VIII. El lugar donde reside la felicidad

Si puedes crear la realidad, ¿cómo sería una realidad ideal para ti? Para empezar, sería personal. Tu cerebro se remodela continuamente y se ajusta a lo que tú, como individuo único, quieres de la vida. ¿Felicidad? Seguro que crees que la felicidad se encuentra a la cabeza de la lista, pero resulta que el deseo de felicidad inmediata deja al descubierto un importante punto débil. Aunque todos estamos diseñados para ser creadores de realidad, la mayoría de la gente no es muy diestra a la hora de convertir su realidad en una realidad feliz.

No ha sido hasta hace poco, con la aparición de una nueva especialidad conocida como psicología positiva, cuando se ha estudiado con detenimiento la felicidad. Los descubrimientos son algo confusos. Cuando se le pregunta a la gente qué la haría feliz, la respuesta es una lista de cosas que parecen obvias: dinero, matrimonio e hijos. Sin embargo, las circunstancias reales no apoyan esta teoría. Cuidar de niños pequeños es en realidad una fuente de mucho estrés para las madres jóvenes. La mitad de los matrimonios acaban en divorcio. El dinero compra la felicidad solo hasta el punto en que asegura las cosas materiales en la vida. La pobreza es sin duda una fuente de infelicidad, pero también lo es el dinero, ya que una vez que la gente tiene lo suficiente para asegurarse las necesidades básicas, el dinero extra no la hace más feliz; de hecho, la responsabilidad añadida, junto con el miedo a perderlo, a menudo tiene el efecto contrario.

Y lo más extraño es que cuando la gente consigue lo que desea, la mayoría de las veces no es tan feliz como se imaginaba. Llegar a lo más alto de tu profesión, ganar un título deportivo o conseguir un millón de dólares parecen magníficos objetivos, pero aquellos que los consiguen aseguran que el sueño era mejor que la realidad. La competitividad puede transformarse en un proceso interminable, y la recompensa se reduce con el tiempo. (Un estudio sobre campeones de tenis ha descubierto que se sentían menos motivados por la alegría de la victoria que por el miedo y la decepción de la derrota). ¿Qué pasa con la gente que fantasea con hacerse rica y no tener que volver a trabajar en toda su vida? Según un estudio, la mayoría de los ganadores de la lotería, personas para las que ese sueño se hizo realidad, afirma que el premio en realidad empeoró su vida. Algunos no supieron manejar el dinero y lo perdieron; otros notaron que sus relaciones se resentían o cayeron en comportamientos compulsivos, como el juego o las malas inversiones. Todos se vieron acosados por desconocidos y parientes que pedían donativos incesantemente.

Si a la gente se le da tan mal predecir qué le hará feliz, ¿qué podemos hacer?

La corriente actual de la psicología sostiene que la felicidad nunca es permanente. Los sondeos aseguran que alrededor de un 80 por ciento de los estadounidenses (y a menudo más) afirman ser felices. Sin embargo, cuando se los examina de manera individual, los investigadores descubren que cada persona experimenta solo instantes de felicidad, estados temporales de bienestar que no son en absoluto permanentes. Por tanto, muchos psicólogos aseguran que nos encontramos con la felicidad por casualidad y que no sabemos cómo conseguirla.

Sin embargo, nosotros no estamos de acuerdo con esto. Nos da la sensación de que el problema reside en la creación de realidad. Si consigues más experiencia a la hora de crear tu realidad personal, la felicidad permanente llegará.

Avanzando hacia la felicidad duradera

Qué hacer

  • Entrégate. Cuida de otros y preocúpate de ellos.
  • Trabaja en algo que te encante.
  • Establece objetivos valiosos a largo plazo que requieran años para cumplirse.
  • Mantén la mente abierta.
  • Sé flexible a nivel emocional.
  • Aprende del pasado y luego déjalo atrás. Vive el presente.
  • Planea el futuro sin ansiedad, preocupación ni miedo.
  • Desarrolla vínculos sociales cercanos y cálidos.

Qué no hacer

  • Ligar tu felicidad a recompensas externas.
  • Posponer la felicidad hasta un momento futuro.
  • Esperar que otra persona te haga feliz.
  • Equiparar la felicidad con placeres momentáneos.
  • Buscar más y más estímulos.
  • Permitir que tus emociones se vuelvan habituales y se estanquen.
  • Cerrarte a nuevas experiencias.
  • Ignorar las señales de tensión y conflictos internos.
  • Recrearte en el pasado o vivir con miedo al futuro.

En una sociedad consumista, resulta muy fácil caer en todo lo que está en la lista de «qué no hacer», porque todos los puntos comparten el mismo hilo conductor: asociar la felicidad con el placer temporal y las recompensas externas. Pero he aquí la historia de un hombre llamado Brendon Grimshaw, que debía de tener un instinto muy afilado para la felicidad, ya que creó su propio paraíso personal.

El paraíso es personal

Grimshaw, nacido en Devonshire, Inglaterra, tenía un puesto de corresponsal en Sudáfrica cuando dejó su trabajo en 1973. Había dado el extraordinario paso de comprarse su propia isla tropical (la isla Moyenne, en el archipiélago de las Seychelles, situado entre la India y África), por 8.000 libras, unos 9.000 euros. Fue dueño de Moyenne durante nueve años, y luego tomó la decisión de vivir allí con la única compañía de un ayudante nativo de las Seychelles. Cuando este moderno Robinson Crusoe llegó allí, tuvo que enfrentarse a algo imponente. Pero no se limitó a holgazanear en la playa. Había tanta maleza en la isla cuando llegó que los cocos que se caían no llegaban al suelo.

