Dos
El sheriff iba a ser un problema, reflexionó Josie de mal humor mientras entraba por la puerta del almacén de Haskell para escapar de aquella mirada fija clavada en su espalda. Un hombre delgado, que superaba por pocos centímetros el metro sesenta de la joven, le estaba mostrando a un cliente unas botas que había al fondo de la tienda. Josie trató de entretenerse observando el colorido de las telas enrolladas en cilindros de madera que la rodeaban, pero tenía la mente puesta en Davis Lee Holt.
Se moría de ganas de volver junto a él y exigirle que le entregara a Ian McDougal, pero sabía que sería inútil. En los dos últimos años había perdido la fe en la justicia. O tal vez, sencillamente, había abierto los ojos.
El hecho de que Ian McDougal hubiera salido huyendo de su casa y se hubiera chocado contra ella tras asesinar a sus padres y a su prometido había sido desestimado. A pesar de que el fiscal y el sheriff sabían que estaba diciendo la verdad, el juez Shelton Horn declaró que su testimonio no bastaba para convocar un juicio por asesinato. Pero la verdadera razón por la que el juez había dejado libre a McDougal era que no había superado el hecho de que la madre de Josie hubiera escogido a su padre en lugar de a él muchos años atrás.
Josie sintió que el corazón se le encogía al volver a pensar en la gente que había amado y había perdido. Y la perspectiva de tener que lidiar con el sheriff de Torbellino le provocó una punzada en la boca del estómago. El sheriff Holt la sacaba de quicio. No tenía pensado contarle nada de Galveston, y sin embargo, se sintió tan confundida cuando le preguntó directamente de dónde era que se lo había soltado al instante.
Estaba claro que ya no podía vigilar la cárcel desde el callejón, así que tendría que buscarse otro sitio. Y si Holt continuaba interponiéndose tendría que quedarse en Torbellino mucho más tiempo del que tenía pensado.
La próxima vez debería mostrarse extremadamente cautelosa, pero seguía empeñada en tener acceso a Ian McDougal. Para matarlo.
Visto de cerca, el sheriff Holt era rudo, irresistible y uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida. No era difícil de imaginar el modo en que sus ojos azules se volverían cortantes como cuchillas cuando se enfadaba. Y aquella mandíbula obstinada daba a entender que el hombre era capaz de intimidar si aquella era su intención, con estrella o sin estrella.
Seguramente el sheriff se habría marchado ya. Josie pasó por el medio de las telas para asomarse a la ventana del almacén. Al no verlo, salió y cruzó la calle en dirección al hotel. Estaban construyendo uno nuevo en el otro extremo de la ciudad, pero Josie habría elegido éste en cualquier caso porque daba a la cárcel.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Se detuvo un instante para que pasara un carromato y calculó mentalmente el dinero que llevaba escondido en un bolsillo cosido a la falda del vestido. Era tan buena costurera como su madre, así que se había quedado con sus clientes tras su muerte y tenía dinero para pagarse la estancia en el hotel. Pero no sabía cuánto tiempo tendría que quedarse. Tenía que guardar una buena parte de su dinero para cuando terminara con McDougal y se fuera de la ciudad.
El sol se filtraba a través de las ventanas de los negocios de la ciudad. Josie entrecerró los ojos mientras seguía caminando por la calle camino del hotel.
¿Cómo iba a vigilar al forajido ahora que sabía que el sheriff la estaba vigilando a ella?
Acababa de pasar el edificio de telégrafos y correos cuando se le ocurrió una idea. Dio unos cuantos pasos para atrás, alzó la vista hacia el hotel y después la dirigió a la cárcel.
Sonriendo, Josie corrió apresuradamente hacia la entrada del hotel, clavando los tacones en el suelo del porche, y se acercó al mostrador de madera encerada.
Penn Wavers, el viejo recepcionista, estaba desplomado en una silla que había al fondo, roncando. Josie sabía que el viejo estaba casi sordo, así que pisó con fuerza el suelo con la esperanza de que la vibración lo despertara si su tono de voz fuerte no lo conseguía.
—¡Señor Wavers!
—¿Eh?
El viejo dejó caer la cabeza y la levantó rápidamente, agitando su cabello blanco al hacerlo. Parpadeó un par de veces y se acercó al mostrador.
—Ah… Hola, señorita.
