Diecisiete

Josie no volvió a ver a Davis Lee hasta el día de la boda, tres días después.

Había ido porque Catherine la había invitado y, para ser sinceros, porque quería echarle un vistazo al padrino de Jericho. Davis Lee estaba guapísimo vestido con traje negro y camisa blanca. Josie sintió nada más verlo una punzada en el pecho.

El hermano pequeño de la novia la llevó al altar, y Josie pensó que Catherine era la novia más guapa que había visto en su vida. Evidentemente, Jericho era de la misma opinión, porque se quedó sin voz unos instantes cuando le pidieron que dijera sus votos.

Después de la ceremonia, que se celebró a las cuatro de la tarde en deferencia a los que tenían un largo camino de vuelta a casa, Josie se reunió con el resto de los invitados en el restaurante de Pearl para tomar un refrigerio.

Bailó con Mitchell Orr y con los Baldwin. Davis Lee ni siquiera miró en su dirección.

Josie deseó poder actuar igual. La atención se le iba hacia Davis Lee más de lo que le gustaría. Deseaba desesperadamente hablar con él, pero su actitud la echaba para atrás.

Una vez, cuando terminó de bailar con Matt Baldwin, Davis Lee clavó la vista en ella. No acertó a distinguir su expresión, pero tuvo miedo de que él pudiera leer sus sentimientos. No podía pasar ni un minuto más tan cerca de Davis Lee, aunque él estuviera en la otra punta del salón.

Josie se marchó, salió a la calle con su sombra extendiéndose delante de ella mientras se dirigía lentamente al hotel. Cuando la música se detuvo un instante, escuchó el sonido de unos cascos de caballo. Miró hacia atrás y captó movimiento detrás de la caballeriza.

Se dio la vuelta del todo y vio a un hombre que salía de la cárcel tambaleándose y caía de rodillas en el suelo. Era Jake Ross.

Sin dejar de escuchar la música alegre que salía del restaurante, Josie se agarró las faldas y corrió. Cuando llegó a los escalones de la cárcel vio a Jake apoyarse contra el muro. Sus facciones reflejaban un gran dolor.

—¡Jake! —gritó Josie tras subir las escaleras—. ¿Qué ha ocurrido?

El ayudante la miraba fijamente con la espalda apoyada contra el muro. Josie vio una mancha oscura en su hombro y se arrodilló a su lado.

—¡Estás herido!

—McDougal. Se ha escapado. Llama a Davis Lee.

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¿McDougal se había escapado? Josie sintió que se le paraba el corazón antes de comenzar a latirle de nuevo dolorosamente. Pero se concentró en el hombre herido que tenía delante.

—Deja que te ayude a llegar al restaurante de Pearl. El doctor Butler está allí con los demás invitados.

—No creo que pueda llegar tan lejos.

—¿Estarás bien si voy a buscarlo?

Podría gritar para pedir ayuda, pero nadie la escucharía. La música del restaurante estaba muy alta.

—No quiero dejarte aquí solo.

—Si lo que te preocupa es que McDougal regrese, no creo que vuelva —aseguró Jake con voz entrecortada.

No, Josie imaginaba que el forajido huiría todo lo lejos que pudiera.

—De acuerdo, ahora vengo —dijo poniéndose en pie y bajando a toda prisa los escalones— ¡No te muevas!

Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, entró como una exhalación en el restaurante. La pista de baile seguía abarrotada. Miró a su alrededor y vio a Matt Baldwin apoyado contra la pared, hablando con Charlie Haskell. Josie se precipitó hacia él y le explicó lo ocurrido.

—¿Podrías avisar al doctor Butler? Yo voy a volver al lado de Jake. Ian le ha dado pero bien.

—Claro. Ahora mismo voy para allá.

Josie sintió la mirada de Davis Lee clavada en ella cuando se dio la vuelta para marcharse. Seguramente se enteraría enseguida de que algo no iba bien y se acercaría también.

Cuando llegó al lado de Jake, se sentó a su lado y le sujetó el lado herido.

—Deja que te eche un vistazo a la cabeza —suspiró Josie—. Matt va a traer al doctor.

El hombre sonrió sin apenas fuerza e inclinó la cabeza hacia delante. Josie parpadeó al ver la herida que tenía justo detrás de la oreja. Su cabello oscuro estaba manchado de sangre, que le caía por el cuello de la camisa.

