IV. Tu cerebro, tu mundo
A medida que avances en el libro, verás que la mente, el cerebro y el cuerpo trabajan juntos sin problemas. La vida es un proceso continuo, y cuanto más controles este proceso, más cerca estarás de llegar al objetivo del supercerebro. Un investigador como Rudy, que no deja de observar datos sobre neuroplasticidad, es capaz de maravillarse por la forma en que el cerebro crea nuevos caminos, pero lo más asombroso es que la mente puede crear materia. Porque eso es realmente lo que ocurre en el cerebro, y tiene lugar en miles de lugares a la vez cada segundo. Tanto si se trata del estallido de alegría que sientes al ganar la lotería, como si es el «impulso, hermoso y descuidado» que sentía el poeta Robert Browning ante el canto de un zorzal, ambas experiencias requieren que el cerebro encuentre una representación física. El impulso necesita química, al igual que cualquier otro pensamiento, sentimiento y sensación. La neurología ha dejado este hecho bastante claro.
Queremos llevarte hasta donde reside la verdadera autoridad, donde «el cerebro» no solo permanece dentro de su compartimento terrenal mientras «la mente» flota en lo alto. La diferencia entre ellos es artificial y engañosa. La mente y el cerebro están fusionados, y el lugar donde nace el supercerebro tiene un interruptor de control que tú puedes aprender a manejar.
El verdadero poder reside en las sutiles regiones de la conciencia. Cuando alguien recibe el Óscar a la mejor película, a menudo exclama: «¡Esto es un sueño hecho realidad!». Los sueños son frágiles, pero poderosos. Tu visión personal pone el curso de tu vida en marcha. Pero primero, debe poner en movimiento al cerebro; después de eso, vendrán los actos, las posibilidades, las oportunidades, los golpes de suerte y todo lo que hace falta para hacer realidad un sueño. Este proceso es el que nosotros hemos denominado «creación de la realidad». Es un desarrollo continuo, y aunque la ciencia se centra en los productos del cerebro (sinapsis, potenciales eléctricos y sustancias químicas) estos no son más que términos toscos. La realidad comienza a un nivel mucho más sutil, a un nivel invisible.
Entonces, ¿cómo se toma el control de la creación de realidad? Hay que aplicar algunas reglas del juego, como las siguientes:
reglas para crear la realidad
- Tú no eres tu cerebro.
- Tú eres quien crea el aspecto y las sensaciones del mundo.
- La percepción no es pasiva. No recibes solo una realidad fija y establecida. Tú le das forma.
- La autoconciencia cambia la percepción.
- Cuanto más consciente seas, más poder tendrás sobre la realidad.
- La conciencia contiene el poder necesario para transformar tu mundo.
- A un nivel sutil, tu mente está mezclada con las fuerzas creativas del universo.
Explicaremos estas reglas a medida que avancemos. Crear la realidad es un proceso fácil y natural, aunque al mismo tiempo va más allá de la imaginación. El universo acude al mismo lugar para crear una estrella que tú para visualizar una rosa en tu mente. Ahora es cosa nuestra mostrarte por qué este increíble comentario es cierto.
Tú no eres tu cerebro
El primer principio para crear la realidad es que tú no eres tu cerebro. Ya hemos visto lo importante que es esta idea para la gente que sufre depresión (y también para todo aquel que padezca cualquier otro trastorno del estado de ánimo, como la ansiedad, que es igual de epidémica que la depresión). Cuando te despiertas con un resfriado fuerte, sin importar lo mucho que sufras, no dices: «Soy un resfriado», sino: «He pillado un resfriado». Cuando dices: «Estoy deprimido», estás dejando claro que te identificas con la depresión. Para muchas personas que se sienten deprimidas y ansiosas, decir «Yo estoy» se convierte en algo muy peligroso. El estado de ánimo da color al mundo. Cuando te identificas con la depresión, el mundo refleja cómo te sientes. Cuando ves un limón, no piensas que tú eres amarillo, y lo mismo debería ocurrir con la depresión. En ambos casos, es la mente quien utiliza al cerebro para crear o bien el amarillo, o bien la depresión. Existe un vínculo íntimo a nivel fisiológico, y si controlas el vínculo, puedes cambiarlo todo.
Si el cerebro estuviera al cargo de tu identidad, daría igual que dijeras: «Soy un limón amarillo» que «Estoy deprimido». Entonces, ¿cómo podemos saber la diferencia? ¿Cómo es posible que sepas que no eres un limón amarillo mientras que una persona deprimida se identifica tan intensamente con su trastorno que puede llegar a suicidarse? En parte, la diferencia es emocional. Y aquí entra en juego la biología. El hipocampo tiene muchísimas conexiones con la amígdala, que regula los recuerdos emocionales y la respuesta al miedo. En ciertos estudios de imágenes, cuando las personas veían la fotografía de un rostro asustado mientras les hacían una resonancia magnética funcional (RMF, el mejor método de escaneo para mostrar la actividad cerebral a tiempo real), la amígdala se iluminaba como un árbol de Navidad. La respuesta al miedo se extiende por el cerebro superior, que tarda un rato en darse cuenta de que no hay razón para temer unas fotografías espeluznantes. Los miedos incontrolados, incluso cuando no tienen una causa real, pueden llevar a la ansiedad y la depresión crónicas.
