CAPÍTULO II
—Wade, tú eres el hombre indicado… —Estaba diciendo Doc Hausman, frío y rígido como siempre, plantado frente a la mesa de bacarrá.
Lash dejó las cartas, mirando con suspicacia a Doc, por entre los rostros inexpresivos de sus compañeros de mesa.
—Estoy ensayando con Murdock, Jeff y Allyn la partida de esta noche —observó secamente—. ¿Puedes abreviar al contarme el chiste?
—No hay chiste —fue la dura respuesta—. Olvídate de la partida, y ven conmigo. Te he dicho que eres tú el elegido.
—Elegido, ¿para qué?
—Lo sabes igual que todos, ¿no es cierto?
Lash apretó los labios, tabaleando sobre el dorso del mazo de cartas.
—Claro. Por eso te lo pregunto, Doc. Eso no es tarea mía. Nunca he matado a nadie.
—Alguna vez había de ser la primera —sonrió Doc. Y si las serpientes sonreían, tenían que hacerlo así, a juicio de Lash.
—Eso es lo que dices tú.
—Eso es lo que dice Moran —cortó fríamente el pequeño, delgado y amarillento hombrecillo de expresión inconmovible, smoking negro y pelo lustroso.
—¿Moran? —Wade se puso rígido—. El jefe no puede haber dicho que yo…
—El jefe ha dicho que tú te encargues de Dave Dorset.
—¿Ha cambiado la sentencia acaso?
—No. Muerte, Lash. Rizzoli irá contigo.
—Escucha, Doc. Cuando entré en vuestra organización, el propio Moran me prometió que no haría otro trabajo que jugar, hacer trampas y engañar a todo el mundo cuanto me fuera posible. Nada de sangre, negocios sucios ni matanzas.
—El propio Moran ha dado la orden, Wade. Si no aceptas, díselo a él.
Lash apretó las mandíbulas. Sabía que era imposible hablar con él. Moran estaba fuera del país. El superhombre de los bajos fondos neoyorquinos, el nuevo emperador del hampa, había tenido que abandonar los Estados Unidos, para evitar posibles complicaciones Federales. Pero sus manos seguían empuñando los hilos de la organización, estuviera donde estuviera. Las marionetas bailaban a su son. Y la organización de Moran era todo el bajo mundo de Nueva York. Cientos de ramificaciones, miles de hombres. Una red espiga e inextricable, dominada por un solo hombre: Johnny Moran, el «dictador del crimen».
—Puedo negarme a obedecer, de todos modos —repitió, incisivo.
—Puedes —sonrió Doc—. ¿Y después?
Después, sería él la persona sentenciada… No, no podía negarse.
—Escucha, Doc: si Dave ha hecho algo malo, ejecutadle vosotros.
—Dave Dorset ha traicionado a todos. Su confidencia al «F. B. I.» ha provocado la huida de Moran y muchas cosas más. Tiene que morir.
—¿Y he de hacerlo precisamente yo, yo que no soy pistolero, ni asesino a sueldo, ni siquiera un hombre de armas?
—Has sido soldado. Y buen tirador.
—¡Infiernos! ¿Y eso qué tiene que ver, Doc? ¡Dave confía en mí, sabe que no soy ejecutor de sentencias ni nada parecido! ¡Incluso me tiene aprecio!
—Exacto —aprobó suavemente Doc—. ¿Por qué crees que te ha elegido Moran entonces?
Lash se quedó sin habla. Era eso. Dorset, hombre difícil de engañar y de confiarse ante cualquiera, se confiaría con él. Así era de maquiavélico Moran.
—Entiendo —dijo lentamente Wade, inclinando la cabeza sobre el verde tapete. De un manotazo dispersó las cartas, dejando al descubierto el as de corazones entre ellas—. Lo tengo bien merecido. Tuve que estar loco para meterme en todo esto…
—Moran te sacó de la miseria y del hambre, Lash —le recordó Doc Hausman—. No lo olvides.
—No lo he olvidado nunca. No es fácil que se borren cosas así, Doc. Él me sacó de aquel tugurio del Bowery donde me hundía más y más. Pagó mis deudas, canceló mis problemas judiciales abonando las fianzas reclamadas y defendiéndome de los pequeños delitos que se me imputaban el mejor abogado capaz de hacerse cargo de mi caso. Todo eso se lo agradecí entonces y también ahora. He trabajado para él, y he seguido siendo un pillo redomado, Doc. Ni mejor ni peor que antes. Sólo he cambiado mi ropa sucia y mugrienta del Bowery, por buenos trajes y buenos modos. Pero es el interior el que no se ha limpiado jamás, porque sigo siendo el mismo a quien Moran salvó. Sólo que ahora no me persigue la Ley, ni debo nada a nadie.
