Uno
West Texas, 1884
Aquél era el día, y Josie Webster tenía los nervios de punta. Bajo el creciente calor de septiembre, observó la cárcel de Torbellino, Texas, y esperó su oportunidad.
En menos de un minuto le llegaría.
Estaba en la calle de enfrente de la oficina del sheriff oculta entre las sombras.
Hacía calor en el callejón que había entre la caballeriza y la taberna, pero al menos estaba resguardado del sol. La calle principal, lo suficientemente ancha como para que cupieran dos carromatos al mismo tiempo, hervía de gente camino a sus negocios o las tiendas de avituallamiento. Al fondo de la ciudad, la iglesia que servía como escuela había abierto sus puertas a los alumnos hacia ya casi dos horas. La oficina de telégrafos y correos y el hotel de Torbellino compartían la misma acera de la cárcel.
Tres puertas a su izquierda, un hombre mayor y enjuto fregaba el porche del almacén de Haskell. Justo enfrente de ella estaba el herrero. Nadie le prestaba a Josie ninguna atención. Con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho, acarició el bisturí oculto en un escondite que se había cosido a la manga del vestido. Su padre, que era médico, las había enseñado a su madre y a ella a utilizar aquel instrumento como arma después de que un antiguo pretendiente hubiera estado a punto de violar a su madre. El filo del bisturí era algo tranquilizador que le recordaba a Josie que nunca estaría a merced de un asesino como el que estaba sentado en la cárcel que tenía enfrente.
Hacía casi dos años que Ian McDougal había asesinado a sus padres y a su prometido en Galveston. Por culpa de un juez corrupto, aquel forajido se había librado de pasar una sola noche en prisión. Tanto él como sus hermanos habían continuado asesinando a lo largo y ancho de Texas. Los otros tres resultaron muertos unos meses atrás durante un tiroteo cerca de Torbellino, pero Ian logró escapar.
Finalmente fue capturado cerca de Austin por un marshal de los Estados Unidos. Y
ahora esperaba juicio en aquella ciudad pequeña, situada a cientos de kilómetros del hogar de Josie.
Ella había llegado a finales de agosto y durante los cuatro días que llevaba en aquella ciudad de aire seco había sentido la boca seca y la garganta irritada. Aquella brisa inhóspita contrastaba con el aire líquido y espeso de su hogar en el Golfo.
Hasta el momento, el sheriff de Torbellino había seguido el esquema de comportamiento que Josie llevaba observando los últimos días. Ya se había tomado la primera taza de café y había llevado al prisionero a la caseta que había detrás de la cárcel para que hiciera sus necesidades. Ahora era el momento en el que el sheriff Nº Paginas 3-156
Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas dejaba a su ayudante a cargo y se acercaba al restaurante a por el trozo de tarta que se tomaba todas las mañanas a las diez menos cuarto.
Tras distraer al ayudante, Josie conseguiría entrar y salir de la cárcel antes de que el sheriff hubiera terminado la tarta. Y entonces por fin podría descansar tranquila desde el asesinato a sangre fría de sus padres y de su prometido, William Hill.
Cuando la manecilla grande de su reloj se colocó en el sitio adecuado, se abrió la puerta de la cárcel y salió el sheriff. Su sombrero de vaquero descolorido no ocultaba las facciones ásperas de su rostro ni su perfil severo. Seguramente no tendría más que ocho o nueve años más que Josie, que tenía veintiuno, y a juzgar por su aspecto, parecía un hombre capaz de hacer perder la cabeza a más de una joven.
Era guapo de una manera poderosa, y tenía una sonrisa capaz de desarmar completamente a Josie y tentarla para que olvidara las cosas importantes.
Pero, por suerte, no podía tentarla. Lo único que a ella le importaba era aquel gusano inmundo que estaba dentro de la cárcel de Torbellino. Durante los últimos cuatro días había ido acumulando ira mientras el sheriff se daba un agradable paseo tras el descanso matinal para dirigirse de nuevo a su oficina. Se sentía devorada por la impaciencia, pero quería hacer las cosas bien. McDougal estaba en aquella cárcel esperándola, y no tendría que seguir esperando mucho tiempo más.
El sheriff bajó lentamente las escaleras, y sus pies tocaron por fin el polvo. Josie dejó escapar un suspiro de alivio que la liberó de cierta presión que tenía en el pecho.
El hombre se detuvo. Tenía un pulgar colgado de la hebilla del cinturón de sus pantalones vaqueros, y el otro descansaba sobre el mango del revólver que llevaba en la cadera.
«Vamos, vamos», le urgió Josie en silencio con el pulso acelerado. Todavía tenía que superar el obstáculo del ayudante, pero eso no le resultaría difícil.
El sheriff se ajustó el sombrero, levantó la mano para saludar al inmenso hombre negro que trabajaba con el yunque en la herrería que había al lado de la cárcel y giró hacia el restaurante de Pearl, que le quedaba a la derecha.
Pero en lugar de dirigirse allí, como Josie había esperado, cruzó la calle principal y caminó… ¡Directamente hacia ella!