Josie escuchó el sonido de unos pasos aproximándose y miró por encima del hombro. Davis Lee y su hermano estaban allí. Iban seguidos por el doctor Butler y por los Baldwin. Josie se puso de pie para dejarle sitio al médico.

El doctor se arrodilló y le examinó la cabeza.

—Van a tener que darte puntos, hijo.

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—¿Qué ha ocurrido, Jake? —preguntó Davis Lee poniéndose en cuclillas delante de su ayudante.

—McDougal estaba tosiendo como un loco. Parecía como si no pudiera parar.

Cuando llegué a la celda, lo vi tumbado en el camastro.

Jake se llevó la mano a la cabeza para tocarse la herida. Le costaba trabajo respirar.

—Vi sangre en su camisa y en el colchón. Parecía como si fuera a ahogarse en ella. Me dio miedo que muriera, así que abrí la celda y entré. En cuanto me arrodillé me dio un empujón. Perdí el equilibrio y me caí. Entonces él aprovechó para agarrar mi arma y me golpeó dos veces con ella. Se llevó mi revólver, y falta uno de los rifles.

Davis Lee murmuró entre dientes.

—Lo siento —se disculpó Jake.

—No es culpa tuya. Yo también habría entrado de haber pensado que iba a morir.

—Debí ser más desconfiado. Ya había tratado de utilizar con Cody un truco parecido.

El hombre gimió levemente cuando el médico volvió a tocarle la cabeza.

—Lo vi esconderse detrás de la caballeriza. Supongo que habrá enfilado hacia el norte.

Hacia territorio indio. Mientras el médico le limpiaba la herida, Davis Lee se puso de pie y se acercó a Josie.

—¿Has sido tú quien lo ha encontrado?

—Sí.

Lo tenía tan cerca que podía aspirar su aroma a jabón y a cuero.

—¿Qué estabas haciendo aquí fuera? —le preguntó Davis Lee apretando la mandíbula.

—Iba de regreso al hotel —respondió ella sintiendo cómo crecía la furia ante su tono de desconfianza—. Y sí, ya sé que el hotel está en dirección contraria a la cárcel.

Pero escuché el sonido de un caballo al galope y me giré. Entonces fue cuando vi a Jake y me acerqué a ver qué le ocurría.

—Más te vale no tener nada que ver con esto —dijo el sheriff mirándola fijamente.

—¿Cómo puedes decirme una cosa así? —le preguntó Josie sintiéndose morir.

Davis Lee volvió a mirarla y durante un instante tuvo la impresión de que en sus ojos había algo parecido al arrepentimiento. Un minuto después estaba segura de que fue una jugarreta del reflejo del sol. Su rostro se endureció y se apartó de allí.

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—Voy tras McDougal —dijo a su hermano.

—Voy contigo —se ofreció Riley.

—Iré más rápido solo —aseguró Davis Lee—. Si necesito ayuda os lo haré saber.

Pero no creo que un hombre con una tuberculosis tan avanzada llegue muy lejos.

Josie estaba detrás de él con los nervios de punta. Ahora que Jake estaba en buenas manos no tenía ninguna razón para quedarse allí. Trató de marcharse sin llamar la atención pasando por detrás de Davis Lee.

—Gracias, Josie —le dijo Jake en un hilo de voz.

—No hay de qué —murmuró ella mirando un instante al pequeño grupo que se había reunido en la puerta de la cárcel.

Cora Wilkes y su hermano estaban detrás de los Baldwin. Al observar el rostro descompuesto de su amiga, Josie se preguntó cómo se sentiría al saber que el asesino de su esposo había escapado. Al pie de los escalones, Matt Baldwin le ofreció el brazo.

—¿Quiere que la acompañe, señorita Josie? Parece un poco abatida.

—Gracias —respondió ella aceptando su brazo y encaminándose hacia el hotel.

La presencia de Matt impidió que se deshiciera en lágrimas. ¿Cómo era posible que Davis Lee le dijera algo semejante? Estaba claro que todo había terminado entre ellos.

Había dejado que su corazón la guiara durante demasiado tiempo. El deseo hacia un hombre, hacia Davis Lee, le había hecho olvidar la promesa que le había hecho a sus padres y a William. No volvería a pasarle.

Se las arregló para darle las gracias a Matt y dirigirse a su habitación antes de romper a llorar. Intentando ver a través de las lágrimas, se acercó a la ventana. Davis Lee seguía en la cárcel, pero no estaría allí mucho más tiempo.

