CAPÍTULO IV

—¿La señorita Goring? —El portero le miró desconfiado. Era un hombre recio, ancho y poderoso, de faz simiesca. Posiblemente fuera útil su apariencia física, con algún aficionado excesivamente impetuoso. Y a Wade parecía estudiarle como a tal—. No, no recibe a nadie durante las horas de representación, señor.

—Bien, pero yo soy un amigo suyo —mintió serenamente Wade—. Un buen amigo…

—¿Le ha dado ella una autorización firmada, para venir a visitarla?

—No —admitió Lash—. Ni pensé que fuera necesario.

—Pues debió pensarlo, señor. O pensar ella por usted, ya que si son tan amigos, debiera de estar enterado de que ella conoce perfectamente ese formulismo, de que ella conoce perfectamente ese formulismo.

—¿Y no hay modo de resolver ese pequeño inconveniente? —argumentó Wade. El hombretón movió negativamente la cabeza.

—Ninguno, señor, salvo que ella misma le avalase. Y va a ser difícil, porque ni siquiera está aún en el teatro.

—¿De veras? —Una leve esperanza titiló en el interior de Wade—. Puedo esperarla.

—Pero no aquí, señor —y el portero, nada amable, señaló un expresivo rótulo: «Prohibido estacionarse persona alguna en esta entrada»—. Buenas noches.

Wade respiró hondo. Empezaba a cansarse. Tal vez acabaría borrando la sonrisa de superioridad de aquel simio uniformado, a golpes de puño. Pero no era una solución.

—Gracias —dijo secamente, dando media vuelta. Y se encontró con ella.

Llegaba sola, en tanto que un taxi abandonaba la calzada. Venía cerrando aún su bolso, tras guardar el cambio en él. Miró, con sus ojos jaspeados llenos de sorpresa, hacia el joven erguido ante ella.

—Buenas noches, señorita Goring —saludó rápidamente Wade, mirando por el rabillo del ojo al mastodonte de la puerta, que se había puesto rígido de pronto—. ¿Me recuerda?

—Pues… sí…, sí, creo que sí —dijo ella, tras una breve duda, frunciendo graciosamente su ceño—. ¿No es el caballero de la Estatua de la Libertad?

—El mismo. —Wade respiró hondo, e incluso inició una sonrisa—. Una sorpresa, ¿eh?

—Para usted, a lo que parece, no ha sido así —sonrió ella—. ¿Qué hace aquí? ¿Es que me ha seguido desde allá?

—Ni muchísimo menos, señorita Goring. La casualidad ha puesto en mis manos un periódico, y leí la cartelera. Me pareció recordar que antes la llamaron «señorita Goring» allí, y até cabos. No era difícil en ese caso.

—Veo que para usted no lo fue —evidentemente, a ella le divertía la desenvoltura de Wade Lash—. ¿Le gusta el teatro?

—Me entusiasma —mintió con todo cinismo el joven—. He venido a verla actuar. Pero también deseaba hablar con usted, y ese orangután no me lo permitía…

—El pobre Bruno… —rió de buena gana ella—. Cumple órdenes. Pero ya que tanto interés tiene por el teatro, se lo mostraré por dentro. Venga conmigo. Ahora no le pondrá nadie dificultades.

Wade se apresuró a seguirla. Cruzaron ante Bruno, que se inclinó respetuosamente ante ella, mirando con irritación al visitante. Lash le replicó con un guiño burlón.

El «Rívoli» era un teatro de reducidas dimensiones, como convenía a aquella breve compañía británica, en gira por los Estados Unidos. Un corto corredor conducía al escenario, de dimensiones igualmente escasas, y en torno al cual circulaba una barandilla en el primer piso, con los camerinos de los actores.

Le gustaba caminar al lado de aquella muchachita de rojos cabellos y mirada leal, que taconeaba graciosamente al andar. A medida que ella le refería los detalles internos del local, Wade ni siquiera escuchaba sus palabras. Era su voz cálida, armoniosa y dúctil, de un inglés menos rígido que el de sus compañeros, lo que le cautivaba.

