CAPÍTULO VII

Para Bruno, conserje de día en el «Rívoli», era muy fatigoso realizar también el turno de noche. Por fortuna, eso sólo ocurría un día por semana. Y había tenido que ser precisamente en esta ocasión.

Su ronda habitual por las dependencias del pequeño teatro terminó ante la puerta posterior, como cada vez. Confrontó la hora en su reloj. Eran las doce y veinte minutos.

Se dispuso a sentarse, suspirando con cansancio. Entonces percibió el roce en el exterior. Era junto a la pared, y aunque parecía producido por algún animal callejero, lo cierto es que resultaba demasiado dudoso.

Extrajo su revólver, del que jamás se separaba durante la nocturna ronda, y abrió resueltamente la puerta, comenzando a asomarse con cautela.

No le sirvió de nada. Algo parecido a una catapulta se disparó sobre su cabeza en cuanto la asomó, mucho antes de que su torpe mano lograra enfilar el revólver en aquella dirección.

Se abatió de bruces, unos brazos le tomaron sin el menor vestigio amoroso, y el nocturno merodeador entró con él en el teatro, cerrando la puerta tras sí. Se guardó el revólver reglamentario del conserje, y depositó a este sobre la butaca de utillería que empleaba para descansar en su servicio.

Calmosamente se sentó frente a él, encendió un cigarrillo y, fumando sin prisas, esperó a que el desvanecido Bruno se recuperase. Cuando dio señales de hacerlo, su atacante tiró el cigarrillo, aplastándolo con el pie, extrajo una pequeña «browning» y encañonó al simiesco individuo, dura la expresión de su rostro.

Bruno lanzó una especie de rugido al despertar y encontrarse frente a su agresor. Parecía decidido a saltar sobre él, haciendo honor a su semejanza física, pero la visión de la pistola le frenó en seco. Crujió la silla bajo su contracción y escupió las palabras con auténtica furia:

—¡Usted otra vez! ¡Algún día le romperé el cuello, maldito entrometido!

—Posiblemente puedas hacerlo, Bruno, y serás muy dichoso si esa ocasión llega, porque yo voy a coserte ahora mismo a balazos si no me hablas clarito.

—No se atreverá.

—¿No? —Wade Lash rió entre dientes de forma desagradable—. No me conoces aún, angelito. Hace poco abofeteé a una chica muy bella. Ahora está muerta, con la cabeza destrozada, por no haber hablado a tiempo. ¿Te gusta la escena?

—No me asustan sus bravatas. Es usted un tipo fanfarrón y engreído.

—Si me conocieras no dirías eso. La chica muerta se llama Susan Brownley. ¿La conocías?

—¡No puede ser! Usted no se habrá atrevido a…

Bruno tenía muy abiertos los ojos. Wade le cortó, hablando ásperamente:

—No he dicho que la matase yo, amigo mío. Pero veo que sabes quién era. Como sabes perfectamente quién es Ada Goring. ¿Por qué, pues, mentiste esta noche, asegurando que era ella, de acuerdo con todos los demás?

—No sé de qué me habla. Yo no tengo que…

El golpetazo de revés de la dura mano de Wade hizo el efecto de un trallazo en el rostro de Bruno. La sangre escapó de su nariz, y el tipo rugió, vibrando de furia.

—¡Mientes, Bruno, y no quiero mentiras! —aulló Wade con virulencia—. ¡Susan Brownley suplantó a la verdadera Ada Goring, cuando ésta ya se hallaba vestida y maquillada para salir a escena! ¡Todos lo sabíais, pero en cambio afirmabais que era la única Ada Goring que conocíais! ¿Por qué, Bruno? ¡Di por qué, y pronto! ¡Si sigues mintiendo, es probable que sigas la suerte de Susan, a quien su tarea le ha costado la muerte! Ella era también una actriz, ¿verdad? ¡Vamos, contesta, maldito simio!

Alzó otra vez la mano, y esta vez, la entereza del conserje se resquebrajó, ante la crispación furiosa del duro Wade con quien se enfrentaba ahora. Levantó sus manos.

—¡No, no me golpee más! —musitó—. ¡Yo no tengo culpa de nada, y nada sé de esa muerte! Se lo juro, se lo juro…

—No quiero juramentos, Bruno, sino informes. Informes auténticos. ¿Era actriz?

—Er… sí.

—¿Pelirroja?

—No… Morena… Se tiñó por si había que suplir en un momento dado a la Goring.

—¿Y por qué eso?