Josie se secó los ojos y apartó de sí cualquier pensamiento que no estuviera relacionado con Ian McDougal y con lo que le había hecho a su familia. Dejó que la rabia y el dolor incrementaran su determinación. Hizo un atillo con una caja de cerillas, el cepillo del pelo y polvos dentífricos y añadió una muda de ropa interior limpia y un corpino. Se cambió el vestido de seda por una blusa y una falda, se calzó las botas de viaje y se puso el abrigo de lana. Cuando Davis Lee saliera, ella iría siguiéndole los talones.

¿Por qué le había dicho aquello a Josie?, se preguntó Davis Lee. Después de lo que McDougal les había hecho a ella y a su familia, no habría ayudado nunca a escapar al forajido. Matarlo tal vez, pero no ayudarlo a huir.

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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Davis Lee la vio marcharse y se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Para ser sincero consigo mismo tenía que reconocer que lo que sentía era algo más que remordimiento por lo que le había dicho.

Al verla bailar con aquellos hombres en el restaurante había sentido deseos de cruzar la pista y sacarla de allí. Pero Josie tenía derecho a bailar con quien le placiera.

Era él quien había terminado con lo suyo. Era a él a quien habían traicionado.

Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en ella, de desearla?

Tras asegurarse de que Jake estaba bien, Davis Lee cerró la celda ahora vacía y se dirigió a la caballeriza. El sol parecía una inmensa bola de fuego hundiéndose en el horizonte. Apenas quedaba una hora de luz. Tras recoger su cantimplora y su saco de dormir, se puso en camino. El suelo estaba demasiado duro como para que se marcaran las huellas. Así que Davis Lee se posicionó de modo que el sol proyectara sombras sobre cualquier indicio que hubiera en la tierra. Vio uno. Un poco de tierra levantada y sucia de hierba con la forma de un casco de caballo.

McDougal estaba azuzando con fuerza su caballo, al que dirigía hacia territorio indio. Davis Lee no tenía ninguna duda de que aquél era el destino del asesino, ya que la banda de los McDougal tenía varios escondrijos en aquella zona.

Mientras Davis Lee cabalgaba, trató de no pensar en Josie. Quería dejar de preguntarse qué estaría haciendo a cada segundo. Quería olvidarse de cómo la había sentido debajo de él, quería dejar de sentir el dolor que le había provocado. No le había perdonado que se hubiera acostado con él antes de contarle su secreto, pero también sabía que no estaba preparado todavía para dejarla atrás.

Davis Lee lo admitió finalmente. Amaba a Josie. Le había hecho daño, y en aquel momento no parecía importarle que ella le hubiera hecho daño también.

Cuando llevara a McDougal de regreso a Torbellino hablaría con ella para intentar arreglar las cosas.

Tras tomar aquella decisión, Davis Lee deslizó la mirada por la pradera. El sol poniente convertía la hierba en una masa dorada. Todavía se podía distinguir un sendero de hierba pisoteada. Davis Lee tiró de las riendas y desmontó para pasar las manos por él. Asintió con la cabeza, convencido de que aquellas marcas las había dejado el mismo caballo al que iba siguiendo.

Avanzó unos metros: Las huellas iban a la derecha y luego a la izquierda.

¿Habría más jinetes avanzando en aquella dirección? ¿O McDougal estaba tratando de despistarlo? Estaba ya casi oscuro. Tenía que pararse a pasar la noche.

Davis Lee estaba subiendo a la silla cuando vio algo detrás de él, a lo lejos. Un punto negro en lo alto de una colina por la que él acababa de pasar no hacía mucho tiempo. No podía asegurarlo al cien por cien, pero su instinto le decía que se trataba de otro jinete.

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¿McDougal? Era posible que el forajido hubiera vuelto sobre sus pasos, bien para cambiar de dirección o para sorprender al sheriff por la retaguardia. Necesitaba saber quién era aquel jinete, así que montó en su caballo.

Lo había perdido. En más de un sentido, pensó Josie con tristeza mientras paraba el caballo que había alquilado en la caballeriza y trataba de ver algo en la creciente oscuridad. La noche caía suavemente sobre las colinas, haciendo que el paisaje pareciera todavía más interminable. Se dirigían hacia el norte. Eso era lo único que Josie sabía.

Se las había arreglado para salir de la ciudad minutos después de Davis Lee y consiguió seguir su paso sin alertarlo de su presencia. Pero, hacia un rato, la cima de una colina había dado paso a una llanura al otro lado. Josie sólo vio entonces pradera y arbustos. Sin duda Davis Lee habría azuzado a su caballo para que volara. Lo había perdido completamente de vista.

