CAPÍTULO V
Durante unos momentos, y mientras en escena continuaba el diálogo insulso, ahora con la presencia de la heroína, que no lograba prestar fluidez alguna a la situación, ya que resultaba tan floja actriz como los demás, Wade Lash se mantuvo quieto en la butaca, tratando de encontrarle algún sentido a todo aquello.
No cabía más que una explicación: por indisposición de la joven, otra había pasado a substituirla. Y temiendo que el escaso público reunido desertara, no se habían preocupado de advertirlo.
En ese caso, el desconcertante mensaje de Ada dejaba de tener validez. Wade lo entendía así, al menos. Se puso en pie, se disculpó, saliendo de la fila, y emprendió rápida marcha, pasillo arriba, hasta abandonar la sala.
Desde el escenario, los ojillos del actor con ademanes femeniles, le siguieron astutamente hasta desaparecer. Luego, musitó algo al que tenía situado más cerca. Pero todo eso ya no podía advertirlo Wade.
En la puerta del escenario, Bruno irguió sus seis pies largos de estatura, apoyados por un peso superior a las doscientas libras, y frunció terriblemente su duro ceño.
—¿Qué mil diablos busca ahora, señor? —preguntó torvamente—. Están actuando y…
—Tengo que entrar —dijo con aspereza Wade—. Ya sabe que soy amigo de ella.
—Yo no sé nada —se engalló el mastodonte, irritado—. Si trae un permiso escrito, autorizándole a entrar, entrará. Si no, lárguese antes de que me enfade.
—Aquí está el permiso —dijo Lash, tendiéndole el papel escrito.
Bruno estiró una zarpa velluda para tomarlo. Rápidamente, Wade disparó su puño izquierdo, alcanzando de lleno el mentón de Bruno.
Rugió furiosamente el portero, empujado por el violento mazazo. Wade guardó el papel y, rápido, avanzó sobre el hombretón, sin preocuparle la diferencia de peso entre ambos. Le aplicó un directo al hígado, doblándole con un rictus de dolor. Pero era un tipo fornido, resistente, y encajó bien el golpe, replicando con dos mazazos que tocaron ligeramente a Wade, pese a sus veloces fintas.
Se tambaleó el joven, y Bruno pasó al ataque, brillantes los ojos de ira. Sus puños velludos buscaron afanosamente el rostro y el estómago de Lash. Encontró el primero, pero el antebrazo del joven cubrió el segundo.
A su vez Wade se rehízo del campanilleo que vibró en sus sienes al recibir el golpe en pleno rostro, y dejó acercar más a Bruno. El simiesco individuo bajó la cabeza, enarbolando sus puños para aprovechar la ligera ventaja y derribar al contrario.
Le fallaron los cálculos. El contrario desniveló rápidamente la situación al levantar su rodilla, que se estrelló, con crujido de huesos, en el mentón de Bruno. El infeliz brincó hacia atrás, martilleado por el puño derecho de Lash, y cuando el izquierdo logró alcanzarle en el vientre, de nuevo el otro se elevó, proyectándole hacia lo alto al chocar con su rostro, y derribándolo aparatosamente contra el muro.
Sin detenerse a más, Wade empujó la puerta y entró en el escenario.
Atravesó el breve corredor a la carrera, ascendió las escaleras ágilmente, y en el piso superior se encontró con Gallagher, el regidor, que pretendió sujetarle.
—Eh, oiga, ¿a dónde va? —le interpeló agudamente—. Están actuando y no se puede…
Wade le apartó de un empujón y siguió adelante. Se paró frente a la puerta de Ada Goring. La abrió de un empujón. Se quedó plantado allí, mirando el pequeño cuarto, tal como lo había dejado poco antes. Brillaban las luces, los objetos conservaban su misma posición… Hasta el traje de mezclilla estaba sobre el biombo, y la prenda interior de nylon rosa a su lado.
Gallagher llegó tras él, jadeante. Su rostro moreno aparecía húmedo por el sudor. Le puso una mano en el brazo, hablando con rapidez:
—¡No puede entrar ahí! —chilló—. ¡Le prohíbo que…!
—¡Soy yo quien le prohíbe ponerme la mano encima! —Se revolvió Lash, con energía, clavando en él una mirada llameante—. ¡Quiero ver a Ada Goring!
—Está en escena, señor…
—¡Mentira! ¡La mujer que está en escena no es Ada Goring!
Abajo sonaron aplausos, subió y bajó el telón. Luego se hizo el silencio. Gallagher parecía asombrado de algo. Miraba con recelo a Wade.