Grimshaw se propuso despejar la maleza, y mientras lo hacía, dejó que la isla le hablara... o así describe él su manera de enfocar las nuevas plantaciones. Descubrió que los árboles de caoba prosperaban en la isla, de modo que al principio importó unos cuantos; ahora tiene setecientos que alzan una altura de entre 18 y 20 metros. Sin embargo, solo son una pequeña fracción de los dieciséis mil árboles que plantó él mismo. Le dio refugio a la rara tortuga gigante de las Seychelles y tiene ciento veinte ejemplares. Las bandadas de pájaros vuelan hasta este santuario protegido, y hay dos mil especies nuevas en la isla.

En 2007 murió su ayudante, de modo que a sus ochenta y seis años, Grimshaw es el único cuidador de la isla, por la que le han llegado a ofrecer hasta cincuenta millones de dólares (que ha rechazado). Sacude la cabeza cuando los visitantes ven los árboles de caoba solo como una fuente de madera para muebles, o las playas vírgenes como un paraíso para turistas ricos, que cada vez visitan más las Seychelles. Moyenne seguirá siendo una reserva tras su muerte. En persona, Grimshaw parece quemado por el sol y curtido por el clima mientras pasea con sombrero verde y sus pantalones cortos, pero su aspecto es el de alguien notablemente vivo. Su estado de satisfacción puede atribuirse, casi punto por punto, a las cosas que aparecen en nuestra lista. Se entregó mientras trabajaba en algo que amaba. Estableció un objetivo que tardó años en conseguir. No dependía de la aprobación de nada ni de nadie, solo de la suya.

Casi el único aspecto de la felicidad duradera que no aparece en esta historia son los vínculos sociales. Pero, para algunas personas, la soledad es mejor compañía que la sociedad, como en el caso de Grimshaw. Su vida también se ajusta al concepto de un cerebro totalmente unificado, en el que se fusionan todas las necesidades que el cerebro está diseñado para satisfacer. Entre estas se incluyen:

  • Conectar con el mundo natural.
  • Ser útil.
  • Ejercitar el cuerpo.
  • Encontrar un trabajo satisfactorio.
  • Cumplir tu propósito en la vida.
  • Tener aspiraciones que van más allá de las limitaciones del ego.

No existe una región localizada del cerebro que controle la fusión de estas necesidades para crear una persona completamente desarrollada. Se requiere el cerebro al completo, actuando como un todo integrado. La felicidad, entonces, se basa en la sensación de estar completo. La versión más creíble del cerebro totalmente unificado es la que expuso el psiquiatra de Harvard, Daniel J. Siegel, que ahora trabaja en UCLA y ha dedicado toda su carrera a examinar la neurobiología de los estados de humor y mentales. Siegel ha sido pionero en el fascinante estudio de la correlación entre nuestros estados subjetivos y el cerebro. Lo que lo distingue de otros investigadores que llevan a cabo miles de escáneres cerebrales para ver cómo se ilumina el cerebro durante ciertos estados es que el objetivo de Siegel es terapéutico. Quiere que sus pacientes mejoren. El camino a la sanación, según afirma, es rastrear los síntomas (como la depresión, la obsesión o la ansiedad) hasta la región cerebral exacta que causa el bloqueo.

Puesto que todos los pensamientos y sentimientos deben registrarse en el cerebro, tiene sentido pensar que los síntomas psicológicos como la depresión o la ansiedad sean indicaciones de algún defecto en el «cableado», es decir, de que se ha establecido un camino neuronal invariable que no deja de repetir los síntomas o comportamientos indeseados. Funciona como un microchip que no tiene más remedio que repetir la misma señal una y otra vez. Pero el «cableado» neuronal puede cambiarse, por ejemplo mediante terapia; Siegel utiliza la charla terapéutica en conjunción con su teoría cerebral.

El objetivo de Siegel es un cerebro sano que promueva el bienestar de las personas. Tal y como él lo ve, el cerebro necesita una nutrición saludable todos los días. Su enfoque concuerda con el nuestro, ya que prescribe una «bandeja mental saludable» de nutrientes diarios, con la idea de que una mente sana lleva a un cerebro sano. En su bandeja mental, Siegel y su colega, David Rock, colocan siete «platos».

  • Tiempo de sueño.
  • Tiempo físico.
  • Tiempo de concentración.
  • Tiempo de trabajo.
  • Tiempo de reposo.
  • Tiempo de juego.
  • Tiempo de conexión.

Tras estas simples prescripciones hay años de investigación cerebral, pero a medida que la ciencia descubre que todos los aspectos de la vida están ligados al cerebro, la nutrición que ofrece la bandeja mental de Siegel adquiere más importancia para el cuerpo que cualquier otro consejo convencional. Tu cerebro tiene un enorme talento para la integración, pero lo más importante es que, si se usa holísticamente, consigue ensamblarlo todo.

Haciendo el trabajo

Vamos a considerar los beneficios de estos siete nutrientes, que nosotros dividiremos en trabajo interno y trabajo externo.

Trabajo interno: tiempo de sueño, tiempo de concentración, tiempo de trabajo, tiempo de reposo.

