CAPÍTULO VIII

—¿Qué es lo que me ha ocurrido? ¿Qué hace usted aquí?

Wade Lash arrojó una bocanada de humo del cigarrillo que sostenía entre sus labios. Después, sin pronunciar palabra, lo depositó en los de Clem Ridges, que aspiró el sabor de tabaco, tosiendo secamente al atragantarse. Wade, sin apartar de él sus fríos ojos calculadores, se echó ligeramente atrás en la silla.

—Estoy esperando que sea usted quien se explique, no quien pregunte —manifestó sin asperezas.

Ridges, mucho menos arrogante y mucho menos dueño de sí que en el Rívoli pocas horas antes, le contempló lastimeramente desde el lecho donde yacía. Después, observó la fuente de cristal mediada de agua enrojecida, las vendas y la tintura de yodo que aparecían sobre la mesilla de noche. El teléfono color cremoso había sido dejado en el suelo, para dar cabida a los artículos necesarios para su curación.

—Que me ahorquen si puedo decir algo concreto o con un mínimo de claridad —rezongó Ridges, meneando la cabeza de un lado a otro. Y a pesar de tenerla apoyada en el blando almohadón, torció el gesto, dolorido, y perdió parte de su escaso color—. Oh, mi cabeza.

—Estuvieron a punto de rajársela como una sandía, pero tuvo suerte —le previno Wade Lash, pensativo—. ¿Quién lo hizo?

—¿Y cómo diablos quiere que lo sepa? No pudo ser Robertson, desde luego…

—¿Por qué no?

—Pues porque él no haría una…

—Él no haría una cosa así, ¿verdad? Escuche, Ridges, cuando entré hace unos minutos en esta habitación, me produjo usted la impresión de estar tan muerto como Susan Brownley.

—¿Quéee? —aulló el otro, dando un respingo en la cama a pesar de sus dolores—. ¿Cómo ha dicho?

—He mencionado a la difunta Susan Brownley, apócrifa «Ada Goring» de esta noche.

—¡Está usted loco! —Ridges respiró hondo—. Todo eso no puede ser… a menos que sea usted el que…

—No se embale, amigo. Yo no mato a la gente por el simple hecho de ocultarme su nombre. La chica iba a hablar cosas jugosas cuando me derribaron a mí, y aprovecharon mi inconsciencia para liquidarla y poner en mis dedos el arma homicida.

—Es lo que usted dice, ¿no?

—Claro. No tenía testigos para confirmarlo, ya puede suponerlo.

—Si mal no recuerdo, ha dicho usted algo sobre Susan, en relación con Ada Goring, ¿no es cierto? —dijo de pronto Ridges, arrugando su frente.

—Sí. No irá a seguir negándome lo que está ya tan claro como el agua. Hasta Bruno habló.

—¿Bruno, el conserje? ¿De qué pudo hablar?

—Del dinero recibido y su complicidad en falsear los hechos esta noche. Ridges hizo un vivo ademán con ambas manos. Sus ojos eran opacos, torpes.

—Un momento, un momento aún. Escúcheme, por favor. No tengo la menor idea de todo lo que dice. Recuerdo confusamente todo lo pasado, sí, pero no logro ver la relación entre Susan y Ada. ¿A qué se estaba refiriendo con eso?

Wade estudió, sorprendido, a Ridges. El hombre parecía sincero, o era un actor estupendo. Decidido a no admitir ninguna de las dos posibilidades en definitiva, refirió:

—¿Es que ya ha olvidado el fraude que me hicieron al entrar en busca de Ada Goring, y pretende que aquella pelirroja teñida era Ada, cuando se trataba en realidad de Susan Brownley? ¿O pretende endilgarme la nueva historia de que usted no es usted tampoco y estuve hablando con «otro» Clem Ridges en el «Rívoli»?

Ridges no respondió enseguida. Se oprimió ambas sienes con manos trémulas y susurró, más para sí que para Lash:

—Me lo temía… Me lo temía.

—¿Qué es lo que se temía? ¿Qué se descubriera el pastel?