—¿Cómo ha dicho, señor? —preguntó lentamente.
—¡Bien sabe usted que Ada Goring no ha salido hoy a trabajar! ¡Esa mujer es una impostora, no la que yo quiero ver!
—¿Qué es lo que ocurre ahí? —clamó una voz metálica, potente, desde el escenario—. ¿No saben que está prohibido gritar aquí dentro?
Gallagher se volvió, asomando por la barandilla con aire contrito.
—Lo lamento, profesor —replicó—. Pero hay un hombre que dice cosas extrañas y se comporta como un demente. Asegura que Ada Goring no es la que está trabajando.
—¿Que yo no soy Ada Goring? —añadió una voz jovial, vivaz, soltando después una carcajada—. ¿Quién es ese curioso personaje, Gallagher?
Wade Lash se quedó mirando de hito en hito a todos cuantos permanecían abajo en grupo, con la vista fija en él. Ni corto ni perezoso, Lash apoyó las manos en la barandilla y brincó.
Su ágil cuerpo cayó sobre el escenario, flexionadas las rodillas, y se encaró con todos, endurecida la expresión.
—¡Ustedes saben que ella no es Ada Goring! —señalaba directamente a la pelirroja del traje azul, cuyo rostro maquillado era sensual y anguloso, no oval y dulce como el de la otra muchacha—. ¡Son sus compañeros, conviven con ella a diario! ¡Y ni siquiera se parecen entre sí! ¡Por lo tanto no van a convencerme de lo que no es! Pero comprendo sus razones. Si lo que buscan es mantener al público ignorante de la substitución, no seré yo quien estropee sus planes. Sin embargo, les ruego me permitan ver a la verdadera Ada Goring.
El profesor avanzó hacia él, estudiándole con sus grises ojos inteligentes.
—Evidentemente, mi querido señor, sufre usted un serio error, incomprensible para mí. Ada Goring es, ha sido y será siempre la misma persona que está ahora aquí. Es nuestra primera actriz desde hace dos años, todos la conocemos y tratamos día a día.
¿Y pretende usted decirnos que ella no es Ada Goring?
Hubo risas generales. Wade les miró con asombro, con incredulidad. Luego se dirigió en derechura a la pelirroja, que le miraba con aire de burla en sus ojos azules y que, en desafío, adelantó su busto al verle venir. La tela azul se tensó, agresiva.
—¿Afirma usted ser la legítima, la verdadera Ada Goring? —preguntó tajante.
—Sí.
—¿Sería capaz de afirmar eso mismo ante la policía?
Ella no se inmutó. Parecía asombrada de su osadía, pero nada más.
—Naturalmente, señor. Y ante cualquier otra persona. ¿Por qué no?
—¡Porque usted no es la que dice ser! ¡Porque la verdadera Ada Goring era la muchacha que estaba hoy en la Estatua de la Libertad, la que entró conmigo en el teatro poco antes de comenzar la función, la que charló en su camerino conmigo mientras se vestía y maquillaba!
—Tiene que estar loco, señor, y perdone lo duro de mi opinión —replicó ella—. Pero yo he estado, efectivamente, en la Estatua de la Libertad, como ayer estuve en el Empire State, en el City Hall, y anteriormente en los astilleros de Brooklyn o en el Museo Whitney, admirando el moderno arte americano. Soy Ada Goring, no le conozco a usted de nada ni jamás le vi antes de ahora. ¿Es eso suficiente? Pues en ese caso haga el favor de marcharse. Y si no me cree, avise a la policía y asunto concluido. Ahora, buenas noches.
Pasó por su lado, dejando una intensa vaharada de perfume, y subió las escaleras.
Wade se encaró con el severo rostro del profesor Robertson.
—Profesor, todo esto me parece un completo despropósito… —comenzó.
—¡Y a mí también, señor! —replicó fríamente el director de escena.
—¡Pero insisto en que yo he visto a otra persona, a una mujer diferente, a quien todos ustedes llamaban señorita Goring! —Se volvió hacia Gallagher, que no bajó la vista—. ¡Usted la avisó para ir a escena!
—Naturalmente. Siempre lo hago. Pero usted no estorba, ni había otra persona que la propia Ada. Podría no recordarle a usted, pero no me dirá que voy a confundir a Ada con otra mujer.
Wade miró ahora al rubio, arrogante galán. Clem Ridges enarcó una ceja, poniéndose interesante. Pero sus ojos eran opacos, inexpresivos.