El trabajo interno es el área de la experiencia subjetiva. Un día saludable, desde el punto de vista cerebral, sigue un ciclo natural. Has dormido lo suficiente para estar bien descansado. Te concentras intensamente, con el tiempo de reposo suficiente para que el cerebro se reequilibre y encuentre un lugar de descanso. Dispones de un tiempo de reposo en el que no realizas trabajo mental, durante el que la mente y el cerebro están tranquilos. Y te reservas un rato para hacer algo que muchos occidentales descuidan: viajar a tu interior gracias a la meditación o la autorreflexión. Este es el momento más valioso, en realidad, ya que abre el camino a la evolución y el desarrollo.

¿Qué ocurre en tu mundo interior? La mayoría de la gente, si es honrada, dedica al trabajo ocho horas de actividad concentrada. Luego se va a casa, encuentra una manera de relajarse y se distrae hasta que llega la hora de dormir. Si el trabajo no es satisfactorio, se concentra en él solo lo estrictamente necesario, y el auténtico placer «aquí dentro» viene de la pura distracción, de aplacar su frustración con la televisión, los videojuegos, el tabaco o el alcohol.

Sin embargo, tal y como señala Siegel, el cerebro está atrapado entre dos estados disfuncionales: el caos y la rigidez. Si tu mundo interior es caótico, te sientes confundido. Las emociones conflictivas son difíciles de resolver; los impulsos son difíciles de resistir. Si el caos se te escapa de las manos, el miedo y la agresividad campan por tu mente a sus anchas, y en ocasiones no eres responsable de tu propio comportamiento. Solemos describir a la gente caótica con términos mal empleados como «frívola», «hecha un lío», «histérica», «fuera de control», «desorientada»... Todos términos que implican un estado de confusión desordenada.

La rigidez contrarresta el caos, pero de la manera equivocada. La gente rígida es estricta. Su comportamiento sigue patrones establecidos. Se niega a sí misma cualquier tipo de espontaneidad, y detestan a cualquiera que sea espontáneamente feliz (aunque en realidad lo que tienen es miedo de la gente así). La rigidez conduce a un comportamiento ritual, como el de las parejas que llevan casadas mucho tiempo y tienen las mismas discusiones año tras año. Llevada al extremo, la rigidez genera juicios severos en contra de los demás y refuerza las reglas con duros castigos. Podemos referirnos a la gente rígida con términos como «obsesiva», «tensa», «envarada», «estrecha», «fascista», «policía moral»... Todos estos términos tienen en común un enfoque de la vida restringido y altamente organizado. Sin embargo, si se piensa en ello sin prejuicios, uno se da cuenta de que el sufrimiento causado por un mundo interno rígido es muy real. La rigidez parece más segura que el caos, y por eso consigue la aprobación social. Todas las sociedades tienen una festividad institucional; pero pocas tienen una fiesta carpe diem, como los carnavales.

Siegel sitúa el cerebro integrado o cohesionado entre el caos y la rigidez; es la verdadera solución para ambos, razón por la cual es necesario el trabajo interior. Seremos algo más específicos con respecto al lado espiritual del trabajo interior más tarde. Lo más importante que hay que asimilar aquí es el ciclo natural que debería seguirse todos los días. Por ejemplo, las investigaciones sobre el sueño indican que, salvo mínimas excepciones, todos los adultos precisan de ocho a nueve horas de sueño cada noche. Después de una buena noche de sueño, el cerebro necesita despertar a su ritmo, tomarse el tiempo debido para cambiar del estado químico del sueño al estado químico de la vigilia, que es muy distinto.

La idea de que el sueño puede acortarse es un mito. Desde la perspectiva del cerebro, dormir seis horas a la semana es una pérdida permanente. No se puede compensar durmiendo el fin de semana. Levantarse con la alarma de un despertador también es perjudicial. En condiciones naturales, el cerebro sale del sueño profundo en una serie de oleadas que lo llevan cada vez más cerca de la vigilia. Si acortas el proceso, es posible que te engañes pensando que estás despierto, pero en realidad no lo estás. Los niños en edad escolar que permanecen despiertos hasta tarde jugando a la consola estarán básicamente dormidos durante la primera hora de clase del día siguiente. Los adultos que han dormido seis horas pueden funcionar más o menos bien durante las primeras seis horas del día laboral, pero después sufren una caída en picado. La pérdida de una hora de sueño disminuye las capacidades de conducción casi tanto como tomar dos copas de alcohol.

La mayoría de la gente conoce la importancia del sueño, pero como sociedad no hacemos lo que nos conviene en este sentido. Nos privamos constantemente de sueño, e incluso nos enorgullecemos de ello, ya que eso indica una vida activa y una total dedicación a nuestro trabajo. Sin embargo, la bandeja mental señala que la verdadera dedicación consiste en equilibrar el cerebro para que pueda funcionar de manera óptima, lo que significa tomarse en serio el tiempo de trabajo, el tiempo de reposo y el tiempo de sueño. Nuestra sociedad, que trabaja demasiado y tiene demasiados estímulos, pasa por alto esas tres cosas.

Trabajo externo: tiempo físico, tiempo de juego, tiempo de conexión.

Esta es la zona de actividad exterior. El trabajo interno y el externo no pueden separarse del todo, ya que todos los procesos cerebrales son internos y todos los comportamientos son externos. Sin embargo, podemos generalizar y decir que, cuando interactúas con alguien, estás haciendo trabajo externo. Charlas, cotilleas y estableces vínculos. Vas a restaurantes y te paseas esperanzado por los bares. Formas una familia y buscas cosas que podáis hacer todos juntos. Como muchos sociólogos han señalado, esta área de la vida solía dominar la existencia cotidiana en una época en la que las familias se sentaban frente al fuego todas las noches y siempre comían juntas.