Tendría que detenerse a pasar la noche. Hacía unos quince minutos que había pasado por delante de un arroyo. No quería retroceder, pero tenía que pensar en el caballo. Sintió una oleada de frustración. Perder de vista a Davis Lee suponía perder también la oportunidad de dar con McDougal. Pero no podía ver en la oscuridad, y sería una locura arriesgarse a resultar herida o herir a su caballo.

Agarrándose desesperadamente a la esperanza de encontrar por la mañana alguna pista que la llevara al sheriff o a McDougal, Josie hizo girar a su caballo y lo guió hacia la zona de árboles de al lado del arroyo que había visto antes. Una vez allí desmontó.

Mientras el animal bebía, ella recogió unas cuantas ramas de pino para hacer un fuego. Había llenado las cantimploras antes y podría volver a hacerlo por la mañana.

El aire que cruzaba la pradera se había vuelto frío cuando el sol se escondió.

Josie nunca había pasado una noche fuera. Miró a su alrededor con desconfianza y cargó el revólver que llevaba en el bolsillo. La luz iba desapareciendo rápidamente, así que concentró toda su energía en hacer la hoguera y le prendió fuego con una de las cerillas que había llevado.

Cuando vio las llamas, se acercó a su caballo para desmontarlo. Pero en aquel momento escuchó el aullido de un coyote y se acercó asustada al animal. Sin duda, durante la noche saldrían un sinfín de criaturas. Aquello era algo en lo que Josie no había pensado. Estando sentada, y tumbada con más motivo, era como si invitara a todas las criaturas a que se acercaran. Había oído que los vaqueros dormían encima de sus caballos ensillados. Ella intentaría hacer lo mismo.

Con el arma en el bolsillo del abrigo, fue en busca de más ramas para la hoguera. No fue muy lejos, sólo lo que le permitía la luz del fuego. Cuando regresó con la madera en las manos, su caballo relinchó, golpeó el suelo con la pata y volvió a relinchar. Josie soltó las ramas y se giró hacia el animal con la mano en el revólver.

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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Entonces miró hacia los árboles y vio una sombra moviéndose. Sintió que se le paralizaba el corazón. Era otro caballo, ensillado pero sin riendas.

¿A quién pertenecería? ¿A McDougal? ¿Habría vuelto sobre sus pasos?

Intentando no perder los nervios, levantó el percutor del revólver. Cuando volvió a respirar, alguien le puso una mano en la boca y con la otra le agarró el arma.

Su grito quedó ahogado mientras se daba contra un pecho de piedra. Intentó morder la mano que le tapaba la boca. Pero la persona que la sujetaba le tiró el arma antes de que Josie pudiera hacer algo más que clavarle un codo en el estómago. Se escuchó un gemido de dolor y alguien le rodeó el vientre con el brazo, impidiéndole respirar.

—No grites —dijo una voz masculina que le resultó familiar—. Soy yo, ¿de acuerdo?

¡Davis Lee! Josie se puso rígida y asintió con la cabeza.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó el sheriff al soltarla, aunque la sujetó por los hombros.

—¿Cómo me has encontrado? —quiso saber ella a su vez, respirando con dificultad—. Ibas por delante de mí.

—Supe que venía alguien detrás de mí. Me di la vuelta con la esperanza de dar con McDougal, pero te encontré a ti.

A Josie no le importaba lo enfadado que estuviera. Se sentía aliviada de no estar sola. Davis Lee recogió su revólver y se lo dio. Ella se lo metió en el bolsillo mientras el sheriff se acercaba a su caballo y sacaba su saco de dormir.

—¿Te vas a quedar? —le preguntó Josie al verlo regresar con él y con una manta.

—Por supuesto. No puedo ir muy lejos de noche. Y tú no puedes…

—Voy a ir en busca de McDougal —lo interrumpió ella con firmeza—. Puedes decir lo que quieras y darme las órdenes que te apetezcan. Pero no pienso darme la vuelta.

—Te conozco lo suficiente como para no esperar que regreses y no tengo tiempo para asegurarme de que lo haces. La única opción que me queda es llevarte conmigo.

Y por si te cabe alguna duda, no me hace ninguna gracia.

—Eso está claro.