—… Y éste es mi camerino —terminó ella, parándose ante una puerta sobre la cual destacaba su nombre en letras plateadas—. ¿Complacido ya, señor…?

—Lash, Wade Lash —no había razón para ocultarle su verdadero nombre y no lo hizo.

—Bien, señor Lash, espero haberle complacido. Y al mismo tiempo he podido darme cuenta de una cosa.

—¿Cuál es? —inquirió Lash sonriente, mientras ella abría la puerta y movía la llave de la luz, inundando de blanca claridad el reducido camerino, con su tocador, espejo oval, banqueta, sillas, armario ropero y biombo. Olía a cosméticos, a ropa y a madera vieja.

—Que usted no tiene el menor interés por nada del teatro, ni sabe una palabra de todo esto.

Wade la miró boquiabierto. Esperaba hallarse con un gesto duro, enfadado, tras ese rapapolvo, y se tropezó con una sonrisa animada, burlona. No tuvo otro remedio que inclinar la cabeza y asentir.

—Me confieso ante usted —admitió—. Soy un profano en el teatro. Jamás he visto a una actriz, de lejos o de cerca, con la excepción de alguna de Hollywood, aunque alguien ha dicho que aquéllas no son actrices, y tal vez tenga razón.

—¿A qué ha venido entonces, señor Lash?

—A verla a usted.

—¿De veras? —Se paró en mitad del camerino—. Pues bien, ya me ha visto. ¿Y ahora?

—Seguiré viéndola, desde el patio de butacas. Tengo localidad para esta noche.

—Ha hecho mal. Se aburrirá soberanamente. La comedia es desastrosa, y nosotros lo hacemos bastante mal. Pero como es profano, tal vez no lo descubra muy bien.

—Creí que era una formación perfecta, representando al teatro inglés…

—Sí, pero… —vaciló, a punto de decir algo. No lo dijo, y Wade no supo si porque lo pensó mejor o por el zumbido sordo de un timbre que repitió dos veces su llamada. Ella, ni corta ni perezosa, comenzó a desabotonar su vestido. ¿Oye eso?

—Sí.

—Es el segundo aviso. Quiere decir que dentro de cinco minutos se levanta el telón.

Discúlpeme, señor Lash, pero he de cambiarme rápidamente…

Se encaminaba al biombo con paso rápido. Wade hizo acción de salir, procurando no mirar cómo concluía ella de desabrochar su vestido.

—Perdone. Ya la he molestado bastante —se excusó Wade.

—No, no se vaya aún —pidió ella, ya detrás del biombo—. Estoy enseguida.

Wade, sorprendido por la petición, se paró cerca de la puerta. Vio caer el vestido sobre la parte superior del biombo. Después, una prenda íntima. Contuvo la respiración.

—¿Está segura de que no será mejor que me marche? —insistió, confuso.

—No hay razón para ello. Pero si quiere irse, allá usted.

Wade no se fue. Un minuto más tarde reaparecía Ada Goring. Wade se quedó sin respiración otra vez.

El traje azul, de un azul brillante, deslumbrador, era el más ceñido, audaz y, al mismo tiempo, suntuoso, que viera jamás. Ni siquiera las chicas de Johnny Moran habían lucido jamás una «soirée» semejante. Y, desde luego, ninguna de ellas poseía los encantos físicos de esta inglesita pelirroja y sencilla, que ofrecía ahora la esplendidez de su figura de forma insospechada por completo.

Ella se echó a reír, cruzando ante él, con suave contoneo de caderas, y se sentó ante el tocador. El espejo, al inclinarse ella, reflejó la belleza de sus hombros y la gracia de su escote turbador.

—¿Le sorprende? —inquirió—. Pues esto le dará idea de lo que es el teatro. No siempre somos la misma persona dentro y fuera del escenario.

—¿Cuál de las dos es usted? —se interesó Wade, fascinado, dando unos pasos hacia ella.

—No lo sé —rió Ada Goring—. Es más sugestivo que usted se lo imagine sin ayudas.

—No hace falta mucha imaginación para descubrir su verdadera personalidad. Yo creo…

Se detuvo. Volvióse ligeramente, al tiempo que Ada miraba a través del espejo hacia la puerta del camerino. Habían golpeado con los nudillos suavemente.