Eso ya no ocurre. Hoy día, las familias pierden a menudo el sentido de grupo. Los contactos son intermitentes y apresurados. Todo el mundo tiene su propio espacio. La actividad se esparce por toda la ciudad, y no está confinada al hogar. Los coches dan movilidad a todo el mundo, pero es posible que la calefacción central sea la fuerza más poderosa a la hora de moldear la sociedad moderna. En el pasado, los dormitorios eran habitaciones frías a las que te retirabas solo para dormir; el resto de la noche la pasabas en una o dos estancias de la casa que tenían el fuego encendido. La cocina, que ahora se considera el corazón de la casa, era el territorio de los sirvientes en todos los hogares salvo en los más pobres.

La separación física hace que el mundo exterior sea más duro. Estamos viendo nuevos cambios en el cerebro dentro de la generación digital, que se ha adaptado a la separación física más que nunca. La gente joven se pasa horas concentrada en videojuegos o en las redes sociales, y está desarrollando un grupo específico de habilidades (la coordinación ojo-dedo necesaria para los videojuegos y la maestría técnica precisa para manejar los ordenadores), pero descuida los caminos neuronales necesarios para interactuar con las personas cara a cara. Resulta de lo más revelador que el hecho de estar en Facebook, que en esencia es un álbum de fotos con comentarios que se actualiza constantemente, se considere una «relación». El contacto personal real no es necesario.

Sin embargo, está claro que las redes sociales representan un nuevo tipo de mente compartida, un cerebro global activo que conecta a centenares de millones de personas. La sensación de conexión que genera el hecho de comentar tus ideas de manera instantánea es real, y la sensación de formar parte de algo más grande que tú mismo también lo es. Eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, cuando la información sobre la Primavera Árabe de 2011 recorrió el mundo en tiempo real. Hay una visión optimista que afirma que las redes sociales están cambiando el mundo para mejor. En las sociedades represivas de Oriente Medio, algunos piensan que el futuro es una carrera entre los mulás y el iPad; en otras palabras: una competición entre las fuerzas tradicionales represivas y la tecnología que libera la mente de las personas.

Si el tiempo de conexión ha alcanzado su máximo en la era digital y el tiempo de recreo o de juego puede disfrutarse con una consola Wii, está claro que el ingrediente que se suele descuidar es el tiempo físico. El cerebro necesita actividad física, aun cuando pensemos que este órgano, naturalmente, es mental. Puesto que controla y monitorea el cuerpo, tu cerebro participa en la estimulación física. Las cosas que disminuyen la actividad física nos rodean por todos lados, y por desgracia todas son perjudiciales para el cerebro. Estar deprimido hace que la gente se bloquee y permanezca inactiva. Sustituir el ejercicio en el exterior por una relación compulsiva con el ordenador sitúa el cuerpo en un estado sedentario nada saludable. Ser sedentario incrementa el riesgo de casi todas las enfermedades asociadas al estilo de vida, incluidos los infartos y las dolencias cardiovasculares.

La advertencia de que hay que salir y hacer ejercicio cae, cada vez más, en oídos sordos (sordos por la culpabilidad), a medida que los americanos y los europeos ganan peso y se vuelven más sedentarios. Según un informe del Centro de Control de Enfermedades realizado en 2011, un cuarto de los adultos estadounidenses afirman no tener tiempo para actividades físicas. El número se incrementa hasta el 30 por ciento en el sur y los Apalaches (donde los «teleadictos» se han convertido en una funesta realidad), mientras que solo el 20 por ciento llevan a cabo el ejercicio físico recomendado. A modo de referencia, las directrices federales recomiendan que los adultos de entre dieciocho y sesenta y cuatro años realicen a la semana un total de dos horas y medias de ejercicio físico moderado o una hora y quince minutos de ejercicio físico intenso. La recomendación aumenta para los niños y adolescentes (con edades comprendidas entre los seis y los diecisiete), que deberían realizar al menos una hora de ejercicio físico intenso al día, que, por lo general, suele hacerse en la clase de educación física del colegio. Sin embargo, la participación en la clase de educación física disminuye de manera constante.

Los habitantes de las zonas del noroeste de Estados Unidos, la Costa Oeste, Colorado y Minnesota suelen ser más activos físicamente. (Una de las razones de esta variación regional puede ser la influencia de la gente de alrededor. Si alguien conocido sale a correr, es más probable que tú lo hagas). Sin embargo, los datos los proporcionan las propias personas implicadas y estas suelen sobrestimar su nivel de actividad física, lo que significa que estas estadísticas son demasiado optimistas.

Hay un resultado casi predestinado. Un tercio de los adultos estadounidenses tienen sobrepeso, y otro tercio es obeso. Si se considera lo que hace en realidad el cerebro, es obvio que el ejercicio tiene una conexión directa con él. Los beneficios del incremento de la vitalidad cardiovascular son bien conocidos, y es evidente que el ejercicio te proporciona un mejor tono muscular. Lo que tendemos a olvidar son los ciclos de retroalimentación que conectan el cerebro con todas las células del cuerpo. Así pues, cuando lanzas una pelota, corres en una cinta o haces footing en la playa, hay billones de células «viendo» el mundo exterior. Las sustancias químicas transmitidas desde el cerebro se comportan como los órganos sensoriales: establecen contacto con el mundo exterior y propagan la estimulación que reciben del entorno.

