Doce

Josie necesitaba ir a Abilene. ¿Y por qué no había de ir con Davis Lee? No significa nada hacer el trayecto con él. Se negaba a reconocer que desde que había compartido con ella el incidente de Rock River le costaba trabajo recordar que se suponía que tenía que guardar las distancias.

El lunes por la mañana amaneció soleado y con una ligera brisa. El aire estaba un tanto frío, como anunciando la llegada del otoño. Josie se recogió el cabello en un moño bajo y, como había decidido llevar la capa de lana con capucha, no se puso sombrero. El chal cubría su vestido amarillo de viaje y le serviría también de protección contra el polvo del camino y el viento, igual que lo haría la capota del carruaje.

Cuando Davis Lee entró a buscarla al vestíbulo del hotel, Josie sintió que se le ponían los nervios a flor de piel. Salieron y la ayudó a subirse al pescante. Después se montó él, agarró las riendas del caballo y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en los muslos mientras llevaba al animal a un alegre trotecillo.

Josie clavó la mirada en su nuca fuerte y bronceada, sin poder evitarlo. Él le preguntó sobre lo que necesitaba comprar en Abilene y pareció interesarse en sus respuestas. Pero la animó sobre todo para que le hablara de su infancia en Galveston y le contara cómo había sido crecer en una isla del Golfo de México.

Estuvieron en el carruaje al menos tres horas, pero a Josie le parecieron minutos. Antes de que se diera cuenta estaban allí. Entraron en Abilene por la Calle Principal, que separaba la parte norte de la ciudad del sur. Las vías del ferrocarril del Pacífico discurrían por el medio de la calle y atravesaban la ciudad. Davis Lee le contó que aquella creciente comunidad ya contaba con un periódico, varias iglesias y una escuela. Por no mencionar las numerosas tabernas. Davis Lee maniobró el carruaje alrededor de un grupo de gente reunido delante de un edificio a medio construir que estaba escuchando a un hombre cantar las maravillas de un tónico reconstituyente para el estómago.

Davis Lee ató el carruaje frente a un edificio de dos pisos que resultó ser la cárcel.

—¿Te importa si nos paramos aquí primero? —le preguntó a Josie mientras echaba el freno—. No tardaré mucho en hablar con el Jefe de Policía y después le preguntaré por el mejor sitio en el que puedas comprar lo que necesitas.

—De acuerdo.

Desde donde estaba, Josie vio dos tiendas de ultramarinos, una joyería, una relojería y una heladería. Las tiendas de ambos lados de la Calle Principal habían abierto sus puertas, y la gente entraba y salía de los comercios.

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—¿Siempre está así de abarrotado? —preguntó inclinándose hacia Davis Lee.

—Siempre que yo he venido, sí —respondió el sheriff mirando de reojo a tres hombres que, apoyados en la pared de un edificio de enfrente, se entretenían piropeando a todas las mujeres que pasaban a su lado—. Me quedaría más tranquilo si entraras conmigo.

—Creo que yo también.

Josie esperó en una silla al lado del escritorio mientras un hombre con acento irlandés y Davis Lee salían por la puerta trasera en dirección a unas escaleras que llevaban a las celdas del segundo piso.

Josie acababa de quitarse los guantes cuando Davis Lee regresó diciendo que ya había terminado. Había tardado tan poco que la joven se preguntó si realmente tenía necesidad de haber hecho aquel viaje.

—Me ha dado el nombre de un par de sitios donde puedes encontrar lo que necesitas —le dijo sosteniéndole la puerta para que saliera.

—Gracias.

Había estado muy atento durante todo el día, asegurándose primero durante el viaje de que no pasaba frío y ahora ayudándola con las tiendas. Davis Lee estaba haciendo que le resultara fácil querer más de él.

De nuevo en el carruaje, subieron por la Calle Principal hasta llegar a su destino. El almacén era el doble de grande que el de Haskell.

—Entraré contigo —aseguró Davis Lee deteniendo el carruaje—. Así podré ayudarte a cargar las cosas.