El sheriff entornó los ojos como si estuviera apuntando con un arma. Josie sintió que la respiración se le quedaba atrapada en la garganta. Habría corrido, pero él ya la había visto. Y huir sólo serviría para levantar más sospechas. No tenía ni idea de qué iba a hacer, pero más le valía que se le ocurriera algo.
¿Cuándo la había visto? ¿Aquella mañana o antes? Ella que se creía tan bien oculta y tan resguardada en aquel callejón…
Cuando el sheriff se acercó, Josie esbozó una sonrisa falsa. El estómago se le hizo un nudo.
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—Buenos días, señora —dijo él deteniéndose a escasos centímetros.
Josie alzó la vista desde aquellas botas llenas de polvo por unas piernas muy, muy largas, un pecho ancho y unos ojos azules. Confiaba en seguir sonriendo.
—Hola.
—No he podido evitar advertir su presencia.
Davis Lee le dio un toquecito a su sombrero y mantuvo el tono de voz relajado aunque todos sus sentidos permanecían en alerta. No se debía solamente a la presencia de aquella belleza que tenía delante. Ni a aquellos ojos increíblemente verdes que lo observaban fijamente.
—¿Va todo bien?
—Sí. Perfectamente. Soy nueva en la ciudad.
Davis Lee recordó haberla visto bajar de la diligencia cuatro días atrás. Había esperado para ver cuáles eran sus intenciones, pero ya no quería seguir esperando.
Ian McDougal había intentado escapar la noche anterior.
El hombre tenía tuberculosis. Davis Lee lo supo incluso antes de que el mayor de los McDougal obligara a Catherine Donnelly, convertida ahora en esposa de su primo, a utilizar sus habilidades como enfermera para paliar el desasosiego de Ian.
La noche anterior, el forajido, único superviviente de la banda, fue presa de un ataque de tos, el ayudante de Davis Lee, Cody Tillman, vio sangre y entró en la celda para ayudarlo. McDougal intentó entonces atacar al hombre. Pero estaba tan débil que no lo consiguió. Sin embargo, el intento hizo que los pensamientos de Davis Lee se dirigieran de inmediato hacia la mujer morena que llevaba cuatro días vagando por la ciudad.
El sheriff miró de reojo las puertas abatibles de la taberna de Pete Cárter, que también se utilizaba como parada de la diligencia.
—¿Está esperando a Pete?
—¿Pete?
La joven tenía un acento meloso.
—Es el dueño de la taberna. Pensé que tal vez tuviera negocios con él.
—Cielos, no. Yo soy costurera.
¿Costurera? Aquello no suponía en absoluto una amenaza. Entonces, ¿Por qué tenía los nervios tan tensos como un alambre nuevo? ¿Por qué llevaba aquella joven cuatro días seguidos al lado de la taberna?
No podía ignorar la voz de su instinto, que le decía que aquella mujer tenía alguna conexión con Ian McDougal. ¿Sería tal vez su novia? ¿Su hermana, algún familiar? Davis Lee se inclinó el sombrero hacia atrás y preguntó con amabilidad: Nº Paginas 5-156
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—¿Está usted de paso o tiene intención de quedarse? No nos vendría mal una costurera en Torbellino. No tenemos ninguna en este momento.
—Supongo que conoce usted a todo el mundo en la ciudad —murmuró ella mordiéndose el labio inferior.
—Sí, señora. Y me fijo todos los días en quién se baja de la diligencia por si pudiera necesitar ayuda. La vi llegar a usted hace cuatro días.
Ella abrió mucho los ojos y al sheriff le pareció ver en ellos un brillo de preocupación. ¿Por qué? ¿Se habría interpuesto en algo que planeara hacer?
—¿Recuerda haberme visto bajar de la diligencia? Eso sí que es tener memoria, sheriff.
—Forma parte de mi trabajo.
Lo cierto era que ningún hombre podría olvidar un rostro tan hermoso como aquél. Sobre todo un hombre que había perdido en una ocasión la razón por una cara bonita.
Su figura también llamaba la atención. Era menuda y perfectamente proporcionada. A él solían gustarle las mujeres con más pecho, pero de pronto se vio reconsiderando su postura. Llevaba un vestido verde pálido que le sentaba de maravilla. La parte de arriba se ajustaba a sus senos pequeños y firmes antes de descender hacia la cintura estrecha.
Durante los dos años que habían transcurrido desde que salió de Rock River y regresó a casa, Davis Lee se había preocupado de fijarse en todos los pasajeros de cada diligencia que paraba allí. No podían volver a pillarlo.
Desde el desafortunado incidente que tuvo lugar en su último destino, Davis Lee pecaba de exceso de prudencia. Se habría fijado en cualquier caso en aquella mujer por sus curvas y su aire de confianza en sí misma, pero ahora tenía una razón para mantenerla vigilada.
Tal vez había ido para sacar a McDougal de la cárcel o para distraer mientras uno de sus múltiples compinches serraba los barrotes de la ventana de su celda y lo ayudaba a escapar.