—Al parecer voy a quedarme más tiempo del que pensé. Me preguntaba si podría darme otra habitación. Tal vez alguna del ala oeste, que estuviera más cerca de la entrada del hotel.
—¿Está descontenta con su cuarto? —preguntó el anciano entornando los ojos, azules y amables—. Si hay algo que no funcione, podemos arreglarlo.
—No, señor. Todo está perfectamente —aseguró Josie con una sonrisa—. Es que soy costurera, y ya que tengo que pasarme tantas horas sentada me gusta tener vistas. Así no me aburro.
—Me han dicho que las habitaciones delanteras son más ruidosas. ¿No prefiere otra ubicación?
—No me molesta el ruido. Vengo de Galveston y, ya sabe, estoy acostumbrada a él. Incluso lo echo de menos.
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—Bueno, señorita, a mí no me importa trasladarla. Pero esas habitaciones cuestan un poco más caras.
—¿Aunque sean más ruidosas?
—Es que también son un poco más grandes —se excusó el hombre.
¿Más dinero? Josie había llevado unas cuantas piezas de tela para terminar los vestidos de algunas clientes habituales de Galveston, pero no le pagarían hasta que los entregara. Y después, ¿qué haría? Josie miró por la ventana y se dio cuenta de que la cortina que colgaba de ella estaba roída y desgastada.
—¿Le gustaría hacer un trato conmigo, señor Wavers?
—¿Qué dice de un gato?
—No. Un trato —repitió ella más alto.
—Ah, un trato —musitó Wavers mirándola con los ojos entornados—. ¿Qué tiene en mente?
—Una habitación de la zona oeste cercana a la entrada a cambio de unas cortinas nuevas.
El recepcionista observó la tela descolorida que colgaba sin gracia del gran ventanal delantero.
—Si yo compro la tela, ¿estaría dispuesta a hacer también manteles nuevos para el comedor?
¡Aquello sería perfecto! Josie fingió pensárselo.
—Así se ganaría también las comidas además de la habitación.
La comida que preparaba la señora Wavers le había resultado deliciosa.
—De acuerdo. Trato hecho.
Ambos se dieron la mano, sonriendo.
El señor Wavers metió la mano en un casillero que había debajo del mostrador y le tendió la llave de su nueva habitación.
—¿Cuándo podrá empezar con las cortinas?
—Si usted quiere, hoy. ¿Quiere que escoja yo la tela o prefiere hacerlo usted?
—Lo dejo en sus manos. Y la tela de los manteles también.
—¿Quiere que le pregunte a la señora Wavers si tiene alguna preferencia respecto al color?
—Ella no sabría distinguir el verde del azul —aseguró el hombre señalando con un dedo el vestido de algodón de Josie—. Además, usted parece tener buen gusto.
Creo que ella estará de acuerdo.
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—Estupendo. Trasladaré mis cosas y luego iré a escoger las telas al almacén de Haskell.
—Iré a decirle a Charlie que cargue todo lo que necesite a la cuenta del hotel.
Creo que esto va a ser un buen acuerdo.
—Yo también lo creo.
—Le debe gustar Torbellino si está pensando en quedarse.
—Parece un lugar agradable —aseguró Josie mirando por la ventana esperando encontrarse con el sheriff Holt mirándola fijamente—. Hoy he conocido al sheriff.
Parece… Agradable. ¿Cómo es?
—Es un buen hombre —aseguró Wavers entornando los ojos—. Ha tenido sus problemas, pero, ¿quién no?
Josie asintió con la cabeza, preguntándose qué problemas serían aquellos. El sheriff había querido saber si estaba casada, y ella se preguntó lo mismo respecto a él.
Tal vez se hubiera acercado a ella sólo en el cumplimiento de su deber, pero Josie sabía que no debía bajar la guardia.
—Gracias por dejarme cambiar de habitación, señor Wavers —dijo Josie alzando la voz—. Iré a por mis cosas.
Josie subió las escaleras sonriendo. Entre la costura que había traído para terminar y las cortinas y los manteles para el hotel, iba a estar de lo más ocupada.
Tendría que trabajar deprisa en el encargo del hotel, porque no sabía cuánto tiempo estaría allí.
Pero por el momento podría observar la cárcel desde su nueva habitación sin ser vista. Cuando llegara el momento adecuado, se aseguraría de que Ian McDougal recibiera su merecido. Y ese sheriff guapo no iba a interponerse en su camino.