—No sé. La comedia dice que la heroína ha de ser pelirroja.

—¡Me importa un diablo la comedia! ¿Y Ada Goring? ¿Dónde está?

—Le aseguro que no lo sé. Yo no he vuelto a verla. Pero Gallagher, el regidor, dijo que había sufrido un serlo ataque cardíaco y había que trasladarla a una clínica. Tal vez se la llevaron por la salida de equipajes, al otro lado del escenario.

—¿Y tú encontraste lógico y natural decir que esa otra era Ada Goring?

—Me pareció raro, pero ellos aseguraron que era mejor evitar problemas con el público, pero que podía haber alguien que creyera ver una mujer diferente, y valía más negarlo a rajatabla y sostener el engaño. Después de todo, era un engaño inocente. Me dieron dinero.

—¿Cuánto?

—Cien… cien dólares.

—¿Seguro? —Los ojos helados, de Lash le taladraban. Tragó saliva, denegando.

—No, no… Fueron trescientos dólares. Mucho dinero para mí.

—Demasiado para una inocente mentira, ¿no te parece? Eres un buen pájaro, Bruno. Voy a acudir ahora mismo a la policía. A los Federales tal vez. Después de todo, es secuestro, rapto o cosa así.

—No puede estar usted seguro de eso.

—Lo estoy. Lo estuve antes. Y ahora, después de ver la otra pelirroja asesinada, más aún.

—Cielos, pero ¿es cierto lo de Susan?

—Sí. Yace ahora en el «Hotel Centro», con cuatro balazos en el cuerpo. Está menos atractiva que como tú la conocías, Bruno. ¿No vas a decirme todo cuanto sepas?

—No sé nada más, se lo juro. Tal vez haya alguien en la compañía que se traiga algo oculto, pero eso no puede saberlo uno. Le doy mi palabra de que no me meto en esas cosas. El profesor Robertson es tan hermético… y desde hace algún tiempo, mucho más aún.

Y hasta ha contagiado al señor Ridges, el galán. Parecen dos sonámbulos. Hablan, sonríen y miran como autómatas.

—¿No han sido siempre así? —Se intrigó Wade, sorprendido.

—Oh, no, señor —denegó Bruno—. En el mes largo que llevan en el Rívoli trabajando han cambiado mucho. Ellos dos, me refiero. Los demás siempre fueron iguales, pero el profesor era muy sarcástico, aun dentro de su seriedad. Ahora, no bromeaba ni hablaba apenas con nadie. Observé eso. Y también que Clem Ridges, un muchacho siempre jovial, simpático y enamoradizo, adquiría esa misma huraña expresión, ese aire perdido de hombre sonámbulo. Bueno, usted ya me entiende, ¿no?

—A ti sí te entiendo, pero no lo que me cuentas… —Wade reflexionó, fruncido el ceño. De pronto hizo una pregunta incisiva—: Bruno, tienes que saber dónde se alojan los componentes de la formación, ¿no es así?

—Sí… Susan era la única en ocupar el «Hotel Centro». Ada Goring vivía con Robertson, Ridges y Shere Grant en el «Cranston Building», de la Primera Avenida, en tanto que Gallagher, Campbell, Eaton y Dicky Carson ocupaban dos apartamentos de los «Blue Apartments» en la Calle Cincuenta y Cuatro.

Wade anotó rápidamente en su memoria aquellos datos. No apartaba sus ojos glaciales de Bruno. De pronto le espetó una pregunta que sobresaltó al conserje:

—¿Has oído hablar de Johnny Moran?

—¿Moran? ¿El jefazo de los gangs de Nueva York? ¿Qué tiene él que ver en esto?

—Nada. —Lash rió entre dientes—. Pero da la casualidad de que es mi jefe.

—¿Eh?

—Si, Bruno, muchacho. Soy el ayudante de Moran. No creo que tenga que añadir más. Pero si sigues pensando en avisar a la policía o a los componentes del «London’s Little Theatre», vale más que vayas encargando tu ataúd. Johnny Moran tiene interés en esto, ¿comprendes?

—Síííí… —Alargó angustiosamente la sílaba, y Wade se puso en pie. Le arrojó el revólver a las manos con toda tranquilidad, y Bruno se asombró—. Pero ¿cómo?

—Guarda tu chatarra, amigo. Espero que no cometas el error de utilizarla conmigo.

Ahora, buenas noches.