—¿Estás seguro? Tengo tendencia a olvidarme del tiempo cuando veo telas.

—Seguro. Además, no me gusta dejarte sola con las tabernas abarrotadas de borrachos.

—De acuerdo —respondió Josie, sin poder evitar un escalofrío de alegría al escuchar aquello.

En cuanto entraron, los invadió el aroma suave a manzana, vainilla y artículos de cuero. Delante de ellos había un enorme mostrador de cristal con doce botes transparentes llenos de distintos dulces. Arriba y abajo del mostrador se veían cajas de puros, tabaco para liar y relojes. A su derecha, Josie vio muestras de jabón de tocador, botas de trabajo y camisas ya hechas. Pero centró la atención rápidamente en la parte izquierda del almacén.

Estaba repleta de mesas y mesas cubiertas de telas de toda clase y condición.

Davis Lee le sujetó la puerta a una señora mayor que se estaba marchando.

—Es usted un encanto —aseguró palmeándole el brazo cariñosamente antes de sonreírle a Josie—. Mi marido nunca me acompaña.

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—Oh, pero él no es…

—Que pase un buen día, señora —la interrumpió Davis Lee antes de que Josie pudiera corregirla.

Una mujer morena de mediana edad salió de detrás del mostrador y se presentó como la señora Trent. Josie le explicó lo que necesitaba y le dijo que le gustaría echar un vistazo a las telas. Tras unos minutos, hizo la primera elección, cortó ella misma la tela con unas tijeras, la dobló y se la colocó debajo del brazo.

—Yo te la llevaré —aseguró Davis Lee sacándosela—. Así tendrás las manos libres y yo haré algo.

Pero aquello no era cierto del todo. Sí había estado haciendo algo. Observarla.

Le gustaba ver el ceño fruncido que ponía cuando comparaba texturas y colores. Y el modo en que se llevaba el dedo índice a los labios mientras consideraba las opciones que tenía.

Josie siguió añadiendo tela y encaje al montón que llevaba Davis Lee y después se encaminó a la sección de lazos y retales. El sol se filtraba por la ventana que tenían a la espalda, y Davis Lee pensó en lo hermoso que resultaba su cabello bajo la luz dorada. Deseaba soltarle las horquillas y dejar que su melena le cayera en cascada por los hombros. Le llamó la atención un lazo que tenía el mismo color musgo que sus ojos. Su cabello quedaría precioso atado con aquel lazo, pero Josie no se había comprado todavía nada para ella.

La joven salió de aquella sección y se dirigió a donde estaban los botones para comprar algunos de perla para Catherine. Él se rezagó un poco, y Josie se preguntó qué estaría haciendo. Pero cuando puso las últimas compras encima del mostrador, Davis Lee apareció detrás con el resto de las cosas. Mientras la señora Trent lo envolvía todo en papel de estraza, Josie se fijó de nuevo en el jabón de tocador delicadamente envuelto.

Sin detenerse a pensar en lo que hacía, se acercó para hacerse con un paquetito de jabón con aroma a miel. Cuando regresó al mostrador, Davis Lee estaba apoyado en el mostrador, sonriendo la dependienta.

Josie lo miró y trató de ignorar la punzada de celos que sintió. Él se limitó a despedirse de la señora Trent y llevar los paquetes al carruaje. Tras pagar su jabón, la joven se puso los guantes y lo siguió.

Tras colocar las compras y comprobar que Josie estaba bien acomodada, Davis Lee subió al pescante y enfiló el carruaje por la Calle Principal.

—¿Te apetece comer algo?

—Buena idea. Estoy hambrienta.

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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Davis Lee pasó por delante de varios despachos de abogados y dispensarios médicos. Luego giró por otra calle y se dirigió al Banco del Condado de Taylor, un edificio imponente de dos plantas.

—Gracias por haberme traído hoy aquí —aseguró Josie—. Me alegro de no haber venido sola.

—De nada —respondió Davis Lee deteniéndose frente a un pequeño restaurante con el cartel escrito a mano.