Esta es la razón por la que pasar de ser sedentario a realizar un mínimo ejercicio físico (como pasear, trabajar en el jardín, o subir las escaleras en lugar de coger el ascensor) es tan saludable. (Cada vez que aumentas la cantidad de ejercicio mejoras tu salud, pero el beneficio más significativo es levantarse del sofá la primera vez). Tus células quieren formar parte del mundo. Un comentario así habría sonado descabellado en el pasado. Los físicos tradicionales de aquel entonces miraban con recelo la conexión mente-cuerpo. Como resultado, la medicina adoptó una actitud hostil ante las explicaciones psicológicas «suaves» y le dio una importancia capital a los fármacos y la cirugía. Los fármacos y la cirugía requieren una sencilla relación causa-efecto entre una enfermedad X y una causa Y. El virus del resfriado causa resfriados, y la bacteria del neumococo causa tuberculosis. No obstante, es vital descartar esta simple relación causa-efecto, porque al descartarla abrazamos la idea de que un cerebro totalmente unificado (el supercerebro) es esencial para la salud.

Veamos con más detalle el camino que debe seguir la integración mente-cuerpo en un trastorno que afecta a una enorme parte de la sociedad: la enfermedad cardíaca.

Estableciendo el vínculo

El vínculo con el cerebro tardó en llegar. En la década de 1950, Estados Unidos comenzó a experimentar un alarmante aumento de los infartos prematuros, sobre todo en hombres de entre cuarenta y sesenta años. Mientras las muertes ocasionadas por enfermedades cardíacas y accidentes cerebrovasculares se incrementaban de forma exponencial, los médicos comenzaron a atender a más y más hombres que se quejaban de dolor en el pecho, que en demasiadas ocasiones resultaba ser una angina de pecho, el síntoma fundamental del bloqueo de las arterias coronarias. A comienzos de siglo, el ilustre William Osler, uno de los fundadores de la escuela médica John Hopkins, dejó constancia de que un médico general apenas veía un caso de angina de pecho al mes. De repente, era frecuente ver media docena al día.

Con el fin de encontrar una explicación para esta epidemia, los cardiólogos se concentraron en buscar una causa física, como el incremento drástico del consumo de grasas en comparación con la dieta de nuestros abuelos, que comían muchos más cereales y verduras. Uno de los factores parecía eminentemente científico: el colesterol. Se realizó una campaña pública masiva para conseguir que la gente consumiera menos carne roja, huevos y otras fuentes de colesterol. Quizá la campaña no tuviera mucho éxito, ya que la dieta nacional estadounidense sigue siendo muy rica en grasas, pero «colesterol» se ha convertido en una palabra aterradora (sin tener en cuenta que tu cuerpo produce el 80 por ciento del colesterol que hay en el torrente sanguíneo y que este esteroide es absolutamente necesario para la formación de las membranas celulares); una industria de alrededor de mil millones de dólares ha crecido gracias a la reducción de las grasas «malas» y el incremento de las «buenas». Desde el principio, nadie consideró que el cerebro pudiera ser una posible causa de los infartos. Se le dejó fuera del asunto porque no existía ningún modelo que explicara que el cerebro podía transmitir mensajes a las células cardíacas, y el término «estrés» apenas se mencionaba.

Lo cierto es que algunos expertos dudaron del colesterol desde el principio; señalaron que en las autopsias realizadas a los soldados muertos en la Guerra de Corea se había descubierto que incluso los jóvenes con poco más de veinte años presentaban placas ateromatosas en las coronarias capaces de generar un infarto. ¿Por qué los infartos no aparecían hasta mucho después? Nadie lo sabía. Después de analizar la enorme cantidad de datos proporcionados por el Framingham Heart Study (Estudio Cardíaco Framingham), se sugirió que los hombres en la veintena que intentaban solucionar sus problemas psicológicos infantiles estaban mejor protegidos contra los infartos prematuros que aquellos que no lo hacían. Sin embargo, no era una época apropiada para esas explicaciones «suaves».

Nadie imaginaba que se pueden albergar pensamientos que conduzcan a un infarto cardíaco. La solución fue convertir al colesterol en un villano. (No entraremos en los problemas que tiene la hipótesis del colesterol, salvo para mencionar que el colesterol que ingieres no tiene por qué llevar a una cifra elevada en sangre; la cadena fisiológica es compleja, y se complica más cada década). El cerebro no se tuvo en cuenta ni siquiera cuando se popularizó la famosa teoría psicológica sobre las personalidades Tipo A y Tipo B. Las personas con personalidad Tipo A eran tensas, exigentes, perfeccionistas, proclives a la furia y a la impaciencia, y adictas al control. Según dicha teoría, las personas Tipo A eran más propensas a los infartos que las Tipo B, que eran relajadas, tolerantes, tranquilas, pacientes y más permisivas con los errores. Las Tipo A parecían mucho más predispuestas a generar estrés. (Por aquel entonces había un comentario sarcástico de moda sobre el hecho de tener un jefe Tipo A: no es de los que sufren un infarto, sino de los que lo provocan). Resultó que demostrar con certeza quién pertenecía al Tipo A y quién al Tipo B no era tarea fácil; ahora, la medicina habla de conductas Tipo A y Tipo B, y no de «personalidades».

