CAPÍTULO PRIMERO
WADE LASH (Cinco de la tarde)
Alguien había dicho que Wade Lash hubiera hecho carrera en Hollywood.
Acaso no le faltara razón, porque Wade, aparte de ofrecer una sorprendente semejanza con el actor cinematográfico William Holden, poseía su misma elevada estatura, unas facciones enérgicas y atractivas, de duro gesto, en las que brillaban sus grises ojos acerados.
Vestía como un auténtico caballero, aunque estuviera muy lejos de considerarse como tal. Su impecable traje claro, de fino tejido, adaptado a su musculatura y alta figura, la camisa de un color marrón que daba realce al cremoso de la corbata impoluta, todo, en suma, hacía de Wade Lash uno de los más pulcros y arrogantes neoyorquinos de menos de treinta y cinco años. Podía pasar en cualquier punto de la ciudad por un distinguido deportista de la Quinta Avenida o por un yatchman de Queens.
Pero Wade Lash distaba mucho de ser cualquiera de esas cosas…
—Las cinco en punto —dijo, mirando la esfera negra y dorada de su reloj de pulsera.
Y el hecho de que fueran las cinco de la tarde, tenía una importancia vital para él, en aquel día precisamente.
—Muchas gracias, señor —respondió la mujer cargada de paquetes que le hiciera la pregunta. Luego se alejó presurosa, Broadway abajo, moviendo sus largas piernas.
Wade la vio partir con expresión pensativa. El hoyo de su barbilla se remarcó, al oprimir duramente sus labios. Abrió la portezuela del verde «Dodge», y penetró en él, acomodándose ante el volante.
Encendió un cigarrillo antes de ponerlo en marcha a través del denso tráfico de Broadway. Después, en cuanto rugió el motor y rodaron los neumáticos, Wade incrustó sus fríos ojos en el espejo retrovisor.
Un impersonal «Buick» negro se despegó de la acera, como si estuviese unido por un hilo invisible a su «Dodge», y salió tras de él.
Durante un largo trecho permaneció a espaldas suyas, sin despegarse del coche verde.
Cuando el semáforo cambió en rojo, y hubo de frenar Wade frente al cruce con la Calle Cuarenta, el «Buick» se situó a su izquierda, y el joven sosias de William Holden pudo contemplar a su sabor el perfil hierático de los dos ocupantes del coche seguidor.
Ninguno de ellos parecía particularmente interesado en él, pero eso era falso. En realidad, no tenían interés por otra cosa que por su «Dodge», ni por otra persona que la suya.
No eran los primeros. Ni iban a ser los últimos. La red estaba tendida. Una red espesa, tupidísima, que acaso abarcara toda la ciudad. Entre diez millones de habitantes, uno solo, él mismo, era centro vital de una telaraña implacable, destinada a encerrarle sin posibilidad de fuga.
Era una experiencia excitante, pero desoladora. Nadie iba a arrestarle, nadie iba a poner una mano sobre él… Pero el cerco estaba cerrado.
¿Podría salir de él, encontrar una figura, filtrarse por entre su denso sistema? Es lo que iba a intentar ahora.
Cuando cambió la luz y apareció la señal de paso, Wade Lash pisó a fondo el acelerador, lanzándose por una desviación de la Cuarenta en brusco viraje, y a una velocidad muy superior a la autorizada.
En «Buick» no se despegó de su cola ni una pulgada. Wade repitió la maniobra ante tres semáforos con igual resultado negativo. Pero al cuarto, logró salvar el cruce en el momento preciso del cambio a rojo, y ello hizo detenerse, chasqueado, al ocupante del negro coche seguidor, justamente con las gomas delanteras rozando la franja delimitadora del paso de peatones.
Lash sonrió duramente, pero sin humorismo alguno. No había razón para repicar campanas. Un centinela había sido burlado, sí. Pero ¿cuántos quedaban, dispersos por todos los puntos estratégicos de la ciudad?
Apuró su breve tiempo disponible en dar vueltas y revueltas a las calles, alejándose lo más posible del cruce salvador. Recorrió después varias calles y avenidas, sin que el retrovisor acusara la presencia de ningún «Buick» sospechoso.
Enfiló directamente hacia la carretera de Albany, subiendo por Riverside Park.
El puente de Bronx apareció ante él. Wade pisó los frenos con violencia, haciendo chirriar las gomas en el asfalto. Le rebasaron varios coches, pero Lash no dio muestras de querer seguirlos.