—¡Usted, usted es compañero de Ada! ¡Ella me habló de que es de los más veteranos en esta formación! ¿Me asegura formalmente que esa mujer es Ada Goring?
—No conozco otra. Llevo dos años trabajando con ella —dijo vagamente el otro, como si sus palabras fueran simples sonidos grabados y reproducidos mecánicamente.
—¡Pero si no es posible! —Wade empezaba a sentir vacilar su propia razón—. No sé por qué motivo, todos ustedes me engañan… ¡Y no lo entiendo, no lo entiendo!
Todos los rostros le ofrecieron su gesto de total asombro.
—Ahora, señor, ¿quiere salir y dejarnos en paz con sus fantasías? —pidió Robertson, con un tono tan apático y frío como el de Bridges—. Todo esto es ridículo, absurdo…
Sí, era ridículo. Y absurdo de pies a cabeza, eso era Wade el primero en reconocerlo.
Pero si los demás se conformaban con eso, él no. Tenía que haber una explicación. Él no estaba loco. No había visto visiones ni hablado con fantasmas, sino con seres reales, de carne y hueso. Era un hombre consciente, frío y cerebral cuando convenía. Ahora tenía que serlo.
La reacción natural era seguir gritando, jurar y perjurar, recurrir a mil argumentos. Pero era inútil, lo sabía. Presentía que nada iba a lograr con ello.
Su repentina aquiescencia sonó a inquietante.
—Está bien, señores. Les ruego me perdonen —dijo brevemente—. Tal vez he bebido más de la cuenta. Les agradeceré acepten mis disculpas.
—Está disculpado —dijo el profesor, con su tono monocorde.
—Por mí también —asintió Ridges, igualmente mecánico, perdida la mirada.
Wade les estudió a ambos con brevedad. La aceptación de Gallagher sonó más cálida.
También la de los demás, en cuyos rostros llegaron a aparecer sonrisas. Se encaminó Lash a la salida. De pronto, ya junto a la escalera, decidió:
—Oh, sobre todo he de disculparme ante la señorita. Y comenzó a subir, de dos en dos, los escalones.
—No es preciso, no tiene que subir usted a… —comentó vivamente Gallagher.
Pero algo tardío, ya que Wade Lash estaba arriba, sin hacerle gran caso, y se encaminaba al camerino de Ada Goring. Por la puerta de salida apareció Bruno, inyectados los ojos en sangre, con el labio partido, un hilo de sangre seca y el uniforme lleno de polvo.
—¿Dónde está ese maldito hijo de perra? —rugió, buscando por doquier. Gallagher se volvió con viveza. Fue el primero en llegar a Bruno y cortar en seco.
—Quieto. Está arriba ahora. No haga nada.
—Me pegó… Me cogió por sorpresa y me dio una paliza el muy…
—Bueno, bueno —apaciguó Gallagher—. Deje eso ahora. Ese tipo se va a marchar. No liemos las cosas, Bruno. No quiero altercados en el teatro…
Wade empujó la puerta de golpe. La supuesta Ada Goring dio un gritito, apresurándose a subir con viveza el traje azul del que se estaba despojando. Cubriendo deficientemente su cuerpo, volvióse y miró a Wade, centelleando sus ojos celestes.
—¡Fuera de aquí! —jadeó—. ¡Es usted un inoportuno!
—Perdone. —Lash clavaba en ella las pupilas, de metálico brillo. Se fijaba en el rostro maquillado, anguloso, de labios viciosamente contraídos—. He subido a disculparme. Creo que cometí un error, señorita Goring.
Evidentemente el rostro femenino expresó alivio.
—Eso está mejor, muchacho —dijo, con una sonrisa melosa—. Todos podemos equivocamos en la vida, ¿no le parece?
—Claro —admitió Vade, muy convencido. Su mirada resbaló por el camerino, distinguió unos zapatos rojos caídos junto al tocador. Sobre éste aún aparecían el pequeño librito de notas, el lápiz encamado. Rápido, avanzó sobre el tocador. Ante el estupor de la semivestida pelirroja, extendió la mano y tomó el librito—. Lo había olvidado antes.
—¿Cuándo? —musitó agudamente ella, sin saber qué hacer—. Usted no ha estado en mí…
—Claro que estuve, encanto —rió Wade entre dientes, inclinándose sobre ella y plantando su boca en la de ella—. ¿Es que ya no lo recuerdas?
La dejó demasiado atónita para intentar nada, ni siquiera para gritar. Con el sabor del «rouge» todavía en los labios, Wade Lash salió al pasillo y cerró el camerino tras sí. Bajó velozmente la escalera. Se quedó mirando a Bruno, con los ojos entornados y fríos.