Una vez que el estrés y la conducta entraron en juego, lo lógico habría sido que el cerebro se convirtiera en uno de los principales protagonistas, pero no fue así. Todavía no existía un modelo que explicara cómo un estímulo externo podía penetrar en el cuerpo y encontrar un camino físico hasta las células.

A finales de la década de 1970, ese camino empezó a atisbarse con el descubrimiento de las «moléculas mensajeras», un tipo de sustancias químicas que convierten los estados de ánimo, el estrés y las alteraciones como la depresión, en trastornos físicos. El público comenzó a oír muchas cosas sobre las células cerebrales cuando los biólogos les pusieron nombres a los neuropéptidos y los neurotransmisores que atraviesan las sinapsis, los huecos entre las neuronas. «Serotonina» y «dopamina» se convirtieron en términos domésticos y se relacionaron con desequilibrios químicos cerebrales (por ejemplo, un exceso de serotonina o una carencia de dopamina). Se había iniciado una gran era de descubrimientos, y el salto decisivo llegó cuando se descubrió que esas sustancias químicas no solo atravesaban las sinapsis, sino que recorrían los vasos sanguíneos. Todas las células corporales tienen receptores que son como cerraduras, y las sustancias químicas cerebrales son las llaves que encajan perfectamente en ellas. A fin de simplificar un modelo bastante complejo, diremos que el cerebro le contaba al cuerpo todos sus pensamientos, sensaciones, estados de ánimos y su salud en general. El vínculo entre la psique y el soma, entre la mente y el cuerpo se había establecido al fin.

Hoy día se acepta que los factores psicológicos contribuyen a los riesgos de infarto. En esta lista de factores se incluyen:

  • Depresión.
  • Ansiedad.
  • Rasgos de personalidad de la conducta Tipo A.
  • Agresividad.
  • Aislamiento social.
  • Estrés crónico.
  • Estrés agudo.

Tu corazón participa en el estrés mental y puede reaccionar con arterias obstruidas, un descubrimiento asombroso si se lo compara con lo que era médicamente aceptado hace varias décadas. En lugar de concentrarse solo en la prevención de la enfermedad, los expertos en salud comienzan a hablar de algo mucho más positivo, trascendente y holístico: el bienestar. El cerebro se ha convertido en el núcleo de una orquesta sinfónica química compuesta por cientos de miles de millones de células, y cuando están en completa armonía, el resultado es un aumento del bienestar. Sin embargo, la falta de armonía lleva a un mayor riesgo de enfermedades, envejecimiento temprano, depresión, disminución de la función inmunitaria y todos los trastornos relacionados con el estilo de vida. La lista va mucho más allá de los infartos y los accidentes cardiovasculares, e incluye la obesidad, la diabetes tipo II y, probablemente, muchos cánceres, si no la mayoría de ellos.

Nosotros queremos seguir las implicaciones de esta nueva corriente de pensamiento hasta donde nos lleven. Apoyamos totalmente la idea de Siegel de que una mente sana conduce a un cerebro sano. Una mente que aspira a una conciencia elevada genera incluso más beneficios, sobre todo en lo que respecta a la felicidad. Cuando aprovechas las directrices del trabajo interno y externo, le proporcionas a tu cerebro los nutrientes apropiados.

No obstante, la felicidad sigue siendo escurridiza. Los nutrientes no generan un significado. No definen una visión ni establecen un objetivo a largo plazo. Esas responsabilidades son tuyas, como creador de la realidad. Tienes otra frontera que atravesar antes de alcanzar lo más deseable de todo: un paraíso personal que nadie pueda arrebatarte jamás.

Soluciones supercerebrales. Autosanación

A diferencia de lo que ocurría hace un par de décadas, hoy día se ha demostrado la conexión entre mente y cuerpo repetidas veces. Es un hecho establecido y, sin embargo, el paso siguiente (utilizar la mente para curar el cuerpo) sigue siendo algo elusivo y controvertido. Ninguna práctica asegura resultados; no tenemos algo equivalente a una píldora milagrosa en la conexión mente-cuerpo. Aunque se han observado remisiones espontáneas en casi todos los tipos de cáncer (y pese a que algunos de los tumores malignos más letales, como el melanoma, son los que tienen un índice más alto de curación espontánea), el fenómeno es raro. Algunas estadísticas estiman que hay menos de veinticinco casos al año en Estados Unidos, aunque se duda mucho de esa estimación.

La autosanación no tiene nada que ver con buscar una cura milagrosa o intentar ser el paciente entre diez mil que se recupera, para el asombro de los médicos. La curación es tan natural como respirar y, por tanto, la clave para la curación es un estilo de vida que optimice lo que el cuerpo hace de manera natural.

Un estilo de vida curativo

  • Practica el ejercicio diario recomendado para mejorar la salud.
  • Mantén un peso bajo.
  • Reduce tu estrés.
  • Soluciona los problemas psicológicos como la depresión y la ansiedad.
  • Duerme el tiempo apropiado.
  • No te preocupes por los suplementos vitamínicos y minerales si tu dieta está equilibrada (a menos que padezcas anemia u osteoporosis, en cuyo caso el médico te recetará suplementos específicos).
  • Evita las sustancias tóxicas como el alcohol y la nicotina.
  • Reduce las grasas animales de tu dieta.
  • Fortalece la conexión mente-cuerpo.