—Josie, sé que quieres a ese tipo —aseguró Davis Lee llevándose dos dedos al puente de la nariz en gesto de impaciencia—. Yo también. Pero, ¿se te ha ocurrido pensar que, además de arriesgar tu vida, me estás poniendo a mí en peligro? Me obligas a dividir mi atención entre tú y él y tengo menos posibilidades de anticiparme a sus movimientos. ¿Habías pensado en eso?

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—No —respondió ella sintiéndose de pronto muy egoísta.

—No es muy inteligente estar aquí, Josie. ¿Y si tu caballo cojeara? ¿O te quedaras sin agua? —dijo el sheriff sujetándole la cara con las manos—. ¿Y si te hubiera encontrado McDougal antes que yo?

Durante un instante, Josie pensó que iba a besarla.

Pero luego deslizó las manos y la sujetó de los antebrazos mientras la miraba fijamente.

—No me gusta que estés aquí.

Josie estaba harta de la constante tensión entre ambos.

—No tienes porqué quedarte ¡Márchate si quieres! —le espetó.

—Me quedo —aseguró el sheriff apretándole un poco más los antebrazos.

—Para qué, ¿para poder recordarme una y otra vez el daño que te hice, el modo en que estropeé las cosas, la forma en que te traicioné? —le soltó sin controlar las palabras que salían de su boca—. Por favor, ya no me lo digas más. Cuando esto acabe me marcharé. No tendrás que volver a verme.

—¿Marcharte? —le preguntó quedándose muy quieto—. ¿Quieres decir después de matar a Ian?

—Se lo debo a mi familia…

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —dijo el sheriff soltándola y dando un paso atrás—. Yo soy el representante de la ley. Si lo matas, o incluso si lo intentas, tendré que arrestarte. Ocuparás la celda que McDougal dejó libre al escapar.

Josie lo miró fijamente durante un instante con un gesto amargo.

—Tú has jurado cumplir con tu deber, Davis Lee. Y yo también.

El sheriff apretó los puños, se fue al otro lado del fuego y desató su saco de dormir.

—Voy a dormir un poco. Y te sugiero que hagas lo mismo. Lo vamos a necesitar.

Con absoluta frialdad, Josie plegó su saco y se acercó a la silla de su caballo.

—¿Adónde vas? —preguntó Davis Lee poniéndose en jarras.

—A ninguna parte. Voy a dormir aquí arriba.

—Maldita sea, te caerás. Trae tu saco y ponlo al lado del fuego.

—No quiero dormir cerca de ti con lo enfadado que estás.

—Haz lo que quieras —dijo el sheriff mirando hacia el cielo con expresión de paciencia—. Pero no te pongas debajo de los árboles. A veces las serpientes se descuelgan de las ramas.

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¿Serpientes? Josie saltó al instante de la silla y observó el espacio que le había dejado libre entre el fuego y él. Molesta, desenrolló su saco.

Se tumbó y se subió la manta hasta el cuello. Se estaba bien allí. Y aunque no lo admitiría nunca delante de Davis Lee, se sentía más segura teniéndolo a la espalda.

Josie observó el crepitar de la hoguera. Aunque Davis Lee respiraba acompasadamente, sabía que no estaba dormido. Ella se puso boca arriba y contempló el cielo de terciopelo negro.

—La noche está muy clara —comentó en voz alta—. Allí arriba debe haber al menos un millón de estrellas.

Davis Lee no dijo nada.

—No puedo quitarme de la cabeza los cuerpos ensangrentados de mis padres y de William —aseguró con voz rota—. No dejaré que Ian vuelva a escapar. No puedo.

Davis Lee siguió callado. Josie sintió un nudo en la garganta.

—Espero que algún día sepas cuánto me importas. Y que me perdones.

Josie giró la cabeza y lo miró. La luz de la hoguera se le reflejaba en el rostro.

Sintió deseos de extender la mano y tocarlo, pero se dio la vuelta y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente, con la primera luz del alba, Josie se despertó al sentirlo levantarse. Ninguno de los dos habló mientras desayunaban los bizcochos que había llevado Davis Lee. Tras beber agua de sus cantimploras, las volvieron a rellenar.

Pronto se pusieron en camino.

Josie iba detrás de él para no interferir en las huellas que el sheriff podría ver a ambos lados de los caballos. Sintió una punzada en el corazón mientras clavaba la vista en su espalda, en sus hombros anchos, en sus manos grandes.

Lo amaba, pero también les había hecho una promesa a sus seres queridos. Y

ahora lo único que le quedaba era aquella promesa.

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