Habían transcurrido dos días desde que Davis Lee había visto a la bella Josie Webster escondida en el callejón. Y no la había vuelto a ver. ¿Dónde se había metido?
¿Seguiría observando la cárcel? Por si acaso, él había tomado la precaución de cambiar su rutina, lo que lo había llevado a quedarse sin su tarta de manzana. Si ella hubiera salido de la ciudad utilizando la diligencia o alquilando un carruaje en las caballerizas, Davis Lee lo habría sabido.
O se había marchado por otros medios o estaba planeando algo. Decidido a averiguar de qué se trataba, le puso los grilletes a McDougal y lo encadenó a los barrotes de su celda antes de salir y echar el cerrojo a la oficina. Recorrió la ciudad a paso firme. Ni rastro de ella. Cuando se separó de él el último día se metió en el almacén de Haskell, así que se dirigió allí para averiguar si Charlie la había visto.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Davis Lee entró en el almacén y aspiró el aroma de las manzanas mientras saludaba a Lizzie, la esposa de Cal Doyle, que salía por la puerta.
Charlie Haskell estaba detrás del desgastado mostrador de madera, limpiándose las gafas. El dueño del almacén era un hombre menudo y enjuto.
—Buenos días, Davis Lee. ¿Qué puedo hacer por usted hoy?
Mitchell Orr, el sobrino de dieciocho años de Charlie que le ayudaba en la tienda y le llevaba la contabilidad, asomó la cabeza por la cortina azul desteñida que separaba el almacén de la oficina trasera. Iba vestido igual que su tío, con pantalones oscuros y camisa blanca con tirantes. En los brazos llevaba varios retales de tela de colores.
—Hola, sheriff.
—Hola, Mitchell —saludó Davis Lee al muchacho rubio antes de dirigirse a su tío—. Sólo una pregunta, Charlie. El otro día entró aquí una mujer. Es nueva en la ciudad. Tiene el pelo castaño, o castaño tirando a rojo y…
—¿Te refieres a la preciosidad que está hospedada en el hotel? —preguntó Charlie mirándolo por encima de la gafas.
Sus ojillos marrones brillaban de interés.
Mitchell se detuvo en el extremo del mostrador.
—¿Josie Webster? —preguntó ansioso.
Davis Lee tuvo la impresión de que podrían haber entrado en el almacén cientos de mujeres desconocidas y Charlie y Mitchell se habrían acordado de Josie.
Era normal que recordaran su rostro en forma de corazón y su piel suave. O aquellas curvas que podían volver loco de deseo a un hombre. Desde luego, él tampoco la había olvidado.
—Sí, ésa es ella.
—Ha estado aquí un par de veces —aseguró Mitchell.
—¿Cuándo fue la última vez que la visteis?
Charlie se lo pensó durante unos segundos.
—Ayer vino a por más hilo —intervino el joven.
—Y el día anterior también, a por tela para el hotel —añadió Charlie—. Está haciendo cortinas y manteles nuevos para Penn y Esther.
—¿Ah, sí?
Al parecer, había decidido quedarse, al menos durante un tiempo. ¿Tendría algo que ver aquella decisión con Ian McDougal?
Mitchell asintió con la cabeza señalando la tela que llevaba en brazos.
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—Esto es lo que falta de la tela que encargó la señorita Webster. No teníamos todo lo que necesitaba, así que tuve que volver a Abilene. Casi he dejado la tienda sin existencias —aseguró avanzando por delante del mostrador—. Le llevaré todo esto al hotel, tío. No tardaré mucho.
—Espera un momento, Mitchell —dijo Davis Lee poniéndose delante de él—.
Tengo que pasar por el hotel, así que estaré encantado de hacer esta entrega por ti.
—Oh, a mí no me importa llevarlo.
—Ya que tengo que ir de todas maneras, no me supone nada.
No necesitaba una excusa para hablar con ella, pero al llevarle las telas tenía una oportunidad mejor para pillarla en su habitación y ver si encontraba algo que confirmara sus sospechas.
Charlie le hizo un gesto a su sobrino para que le diera las telas a Davis Lee.
—¿Está metida en algún lío?
—No.
Ella era el lío. Y el sheriff tenía toda la intención de deshacerlo. Agarró el montón de tela de brazos del muchacho, que parecía desilusionado.
—Así te ahorro un viaje.
—Si yo fuera veinte años más joven, se lo llevaría yo mismo —bromeó Charlie
—. No puedo culparte, sheriff.