Su aguda mirada, escrutando a través del parabrisas, estaba estudiando la presencia de dos coches, uno a cada extremo del puente. Sus conductores fumaban, asomados a la ventanilla, como si esperasen a alguien sin demasiadas prisas.
Era cierto. Esperaban a un hombre: Wade Lash.
Pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente ensombrecida de Lash. Hizo una rápida maniobra, regresando al interior de Manhattan.
Iba a ser imposible alcanzar punto alguno por carretera, pensó frenéticamente, conduciendo de nuevo a través del tráfico espeso de la ciudad. Las agujas del reloj corrían deprisa. El «Dodge» verde también.
No encontró dificultades en abordar la carretera, amplia y despejada del aeropuerto de La Guardia. Ya de por sí, el detalle le resultó alarmante. No podía imaginarse a Doc Hausman o a Johnny Moran olvidando la vigilancia de los aeropuertos y sus accesos.
Sin embargo, llegó frente al edificio del aeropuerto neoyorquino sin sentirse seguido o abordado. Frenó suavemente, poco antes de llegar al aparcamiento autorizado, y saltó a tierra, avanzando a buen paso hacia las oficinas de las Compañías de navegación aérea, por el sendero de grava lateral.
Alcanzó las puertas vidrieras, grandes y silenciosas. Empujó una de ellas, entrando en la gran nave central, ensordecida por las voces de los locutores, hablando en varios idiomas por los diferentes altavoces.
Buscó con la mirada el despacho de billetes para Europa. La «BOA» británica, la «TWA» y «Air France» se le ofrecieron, con sugestivos pasquines de lejana geografía. Cualquiera de ellos, sería un refugio, una tabla de salvación.
Dio un par de largos pasos hacia las oficinas.
—Hola, Wade —dijeron tras él.
Lash se volvió. Bruscamente, girando sobre sus talones. Un hombre alto, enjuto y cetrino, le sonrió, bajo la nube azul del humo de un cigarrillo. Sin gesto amenazador, sin intentar nada contra él.
—Me sorprendía que no hubierais pensado en esto —dijo serenamente Wade.
—¿Nos crees tan tontos, Lash? —rió el otro, agitándose con la hilaridad su corbata de franjas verdes, rojas y negras.
Wade no contestó. Miraba ahora a las puertas de acceso a las pistas de despegue. Vio a dos hombres, uno enlutado y otro de impecable traje blanco. Parecían ajenos el uno al otro. Mientras el primero compraba cigarros, el otro leía una revista.
Por allí no iba a salir. Sus ojos se desviaron, brillando de excitación, a la pareja de guardias uniformados que paseaba con indolencia frente a las oficinas aéreas.
—¿Por qué no les llamas? —apuntó el tipo cetrino de corbata chillona, cloqueando entre dientes.
—Tal vez lo haga… cuando no me dejéis otra salida —replicó abruptamente Lash, saliendo del aeropuerto con violencia.
No le siguió nadie. Tras el humo, los ojillos perspicaces del hombrecillo de viva corbata siguieron su camino hacia el coche con total indiferencia. Luego, cambió una breve mirada con los dos individuos de la otra puerta. Ellos asintieron.
Wade Lash no emprendería la fuga por avión.
El regreso a la ciudad fue más sombrío esta vez. Wade sabía que las esperanzas se iban agotando implacablemente. Tierra y aire estaban bloqueados. Quedaba el mar como única escapatoria.
Eran ya las seis menos cuarto cuando su «Dodge» verde penetró en el amplio aparcamiento del transbordador de la Estatua de la Libertad. Adquirió un billete y subió a bordo.
Soplaba un aire húmedo en la bahía, agitando su liviano traje claro y sus cabellos revueltos, ligeramente adheridos a las sienes por la transpiración.
Se acodó en la borda, viendo alejarse de él los altos edificios de la ciudad. Parecía tan fácil… Como si aquella distancia pudiera ir creciendo, creciendo, poniendo ante él y su destino una infranqueable barrera de agua. Todo un mundo, que ni siquiera Johnny Moran podría salvar, porque fuera de su imperio apenas si era nadie. Y su imperio moría allí donde muriesen los límites de la ciudad de hierro y cemento vertical.
Se volvió, mirando por encima de su hombro, súbitamente electrizado por una sensación de fracaso, de nueva derrota.
Desde el otro extremo del transbordador portuario, alguien le sonrió. Un hombre gordo, pequeño y malicioso, que parecía bailar dentro de su enorme, rugoso traje azul. Un sombrero flexible, con banda de piel de serpiente, cubría su grasienta calva.