Los ojos del galán, al alzarse hacia él, no eran los torpes e inexpresivos de antes. Ahora brillaban. Con astucia, y con algo más. Quizá con miedo…

—Es un temor más profundo que ése. Usted… usted sí está en mi mente. Recuerdo su cara, su voz… pero no su nombre…

—Wade Lash —dijo con paciencia el joven.

—Óigame entonces, Lash. Esto que le digo va a parecerle grotesco, pero es la realidad.

Yo no soy el hombre del «Rívoli». No soy el que usted conoció.

Wade suspiró. Sacó un cigarrillo con parsimonia, y encendiéndolo, comentó:

—Cuéntame ahora «Alí Babá y los Cuarenta Ladrones», hijito.

—¡Le estoy diciendo la verdad! —se excitó Ridges, incorporándose—. Es algo que me está sucediendo desde hace algún tiempo. Concretamente, desde que empezaron a marcharse los viejos compañeros.

—¿Los viejos compañeros?

—Sí; actores, actrices y demás elementos de nuestra formación. Era una buena compañía, ¿sabe? Firmamos en Inglaterra una jira por los Estados Unidos. Y empezaron a ocurrir cosas raras —sus ojos se animaban por momentos. Centelleaban vivaces, excitados, inteligentes—. Se despedían con sorprendente celeridad. Bates, Reagan, Wilson, O’Malley y otros notables elementos que pertenecían a nuestro grupo durante años y años. Unos encontraban compañías que pagaban mejor y firmaban amplios contratos, otros se ausentaban bruscamente, dejando una simple nota justificativa… Empecé a notar extraño a Robertson. Parecía mirar con recelo a todo el mundo, y un día me dijo, rumbo ya a los Estados Unidos, que tenían que hacerme partícipe de algo muy importante y privado.

—¿Son ustedes muy amigos?

—Mucho. Siempre nos hemos alojado en las mismas residencias u hoteles, ha sido mi maestro y artífice. El profesor Robertson es un genio creando figuras de la escena.

—Esta noche me han parecido bastante flojos todos ustedes —replicó acerbadamete Wade—. Acaso usted fuera el único en salvarse de la quema.

—Gracias —el tono de Ridges fue seco—. Es lo que le decía. Se fueron los mejores.

Han venido elementos mediocres.

—¿Contratados por Robertson?

—Eso creía yo. Pero el profesor me dijo que se los elegía su agente en Londres, un hombre de teatro muy popular y eficiente.

—Ya. Prosiga con su relato. ¿Qué le contó Robertson, tan privado y serio?

—Nada.

—¿Nada?

—Estuve esperando a que me lo refiriese siempre que estábamos a solas, y, finalmente, al observar su mutismo, abordé yo el asunto. Me miró de un modo raro, y me dijo que no ocurría nada. Que había sido una tontería, ya sin razón de ser. A partir de entonces, observé que sus actos eran algo… diferentes.

—¿En qué sentido? —insinuó Wade, inclinándose vivamente hacia él.

—No sabría explicarlo, pero obraba como… como…

—Como un autómata o un hombre hipnotizado —completó suavemente Wade. Ridges dio otro respingo y miró con estupor a su visitante.

—¡Justo! —exclamó—. ¿Quién diablos se lo ha podido decir?

—Eso no importa. ¿Ha durado siempre esa sensación de Robertson en usted?

—Pues sí, hasta… —Se detuvo, frunció el ceño y pareció perplejo—. Bueno, yo…

—¿Qué? —La pregunta de Wade era suave.

—Que le parecerá extraño, pero no logro recordar nada de nada…

—Sus olvidos son extraños. Recuerda lo más lejano, y lo próximo le resulta confuso. No puede recordar a Robertson últimamente, ni tampoco tiene idea de la substitución de Ada Goring durante la representación de esta noche.

—¡Cielos, claro que no! —Estaba muy pálido, le temblaban las manos—. ¿Ha ocurrido eso? ¿Cómo yo no puedo saberlo, si trabajé a su lado, y eso lo recuerdo perfectamente?