Davis Lee sonrió sin preocuparse de aclarar la presunción de que estaba románticamente interesado en Josie Webster.
Unos minutos más tarde, Davis Lee estaba en la recepción del hotel con un cargamento de tela en brazos.
—Penn, traigo un pedido para la señorita Webster —dijo en voz alta—. ¿Está aquí?
—Eso creo —respondió el hombre sonriendo—. ¿Ahora trabajas para Charlie, sheriff?
—Sólo intento ayudar.
—Está en la habitación 214.
—Gracias.
Davis Lee comenzó a subir las escaleras de madera crujiente de pino.
—No, no, me he equivocado —dijo entonces Penn—. Ya no está en esa habitación.
Davis Lee se giró en mitad de la escalera.
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—Ahora está en la 200. Me olvidaba de que hace un par de días me pidió que le cambiara.
—¿Y por qué razón?
—Dijo que quería una habitación en la parte delantera del hotel para poder tener vistas mientras cosía.
Davis Lee entornó los ojos. Por eso no la había visto en el callejón desde su encuentro, un par de días antes. Ya sabía que la joven estaba ocultando algo, pero aquella noticia lo decidió todavía más a averiguar de qué se trataba.
—Gracias, Penn. Le subiré estas cosas.
El sheriff llegó al segundo piso y giró hacia la derecha, siguiendo el pasillo hasta que llegó a la última habitación. Una habitación que tenía vistas a la ciudad. Y a la cárcel.
Ella respondió de inmediato a su llamada a la puerta. Abrió los ojos de par en par cuando abrió y lo vio.
—¡Sheriff!
Davis Lee no supo distinguir si en su voz había sorpresa o disgusto.
Llevaba el cabello suelto, que le caía sobre los hombros como una cortina suave de seda marrón con reflejos rojos. La joven se recobró. Sus ojos verdes sólo mostraban frialdad.
—Tiene usted mis telas…
—Le dije a Charlie que yo las traería porque tenía que venir de todas maneras.
Se le había olvidado lo verdes que eran sus ojos. Y lo estrecha que tenía la cintura.
Josie lo miró fijamente durante un instante. Lo suficiente para que su aroma, dulce y fresco, con un toque de miel, penetrara en sus pulmones. Lo suficiente como para que Davis Lee dedujera por el modo en que la falda lavanda le caía sobre las piernas que no llevaba enaguas. Un calor como hacía mucho que no sentía le recorrió la piel.
Davis Lee se aclaró la garganta.
—¿Quiere que deje esto en algún sitio?
Ella parpadeó.
—Claro. Lo siento. Pase.
Josie abrió más la puerta y él entró, dándose cuenta de que ella dejó la puerta abierta. Lo que estaba muy bien, ya que acababa de percatarse de que tampoco llevaba corsé.
—Yo… Puede dejarlo encima de la cama —dijo en un hilo de voz.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Davis Lee se acercó a la cama que estaba al fondo de la habitación. Dos trozos grandes de tela, uno blanco y otro de colores, estaban doblados a los pies. Dejó los que él llevaba al lado.
La habitación era más grande que el resto de las del hotel, pero tampoco era inmensa. En la pared de al lado de la cama había una cómoda sencilla con un espejo y un lavabo. Contra la pared de enfrente de la cama había un armario de cuerpo entero. El centro y la parte derecha de la habitación estaban vacíos, a excepción de un gran trozo de tela de algodón estampado en el suelo. Encima había un par de tijeras, como si hubiera estado cortando cuando él la interrumpió. Junto a la ventana que daba a la ciudad, había una silla.
Davis Lee no tenía que acercarse para confirmar que desde allí tenía una vista clara de la cárcel, pero lo hizo. En la parte superior de la ventana, que estaba entreabierta, colgaba una cortina corta de encaje. Sí, desde ahí se veía perfectamente la cárcel. Y a cualquiera que entrara y saliera de ella.
—Yo… gracias por traerme las telas. Pero no tenía por qué hacerlo. Estoy segura de que tiene asuntos más importantes que atender.
Al escuchar el tono incómodo de su voz, Davis Lee apoyó el hombro contra el marco de la ventana como si tuviera todo el día. Aunque no había visto nada allí excepto telas y muebles. Y a ella.
—¿Se está usted instalando?
—Sí —respondió ella haciendo un esfuerzo por sonreír.
Deslizó la mirada hacia su estrella y el sheriff tuvo la impresión de que estaba deseando que se fuera.