Tony Scatto. Tony, el gran amigo de Ginno Rizzoli, su compatriota. La sonrisa tenía veneno, crueldad. Si alguien le odiaba hasta el punto de desear su muerte inmediata, sin esperas, ese alguien era precisamente aquel gordo, adiposo ser repelente: Tony Scatto.
Sólo la orden de Johnny Moran podía mantener aquel compás de espera terrible y angustioso. Las fieras se limitaban a acechar, a impedir que su presa huyese de la jungla. Cuando sonase la hora, caerían sobre ella para despedazarla con ferocidad salvaje.
Wade Lash, a pesar de todo, le devolvió la sonrisa. Con ironía, desafiándole aún. Pero en su interior, el desaliento empezaba a hacer efecto.
Más allá de Scatto, había un hombre cobrizo, ajeno al gordo pistolero de origen italiano. Pero no era tan ajeno. Wade volvió el rostro al mar, dejándoselo azotar por la brisa fría, cortante. Se aproximaba la mole de piedra del monumento a la Libertad.
Una libertad que no era, en modo alguno, la suya. La estatua dejaba de tener simbolismo alguno para él, en esos momentos. El paseo marítimo terminaba allí.
Cuando descendió del transbordador, se limitó a caminar sin rumbo fijo, alrededor del monumento. No entró en él para subir hasta la antorcha, mirador de la alta mole, minimizada por el panorama de los enormes rascacielos, allá al fondo, y después de encender un cigarrillo ante un puesto de artículos de turismo, donde «casualmente» se tropezó con el hombre de tez cobriza, se encaminó hacia el embarcadero nuevamente. Mezclar de con un grupo de turistas franceses y alemanes, dirigió la vista atrás.
Tony Scatto producía un efecto cómico, al mover sus cortas piernas a una velocidad similar a la utilizada por las largas extremidades de Wade. Pero no tenía nada de cómico para Lash.
Estiró algo más la cabeza, alcanzando a ver al tipo de piel color cobre avanzando en diagonal hacia el embarcadero, adonde llegaría antes que el propio Scatto o que él. Los hombres de Moran sabían hacer las cosas. Siempre lo habían sabido.
Había llegado a unirse a un grupo de curiosas visitantes de la Estatua, cuyo depurado lenguaje indicaba su origen británico. Tan estrechamente confundido con ellos caminaba, que sufrió de pronto un brusco choque, al detenerse uno de los componentes del grupo.
—Oh, perdone… —se excusó rápidamente Wade, volviéndose con viveza.
—Soy yo quien debe excusarse, caballero —le respondieron—. Me detuve de repente y…
Siguieron las excusas, en correcto inglés. Pero Lash no las escuchaba. Estaba mirando a la deliciosa criar tura que se las formulaba con tono cortés y amable. Una linda inglesita, de rojos cabellos, pupilas intensamente jaspeadas y tez nacarina, que salpicaban algunas deliciosas pecas doradas en torno a la graciosa nariz respingona.
Mientras el resto del grupo turístico seguía adelante, permaneció su menuda y esbelta figura plantada frente a Wade Lash, con la expresión ingenua de una colegiala sorprendida en una travesura. Bajo el claro vestido de mezclilla, sus deliciosas curvas se amoldaban al tejido sin procacidad, pero con indudable sugestión. Una radio portátil colgaba en bandolera de su hombro, dentro de una funda roja.
—No se disculpe, porque ha sido torpeza mía —insistió Wade—. Lo cierto es que iba distraído.
—Yo también —sonrió ella, divertida al parecer.
Wade miró de soslayo hacia atrás, descubriendo que Scatto permanecía inmóvil al fondo, como si contemplara, absorto, el perfil pétreo de la Libertad erguida sobre el azul, un azul que empezaba a ensombrecerse. El otro debía de estar ya en el transbordador, esperándole.
Al volverse hacia la muchacha, descubrió que ésta miraba también curiosamente al gordo latino. Pero varió la expresión en el rostro de la joven, que esbozó una sonrisa poco espontánea. A su vez, buscó con la mirada a su grupo, y los descubrió cerca ya de la pasarela del transbordador. Todos, excepto uno, se mantenían quietos, mirándola como si la aguardasen. La excepción, un hombre alto, canoso y delgado, con una gabardina sobre los hombros, venía hacia ellos con largos pasos.
