CAPÍTULO X
Estaban de vuelta en su apartamento. Ridges cerró la puerta, con una expresión que hacía temer que sus náuseas estallaran violentamente de un momento a otro. Wade Lash, aunque más sereno, mostraba la dureza de gesto de quien se siente rabiosamente humillado por el adversario.
—Van sembrando de cadáveres nuestro camino —dijo sordamente—. Robertson podía ayudamos, Ridges, a desenmascarar a esa cuadrilla de asesinos y saboteadores, pagada sabe Dios por quién y por qué país.
—¿Duda usted eso todavía?
—No, no dudo. Hay cosas claras como la luz del día, y nuestro país no tiene muchos enemigos en el mundo. Entre esos pocos, no sería difícil dar con el instigador de todo eso. Nos han metido un cáncer debajo de la piel, y lo malo es que si acusamos la presencia de ese cáncer a las autoridades, se van a reír de nosotros.
—Me resulta increíble…, ¡increíble!… —Ridges se cogió la cabeza entre las manos, evocando sin duda la horripilante escena del baño del piso dieciocho—. ¡El profesor Robertson asesinado! Una eminencia de la escena inglesa, un hombre que jamás hizo daño a nadie…
—Los inocentes son siempre las víctimas propicias, Ridges. Pero no olvide que usted mismo pudo haber sido antes víctima de los asesinos. Y hasta a manos del propio Robertson, que sin duda fue quien le asestó el golpe en la nuca, al resistirse usted a tomar la droga.
—De eso no puedo guardarle rencor… Fue una acción involuntaria.
—Celebro que piense así, amigo mío —dijo lentamente Wade Lash, aguzando el oído; una campanilla lejana, resonando insistentemente, le anunció la aproximación de la ambulancia.
—¿Por qué dice eso?
—Porque voy a necesitar un paciente para engañar al personal de esa ambulancia, de la clínica Hamilton, en una palabra.
—¿Y bien? ¿Dónde va a encontrar ese paciente?
—Lo tengo aquí.
—¿Aquí? No le entiendo…
—Es usted, Ridges.
—¿Yo? ¿Se ha vuelto loco? ¡Tardarán un minuto en descubrir que les engañamos!
—Tal vez tarden un poco más. Por eso le decía que celebraba su bondad al no guardar rencor a quien le ataca. De veras lamento lo que he de hacer ahora, pero… no hay otro remedio.
Lash había extraído de nuevo su «browning». Clem Ridges adivinó, sin duda alguna, lo que iba a hacer Wade. Su mirada se dilató, e incluso quiso defenderse del ataque. Pero Wade le asestó el impacto con la culata de su automática en el cráneo, antes de que el otro lograra evitarlo.
Gimió entre dientes el rubio galán de la escena inglesa, y se derrumbó de bruces en el alfombrado apartamento azul. Wade guardó su pistola, contemplándole con pesar.
—Lo siento, muchacho —musitó—. Era necesario…
Extrajo rápidamente la ampolla de su bolsillo. Se encaminó al mueble-bar. Había dentro copas diversas. En una de ellas vació la mitad de la ampolla, después de quebrar el vidrio. La otra mitad la echó en una segunda copa. Arrinconó la anterior al fondo del mueble, y en la segunda echó agua del grifo.
Se inclinó sobre Ridges. Entreabrió a viva fuerza sus comprimidos labios y derramó en la boca el licor. Pese a la pasiva resistencia del desvanecido, un setenta u ochenta por ciento del líquido penetró por su garganta. Wade secó con una toalla el resto que fluía por sus comisuras y se irguió satisfecho. Era cuanto podía hacer por engañar a la clínica. Si esto fallaba, sería por los imponderables.
El timbre sonó. Wade estiró una mano, alzando el receptor.
—Ha llegado una ambulancia, señor —informó el conserje de comptoir—. ¿Es cierto que tienen un enfermo ahí? Insisten en que es del apartamento B-129.
—Es cierto. Mi compañero ha sufrido un ataque cerebral. Pueden subir a recogerle. Yo iré con él a la clínica. No tiene a nadie más en la ciudad, compréndalo.
—Sí, claro, claro. Demonio, es también coincidencia…
—¿El qué?
—Nada, nada —el conserje pareció arrepentido de su comentario—. Ahora suben, señor.
Wade colgó con una sonrisa. La aventura estaba iniciada. Sólo Dios sabía si al final de ella estaría Ada Goring. El hecho cierto es que había conseguido olvidar a Johnny Moran y a Doc Hausman. Eso ya era algo.