—Penn me dijo que había cambiado usted de habitación.
—Yo… Sí —respondió Josie soltando una risa nerviosa—. No pensé que lo considerara tan importante como para comentárselo al sheriff.
—Sólo lo mencionó. ¿Hay alguna razón para que no lo hiciera?
Ella lo miró a los ojos y deslizó las manos por las tablillas de su vestido.
—Por supuesto que no.
—Es interesante que haya querido mudarse —murmuró Davis Lee metiéndose el dedo pulgar en el bolsillo delantero de los pantalones—. Esta parte del hotel es más ruidosa.
Josie alzó la barbilla ligeramente. Estaba claro que el sheriff había ido allí por otra razón que no era llevarle las telas.
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—Me gusta el ruido.
—Desde aquí tiene una vista de toda la ciudad.
Davis Lee le deslizó la mirada por el cuerpo antes de volver a mirarla a los ojos.
Ella sintió cómo se le aceleraba el pulso bajo el ardiente recorrido de su mirada.
—Me… Me gusta tener algo que mirar mientras trabajo.
—Como yo —preguntó el sheriff apretando la mandíbula.
—¡No he cambiado de habitación para verlo a usted!
Él sonrió y Josie sintió como si le hubieran pegado un leve puñetazo en el estómago.
—Lo que quiero decir es que a mí también me gusta tener una buena vista mientras trabajo.
—Oh.
Josie se sonrojó. Aquel hombre la sacaba de sus casillas. Y lo peor era que parecía divertirse mucho. Quería ver su hermoso rostro fuera de allí.
—No consigo entender qué encuentra de fascinante en este asunto.
—¿Ah, no? —preguntó el sheriff con suavidad.
Aquello le provocó un nudo de pánico en el estómago. Y no se debió únicamente al hecho de que pudiera conocer la verdadera razón por la que se había cambiado de cuarto.
—¿Va contra la ley cambiar de habitación, sheriff? —preguntó con voz seca—.
¿Me va a meter en la cárcel por ello?
Él le recorrió la figura lentamente con la mirada, como si la idea le resultara tentadora.
—Si lo hiciera, tendría que encerrarla en la celda de al lado de mi prisionero. Y
eso no estaría bien.
—No, no lo estaría.
Josie trató de contener los nervios y se acercó a la puerta para abrirla sin importarle resultar maleducada.
—Si eso es todo, tengo mucho trabajo que hacer.
Davis Lee se acercó a ella, moviéndose con gran elegancia para su gran altura.
Deslizó la mirada hacia el trozo de tela que había en el suelo.
—Parece que va a estar ocupada un buen rato.
—Sí —murmuró Josie apretando con fuerza el picaporte de la puerta.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Definitivamente, aquel hombre la ponía nerviosa. Se dijo a sí misma que se debía a la sospecha que reflejaban sus ojos. No porque estuviera a solas en la habitación con él con la única ayuda de un hombre sordo abajo en caso de necesidad.
Davis Lee se detuvo en la puerta lo suficientemente cerca como para que la manga de su camisa rozara la suya. El fresco aroma de la joven lo inundó, haciéndole recordar la última vez que había entrado en el dormitorio de una mujer. Habían pasado más de dos años, pero no había sido tiempo suficiente como para hacerle olvidar que unos ojos seductores y un rostro hermoso podían ocultar mentiras y traiciones.
—Si necesita cualquiera cosa, señorita Webster, no tiene más que asomarse a la ventana y gritar. Estoy seguro de que la oiré.
—Sí, de acuerdo. Gracias.
Los hombros de Josie se pusieron tensos y el sheriff sintió cómo lo urgía a retirarse hacia la puerta. Aunque no le gustaba el modo en que su cuerpo se ponía rígido ante su cercanía, sonrió y se dio un toquecito en el sombrero.
—Buenos días, señorita. Ella murmuró una despedida y casi le cerró la puerta en los talones de las botas.
Davis Lee le echo un último vistazo a su puerta. Sí, no había ninguna duda de que aquella mujer estaba detrás de algo.
Pasaron tres días hasta que Josie se sintió lo suficientemente segura de sí misma como para hacer otro intento con McDougal. Desde que el sheriff estuvo en su habitación había tenido mucho cuidado en espiar lo más discretamente posible, manteniéndose en la esquina de la ventana.