Todas estas directrices nos resultan familiares, pero eso no hace que su efectividad sea menor. La mejor curación es la prevención, de eso no cabe duda. Sin embargo, el último punto de la lista (fortalecer la conexión mente-cuerpo), quizá sea el más poderoso, y para la mayoría de la gente es un territorio nuevo. Hemos cubierto la bandeja mental de actividades diarias que benefician al cerebro. Ahora nos gustaría entrar en una materia más elusiva, la de la curación a través de la conexión mente-cuerpo.

Ser tu propio placebo

La técnica más estudiada de curación mente-cuerpo ha sido el efecto placebo. «Placebo» es una palabra latina que significa «complaceré». Es una buena forma de describir cómo funciona el efecto placebo. Un médico ofrece a un paciente un fármaco potente, y le asegura que le aliviará los síntomas; y el paciente, tal y como le prometieron, se siente aliviado. Sin embargo, lo cierto es que el médico le ha recetado una píldora de azúcar, inocua e inefectiva. (El efecto no se limita a los fármacos, así que es importante recordar una cosa: cualquier cosa en la que creas puede actuar como un placebo). ¿De dónde procede el alivio del paciente? Pues de la mente, que le dice al cuerpo que se sienta bien. Para hacerlo, la mente debe convencerse primero de que la curación va a ocurrir.

El mayor problema del efecto placebo, que funciona en una media del 30 por ciento de los casos, es que el primer paso es un engaño. El médico falsea la información que le da al paciente, lo que ha demostrado ser un grave obstáculo ético. Ningún terapeuta decente negaría los mejores cuidados a sus pacientes para ofrecerles en cambio un sustituto inocuo, a pesar de que en algunos casos (tales como la depresión leve o moderada), los estudios demuestran que los fármacos no son más efectivos que un placebo. Esto significa, por cierto, que muchos medicamentos comparten el efecto impredecible del placebo. La idea de que las farmacéuticas se comportan de la misma forma con todos los pacientes es un mito. El efecto placebo, en contra de los recelos populares, es una cura «real». El dolor disminuye; los síntomas se alivian.

Hablemos ahora de la cuestión más importante: ¿puedes ser tu propio placebo sin utilizar un engaño? Si te recetas a ti mismo una píldora de azúcar, sabrás de antemano que no ofrece ningún alivio. ¿Y ahí acaba la cosa? Desde luego que no. La autosanación mediante el efecto placebo depende de que despejes las dudas de tu mente, pero sin engañarte. La gente necesita saber más sobre la conexión mente-cuerpo, no menos.

Ser tu propio placebo es poner en marcha el sistema de curación gracias a los mensajes del cerebro. Toda curación es, al final, una autosanación. Los terapeutas ayudan al complicado sistema corporal de recuperación (que coordina células inmunitarias, agentes inflamatorios, hormonas, genes y muchas otras cosas), pero la curación real se produce de una forma desconocida.

En lo referente a la conexión mente-cuerpo, la curación debería implicar las siguientes condiciones básicas:

  • La mente contribuye a la recuperación.
  • La mente no contribuye a la enfermedad.
  • El cuerpo se comunica constantemente con la mente.
  • Esta comunicación beneficia tanto el aspecto físico como el mental del bienestar.
  • Cuando una persona recibe un tratamiento en el que confía, pone en marcha la respuesta de curación y permite que esta proceda con naturalidad.

Cuando el efecto placebo funciona, los cinco aspectos están involucrados. La mente del paciente coopera con el tratamiento y confía en él. El cuerpo es consciente de esta confianza. Existe una comunicación abierta y, como resultado, todas las células del organismo participan en la respuesta de curación. El sistema de sanación es extremadamente complejo, y sería imposible explicarlo de manera global. Solo sabemos cómo operan algunas de sus partes, como los anticuerpos y la respuesta inmunológica a la infección.

¿Cómo podemos cumplir esas cinco condiciones de manera consciente? Como mínimo, no deberíamos combatirlas con miedo, dudas, escepticismo, desesperación y desesperanza. Estos estados generan sus propios mensajes químicos. Cuando crees que una píldora de azúcar va a curarte, esos mensajes sanadores empiezan a tener efecto. Sin embargo, no podemos decir que el 30 por ciento de personas que se benefician del efecto placebo están haciendo algo bien mientras que el 70 por ciento restante no. Todas las historias médicas son diferentes; el sistema de curación es demasiado oscuro para medirlo con precisión. Los sentimientos intensamente negativos que inhiben el efecto placebo (algo que no es una certeza, ni mucho menos) son complejos y a menudo inconscientes, así que no es fácil establecer una diferencia.

Lo más prometedor es que la intención mental de «complaceré» funciona. Ser tu propio placebo requiere que apliques las mismas condiciones que se dan en el efecto placebo clásico:

  1. Confías en lo que ocurre.
  2. Te enfrentas a las dudas y al miedo.
  3. No envías mensajes conflictivos que se anulen entre sí.
  4. Mantienes abiertos los canales de comunicación mente-cuerpo.
  5. Liberas tu intención y dejas que el sistema de curación haga su trabajo.

Cuando un síntoma es menor, como un corte en un dedo o un cardenal, a todo el mundo le resulta fácil dejarlo estar y no interferir. La mente no se inmiscuye con sus dudas y miedos. Sin embargo, en las enfermedades graves, las dudas y el miedo juegan un papel notable, razón por la que la práctica de la meditación o la asistencia a grupos de apoyo ha demostrado ser de mucha ayuda. Compartir tu ansiedad con otros que se encuentran en la misma situación es una forma de empezar a eliminarla.