* * *
Mientras la ambulancia le conducía a través de la madrugada de Nueva York; en dirección al establecimiento sanitario, Wade Lash, inmóvil junto a la litera en la que reposaba profundamente Clem Ridges, con la apariencia de un enfermo auténtico, no podía dejar de pensar en lo sencillo que hubiera resultado, pistola en mano, reducir a los dos sanitarios del vehículo, haciéndose el amo de él para abandonar la ciudad y eludir así el cerco puesto por Moran y su banda.
Pero no podía hacerlo. Su vida no contaba ahora. Antes que ella, insignificante y carente de valor, estaba la de Ada Goring, una linda muchacha en peligro. Y la de muchos americanos que seguirían muriendo en «accidentes» sin explicación plausible.
Tenía que salvar a Ada Goring, la bella pelirroja inglesa. Y con ella, a cuantos ignoraban lo cerca que estaba de ellos la muerte solapada, la mano trágica y ensangrentada del odio, del crimen abominable pagado por el extranjero…
Era extraño, pensó, que él se ocupara ahora de cosas así. Wade Lash, jugador y bribón de los bajos fondos, metido en una tarea patriótica. Luchando con todas las desventajas, frente a unos agentes pagados con oro extraño, contra el sabotaje organizado, que se encubría tras la apariencia inocente de una formación teatral británica.
La ambulancia devoraba calles y calles. En la litera, Ridges no se movía. Wade tampoco, en su asiento. A su lado, un sanitario atendía al supuesto enfermo, en tanto que el otro conducía el vehículo.
Por fin la ambulancia se detuvo. Abriéronse las portezuelas posteriores…
* * *
La enfermera contempló a Lash con aire fríamente profesional.
—No se preocupe por su amigo, señor Scott —dijo a Wade—. Estará bien atendido por el doctor Ross, en el piso de enfermos cerebrales.
Wade sonrió a la matrona vestida de blanco. Tenía demasiada pintura en la cara para su cargo de enfermera. También tenía demasiado de todo bajo el blanco almidonado de su uniforme. Y ella lo sabía.
—De acuerdo, preciosa —dijo el falso Scott con aire jovial—. De todos modos, me gustaría subir y ver cómo está atendido. Será sólo un momento y…
—Está terminantemente prohibido —cortó ella, con voz glacial—. No insista. Aunque yo le dejara subir, cosa que no ocurrirá, el doctor Ross haría que le expulsaran en el acto. Es un pabellón de enfermos muy delicados. No puede entrar nadie ajeno a la clínica. Y aun el personal, con ciertas restricciones.
—¿Tampoco puedo esperar a que termine usted su turno, para consolarme de la desgracia de mi amigo en buena compañía? —dijo con enorme cinismo Wade.
La enfermera le examinó con ojos helados. Pero había en ella algo que no era helado, y se le escapaba aun sin querer.
—Si me molesta, llamaré al director —dijo con sequedad.
—Yo no molesto nunca a las chicas. Pregúnteles a ellas —estiró una mano audazmente y pellizcó su barbilla. Se ganó una mirada electrizante—. ¿Tarda mucho en salir de este horrible lugar?
—Hará bien en largarse —dijo la enfermera irritada—. De todos modos, aun tengo trabajo hasta las ocho de la mañana.
Wade rió entre dientes, mirando con insolencia a la opulenta enfermera.
—Demasiado tarde, hijita —y supo que acababa de decir una gran verdad—. Mi vida termina a las seis. Ni un minuto más.
—¿Sí? —El despecho hizo que ella se mostrara más agria ahora—. Pues puede irse a acostar antes de las seis, porque aquí no va a sacar nada en limpio. Buenas noches.
—Buenos días —rectificó amablemente Wade, dando media vuelta.
Salió del blanco vestíbulo con olor a desinfectantes. El jardincillo de la clínica se extendía, en suave pendiente, hasta la verja que daba a la calle. Wade no pensaba seguir ese camino.
Rápidamente se desvió a la derecha, siguiendo un arriate de hierbas y flores, que pisoteó sin remordimientos de conciencia, pegada la espalda al muro del edificio.
De ese modo, siguió una prolongada galería de cristales, herméticamente cerrada, que concluía en una nueva puerta vidriera.