Holt había cambiado sus costumbres, pero ahora que tenía aquella vista de la cárcel, a Josie no le importaba. Podía asegurar con facilidad el tiempo que estaría fuera dependiendo del lugar al que hubiera ido. Normalmente se entretenía más en el restaurante y en la herrería de Ef Gerard.
El sábado por la tarde, Josie permaneció en la esquina de la ventana, tamborileando los dedos sobre la pared de la habitación a la espera de que el sheriff saliera de la cárcel. Había trabajado desde el alba hasta la noche para terminar las cortinas del hotel, que ahora pendían del ventanal del piso de abajo. Ya había cortado la tela para los manteles, pero tenía la cabeza en otro sitio.
¡Ya estaba! Vio al sheriff salir de la cárcel y dirigirse al restaurante de Pearl.
Josie corrió escaleras abajo, preguntándose dónde viviría. No dormía todas las noches en la cárcel, y entonces era su ayudante el que se quedaba. Una vez fuera, la joven se dirigió a la parte de atrás del hotel y pasó por delante del edificio de Nº Paginas 18-156
Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas telégrafos. Tras doblar la esquina del restaurante, se apretó contra la pared y observó la calle.
Había unas cuantas personas, pero no vio al sheriff.
Salió a la calle y trató de aparentar naturalidad mientras se acercaba al amarre frente a la cárcel en el que el ayudante del sheriff había atado su caballo. Había llegado unos minutos antes de que saliera el sheriff Holt.
Aquel día hacía un tiempo muy agradable, pero aquélla no era la causa del sudor que le nacía entre los senos. Deteniéndose como si estuviera admirando el caballo que permanecía tan tranquilo, Josie deslizó las manos entre las riendas y las soltó antes de apartarse. Pasó por delante de dos señoras y luego se metió en el callejón que había entre la cárcel y la herrería.
Tras asegurarse de que nadie la veía, Josie tiró una piedra y le dio al caballo en la parte de atrás de la pata izquierda. El animal dio una patada, cabeceó y salió corriendo.
Un segundo más tarde, Josie escuchó el sonido de la puerta de la cárcel abriéndose y golpeando contra la pared. Un par de botas golpearon los escalones de madera.
—¡Maldita sea!
El ayudante del sheriff, un joven de hombros anchos al que Josie había visto varias veces con él, pasó corriendo delante de ella con dos dedos en la boca y silbando. Pero el caballo siguió galopando. El hombre lo siguió.
Josie miró en la dirección opuesta antes de subir corriendo los escalones y entrar en la cárcel. La oficina del sheriff Holt olía a jabón y a madera. Josie clavó la visa en un cartel de Se busca que había clavado en la pared de detrás del escritorio.
Tres escopetas descansaban en un armario con cristales. Había una puerta en la pared opuesta que llevaba a un cuarto trasero. Las celdas tenían que estar por allí.
Con el corazón golpeándole contra el pecho, Josie rebuscó en la parte superior de su vestido hasta dar con el bisturí. Saber que McDougal estaba a sólo unos metros de ella le atenazaba la garganta. Sintió una punzada de duda. ¿Sería capaz de hacer aquello?
Cerró los ojos y trató de recordar las últimas imágenes que conservaba de sus padres y de William. Sus ojos sin vida apuntaban hacia el techo de la casa. Había sangre en la puerta y en el suelo. Habían muerto de manera espantosa. Su familia merecía justicia. Sí, podría hacerlo.
Aspiró con fuerza el aire y colocó la mano sudorosa en una posición más cómoda para sujetar el bisturí. Luego se dirigió hacia el lugar del que provenía el suave silbido que salía del cuarto de atrás. Era McDougal. Lo sabía.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Aquel asesino malnacido pagaría por fin por haber matado a todas las personas que ella quería.
Agarró el bisturí con tanta fuerza que el acero le hizo una marca en la palma de la mano. Lo único que tenía que hacer era acercarse a ella.
Se acercó a la puerta. Le fallaban los pasos al pensar en cómo sería el encuentro con aquel perro maldito. Recordó los casi dos años que se había pasado en la oficina del sheriff de Galveston comprobando todos los días si habían capturado a McDougal.
Con el corazón latiéndole en los oídos, agarró el picaporte.
—¿Dónde se cree que va?