Wade advirtió la expresión del rostro del conserje, mirando como un estúpido el revólver. Comprendió que no había nada que temer por parte de él. Era lo bueno de ampararse en un nombre como el de Johnny Moran. Encaminóse a la puerta con lentitud, dándole la espalda.

—Tal vez leas mañana en los periódicos el desenlace de esta historia, Bruno —dijo llegando a la salida—. Seguro que te sorprenderás…

—¿Qué piensa hacer? —preguntó el conserje, alzando sus ojos hacia él.

—Llegar hasta el final. Caiga quien caiga. Ada Goring tiene que aparecer. El asesino de Susan Brownley también. Y cuando Wade Lash dice una cosa, la cumple sin importarle los medios. Buenas noches, Bruno… y gracias por todo. Me has ayudado mucho.

La puerta trasera del Rívoli, se cerró tras Wade Lash, que volvió a perderse en la noche de la ciudad.

Él, cuya vida no valía un centavo, luchaba por la vida de otra persona a quien había tratado apenas unos minutos…

* * *

El «Cranston Building» era un edificio de casi treinta pisos, destinados en su totalidad a oficinas, agencias y departamentos amueblados de alta renta. Estaba situado en la Primera Avenida, en pleno centro comercial. Peleterías, establecimientos de antigüedades, almacenes y centros de belleza, cercaban el lugar, salpicados de bares, restaurantes y puestos de periódicos y revistas.

Frente a uno de estos puestos de Prensa, abierto toda la noche, se alzaba la entrada a los apartamentos Cranston. Wade se detuvo en el quiosco, pretextando examinar las revistas. Contempló con igual indiferencia las bellezas coloreadas de las publicaciones cinematográficas, que los titulares de los periódicos de sucesos, con desastres como el incendio del «Baltimore», la voladura de unos astilleros neoyorquinos o el derrumbamiento de todo un pabellón de la Academia Militar de West Point, que milagrosamente no había sorprendido a los cadetes dentro, salvándose de una muerte cierta.

Lash no estaba para nada de todo eso. Su atención se centraba en aquella puerta, la de acceso a los departamentos y oficinas.

No era de las que se abrían automáticamente desde los pises, sino que a causa de su condición, tenía servicio permanente en la conserjería del vestíbulo. Una espesa alfombra conducía hasta la hilera de seis ascensores situados al fondo. El «comptoir» quedaba a la izquierda. En él, un hombrecillo de cabellos ralos y ojos protegidos por gruesas gafas, atendía la centralita telefónica y la puerta de entrada.

Wade Lash utilizó el más viejo de los trucos conocidos. La situación de la centralita era ideal al efecto ya que ocupaba un ángulo de la conserjería que, al ser atendido, impedía al operador fijar su atención en el último de los ascensores de la derecha y su correspondiente trayectoria hasta la entrada.

Wade pidió el teléfono del puesto de periódicos. Buscó en el listín el número de la centralita del «Cranston Building», y una vez hallado, lo marcó. Desde allí mismo, receptor en mano, pudo ver al hombrecillo dirigirse al cuadro, donde parpadeaba una lucecilla roja. Al introducir una clavija, la luz se trocó en verde. Wade escuchó por el receptor:

—¿Dígame? Apartamentos Cranston.

—No se retire, por favor —pidió Lash—. Han pedido comunicación con un apartamento de ese edificio…

Retiróse del teléfono y colgó. Pero de forma que una de las revistas del puesto se quedaba montada sobre la horquilla, con lo que seguía la comunicación, sin advertirlo el vendedor.

Rápidamente, Wade se adentró en el «Cranston Building», avanzando en diagonal cerrada, hacia el sexto ascensor. Con toda prematura, mientras el hombre permanecía inclinado sobre el cuadro telefónico, Lash abrió la silenciosa puerta del ascensor, penetró en él y pulsó el primer piso.

Descendió en el mismo, dio unos pasos por el corredor, y luego bajó tranquilamente a la planta inferior sin ocultarse. El empleado había renunciado a seguir comunicando por teléfono, y se volvió a mirarle con curiosidad. Wade Lash, con perfecta sangre fría, siguió descendiendo y se aproximó a la centralita.

—Buenas noches —saludó—. ¿Tenemos algún correo, por favor?

—¿Qué apartamento es, por favor? —pidió el empleado, sin sorprenderse—. Queda muy poca correspondencia por entregar, pero tal vez la suya esté entre ella.

—Ha de ir a nombre de Claude Robertson. No sé si consignan el apartamento.