Echó el freno y se quedó mirando el cabello de Josie con expresión pensativa.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella llevándose la mano al moño—. ¿Se me ha soltado el pelo?

—No —murmuró Davis Lee metiendo la mano en el bolsillo de su abrigo—. Iba a dártelo más tarde, pero no puedo esperar.

Josie frunció el ceño y abrió mucho los ojos cuando él sacó un enorme lazo verde.

—Pensé que te quedaría muy bien.

—Me has comprado un regalo —musitó ella con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué ocurre? ¿No te gusta el color? ¿Por qué estás llorando?

Josie eligió cuidadosamente las palabras antes de contestar.

—Porque eres el hombre más cariñoso que he… No me puedo creer que me hayas hecho un regalo —murmuró colocándose el lazo alrededor del moño.

—No hace falta que te lo pongas ahora —aseguró Davis Lee riéndose—. No te pega con el vestido.

—Quiero llevarlo —respondió ella torciendo la cabeza para que él pudiera ver cómo le quedaba—. Muchas gracias.

—De nada —dijo Davis Lee alzando la mano para tocarle el lazo.

Entonces deslizó los dedos suavemente por su cabello antes de acariciarle el lóbulo de la oreja con el pulgar.

Josie no pudo evitar arquearse con su contacto. Los ojos de Davis Lee se oscurecieron. Le pasó la mano por la nuca y la atrajo hacia sí.

Ella no se planteó siquiera la posibilidad de apartarse. Sintió un delicioso foco de calor en la parte inferior del vientre.

Sus labios rozaron los suyos y Josie suspiró. Se quitó el guante derecho para agarrarlo suavemente del cuello. Y sintió su piel cálida, y su pulso golpeándole la palma.

Davis Lee la mantuvo así sin apenas rozarla. Aquel beso no tuvo nada que ver con los que se habían dado antes, pero resultó igual de maravilloso. Deslizó la boca Nº Paginas 97-156

Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas por la suya con suavidad y ternura. Josie se derritió en él. Davis Lee no presionó para conseguir más, no la besó con más pasión; Se limitó a separarse delicadamente de ella.

Cuando él levantó la cabeza, Josie tardó unos segundos en abrir los ojos. Y al hacerlo vio ternura y deseo en su rostro. El corazón le golpeó con fuerza el pecho.

—¿Crees que no deberíamos haberlo hecho?

—Seguramente no.

Josie no se arrepentía, pero aquel beso había desatado una marea de emociones en su interior.

—Será mejor que entremos —dijo Davis Lee.

A ella le temblaban las piernas cuando entraron en aquel restaurante con aspecto de nuevo, y se dejó caer agradecida en la silla.

Mientras esperaban la comida, a Josie le costó trabajo apartar los ojos de él.

Aquel día no se había puesto la estrella. La camisa azul pálido que llevaba puesta hacía que sus ojos destacaran todavía más. Los tres botones de abajo estaban abrochados, pero el de arriba no. Se le veía la hendidura de la base del cuello, y Josie clavó allí la mirada sin poder apartarla.

—¿Qué me estás mirando tanto? —preguntó Davis Lee inclinando levemente la cabeza.

—Los botones. ¿Quién te los cose?

—Yo mismo —aseguró él con cierto orgullo—. ¿Por qué lo preguntas?

El botón apenas resultaba visible bajo un montón de hilo que podría haberse utilizado para coser las chaquetas de todo un regimiento. Josie se mordió el carrillo.

—¿Cuánto hilo has utilizado?

—El suficiente para que no se cayera.

—Desde luego, se quedará allí hasta el día del juicio final —dijo la joven sin poder contenerse—. Pero no se trata de eso. Es que… la primera impresión es muy importante. Y después de todo, tú eres el sheriff.

—De acuerdo. Cuando se caiga, te prometo que lo volveré a coser.

—No, no hace falta esperar hasta entonces. Yo lo arreglaré. Cuando regresemos a Torbellino quiero que me lleves esa camisa y toda la ropa que tengas que arreglar.