—Hola, gorila —saludó—. Supongo que también tú vas a negar que entré con la verdadera Ada Goring en este teatro, antes de comenzar la función, ¿verdad?
El portero rechinó los dientes, con irritación. Hinchó el torso.
—No le recuerdo de nada —escupió virulento.
—¿De veras? —La boca de Wade se torció, en gesto agrio—. ¿Y esas señales en tu bonita cara, muchacho?
Bruno tuvo que contraer todos los músculos para no saltar, y el esfuerzo fue evidente.
Cuando habló, lo hizo sordamente, ronca la voz:
—Me caí. Ocurre muchas veces. Una caída, ¿sabe? Nada más.
—Sí, claro. —Wade soltó una risita áspera. Miró de hito en hito al semicírculo de caras hostiles y duras que le rodeaban. Habló, incisivo—: Hermanos, no sé la clase de juego que se traen entre manos, pero les aseguro que han tropezado con una piedra molesta. En otros términos, han hincado los dientes en un hueso. Ése soy yo. Ahora, buenas noches.
Arriba ocurrió algo. Abrióse la puerta del camerino y apareció una especie de escultura pelirroja; sólo que aquello no era mármol, sino carne y hueso. Pero el hueso no se apreciaba. Wade silbó, al tiempo que la nueva versión en pelirrojo de Eva gritaba, señalándole con dedo trémulo:
—¡No le dejen escapar! ¡Avisen a la policía! ¡Me ha robado, me ha robado!
El profesor Robertson, Ridges, Gallagher y aquel engendro pequeño llamado Dicky Carson, se volvieron hacia él, con expresión peligrosa. En cuanto a Bruno, cubrió la salida con su poderosa humanidad, abiertos los brazos como un simio.
Wade Lash se limitó a hundir la mano en un bolsillo. Cuando la extrajo, empuñaba una automática azulada, que encañonó el sorprendido grupo.
—Bueno, si se ponen así, emplearé mi juego —dijo con voz glacial el joven—. No soy un chico de buena familia, ni un caballero galante. Voy a salir de aquí. No he robado nada a nadie, ni he visto visiones. Ya descubriré lo que ocurre aquí, y cuando Wade Lash dice alguna cosa, es porque va a hacerla. De modo que abran paso… Usted, Bruno, échese a un lado o le haré dar una caída de verdad. Pero no se levantará más. Ya les dije que daban en hueso.
—Si va a avisar a la policía, se llevará un chasco —dijo fríamente Gallagher—. No ocurre nada anormal aquí. Todos atestiguarán en el teatro que Ada Goring es la que usted está viendo.
—Sí, y de qué modo estoy viéndola. —Wade rió, mirando el cuerpo escultural reclinado sobre la barandilla—. Bruno, seguro que aquella linda pelirroja es Ada Goring, ¿no?
—Usted sabe que lo es —silabeó Bruno—. No busque líos.
—Veo que le han adiestrado bien —musitó Lash—. ¡Vamos, apártese! Creo que vamos de pillo a pillo. Yo no puedo ayudarme con la policía, porque no somos buenos amigos. Pero dudo que lo sean ustedes de ella. De modo que estamos en igualdad de condiciones. Ahora bien, volveré a buscar a Ada Goring. No sé lo que ha podido ocurrirle, pero la encontraré. Y si le sucede algo malo, les barreré a todos como a ratas. Están avisados.
Bruno se había apartado, con expresión asustada. Wade Lash salió de allí caminando de espaldas, pistola en mano. Su última mirada fue para la falsa Ada, que parecía como preocupada por su paradisíaca presencia y un mucho por la marcha de Lash.
Wade alcanzó la salida del escenario, guardó entonces la pistola y se limitó a cruzar de un salto la calleja lateral del teatro «Rívoli», hundiéndose en un quicio oscuro, al que se pegó literalmente, conteniendo la respiración.
Presenció la salida de Bruno, de Gallagher, de Carson y otros, que se dedicaron a buscar infructuosamente a lo largo de la calleja y esquinas de las calles Cuarenta y Siete y Cuarenta y Ocho Oeste. Pero ninguno pensó en extender sus pesquisas precisamente frente al teatro, donde Wade se refugiaba.
Tras el fracaso de su persecución, regresaron torvamente al interior. Se cerró la puerta del escenario. Sin duda, en la escena proseguiría la detestable comedia, y el aburrimiento de los espectadores en la sala.
Cuando cayó el telón del último acto, Wade Lash continuaba allí…