—¡Adelante! —invitó ella, algo seca la voz.

Abrióse la hoja de madera. Asomó un hombre por ella. Un hombre moreno y recio, que se quedó sorprendido al ver allí al visitante. Miró en silencio a Wade. Luego a Ada.

—Por favor, dese prisa —la apremió—. El profesor teme que se retrase usted si levanta puntualmente el telón…

—No tema por mí, Gallagher. Diga al profesor que puede ser puntual. Yo nunca llego tarde.

—Está bien, Ada —dirigió una nueva mirada poco amistosa a Wade, y cerró tras sí. Cuando Wade miró a la joven, estaba ya maquillándose, rápida y expertamente.

—Me temo que ahora sí estorbo —dijo Lash—. ¿Quién es el profesor?

—Nuestro director, Claude Robertson, profesor de Arte Dramático en la Dramatic High School de Londres. Usted le vio esta tarde en la Estatua, ¿no es cierto?

—Sí, creo recordarlo —asintió Wade—. Entonces pensé si sería un sabio o cosa así.

—Lo es, en su especialidad —sonrió ella—. Un gran hombre de teatro, sin duda. Algo raro, pero inteligente y agudo. Él y Graves, el primer actor, son los elementos más antiguos de esta Compañía. Gallagher, a quien acaba de ver usted, es el regidor de escena. ¿Le parece complicado nuestro mundo?

—Mucho más que el mío —asintió Wade.

—¿Cuál es el suyo, señor Lash? —Curioseó ella, trazando sombras azules en sus ojos. Iba a ser una mujer diferente la que saliese a escena poco después. Aquel rostro, unido al traje azul que se adhería a su cuerpo y resbalaba en los hombros, daban una Ada Goring desconocida.

—Uno muy aburrido. Soy gerente de un club social —mintió Wade sin pestañear.

—Oh, me gustaría conocer su club.

—Me temo que no iba a gustarle… —consultó su reloj, algo nervioso—. Bien, la dejo ya.

Son las ocho menos cinco minutos. Tiene el tiempo justo. La veré desde la platea.

—De acuerdo —le miró por el espejo, y sus ojos tenían una extraña profundidad al brillar entre rasgos de intenso azul—. Espere un momento aún. ¿Piensa entrar después a felicitarme o a confesar que estoy detestable en la comedia?

—Por supuesto… si el gorila de la puerta me lo permite.

—De eso se trata —tomó un lapicero rojo de encima del tocador y arrancó un papel de un pequeño librito de notas. Lo plegó, escribiendo en él. Luego firmó.

—Éste es su «Ábrete, Sésamo» —dijo, poniéndose graciosamente en pie y doblando el papelito, que introdujo en el bolsillo superior de la americana de Wade—. Hasta luego, señor Lash.

—Hasta luego… y gracias —sonrió Wade, mirándola directamente a los ojos.

Salió, cerrando la puerta tras sí. Dejó a Ada de espaldas a él. Lo último que vio de ella fueron sus blancos y redondos hombros desnudos, el azul violento de su traje, naciendo poco más arriba de la cintura en su escotada espalda.

Suspiró. Ada Goring no era así. Iba a interpretar un papel. Pero era hermosísima. Mucho más que en la primera impresión. Miró abajo. El hombre moreno y recio, Gallagher, levantaba la cabeza, mirándole a él. Llevaba un libreto en la mano y ordenaba detalles de utillería que iban a jugar en escena.

Echó a andar en busca de la escalera. Para ello hubo de cruzar ante un camerino rotulado con el nombre de Clem Ridges. Era el inmediato a Ada. Al pasar él, la puerta se abrió. Encontróse frente a un guapo mozo, atlético y rubio, vestido de impecable smoking. Iba a salir al pasillo cuando descubrió a Wade, y pareció cortado. Los agudos ojos del joven captaron unas nubecillas de humo dentro del camerino de Ridges… y unas bellas extremidades femeninas envueltas en nylon, con zapatos de color rojo y alto tacón. La puerta semiabierta que sujetaba el bello rubio no permitía llegar más que hasta las rodillas, aunque evidentemente la falda iba más allá. No captó más. Ni el rostro, ni el resto de la figura.