—Todo eso cambiaría sin Johnny Moran tras de ti.
—De acuerdo, Doc. Pero también va a cambiar todo mucho si hacéis de mí un pistolero más.
—Lo lamento. Ésa es la orden. Pero si te repugna utilizar el arma contra Dave, puedes dejarle ese aspecto de la cuestión a Rizzoli. Él tiene experiencia. A Moran le basta con que tú hagas tu parte. Y esta consiste en engañar a Dorset y hacerle creer que vas como amigo, a facilitarle la fuga de los Estados Unidos antes de que Moran de con él.
—Dave tiene mujer, Doc. ¿La has olvidado?
—No. Margie no es de las mujeres que se olvidan. Pero contra ella no va nada. Puede utilizar su pasaporte libremente, y salir del país. Moran no se opone a ello. ¿Acaba eso con tus escrúpulos?
—No. Pero la suerte está echada. —Lash estrujó entre sus dedos el as de corazones—. Hay que matar… o morir.
—Y tú… ¿qué eliges? —sonrió Doc Hausman, inclinándose hacia él.
Los dedos de Wade se abrieron, soltando el estrujado corazón rojo, que rodó por el verde suave del tapete. Los ojos de ambos hombres se encontraron, centelleantes.
—Ahí tienes mi respuesta —dijo roncamente Lash—. No me gustaría morir tan joven…
* * *
—¿Estás seguro de que no es una trampa para acribillarnos a balazos, Wade? Lash miró de reojo a su compañero. Denegó, con expresión hosca.
—Dave no es un sucio traidor —dijo.
—Lo ha sido con Moran.
—¿Acaso no se lo merece Moran? —replicó Wade con irritación.
La faz innoble, morena y angulosa, del italoamericano de camisa roja, corbata blanca y absurdo sombrero panamá, se iluminó con una sonrisa ácida, repulsiva.
—Si Doc o el jefe te oyeran decir eso, sería tu pasaporte al infierno —dijo.
—Pero no lo oyen. Y si me entero de que lo saben, será porque te lo oyen a ti. En cuyo caso, sería un placer utilizar ésta en tu cochino cuerpo —y palmeó sordamente la pesada forma que se dibujaba bajo el traje.
—Bueno, Wade, era una broma —sonrió Ginno Rizzoli, torciendo la cara.
—Será mejor para ti que se quede en eso —aconsejó secamente Lash, avanzando por el confortable corredor de espesa alfombra esponjosa, luces indirectas y pulcras puertas con cifras en metal niquelado, centelleante.
Rizzoli parecía perplejo por algo, y lo manifestó antes de llegar al recodo que formaba el pasillo.
—Nunca se me hubiera ocurrido buscar a Dave en este sitio —confesó—. Siempre ha aborrecido los lugares céntricos y lujosos.
—Es justamente lo que pensó él. Por eso se refugió en el mejor edificio de la ciudad, en tanto que vosotros revolvíais todos los vertederos que os son tan familiares.
Rizzoli no dijo nada. Parecía temer a Lash más que a nadie en el mundo, excepción de Moran, el omnipotente.
—Quieto —cortó Wade, frenando de un zarpazo en el hombro a su compañero—. Ahí es.
Se quedaron en el mismo recodo. Frente a ellos, brillaban una letra y dos cifras, sobre el color crema pulimentado de una puerta cerrada: S-46.
—¿Es tu apartamento? —musitó Rizzoli.
—Sí, hijito —gruñó Wade entre dientes.
—¿Cómo diablos lograste dar con él?
—Utilizando la peor de las traiciones: la amistad. Cuando caiga Dave, no será él sólo quien muera.
—¿Qué quieres decir?
—Habrás enterrado también a Wade Lash, traidor, asesino y cobarde de profesión.
Pero es un mal tipo, y vale más así. No vayas a sus funerales.
Sin esperar a que Ginno comentara nada, Wade avanzó hacia la puerta. Tras él, pero pegado a la pared, de forma que no fuese visto a través de cualquier mirilla abierta en aquella puerta, lo hizo el italiano.
Wade llamó suavemente con los nudillos, en vez de utilizar el timbre. Dio tres golpes secos, cuatro seguidos y otros tres espaciados. Reinó un silencio. Después, la voz de un hombre preguntó desde el interior:
—¿Quién es?
—Soy yo, Dave —respondió con voz seca Lash—. Wade Lash. Abre sin miedo.