Wade se ocultó tras una columna de ladrillos, cuando una enfermera que allí se encontraba abrió la vidriera para salir al jardín. Se encaminó con paso rápido y seguro a un edificio anexo, de sólo dos plantas, en cuyas ventanas superiores brillaba luz. No hizo acción de asegurar el cierre de la puerta a su salida.
Lash, rápidamente, maniobró en aquella entrada al desaparecer ella. Se encontró en un corredor blanco e impoluto, con fuerte olor a medicamentos. Al fondo, otra vidriera daba a una escalera, y sobre ella, un luminoso en rojo señalada: Plantas superiores.
La suerte seguía siendo su aliado en aquella descabellada aventura. Con la mano hundida en el bolsillo donde reposaba su inseparable «browning», Lash avanzó hasta la vidriera rotulada, la empujó, enfrentándose con la escalera. Acto seguido se hundió con gran viveza de movimientos, en un hueco situado junto a los tramos.
Un hombre descendía por la escalera. Su bata blanca, el gorro de igual color, y la mascarilla colocada sobre su rostro, le hacían exactamente igual a otros doscientos sanitarios que pudiera haber allí.
Wade no necesitaba más. Aún tenía al lado a la suerte. Esperó a que bajara el sanitario. El hombre, al pisar el último escalón, se encaminó a una puerta en la que se leía: Dependencias. Empezó a despojarse de la mascarilla de blanca tela…
Entonces le cayó encima la culata de la automática y no sintió ninguna otra cosa. Los brazos amorosos de Wade le tomaron urgentemente, arrastrándole al hueco donde se había refugiado hasta aquel momento. Una vez allí, procedió a despojarle de bata, gorro y mascarilla, ocupándose después en la tarea de meterle su pañuelo en la boca, hecho un ovillo, y anudar a su nuca un segundo pañuelo, el suyo propio, completando así la mordaza.
Arrancó sin contemplaciones tiras de tela de la camisa del caído, y las trenzó, convirtiéndolas en eficaces ligaduras, con las que aseguró muñecas y tobillos al sanitario.
Terminada esa labor en un tiempo increíblemente corto, se enfundó él dentro del batín blanco, el sombrero y la mascarilla. Muy solemne, tomó en sus brazos al caído, tras observar que nadie venía, y se encaminó a la puerta de las dependencias. Era una doble hoja de batientes, que empujó, tras observar a través de las dos mirillas circulares de cristal, que no había nadie en la amplia sala llena de armarios y guardarropas.
Uno de ellos le sirvió para ocultar perfectamente al desvanecido sanitario. Tras esa operación, se apresuró a salir del lugar, subiendo con paso natural, sin prisas, la escalera de acceso a los pisos altos.
Un gráfico, en la primera planta, con iluminación interior, señalaba la distribución de cada piso. En la planta cuarta leyó:
Enfermos cerebrales. Observación. Doctor Howard Ross.
Aquél era su objetivo. Siguió adelante. Se cruzó con dos hombres vestidos igual que él, que le saludaron con un monosílabo y él sólo respondió con un gruñido ahogado por la máscara. Ninguno pareció interesado por él, y Wade respiró. Su frente aparecía sudorosa, y sentía una fría humedad en la palma de sus manos. Pero siguió adelante.
Cada planta tenía un reloj luminoso, de amplias proporciones. Era como si quisieran recordarle a cada momento que el plazo de su vida iba expirando lenta, implacablemente.
Las cuatro y media… Las cinco menos veintinueve… Las cinco menos veintiocho, cuando alcanzó la planta número cuatro.
Una enfermera le estudió con aire crítico desde un mostrador con teléfonos.
—¿A dónde va? —le preguntaron con aspereza.
Wade se quedó plantado frente a ella, mirándola serenamente.
—Me llamó el doctor Ross —manifestó con toda frialdad—. Es para el enfermo recién ingresado, señorita.
—Oh, sí, ese hombre del diecisiete —la enfermera no apartó de él sus ojos—. Creí que habían llamado a Taylor. Usted debe ser de la planta segunda, ¿no?
—Acertó —respondió Lash, escueto.
—Bien, pase —la enfermera le señaló el largo corredor saturado de olor a ácido fénico—. Cuarto diecisiete. Cuidado al pasar por el quince. Es una paciente especial…
Asintió Wade, notando que el corazón le daba un vuelco. Una paciente especial en el quince…
Caminó corredor adelante. Sus pasos eran firmes, seguros, aunque toda firmeza y seguridad empezaban a huir de él. Sentía incluso un temblor ligero en las piernas. Con el rabillo del ojo iba examinando las cifras luminosas de cada cuarto.