Wade Lash no contestó enseguida. Se puso en pie, fumando nerviosamente, paseó con lentitud, lentitud que fue convirtiéndose en frenético deambular, arriba y abajo, seguido por la mirada penetrante y desconcertada del rubio galán inglés.

Bruscamente, Wade giró sobre sí mismo, se encaró con Ridges y le pidió:

—Si recuerda lo ocurrido aquí esta noche, ¿quiere contármelo?

El esfuerzo mental debió de ser mayor, porque Ridges profundizó los surcos de su amplia frente. Clavó los ojos en los dibujos de la colcha, fumando con nerviosismo.

—Recuerdo… Sí, recuerdo que Robertson y yo entramos en el piso… Es curioso, pero las imágenes me llegan como brumosas, igual que si las viera en un espejo deformado…

—Continúe.

—Siempre tomo un vaso de whisky con soda.

—¿Y Robertson toma ginebra?

—Sí, siempre… El acostumbra a servir los vasos en el mueble-bar, pero hoy, no sé por qué lo hice yo. Sí, ya recuerdo. Robertson estaba muy interesado leyendo un periódico… Me adelanté y serví los vasos, bebiendo mi parte rápidamente. Tenía sed, nervios, no sé. Todo eso sí que resulta muy borroso.

—¡Siga! —le animó Wade, con un brillo astuto en los ojos, muy rígido—. Siga, Ridges.

—Lo cierto es que entonces Robertson alzó los ojos del periódico y me miró. Juraría que con sorpresa. Me preguntó el porqué de haber bebido antes de servirme él, y le dije que tenía sed. Es curioso que recuerde ahora una sensación que experimenté entonces, pero súbitamente, me parecía que las brumas se despejaban, que todo tenía formas más claras y concretas. Robertson se puso en pie y tomó mi vaso, para servirme nuevo licor. Yo no acepté. No me apetecía más. Se irritó, insistiendo. Yo me negué de nuevo, más irritado que él, y se enfureció, diciendo que hiciera lo que quisiese. Momentos después, más calmado, me pidió disculpas. Repentinamente, me miró, dijo que me veía mal aspecto, y yo admití que me dolía la cabeza, especialmente en las sienes. Robertson se apresuró a ofrecerme un medicamento de origen alemán que decía era magnífico. Fue a su dormitorio, y vino al mío, cuando yo me disponía a acostarme, con una ampolla de vidrio, que me indicó debía romper, diluyendo su contenido en agua o soda. Eso me despejaría. Yo, entonces, volví a advertir su curioso, raro mecanismo en acciones y palabras. No sé por qué, me dio cierta aprensión aquella medicina, y al ver que no se movía de mi alcoba, le dije que iba a acostarme, que él podía retirarse y yo me serviría la medicina. Volvió a irritarse, y dijo que me la serviría él mismo, porque no estaba dispuesto a que una dolencia mermase mis condiciones para el trabajo, ya que hemos de salir de viaje para Miami. Eso me enfureció por completo, y le envié al diablo. Se marchó sin decir palabra.

—¿Y después…?

—Yo me dirigí al lecho, disponiéndome a prepararlo para dormir… y algo se estrelló en mi nuca, no pudiendo recordar después nada de nada, hasta abrir los ojos y verle a usted ahí, mirándome como a un bicho raro. ¿Puede entender algo de todo eso, Lash?

Reinó un silencio. Wade Lash, que lógicamente hubiera tenido que aparecer perplejo y desconcertado, tenía una dura expresión de agudeza, de astucia y comprensión.

—Sí —dijo nasalmente—. Lo puedo comprender casi todo. Y digo «casi», porque el motivo auténtico de todo esto, es lo que escapa aún de mi entendimiento.

* * *

Wade Lash apartó los dos vasos de licor, examinó las puntas de cigarrillos y miró luego a Clem Ridges, que le estudiaba atentamente.

—¿Fumaron ustedes diferentes marcas de tabaco? Hay un «Abdulah» y un «Capstan». Ridges pareció sorprendido.