Una mirilla circular giró dentro, siendo examinado el corredor y el visitante por un ojo invisible. Rizzoli estaba pegado al muro, a la derecha de la puerta, y no era posible verle desde el interior.
Se cerró la mirilla. Chirrió un cerrojo, sonó una cadena y giró una llave en su cerradura.
Dave no se fiaba mucho. Una voz femenina se escuchó, estridente.
—¡Dave! ¿Es que vas a abrir?
Y su respuesta, segura, concisa:
—No hay nada que temer. Es Wade, nuestro amigo.
Rizzoli sonrió con un guiño jovial a Lash, y éste sintió náuseas. Pero aguantó el tipo al abrir Dave la puerta. Se vio frente a su amigo, y éste le miró por encima de su pistola automática, presta al disparo.
—Hola, Wade —saludó, escrutando recelosamente a espaldas del joven.
—Hola, Dorset —le sonrió Lash—. ¿Puedo entrar?
—Claro. Pasa, muchacho… —Dave, en mangas de camisa, con el rostro cuidadosamente afeitado, pero hundidas las mejillas por el insomnio y la inquietud, sumidas las pupilas ardientes, que se movían con rápidos giros en sus órbitas, mostrando el temor de su vida actual, bajó su pistola y se hizo a un lado—. Eres el único de quien puedo fiarme en estos momentos, aunque trabajes con Moran. Te aseguro que…
Wade entró. Dorset iba a cerrar, confiado, cuando penetró Rizzoli como lanzado por una catapulta. Su impacto arrojó a un lado a Dave, sin que pudiera cerrar la puerta. Lash desenfundó su automática, encañonando a Dorset sin vacilaciones, y Ginno hizo lo propio, cuando Dorset no había tenido tiempo aún de enmendar la trayectoria de su arma, ahora inútil, pendiendo de su brazo. Los ojos, sorprendidos y cuajados de dolor, se fijaron en Lash.
—¡Suelta esa arma o te acribillo a balazos sin esperar a más, Dorset! —Aúllo Rizzoli, cerrando a sus espaldas de un portazo.
Dave obedeció, atónito aún, con la mirada fija en Lash y no en las dos automáticas provistas de silenciador que apuntaban hacia él.
—¡Wade! —musitó—. ¡Tú… a su favor! ¡No es posible, Wade! ¡No puedes ser tú quien…!
—Lo lamento, Dave. Son órdenes de Moran —dijo secamente Lash.
Un sollozo roto surgió de la puerta del fondo. Rápidamente, Wade dirigió allí su automática, encontrándose con Marge, hermosa y sugestiva dentro de una blusa blanca, ceñida a su busto, una falda a cuadros y una boinita que sentaba bien a su melena rubia. Detrás de ella, sobre una cama, se veía una maleta cerrar da. Y un gabán haciendo juego con sus zapatos y su boina.
—Quieta, Margie —recomendó Wade—. Es mejor para ti. Moran no tiene nada contra la esposa de Dave Dorset.
Los ojos de la mujer fueron a Dave en derechura. Estaban húmedos, dilatados.
—Te lo dije, cariño —musitó—. Te dije… que no te fiaras de nadie. Ni siquiera de Lash… Moran es como el diablo. Compra las almas, juega con ellas a voluntad…
—Menos charla, hijitos —cortó Rizzoli, riendo agudamente—. Esto vamos a terminarlo enseguida. Los vecinos pensarán que son taponazos de champaña… Estos silenciadores son buenos, ¿sabes, Dorset?
—Sí. Moran todo lo hace a conciencia —silabeó, lívido, el hombre sentenciado. Rizzoli volvió a reír.
—Lo siento por ti, Lash —dijo—. Pero eres un sentimental, y eso es malo en nuestro oficio. Despídete de tus buenos amigos, porque voy a darles el pasaje para el extranjero.
El rostro de Wade no se alteró. Estaba mirando a Rizzoli, cuyo índice se movía con nerviosismo en el gatillo.
—¿A los dos? —indagó, muy sereno.
—Claro. ¿Pensaste en serio alguna vez, en que Moran cometiese la tontería de dejar con vida y libre a la mujer de Dave, testigo de su muerte?
—Nunca lo pensé —sonrió Lash—. Moran no comete errores nunca.
—¡Vaya! —Rizzoli se volvió a mirarle, con una sonrisa de admiración—. Eres listo, amigo mío. Y aun así has accedido a acompañarme. Tendré que cambiar mi juicio respecto a ti.