—Pero Josie, yo no quiero…

—Pero yo sí. Por favor. Quiero hacer algo para agradecerte que me hayas traído hoy aquí. Y por cuidar de mí cuando estuve convaleciente. Por favor…

—De acuerdo —dijo Davis Lee tras observarla atentamente durante unos instantes.

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Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas Cuando llegó la comida dieron buena cuenta de ella en medio de una charla amigable.

—Creo que deberíamos regresar a Torbellino —comentó el sheriff después de tomar el café—. No quiero hacer mucho trayecto de noche.

Josie se puso de pie para ponerse la capa, pero Davis Lee se le adelantó. Le colocó el abrigo cuidadosamente sobre los hombros y mantuvo allí las manos durante unos instantes.

—Gracias.

Tras unos segundos, se apartó. Luego se puso el sombrero que había dejado en el respaldo de la silla y se embutió a su vez en el abrigo.

Davis Lee dejó dinero para pagar la comida y salió guiándola suavemente del hombro. Una vez en el carruaje, Josie se colocó la manta de viaje sobre las rodillas mientras él se subía al pescante para hacerse con las riendas.

Tras poner al caballo en marcha, salieron de la ciudad. Josie comentó que en aquel momento parecía haber más actividad que cuando llegaron. Davis Lee le dijo que aquel lugar se convertiría en un sitio salvaje cuando se hiciera de noche y que él no quería andar por allí cerca cuando aquello ocurriera.

—Hoy no estoy de servicio —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Aquellas palabras le recordaron a Josie que no eran sencillamente dos personas disfrutando de un día de asueto.

Rodaron durante un rato en silencio, directos hacia el sol. Davis Lee se inclinó el sombrero para protegerse los ojos del reflejo.

—Si quieres puedes dormirte —le dijo a la joven al cabo de un rato—. A mí no me importa.

—Tal vez lo haga.

Si se durmiera conseguiría librarse de los pensamientos que la acosaban, de la verdad de la que estaba tratando de escapar. Y si cerraba los ojos dejaría de mirar al hombre que tenía al lado, algo que parecía incapaz de hacer.

El sueño no llegó, pero tampoco hablaron. Cuando estaban a medio camino de Torbellino y el sol había comenzado a descender por la línea del horizonte, se levantó un poco de viento. Josie se acurrucó contra el respaldo del asiento y se puso la capucha para protegerse. Seguía dándole vueltas a la cabeza.

Había ido a Torbellino para una razón, y hasta que salieron de Abilene, hacía un rato, no había pensado en Ian McDougal y en lo que había hecho ni una sola vez.

No tenía ganas de regresar. Aquel día, durante un breve espacio de tiempo, se había limitado a ser una mujer que se divertía con un hombre. Un hombre, se obligó Nº Paginas 99-156

Debra Cowan – Una boda relápago – 3º Whirlwind, Texas a sí misma a recordar, que se había interpuesto entre ella y la promesa que le había hecho a su familia y a William.

—Estás muy callada —dijo Davis Lee girándose para mirarla.

—Estaba pensando en todo el trabajo que tengo —respondió ella, incapaz de mirarlo a los ojos.

—¿Ha sido demasiado duro el día para ti? No se me había ocurrido pensar que tal vez no hubieras recuperado todavía tus fuerzas.

—Me encuentro un poco cansada, pero estoy bien.

¿Por qué tenía que ser tan considerado y hacerle creer que realmente le importaba?

El beso tan dulce que le había dado antes le hacía pensar que realmente sí le importaba a Davis Lee. Y a ella le ocurría lo mismo. Lo suficiente como para no querer hacerle daño. Lo suficiente como para no querer perder la conexión que había entre ellos, fuera la que fuera.

Pero si seguía adelante con su plan, el sheriff no podría soportar tenerla delante.

Su intención primera era matar a Ian McDougal y marcharse, pero ahora no quería irse. Quería quedarse con Davis Lee. Porque, estuviera bien o mal, no podía seguir negando que lo que sentía por él iba más allá del deseo.

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