Davis Lee sabía lo que era que lo distrajeran, y no pensaba permitir que le sucediera en aquella ocasión por mucho que aquella joven pareciera más dulce que la miel y oliera a lluvia fresca. Su piel se sonrojaba de un modo que le hacía preguntarse si todo su cuerpo se transformaría en aquel rosa delicioso en las circunstancias adecuadas.
Molesto por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, se quitó el sombrero y le tendió la mano.
—Soy Davis Lee Holt.
—Josie… Webster.
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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Aunque aceptó la mano que le tendía, dio la impresión de que le costó facilitarle aquella información.
El nombre que le dio era el mismo con el que se había registrado en el hotel de Torbellino. Davis Lee ya había estado allí y había leído el libro de registro a hurtadillas para que el encargado no se diera cuenta. Lo último que necesitaba era que Penn Wavers se pusiera a cotillear. Aquel hombre medio sordo era tan chismoso como una vieja.
—¿Está usted hospedada en el hotel?
—Por ahora sí. Estoy pensando en abrir una tienda, pero me han dicho que por aquí hay muchos forajidos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa inocente, y Davis Lee sintió como si le hubieran golpeado la cabeza con un mazo. Se echó hacia atrás el sombrero.
—¿Ha venido con su familia?
—Estoy sola.
Con eso no le decía nada. Los guantes de la joven, cortos y de color pálido, impedían que viera si llevaba anillo de boda. ¿Estaría casada? ¿Tendría hijos?
Normalmente, cualquier pequeño empujoncito de curiosidad servía para que la gente hablara, sobre todo las mujeres. Al menos aquéllas que no tenían nada que ocultar.
La joven hizo una pequeña reverencia y rodeó al sheriff, de modo que salió a la luz. El sol de media mañana despertaba reflejos rojos en su cabello oscuro, que llevaba peinado hacia atrás y recogido con un lazo, de modo que la melena le caía sobre la espalda. Su piel, de aspecto aterciopelado, tenía un brillo ligeramente dorado. Encima del puente de la nariz presentaba unas cuantas pecas.
Era la chica más guapa que había visto desde hacía mucho tiempo. En realidad, desde Betsy, o como quiera que fuera su nombre verdadero, allí en Rock River. El recuerdo de la mujer que le había robado el corazón a él y el dinero a la mitad de los habitantes de la ciudad ensombreció el interés que había despertado Josie Webster.
—Pensé que tendría que averiguar por mí misma si la ciudad era segura —
aseguró ella mirando hacia la calle.
—Me tomo mi trabajo muy en serio.
El sheriff se preguntó qué secretos se esconderían tras aquellos ojos verdes tan hermosos, porque estaba seguro de que algo guardaban.
—No puedo proporcionar protección individual a todo el mundo, pero mi ayudante y yo hacemos un buen trabajo. Hace tiempo tuvimos algunos problemas con los McDougal, pero eso ya terminó.
Gracias a un marshal llamado Waterson Calhoun, Ian McDougal había sido capturado cerca de Austin y ahora estaba sentado en una celda. Pero como Davis Lee Nº Paginas 7-156
Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas no sabía si la señora o señorita Webster le había dicho la verdad sobre lo que estaba haciendo en Torbellino, no vio razón alguna para contarle que el único superviviente de la banda de forajidos estaba encerrado al otro lado de la calle.
—Su… Su ahínco es tranquilizador —dijo Josie sin mirarlo a los ojos—. Lo que he visto hasta el momento de la ciudad me gusta. Si decido quedarme, quiero sentirme segura.
—Eso es lo que todos queremos, señora. Han muerto tres de los McDougal, pero he oído que todavía queda uno de ellos encerrado en alguna parte.
—Eso me hace sentir mejor.
Davis Lee escudriñó su rostro en busca de alguna señal que le hiciera ver que conocía al forajido.
—¿Me ha dicho usted que es de Austin?
—No. De Galveston —respondió la joven con naturalidad.
No se lo había preguntado antes, pero el sheriff supo por la manera automática en que respondió que probablemente estaría diciendo la verdad. También fue consciente de la irritación que reflejaron sus ojos cuando dio la información.
—Gracias, sheriff. Me quedo más tranquila.
—Si necesita cualquier cosa no dude en avisarme. Como ya le he dicho antes, a Torbellino no le vendría mal una costurera. Espero que se quede.
Josie asintió con la cabeza y dirigió la mirada a la cárcel durante un segundo.
¿Tendría miedo? ¿O estaría pensando en la manera de entrar para ver a Ian McDougal?
—No creo que tenga nada que temer en Torbellino.
—Gracias.
La joven le deseó buenos días y dirigió sus pasos hacia el almacén de Haskell.
Al observar el tentador balanceo de sus caderas, el sheriff apretó la mandíbula.
Tal vez la única preocupación de la señora o señorita Webster estuviera relacionada con la posibilidad de mudarse a Torbellino. Tal vez sólo estuviera observando la ciudad para cerciorarse de que era un sitio seguro.
Davis Lee entornó los ojos. Sí, señor. Y las vacas tenían alas.
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