Aquella voz familiar que escuchó a su espalda desató sus ya de por sí enloquecidos nervios. Josie estuvo a punto de soltar el bisturí. Pero se las ingenió para ocultarlo de nuevo en el escondite secreto del vestido y se giró hacia él con una sonrisa radiante, deseando que Holt no se diera cuenta de cómo el corazón le golpeaba contra las costillas.
—¡Hola, sheriff! Lo estaba buscando.
—¿Y cómo es eso? —preguntó él poniéndose en jarras y mirando a su alrededor
—. ¿Dónde está mi ayudante?
—Cuando yo entré no había nadie —aseguró ella sin mentir.
—Allí fuera se había organizado un revuelo, así que me acerqué a ver qué ocurría.
Davis Lee cerró la puerta y se acercó hacia ella con grandes zancadas. Llevaba puestas las botas y unos pantalones vaqueros desgastados. La camisa de algodón blanco brillaba como si fuera nueva.
—Seguro que usted también lo ha oído.
Sí. Sonaba como si alguien saliera a toda prisa de la ciudad.
—¿No tuvo usted la más mínima curiosidad por saber qué estaba ocurriendo?
Oh, cielos. El sheriff tenía los ojos entornados, de un azul tormentoso, desconfiados y duros. Josie se negó a entrar en pánico. Ya se había enfrentado a aquel hombre con anterioridad. Y esta vez estaba preparada.
—Como le he dicho, lo estaba buscando a usted.
—Allí detrás hay un prisionero, señorita Webster —aseguró Davis Lee haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta—. No es una buena idea que esté usted aquí sola.
—Supongo que no —respondió Josie mirando por encima de su hombro.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas A pesar del calor que hacía, deseó no haberse olvidado los guantes. Las manos le estaban sudando.
—¿Ha dicho que me estaba buscando? —preguntó Holt acercándose para mirar detrás de la puerta que la separaba de McDougal.
—Sí —respondió Josie aclarándose la garganta—. Me preguntaba si conocería usted a alguien que pudiera enseñarme a disparar.
—¿A disparar?
—Sí. Ya sabe, un arma.
Una sombra de irritación recorrió el rostro del sheriff mientras se colocaba de nuevo delante de ella.
—Ya me imagino que no se refería a un tirachinas.
—¿Y bien?
Josie confiaba en que se hubiera creído que aquélla era la razón por la que había entrado en la cárcel.
—No consigo entenderla, señorita Webster —aseguró Davis Lee cruzándose de brazos y mirándola fijamente.
—¿A qué se refiere?
—Pensé que había venido a mi cárcel por algo relacionado con Ian McDougal.
—¡Sheriff! —gritó el prisionero—. ¿Qué está pasando?
Josie se puso tensa. No quería que aquel forajido la viera ni supiera que estaba allí hasta que ella quisiera.
—Estoy hablando con una visita —aseguró el sheriff Holt avanzando un paso y obligándola a ella a retroceder—. ¿Qué me dice, señorita Webster? ¿Por qué parece estar tan fascinada por mi prisionero?
—No lo estoy —aseguró Josie apretando un puño y tratando de parecer más curiosa que nerviosa—. ¿Me está diciendo que su prisionero es uno de los miembros de la banda de los McDougal?
—Creo que eso ya lo sabe —aseguró Holt avanzando de nuevo, por lo que Josie tuvo que dar con la espalda en la pared—. ¿Es usted su novia?
—¡No!
La sola idea le puso el estómago al revés. Trató de escabullirse, pero el sheriff movió el cuerpo y la atrapó contra la puerta.
—¿Su hermana, quizá?
—Por supuesto que no. He escuchado las cosas que han hecho sus hermanos y él, y me molesta que suponga que puedo formar parte de su familia.
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—Bueno, a mí también me molesta que me mientan, y creo que eso es lo que ha estado haciendo usted. ¿Qué estaba tratando de esconder cuando he entrado?
—¿Esconder? Nada. Yo…
El sheriff se inclinó hacia delante, obligándola a clavar la espalda en la pared.
Holt le plantó una mano a cada lado del cuerpo.
—¿Lo tiene en la manga? ¿Se trata de un revólver pequeño? ¿Una lima? ¿Algún tipo de arma?
Josie trató de conservar la compostura, aunque le resultaba difícil sintiendo el calor de su cuerpo.
—¿Las damas que usted conoce llevan armas, sheriff?
—Eso es lo que tratamos de averiguar.
Su voz de seda provocaba en su interior sensaciones que no recordaba haber experimentado con William.