Los antagonistas biológicos pueden contrarrestar este efecto. Estudios recientes sugieren que las células nerviosas del hipocampo son capaces de inhibir las emociones negativas evocadas en la amígdala. Las actividades que reducen el estrés, tales como el ejercicio físico o el aprendizaje de cosas nuevas, promueven la creación de nuevas células nerviosas, y esto, como hemos visto, estimula a su vez la neuroplasticidad: nuevas sinapsis y circuitos neuronales. La neuroplasticidad puede regular directamente el estado de ánimo y prevenir la depresión. Así pues, el nacimiento de nuevas células nerviosas en el hipocampo del adulto ayuda a superar los desequilibrios neuroquímicos que conducen a trastornos como la depresión.
Esta es una idea nueva en neurología, pero en la vida real mucha gente ha descubierto que salir a correr sirve para desvanecer la tristeza. Puesto que un limón amarillo no desencadena respuestas emocionales y la depresión sí, hemos encontrado una diferencia importante a nivel cerebral. Algunos estudios han demostrado que la efectividad de los antidepresivos como el Prozac podría deberse, al menos en parte, al incremento de la neurogénesis (nuevas células nerviosas) en el hipocampo. Como apoyo a esta idea hay que decir que los ratones a los que se les suministran antidepresivos muestran cambios positivos en su comportamiento, cambios que pueden anularse bloqueando deliberadamente la neurogénesis en el hipocampo.
Un lector atento se habrá dado cuenta de que parece que hemos caído en una contradicción. Si el Prozac hace que te sientas mejor, entonces ¿qué tiene de malo tomar una pastilla para estimular efectos deseables en el cerebro? En primer lugar, los fármacos no curan los trastornos del estado de ánimo, solo los alivian. En cuanto el paciente deja de tomar un antidepresivo o tranquilizante, el trastorno subyacente reaparece. En segundo lugar, todos los fármacos tienen efectos secundarios. En tercer lugar, la efectividad del fármaco disminuye con el tiempo y cada vez se requieren dosis mayores para obtener el mismo beneficio. (Con el tiempo, puede que ya no haya beneficio que alcanzar). Finalmente, los estudios han demostrado que los antidepresivos no son tan efectivos como afirman sus fabricantes, y en la mayoría de los casos comunes de depresión, la terapia puede conseguir los mismos beneficios. Nuestra cultura es adicta a tomar píldoras como si fueran soluciones milagrosas, pero la realidad es que hablar de tu depresión resulta curativo, mientras que los fármacos en general no lo son.
Cuando el cerebro cambia, la realidad lo sigue. La gente deprimida no solo vive un estado de ánimo triste, sino un mundo triste. La luz del sol está teñida de gris; los colores carecen de luminosidad. Sin embargo, aquellos que no tienen un trastorno del estado de ánimo le otorgan al mundo cualidades alegres. La luz del semáforo es roja porque el cerebro la convierte en roja, aunque las personas daltónicas ven esa luz gris. El azúcar es dulce porque el cerebro lo vuelve dulce, pero para aquellos que han perdido las papilas gustativas debido a una lesión o a una enfermedad, el azúcar no es dulce. También hay en marcha otras funciones. Añades emociones al sabor del azúcar si recuerdas que podrías padecer diabetes; añades emociones a la luz de un semáforo si verlo evoca malos recuerdos de un accidente de tráfico. Las personas no pueden distanciarse de los «hechos» de la vida diaria. En realidad, los hechos son personales. Nada escapa al proceso de la creación de la realidad.
Todas las cualidades del mundo exterior existen porque tú las creas. Tu cerebro no es el creador, sino una herramienta traductora. El verdadero creador es la mente.
Hará falta algo más para convencerte de que creas toda la realidad. Lo entendemos. Surgen muchas dudas cuando no se conoce cómo interacciona la mente con el mundo de «ahí fuera».