—Ah, el señor Robertson, del Rívoli —sonrió el empleado. Miró detenidamente a Wade—. No le recordaba a usted, señor.

—Soy su hermano —informó Wade sonriendo—. Esperamos una carta urgente, y parece ser que no llega nunca.

—Veamos, veamos… —Se inclinó sobre un casillero. Lash se esforzó, sin alcanzar a ver dónde miraba. Volvióse, denegando con la cabeza—. Lo siento, pero no hay nada.

Wade mostró su extrañeza.

—¿Está seguro?

—Por completo, señor —sonrió, aunque algo ofendido el hombrecillo—. ¿Cómo no he de estarlo? Sin embargo, hay un reparto a primera hora. Tal vez por la mañana…

—¿No lo habrá confundido de casilla tal vez? —Wade extrajo un dólar y lo depositó en la mano del empleado—. Mire bien, por favor. Es muy importante para nosotros.

—Lamento defraudarle, señor, pero véalo usted mismo —el empleado era todo mieles, después de cerrar los dedos sobre el billete—. Su casillero, el M-11 104, vacío… Y en los demás no hay nada a su nombre.

Tomó algunas cartas y postales, que revisó velozmente, dejándolas donde estaban, con un gesto negativo. Wade pareció conformarse, encogiéndose de hombros.

—En fin, ya veo. Gracias de todos modos, y perdone la molestia.

—Gracias a usted, señor. Buenas noches. Si llega algo a las ocho, se lo subiré…

Wade hizo un gesto de honda gratitud y se encaminó al ascensor. Pulsó ahora el piso once, y una vez en él, buscó la puerta M-11 104. Estuvo pulsando el timbre repetidamente, sin recibir respuesta.

Luego, repitió la suerte con los nudillos, golpeando ahora en la madera pulimentada. La puerta, suavemente, sin un gemido siquiera, cedió a su presión y se abrió.

Muy despacio, la hoja de madera fue dejando ver el vestíbulo reducido y confortable, totalmente iluminado. Un espejo oval, devolvió a Wade su propia imagen tensa y recelosa.

—¡Robertson! —llamó Wade suavemente, con una mano en el bolsillo, y la «browning» en el fondo de éste. Repitió la llamada. Al no recibir contestación, pisó el interior. Se preocupó de cerrar tras sí. Esta vez, el pestillo entró mansamente en su hueco.

Wade Lash, una vez dentro del apartamento, no anduvo con rodeos. Extrajo su pistola, la despojó del seguro y se movió con la agilidad, precisión y sigilo de un gato.

Cruzó un «living», donde alguien había estado fumando y bebiendo. Contó dos vasos, varias puntas de cigarrillos de dos marcas diferentes: «Abdulah» y «Capstan». Olió los vasos, descubriendo whisky en uno y ginebra en otro. Sin embargo, allí no parecía haber nadie, pese a que todas las luces estaban encendidas. Observó varias arrugas en la alfombra de peluche, y frunció el ceño. Esas arrugas se orientaban hacia una habitación, de dos idénticas, gemelas entre si, situadas al fondo, con un cuarto de baño de azulejos verde mar entre ellas.

La habitación derecha estaba desierta, aunque se observaba desorden en las cortinas, las alfombras e incluso la colcha de la cama, revuelta pero sin forma humana alguna que señalara el reposo de alguien sobre el lecho.

Fue la estancia de la izquierda la que le reservó la sorpresa. Wade Lash se detuvo con el arma por delante contemplando la escena imprevista. Una botella de agua se había roto sobre el linóleo, derramando su contenido, sobre el que yacía una mano crispada.

A esa mano, seguía un cuerpo, en mangas de camisa y con el cabello desordenado y húmedo. Pero no de agua, sino de algo escarlata, espeso y seco, que resaltaba mucho en el dorado de los ondulados cabellos.

Wade se aproximó, estando a punto de pisar un brillante objeto de vidrio, que parecía a simple vista un fragmento de la botella rota. Pero no lo era. La mano de Lash se adelantó, sus dedos tomaron el objeto cautamente, y lo examinaron sus ojos con agudeza.

Era una cápsula de vidrio, en forma de ampolla inyectable, con un líquido grisáceo, turbio, en su interior. Wade lo metió con precauciones en su bolsillo superior, envolviéndolo en el pañuelo para evitar roturas. Luego, se inclinó, apoyando una rodilla en tierra, para atender al hombre tendido en el suelo.

No era difícil reconocer en él a Clem Ridges, el apuesto galán del «London’s Little Theatre».