También ayuda mucho seguir tus instintos más saludables. Muchos de nosotros nos enfrentamos a la enfermedad con procesos engañosos como las vanas ilusiones y la negación. Nuestros miedos nos llevan al callejón sin salida de las falsas esperanzas. En esos casos, la mente no está atenta a lo que le dice el cuerpo, y viceversa. Hay un ambiente confuso. Confiar en lo que te dice tu cuerpo requiere experiencia. Necesitas cierto entrenamiento mente-cuerpo, y eso precisa tiempo. Está bien documentado, por ejemplo, que un estilo de vida positivo (que incluye ejercicio, dieta y meditación) reduce las enfermedades cardíacas. Esta combinación permite que el cuerpo reduzca la placa que bloquea las arterias coronarias. Sin embargo, esa mejora no ocurre de la noche a la mañana. Requiere paciencia, diligencia y tiempo.

Esto es lo contrario a recibir un diagnóstico de cáncer, entrar en pánico y empezar a buscar desesperadamente cualquier posible cura. Dedicarse de repente a la oración o a la meditación bajo la presión de la enfermedad es casi siempre inútil. El miedo empeora cuando estás muy enfermo, pero enfrentarse a la ansiedad es mucho más efectivo si lo has hecho durante años antes de enfermar. La conexión mente-cuerpo debe fortalecerse antes de que aparezcan los problemas.

La importantísima tarea de ser consciente de tu cuerpo no tiene por qué ser aburrida. Lo que necesitas es que tu mente y tu cuerpo vuelvan a ser amigos, que recuperen su alianza natural. Una forma de conseguirlo es sentarse en silencio con los ojos cerrados y limitarse a sentir el cuerpo.

Deja que todas las sensaciones afloren a la superficie. No reacciones a las sensaciones, ya sean agradables o desagradables; solo relájate y sé consciente de ellas. Fíjate en la procedencia de las sensaciones. No tendrás solo una sensación o sentimiento. Descubrirás que tu conciencia va de un sitio a otro, que en un momento dado se fija en tu pie o en tu estómago y al siguiente en tu pecho o tu cuello.

Este sencillo ejercicio es una reconexión mente-cuerpo. Hay demasiada gente que tiene la costumbre de prestar atención solo a las señales más claras de sus cuerpos, tales como el dolor intenso, la rigidez, las náuseas y otros malestares difíciles de ignorar. Lo que pretendes conseguir es aumentar tu sensibilidad y tu confianza al mismo tiempo. A cierto nivel, tu cuerpo sabe dónde están las enfermedades y los malestares. Envía señales a cada momento, y no hay por qué temer esas señales.

Incluso cuando ignoras de manera consciente lo que ocurre en tus células, justo por debajo de tu nivel de conciencia se intercambia información inconsciente. Cuando el gobierno federal decidió hace poco que las mamografías anuales no eran necesarias en las mujeres jóvenes, una de las consideraciones que tuvo en cuenta fue que el 22 por ciento de los tumores de pecho pequeños se resolvían solos y desaparecían de manera espontánea. Así pues, una reacción automática de miedo, incluso cuando nos enfrentamos a un posible cáncer, es poco realista al nivel del sistema de curación. Tu sistema inmunitario elimina miles de células anómalas cada día. Todo el mundo posee genes de supresión tumoral, aunque todavía se desconoce cómo pueden ser activados.

El futuro de la curación evolucionará a partir del hecho demostrado de que todas las células del cuerpo saben, a través de mensajeros químicos, lo que hacen las demás. Incluir tu mente consciente en el ciclo mejora esta comunicación. Los yoguis expertos pueden alterar sus reacciones involuntarias cuando lo desean; son capaces, por ejemplo, de reducir el ritmo cardíaco y la respiración hasta niveles muy bajos, o incrementar la temperatura de su piel de una manera muy precisa. Nosotros poseemos esas mismas capacidades, aunque no las utilizamos de forma consciente. Puedes realizar un ejercicio para que una zona de tu mano se caliente más, y lo hará aunque nunca hayas utilizado esa habilidad con anterioridad.

Podemos aventurar que el efecto placebo entra dentro de esa misma categoría. Es una respuesta voluntaria que podemos utilizar solo cuando aprendemos a hacerlo. El sistema de curación parece ser involuntario. No te hace falta pensar para curarte un corte o un cardenal. Pero el hecho de que algunos pacientes dejen de sentir dolor cuando reciben píldoras de azúcar implica, con mucha claridad, que la intención es el factor que marca la diferencia en lo que a la curación se refiere. No estamos hablando de pensamiento positivo, que a menudo hace referencia a cosas muy superficiales y enmascara la negatividad subyacente. Lo que hacemos es animarte a llevar un estilo de vida que establezca un vínculo mente-cuerpo mucho más fuerte.

Hay que destacar que la conexión del cerebro con el efecto placebo es crucial, pero no se ha estudiado en profundidad hasta hace poco. Puesto que un libro es un debate abierto que pueden leer todo tipo de personas con toda clase de problemas de salud, debemos ser claros. No estamos aconsejando a nadie que abandone los tratamientos médicos convencionales ni que rechace la ayuda médica. El efecto placebo es todavía un misterio, y esta sección no hace más que explorar ese misterio; no pretende decirte cómo se puede conseguir una autosanación milagrosa.