—Bien, de veras lo lamento, señor —dijo la joven, algo nerviosa—. Me marcho. Mis compañeros se están demorando por mi culpa.
—Yo sigo igual camino —sonrió Lash, echando a andar junto a ella.
Fue por breve tiempo, porque el individuo de la gabardina les alcanzó, inclinóse con fría cortesía ante Lash, y luego miró con expresión severa a la joven.
—Por favor, señorita Goring… El transbordador va a marcharse ahora mismo, y lo perderemos, si usted no se apresura. Ya sabe que disponemos de muy poco tiempo…
—Oh, sí, sí, profesor. Perdóneme —se excusó ella rápidamente—. Es que he tropezado sin querer con este caballero, y…
El llamado «profesor» clavó sus ojos estrechos y grises en Wade Lash. Pareció complacido de su aspecto, le dirigió una sonrisa y un monosílabo cortés, y se alejó apresuradamente con la joven colgada materialmente de su brazo, en tanto que el transbordador hacía sonar su sirena de aviso.
Lash siguió con más calma, estudiando la figura de la muchacha por la espalda. Su cuerpo seguía siendo delicioso, con un encanto femenino arrebatador. Una mujer muy diferente de las que Wade conocía y trataba habitualmente. Acaso por eso le gustaba esa chica.
Alcanzó el grupo de turistas, comenzando a charlar animadamente entre sí todos sus componentes. Desaparecieron después a bordo de la embarcación.
Wade se encogió de hombros, volvióse hacia Scatto y le gritó, burlón:
—¡Vamos, amiguito, a correr un poco!
Se lanzó, en vertiginosa carrera, hacia la pasarela que retiraban, en medio de un largo mugido de aviso definitivo. Sus piernas, elásticas y musculosas, cubrieron la distancia en pocos segundos, mientras a sus espaldas jadeaba el gordo Scatto.
Brincó, salvando la corta separación del transbordador al islote, y se encontró frente a un empleado de gesto ceñudo.
—Esto no es una travesía atlántica, señor —le recordó irritado—. Podría esperar la salida del próximo, por mucha prisa que tuviera.
Wade dio una breve excusa, y se volvió después hacia la borda. Rió de buen grado, al descubrir la indignada roja faz del gordo, parado en el borde del agua, impotente para seguirle. Le hizo un gesto de burla y se adentró por la cubierta, buscando un asiento.
No vio ni rastro de los turistas, que posiblemente estarían en la proba, gozando del panorama. Pero sí vio al italiano, amigo de Scatto, tan enfurecido como éste. Le hizo un guiño y se sentó, hundiendo las manos en los bolsillos.
Era una venganza infantil, porque aquello no resolvía nada. Seguía vigilado. Y, lo que era peor, todos los accesos a la fuga estaban bien controlados. Una orden de Moran era algo así como un decreto presidencial. Con la ventaja de que las órdenes de Moran no se discutían en ningún Senado. Iban directas a sus hombres.
El experimento de la Estatua era la prueba evidente de que no sólo aeropuertos y carreteras estarían vigilados, sino también muelles, embarcaderos, playas y calas.
Nada se le podía pasar a Doc Hausman, el brazo derecho de Moran, y parte de su cerebro también. La orden era: «Vigilad. Y esperad. Nada más».
Y sabían vigilar. Y esperar… Wade sabía lo que esperaban. Ellos también. Mecánicamente, clavó los ojos en su reloj. Las seis y veintidós minutos. Volaban las manecillas.
Quedaba muy poco tiempo ya. Ni siquiera media jornada. Había perdido una hora y media desde que aquella voz familiar, hueca y metálica como un tubo de acero, le dijera a través del teléfono:
«Son sólo trece horas, Lash. Trece horas las que tienes de vida. No intentes salir de la ciudad, porque fracasarás, y tú lo sabes. Adiós, Wade…».
Después de eso, como queriendo fijar la hora decisiva, aquella mujer de los paquetes le había interpelado al salir de la cabina telefónica:
«Caballero, por favor… ¿Qué hora es?».
Y él había contestado, cuando su reloj marcaba exactamente las cinco.
Ahora, obscureciendo ya la tarde sobre su cabeza, mientras el transbordador cruzaba las aguas de regreso a la ciudad, enorme y férrea prisión de Wade Lash, éste se olvidó de lo que estaba ocurriendo, para recordar el origen de todo aquello.
Tuvo que ser el maldito Doc quien le empujara al desastre aquella noche, al acercarse a él en el club y decirle sencillamente:
—Wade, tú eres el hombre indicado…