—Sí, cámbialo antes de que sea demasiado tarde, hermano.
El italoamericano notó algo raro en el tono con que fue dicho. Vio de pronto que la automática de Wade le apuntaba directamente a él, no a Dorset o a Margie.
—¡Eh, Wade, fíjate en lo que haces! —chilló—. ¡No hagas una locura o te pesará toda la…!
No pudo continuar. Mientras se enfrentaba con Lash, Dave se había inclinado vivamente, tomando su pistola. Advirtiéndolo con el rabillo del ojo, Rizzoli giró sobre sus talones, dirigiendo el arma hacia la cabeza de su víctima.
Wade disparó antes.
Apretó el gatillo, sonó un ploof ahogado…
Rizzoli se retorció, alcanzado en el costado, y logró disparar su automática silenciada, hundiendo un proyectil en la alfombra. Juró entre dientes, mientras su brazo pugnaba por enmendar la puntería y repetir el disparo, esta vez sobre Wade.
Los ladridos estruendosos de la poderosa pistola de Dave Dorset sonaron como dos cañonazos, después de los dos ahogados taponazos de los silenciadores. Los proyectiles perforaron el vientre y pecho de Rizzoli sin compasión.
Saltó epilépticamente el pistolero, como si bailara un grotesco danzón de muerte. Escapó de sus manos la pistola, rodó hasta caer de bruces sobre la alfombra espesa y blanda, y allí se quedó quieto, ensuciando de rojo el peluche blanco, inmaculado.
—Gracias, Dave —dijo sencillamente Lash, enfundando su pistola con gesto grave.
—¿Gracias a mí? —Dorset sonreía, fieramente, sin dejar de apuntar al caído—. Lash, no sé cómo pagarte lo que…
—Marchándote en el acto —le atajó vivamente Wade. Se volvió hacia ella—. Margie, ¿tenéis todo dispuesto?
—Sí, Wade —habló débilmente la muchacha, bajando los ojos.
—¿Cuándo sale el avión?
—A las once.
—Aun llegáis a tiempo. No encontraréis dificultades, porque Moran cree que vais a morir antes de salir de casa. Doc también lo cree, como lo creía Rizzoli. ¡Vamos, pronto! Os llevaré al aeropuerto.
—¿Y tú?
—Yo tengo que ganar tiempo para vosotros, o tratarían de asesinarnos al hacer alguna escala en territorio americano.
—Hacemos una de madrugada en…
—No digáis nada —cortó Lash—. Es mejor que ignore todo. Os dejaré en el aeropuerto, veré salir el avión, y regresaré para urdir una historia mientras salís de las fronteras.
—¡Pero, Wade, tienes que estar loco para volver! —gimió Dave—. ¡Moran te hará matar en el acto! ¡Nadie se ha atrevido aún a hacer algo así!
—Correré el riesgo —rió Lash duramente—. Vamos, apresuraos. Esos disparos han debido de alarmar a todo el mundo, y disponemos de muy poco tiempo. ¡A la escalera de incendios, vivo!
Corrió Dave a por la maleta. Wade, entretanto, se acercó al cadáver de Rizzoli. Tomó su pistola, caída cerca de la agarrotada mano, y la vació íntegra sobre su rostro, destrozándoselo.
La señora Dorset sollozó, aterrorizada, cubriéndose el rostro con las manos. Wade soltó la pistola y miró complacido la masa informe de aquella cara.
—Eso nos dará algún margen. Dirán que el muerto es Dave Dorset, hasta que se descubran detalles que demuestren lo contrario.
Se encaminó tras Dorset, y al pasar junto a Margie, la rubia le aferró por un brazo con energía. Wade se encontró junto a una cara pálida y unos bellos ojos húmedos. Le temblaban los labios carnosos.
—Wade, ¿podrás perdonarme alguna vez que dudara de tu lealtad? —musitó.
—Claro, pequeña —rió Lash—. Ahora no hay tiempo para explicaciones, y comprendo perfectamente lo que sentiste. Pero tenía que engañar a ese maldito Rizzoli, que no se fió de mí hasta ver que una vez aquí dentro le seguía el juego…
—Wade, eres un hombre maravilloso —dijo sencillamente la muchacha, besando sus labios fugazmente.
Después, se lanzaron detrás de Dave, que había abierto ya la ventana posterior y les aguardaba, con un pie en la escalera de emergencia.
—Adelante, Dave —dijo Lash en un susurro—. Y te advierto que tu mujer acaba de besarme.
—Es lo menos que mereces —suspiró Dorset—. Si no fuera un hombre, también yo te besaría, Wade.