—No. Yo fumo «Capstan», pero Robertson no fuma «Abdulah» ni ninguna otra marca. No es fumador. Wade frunció el ceño. Después, hizo un ligero asentimiento y siguió estudiando el aspecto del living. Su mirada cayó encima de un canapé tapizado de azul eléctrico. Sobre él, aparecía una publicación de sucesos bastante sensacionalista. Wade la tomó.

—¿Era este periódico el que hizo interesar a Robertson hasta el extremo de no servirle su licor? —Hizo notar.

—No sé. Juraría que sí… aunque no puedo estar seguro —dijo Ridges, vacilante.

Wade estudió los enormes, gruesos titulares de la primera página. El alarde tipográfico, bajo el cual aparecían varias fotografías truculentas, estaba al servicio de un tema actual. Decía sencillamente:

«¿Cuál es la causa de la racha de trágicos accidentes ocurridos durante el mes actual en Nueva York?».

Y seguía:

«Desastrosas explosiones en la academia militar de West Point, los astilleros de Brooklyn, acorazado “Baltimore”, el Museo de Arte Moderno “Whitney” y, últimamente, los “Docks” de New Jersey. ¿Hay una mano criminal en todo ello?

¿Por qué el Gobierno no investiga la razón de tales siniestros?».

Algo bailó en la mente de Wade Lash. West Point, los Astilleros, el “Baltimore”, el Museo “Whitney”, los “Docks”…, ¿qué era lo que le hacía recordar toda esa serie enumerada, en el mismo orden en que lo había visto en alguna otra parte?

Excitado, se detuvo frente a Ridges, hizo un amplio gesto y empezó a hablar con la rapidez con que tabletea una ametralladora, ante el asombro del inglés:

—Escúcheme un momento, Ridges —dijo—. Creo que tengo una teoría que explica todo esto. Es fantástica, lo admito. Pero no cabe otra, no existe otro medio de ver claro. Según ella, únicamente puedo confiar en dos personas: en usted y en el profesor Robertson… si aparece vivo. Lo mismo puede decirse de Ada Goring.

—¿Qué quiere decir? —Ridges, atónito, no apartó la mirada de él.

—Todo ha empezado en su compañía. Por una razón poderosa, alguien ha creído conveniente ir substituyendo los elementos del «London Little Theatre», por otros que no tenían de actores teatrales sino el nombre y, tal vez, algo de práctica, no mucha. Esos sujetos iban creciendo, hasta cubrir todos los puestos. Pero entonces, alguien lo bastante listo para prever todas las contingencias, se dio cuenta de que el exceso de falsos actores podía dar al traste con su plan, ya que el fraude se descubriría. Eran precisos dos, tres o más elementos insustituibles, para impedir que la formación se convirtiese en un cuadro de pésimos aficionados. Por ejemplo: Ada Goring, primera actriz; el profesor Caude Robertson, director escénico y Clem Ridges, primer actor joven. Su experiencia serviría para cubrir la baja calidad de los demás. ¿Va entendiendo?

—Todo eso, sí. Es materia que conozco, y estoy de acuerdo con usted. Pero ¿por qué iba a hacer eso nuestro agente en Londres? Shipman es un hombre de teatro, experto, inteligente…

—Shipman puede ser el jefe que andamos buscando, Ridges, el hombre que ha planeado toda esta farsa. Estaba en mejor posición que nadie para hacerlo. Pero entonces, una vez trocados los actores suplantadores, advierten que existe un peligro: sea cual sea la idea y meta de tal operación, los demás sospecharán o verán la verdad. Y no Ada Goring, que es mujer, sino dos hombres: Robertson y usted. Entonces, se procede a una obra minuciosa, arriesgada y difícil: drogarles a ambos en forma progresiva, insensible, pero eficaz, que, sin aturdirles o disminuir su capacidad de trabajo, reduzca el funcionamiento de sus cerebros y les haga ver las cosas como ellos quieren que las vean.