—No tengo ningún arma. Ya le he dicho que quiero aprender a disparar.
El sheriff le deslizó la mirada por el cuerpo antes de volver a mirarla a los ojos.
—¿Quiere que la registre?
—¡No se atreverá! —murmuró Josie casi sin aliento.
—Lo haré si no me muestra lo que lleva oculto.
Josie sintió un escalofrío que le hizo darse cuenta de que no quería que aquel hombre la tocara. Supo instintivamente que no podría olvidar su contacto.
Desde la otra habitación se escuchó el tintineo de una taza al golpear contra los barrotes.
—Estoy sediento, sheriff.
—Cállate —le respondió Holt al prisionero, aunque no apartó los ojos de Josie.
El sheriff inclinó un segundo la cabeza, con la respiración cerca de su sien. Josie olió a cuero, a jabón y a hombre.
—Usted dirá, ¿qué hacemos?
Josie se dijo a sí misma que mostrarle su bisturí no probaría nada. Torció un poco la cara con la esperanza de que no se diera cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza.
—De acuerdo, tengo un arma. La voy a sacar.
Josie se metió la mano en el escote y sacó el bisturí de entre sus senos. Observó cómo los ojos del sheriff se oscurecían, no por la curiosidad ni por la sorpresa, sino por el deseo. El estómago le dio un vuelco.
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—¿Qué… qué demonios es eso? —preguntó Holt aclarándose la garganta—.
¿Un bisturí de médico?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué tenía pensado hacer con eso, señorita? —quiso saber él frunciendo el ceño.
—Defenderme.
Josie se apretó con más fuerza contra la puerta en un intento de escapar del poder de sus muslos firmes, del calor de su cuerpo.
—Mi padre era médico y nos enseñó a mi madre y a mí a utilizar esto.
—Entonces, ¿para qué quiere aprender a disparar?
—Para utilizar el bisturí tengo que estar muy cerca de alguien. Como lo estoy ahora de usted.
El sheriff dio un paso atrás con el ceño fruncido. Josie trató de disimular una sonrisa.
—Pero si alguien me quiere disparar, estoy indefensa. ¿Me ayudará a encontrar un profesor?
—¿Significa eso que ha decidido instalarse en Torbellino?
—Yo…Sí.
A juzgar por el modo tan desesperadamente lento en el que se estaba desarrollando su plan, tendría que hacerlo.
—Pero Torbellino… Me resulta un poco menos civilizado que Galveston. Me sentiría más segura si supiera utilizar un arma.
Holt se la quedó mirando unos instantes con los ojos entrecerrados bajo el sombrero.
—Yo la enseñaré a disparar.
—¿Usted? Pero…
—¿Ha cambiado de opinión?
—No —contesto Josie, pensando que tal vez debería hacerlo.
—Entonces yo la enseñaré. Se me dan bien las armas y puedo enseñarle el modo adecuado de utilizarlas.
—¿Y podrá darme clase todos los días?
Necesitaba vigilar de cerca a McDougal cuanto le fuera posible.
—Sí. Claro que puedo.
—Bien, Gracias, sheriff Holt.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas
¿Por qué estaba dispuesto a ayudarla? Josie sintió que la sonrisa se le desvanecía al caer en la cuenta de lo que implicaba su trato.
—Si vamos a vernos todos los días, deberías llamarme Davis Lee —sugirió él dando por fin un par de pasos atrás.
—De acuerdo. Te veré por la mañana. A primera hora.
—Mañana es domingo, y estaré en la iglesia. ¿Tú no irás?
Josie vaciló un instante. Sus padres y ella acudían con regularidad a la iglesia en Galveston. Y tras los asesinatos, era el único lugar en el que conseguía encontrar un poco de paz. Pero había ido allí a matar a un hombre.
—Está al final de la calle principal —insistió el sheriff—. No tiene pérdida. En cualquier caso, te veré aquí el lunes, sobre las seis y media o las siete de la tarde.
Llamaré a mi otro ayudante, Jake, para que vigile al prisionero.
—De acuerdo. El lunes entonces.
Maldición. Tendría que pasar más tiempo con el sheriff del que le hubiera gustado. Aunque ahora tendría la oportunidad de sacarle a Holt más información sobre McDougal, tenía la incómoda sensación de que el sheriff había aceptado enseñarle a disparar por la misma razón por la que ella se lo había pedido. Para poder tenerla vigilada. Y eso no le gustaba en absoluto.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas