 1 239 225. El índice siguió a la izquierda, en tanto repetía la voz, impaciente, al otro extremo del hilo—: ¿Diga, por favor?

—¿Clínica Hamilton? —inquirió secamente Wade, tras leer el nombre que correspondía al establecimiento de aquel número.

—Sí, señor. ¿Quién llama?

—Tenemos un enfermo aquí. Haría falta su ambulancia en el acto, por favor.

—¿Ambulancia ahora? Ésta es una clínica particular, señor, y el servicio urgente nocturno corre de cuenta del solicitante por completo. Si lo desea…

—Claro que lo deseo. ¡En el acto!

—Bien, señor. ¿A dónde ha de ser enviada la ambulancia y de qué naturaleza es el caso? Nosotros únicamente nos ocupamos de nuestra especialidad. Dolencias cerebrales y Psiquiatría en general…

—Por supuesto. El enfermo está en los «Blue Apartments», Calle Cincuenta y Cuatro.

—Un momento, señor. ¿No habrá algún error en esto? Ya hemos acudido esta noche a los «Blue Apartments» para un caso urgente cerebral y…

—Se trata de otro caso —cortó fríamente Wade, cuyos ojos centelleaban ahora con una vitalidad increíble—. ¡No pierdan tiempo, por favor! El otro enfermo pertenecía al apartamento A-187. Ahora se trata del B-129, y han de preguntar por Clem Ridges al llegar. Es urgentísimo, por favor. No tarden.

—La ambulancia llegará enseguida —aseguró, cortando la comunicación, el operador de la clínica.

Wade colgó, mirando con aire triunfal a Ridges, que parecía realmente atónito.

—Pero… pero… ¡que me ahorquen si entiendo algo de esto!

Wade consultó su reloj, mordiéndose los labios. Recuperó su «browning» y le sonrió al actor inglés.

—Aún falta lo más divertido —dijo con dureza—. La lógica no falla nunca, amigo mío.

—Yo no veo nada lógico en todo esto, Lash.

—Y, sin embargo, lo hay. ¿Dónde ocultaría usted a una persona de quien quisiera deshacerse momentáneamente, en forma impune, y sin necesidad de matarla?

—No sé.

—Imagínese que esa persona va inconsciente, narcotizada o algo así. ¿No se le ocurriría la idea de buscar una clínica privada, internarla allí, abonando una semana o quince días anticipadamente, y despreocuparse por completo de ella en ese tiempo?

—Pero en la clínica descubrirían la superchería.

—No, mi querido amigo. Recuerde que la droga que se pone en juego afecta realmente al funcionamiento cerebral y puede ser totalmente desconocida por los médicos. Tal vez éstos, perplejos por el caso, no lleguen a advertir en cierto tiempo que todo obedece a la acción de una droga.

—¿Cree que Robertson está internado allí, como un supuesto enfermo mental?

—Es posible. —Wade estaba cerca de la alcoba del fondo ya. Se volvió a Ridges. Terminemos de ver esto y volvamos a nuestro apartamento. Hay que preparar la farsa…

El actor británico le siguió, no muy convencido. Wade llegó al dormitorio, lo examinó sin encontrar nada anormal. De igual forma recorrieron otros dos dormitorios. No había nadie en ninguno de ellos.

—Ha volado la caza —dijo Wade por último, con un suspiro—. Temían algo, o algo les obligó a salir. Nuestra única esperanza consiste en esa clínica…

Wade Lash habíase parado ante la última estancia que le quedaba por ver. El cristal escarchado indicaba que era un cuarto de baño. Lo abrió, girando la llave de la luz.

Una claridad azul, tenue y suave, alumbró el suelo de mosaicos celestes, la bañera, blanca y rectangular… y también el cadáver que flotaba dentro del recipiente lleno de agua.

Unas gafas aparecían enredadas en la tela hinchada de su chaqueta. El pelo grisáceo se agitaba como una medusa en el agua de la bañera. Un rostro anguloso, unos agudos ojos grises, vidriados por la muerte, les contempló desde el fondo del baño.

—Bueno —suspiró Wade Lash, mirando de reojo el pálido rostro de su compañero—. Ya hemos encontrado al profesor Claude Robertson, del «London’s Little Theatre».