—¿Me busca a mí tal vez, señor? —interrogó, en un inglés académico.

—Oh, no. He visitado a otra persona, señor Ridges —respondió Wade.

El otro pareció sorprendido de oírse llamar así. Miró entonces al rótulo de la puerta y entendió. Su sonrisa era estudiada y artificial como todo él.

—Comprendo —dijo afectadamente—. Perdone, caballero.

Y cerró bruscamente la puerta, al descubrir que los ojos de Wade se fijaban en el interior de su camerino.

Lash se encogió de hombros y siguió adelante. Antes de alcanzar la salida del escenario, vio al llamado profesor Robertson, aquel hombre alto, enjuto y severo, dando órdenes a un joven actor muy maquillado, de rostro femenil y ademanes ridículos. Wade descubrió en sus gestos el dominio innato en quien está habituado a mandar y a ser obedecido.

Luego salió del escenario. Unos minutos después se sentaba en su butaca, se encendían las candilejas, y al apagarse la luz de la sala, subió lentamente el telón.

* * *

Ada tenía razón. La comedia era mala, los actores deficientes, y todo en general presentaba un tono mediocre, indigno de una formación de prestigio. Wade no entendía mucho de teatro, pero aquello era malo, sin la menor duda. Y aburrido. Excepto Ridges, todos los demás eran como aficionados. Ada no aparecía aún.

Cansado de soportar las tediosas escenas y el diálogo, dicho en un inglés ampuloso y académico, Wade se dedicó a contemplar al resto del público, tan aburrido como él mismo. Era escaso y poco entusiasta. Lash se cansó pronto de eso también. Arriba, seguían hablando sin freno, y Ada sin aparecer.

Estudió el reparto. Aquel tipejo femenil, que pretendía tener gracia sin hacer sonreír a nadie, se llamaba Dicky Carson según los programas. Los demás componentes de la compañía eran Dennis Campbell, Norman Eaton y una mujer, Shere Grant, que suplía sus deficiencias interpretativas con una exhibición en maillot digna de un vodevil. Por otro lado, la morena Shree Grant, era todo un monumento digno de tal exhibición. Pero nada más.

También de ojear el programa se cansó. «La dama vestida de azul» tardaba en salir. Y los restantes cinco elementos que deambulaban por escena, eran insoportables de todo punto.

Dobló el programa entre sus dedos nerviosos, y lo guardó en el bolsillo. Esto le recordó el papel firmado por Ada, que le había dejado en el bolsillo superior de la chaqueta.

Hurgó tras el pañuelo que asomaba por allí sus puntas, y extrajo el papelito. Lo desdobló, esforzando la vista a la luz del escenario. La roja mina del lápiz había trazado dos líneas y una firma. Pero ni una cosa ni otra eran lo que él esperaba ver.

Estupefacto, leyó:

«Por favor, no vuelva a entrar. Espéreme después de la función en la esquina de la Calle Cuarenta y Uno y la Sexta Avenida. Es muy importante que lo haga así. Se lo ruego encarecidamente. Gracias».

Wade frunció el ceño, asombrado. Aquello no tenía sentido. Levantó los ojos hacia el escenario. Un personaje, vestido de mayordomo, anunciaba en este momento, erguido en la puerta del foro:

—La señora Diana Carrell.

«Diana Carrell» era el nombre, según los programas, de «la dama de azul». De Ada Goring, en concreto.

Wade apartó con trabajo su atención del extraño mensaje, atraído por el violento, fulgurante azul de aquel traje. Los pliegues se enredaban en torno a los altos zapatos plateados, se ceñía la tela azul a las curvas de una figura espléndida, que remataba la llamarada roja de los cabellos.

Pero un sudor helado cubrió súbitamente la piel de Wade Lash al clavar los ojos en el rostro de «la dama de azul».

Porque exceptuando aquel traje y aquel cabello, nada en ella recordaba a Ada Goring en absoluto. Y no por causa de un perfecto maquillaje, sino porque…

¡Aquella mujer no era Ada Goring!