—¡Pero eso es absurdo! Las drogas se advierten, sus consecuencias también…

—Las drogas corrientes, sí. Pero las que les eran administradas no son corrientes. Sus efectos me han hecho pensar en hombres que, sin ser culpables de delito alguno, reconocieron, en procesos determinados, que están al alcance de todos y en todas las mentes del mundo libre, haber cometido los delitos de que se les acusaba. Drogas que deforman la voluntad y el criterio, sin dañar en apariencia la estabilidad mental del individuo. Diabólicos procedimientos, de los que revistas, fugitivos de países esclavos y muchos otros nos han hablado, sin que jamás hayamos pasado a creerlo, sino como elemento sensacionalista o motivo de artículos periodísticos.

—¿Y esa droga existe?

—Existe, Ridges. —Wade extrajo la ampollita del líquido grisáceo del bolsillo—. Si analizan esto, descubriremos su naturaleza. Entonces sabremos lo que le estuvieron administrando a usted, después de administrárselo a Robertson, ordenándole a él que procediera a su vez a dársela a usted. Sin advertirlo, cumplían órdenes, eran autómatas, seres hipnotizados. Lo refirió Bruno, sin darse cuenta de lo que decía. Lo advertí yo mismo. Y Ada Goring debió advertirlo también, porque es chica inteligente y menospreciaron sus dotes de observación. Iba a hablarme de ello, por eso me citó fuera del teatro, y los demás procedieron a eliminarla.

Ridges se mostró anonadado, perplejo.

—Dios mío —musitó—. Todo eso coincide con demasiadas cosas, para sonar a fantasía. Y, sin embargo, parece mentira. Que yo, ¡yo, que siempre me he creído dueño de mí mismo!, haya estado sometido a voluntades ajenas. Esas medicinas, los licores que me servía Robertson o Gallagher…

—Todos están confabulados, unidos. Unos por hipnosis y drogas, otros por convicción. Incluso Susan Brownley era de ellos. Pero Susan tuvo miedo e iba a hablar. Sabiendo su debilidad de carácter, la vigilaron. Y cerraron su boca. El error de esos hombres fue no cerrar la mía también.

El rubio galán asintió. Luego, hizo una pregunta:

—¿Y por qué todo eso, Lash? ¿Por qué drogamos, por qué hacer desaparecer a Ada, por qué disparar mortalmente sobre Susan, por qué de tantas y tantas cosas increíbles?

Wade Lash endureció el gesto.

—Hasta hace un momento, no he podido explicármelo —dijo lentamente.

—¿Pero ahora lo sabe? —Se asombró Ridges.

—Sí. He tenido que hurgar en los bolsillos, descubrir que durante mi inconsciencia en casa de la Brownley me han despojado de una inocente libreta de apuntes de Ada Goring, donde sólo se habían especificado al parecer visitas turísticas a determinados lugares, cuando he comprendido la importancia de esa libreta… y la razón del interés de Robertson por esa revista —señaló el periódico sensacionalista con un ademán dramático, digno del escenario del «Rívoli»—. He ahí la causa de todo, la razón de un crimen y un secuestro… o posiblemente de dos crímenes.

Clem Ridges miró el periódico. Los ojos desconcertar dos se volvieron a Wade, esperando una explicación mejor. Expresó su incomprensión con unas palabras dubitativas:

—No logro entenderle bien, Lash…

—Por el mismo orden en que ustedes fueron de visita a West Point, a los Astilleros de Brooklyn, al acorazado «Baltimore», al Museo «Whitney», a los «Docks» de New Jersey…, han ocurrido allí los desastres citados en los periódicos. Estamos hartos de leerlos, de ver las noticias ante nuestras narices, sin alcanzar su significado. ¿No es cierto que han visitado ustedes todos esos lugares, Ridges?

—Cielos, sí. Aunque borrosamente, recuerdo que…

—Es suficiente —cortó Wade enérgicamente—. Estuvieron allí. Después, hubo explosiones, voladuras, muerte, destrucción, siempre sin causa justificada. Accidente, error…

—¿A dónde va usted a parar, Lash?

—A una sola palabra, Ridges: ¡Sabotaje!