Pares e impares, según su colocación a derecha o izquierda. Uno… tres… cinco… siete… nueve… once… trece… Quince.
Sus pies casi le frenaron, aunque el diecisiete era su destino, y estaba seguro de que la enfermera seguía sus pasos con mirada crítica. Aquél era un piso restrictivo, la empleada del vestíbulo lo había dicho. Todo iba a ser muy difícil. Pero no imposible.
Empujó la puerta del diecisiete. Entró. La cama estaba vacía. Wade se quedó perplejo, con la vista fija en las sábanas revueltas, sin rastro de Ridges. Tampoco había nadie más en la estancia.
El muro de comunicación con el cuarto número quince mostraba una puerta. Pero la distancia entre ambas estancias señalaba la presencia de algo más, separándolas. Tal vez un cuarto de baño.
Rápidamente Wade probó el picaporte, que no resistió a su presión. Estaba abierto. Empujó lenta, muy lenta y sigilosamente. Se encontró, como ya esperaba, en un reducido cuarto de baño, con ducha y una pequeña pileta cuadrangular, de mosaicos verde claros. Al fondo otra puerta comunicaba, directamente ya, con la sala número quince.
Wade extrajo su pistola. Acercóse muy despacio a aquella puerta. Pegó el oído a la madera.
Captó el sonido de voces de hombre. Eran varias, y todas ellas hablaban en tono susurrado, apenas audible. A pesar de ello le llegaron varias frases sueltas:
«Es preciso eliminarla…». «Ese hombre es muy listo…». «Puede declarar contra nosotros…». «Lo de Robertson era inevitable…».
Wade contuvo el aliento, tensó sus músculos y nervios. Muy lenta, sin temblar, la mano izquierda de Lash se acercó al picaporte, apoyó en él los dedos, probó sin esperanza alguna, girando muy despacio, muy cauteloso…
Contra todos sus temores, también cedía la puerta. No cabía más que una explicación: Les interesaba el contacto entre una estancia y otra. Además de los saboteadores, había más gente complicada en el asunto. Gente de aquel establecimiento sanitario. Estaba, ahora lo comprendía, en terreno totalmente enemigo. Y sólo gracias a su enorme audacia, le había sido permitido llegar hasta allí.
El último eslabón empezaba a estar ya claro para Wade. Su aguda mente lo había recelado antes. Y ésta era la total confirmación. Las voces continuaban su charla, bien ajenas a su maniobrar en la puerta.
De repente una nueva voz sonó en la estancia. Fue más aguda, femenina sin duda, Y su sonido plañidero una queja prolongada y penosa:
—Tengo… sed…
—¡La chica se despierta, doctor! —dijo una voz áspera, familiar a Wade—. ¿Qué hacemos?
—Es el momento —respondió la otra voz—. En la naranjada, el veneno surtirá su efecto. Rápido, adminístrenselo. Yo firmaré la defunción, y todo resuelto…
—Tengo sed… Mucha sed… —gimió aquella voz ronca, apagada.
Y Wade la hubiera reconocido entre mil, entre un millón de voces distintas: ¡Era la de Ada Goring!
Rápidamente terminó de girar el picaporte. Empujó la puerta con violencia y penetró en la estancia, pistola por delante.
—Buenas noches, señores —saludó duramente—. ¿No se han olvidado de invitarme a mí?
Los rostros de seis hombres se volvieron hacia él en redondo. Seis expresiones petrificadas, atónitas. De manos de Gallagher, el regidor del «Rívoli», cayó el vaso de naranjada, estrellándose con sordo chasquido en el embaldonado suelo.
—¡Wade Lash! —musitó otro de los presentes, con estupor.
La mirada de Wade, pasando por encima del femenil Carson, de Campbell, de Eaton y de un hombre con bata blanca y rostro adiposo, innoble pero inteligente, se clavó en el último de los presentes, acaso el más sorprendido y sobresaltado de todos por su presencia.
—Tenía ganas de comprobar la última parte de mi teoría —dijo secamente Lash, perforándole con sus heladas pupilas—. La que hacía referencia al verdadero cerebro de la organización. En resumen, a usted, Clem Ridges.
El guapo galán de rubios cabellos y depurado inglés no hizo sino una observación:
—¿También sabía eso, Lash? Es más listo de lo que imaginaba…