Todo depende del sistema nervioso que vive la experiencia. Puesto que los seres humanos no tenemos alas, no tenemos ni la menor idea de lo que experimenta un colibrí. Mirar por la ventanilla de un avión no es lo mismo. Un pájaro da vueltas y desciende en picado, planea, vigila todas direcciones, etc. El cerebro de un colibrí coordina la velocidad de sus alas, que pueden batirse hasta ochenta veces por segundo, y el ritmo cardíaco, que va a más de mil latidos por minuto. Los seres humanos no podemos vivir esa experiencia; en esencia, un colibrí es un giroscopio vibrante equilibrado en medio de un torbellino de alas. Solo tienes que consultar un cuadro de récords mundiales de pájaros para quedarte atónito. El pájaro más pequeño, el colibrí abeja de Cuba, pesa 1,8 gramos, medio gramo menos que una moneda de un céntimo de euro. Sin embargo, tiene la misma fisiología básica que el ave más grande del mundo, el avestruz africano, que pesa alrededor de ciento sesenta kilos.
Para explorar la realidad, el sistema nervioso debe mantenerse al corriente de cada nueva experiencia, monitorearla y controlar el resto del cuerpo. El sistema nervioso de los pájaros explora experiencias que van más allá del vuelo. Las aves acuáticas, por ejemplo, están diseñadas para bucear. Se ha comprobado que los pingüinos emperador pueden sumergirse a profundidades de hasta 485 metros. El descenso en picado más rápido que se ha medido jamás ha sido el de los halcones peregrinos estudiados en Alemania, que según el ángulo que tomaran, llegaban a alcanzar velocidades de entre 255 y 345 kilómetros por hora. La estructura física de los pájaros se ha adaptado para superar esos límites. La clave es su sistema nervioso, no sus alas o su corazón. Así pues, el cerebro de un pájaro crea la realidad de volar.
Este argumento puede llevarse mucho más lejos en el caso del cerebro humano, porque nuestra mente tiene libre albedrío, mientras que la conciencia de las aves (hasta donde hemos podido conocerla) opera solo por instinto. Para los humanos, es posible dar un enorme salto en la creación de realidad.
Sin embargo, primero debemos señalar algo que a Deepak le apasiona especialmente. No es correcto decir que el cerebro «crea» un pensamiento, una experiencia o una percepción, del mismo modo que no sería correcto decir que la radio crea a Mozart. El papel del cerebro, como el de los transistores de radio, es proporcionar una estructura física para transmitir pensamientos, de la misma manera que la radio te permite escuchar música. Cuando ves una rosa, cuando hueles su delicioso aroma y acaricias sus pétalos aterciopelados, en tu cerebro ocurren todo tipo de correlaciones. Estas correlaciones son visibles en una RMF a tiempo real. Sin embargo, tu cerebro no ve, ni huele ni toca la rosa. Son experiencias, y solo tú puedes vivir una experiencia. Este es un hecho esencial, porque te hace más grande que tu cerebro.
Pongamos un ejemplo para mostrar la diferencia. En la década de 1930, un neurocirujano pionero llamado Wilder Penfield estimuló la región del cerebro conocida como corteza motora. Descubrió que al aplicar pequeñas descargas eléctricas en dicha corteza se producían movimientos musculares. (Más tarde esta investigación se amplió muchísimo. Las descargas aplicadas en los centros de memoria pueden lograr que la gente vea recuerdos vívidos; y en los centros emocionales, pueden disparar estallidos espontáneos de sentimientos). Penfield comprendió, no obstante, que la distinción entre mente y cerebro era crucial.
Puesto que el tejido cerebral no siente dolor, la cirugía a cerebro abierto puede llevarse a cabo con el paciente despierto. Penfield estimuló un área local de la corteza motora que provocó que el brazo del paciente saliera disparado hacia arriba. Cuando le preguntó lo que había ocurrido, el paciente dijo: «Mi brazo se ha movido». Luego, Penfield le pidió al paciente que levantara el brazo. Cuando le preguntó qué había ocurrido, el paciente señaló: «He movido el brazo». De esta manera tan sencilla, Penfield demostró que todo el mundo es consciente de manera instintiva. Existe una enorme diferencia entre ver que tu brazo se mueve y moverlo tú mismo. La diferencia radica en la misteriosa separación entre mente y cerebro. Querer mover el brazo es un acto de la mente; el movimiento involuntario es un acto desencadenado en el cerebro. No es lo mismo.
La distinción puede sonar algo detallista, pero tiene muchísima importancia. Por ahora, recuerda solo que no eres tu cerebro. La mente que da órdenes al cerebro es el único y verdadero creador, del mismo modo que Mozart es el auténtico creador de la música que suena en la radio. En lugar de aceptar pasivamente cualquier cosa del mundo de «ahí fuera», reclama primero tu papel como creador, que es un papel activo. Ese es el primer paso para aprender a crear la realidad.
La creatividad se basa en hacer cosas nuevas. Pablo Picasso a menudo colocaba los dos ojos en el mismo lado de la cara, lo que no guarda ninguna semejanza con la naturaleza (a menos que hablemos de peces planos como los lenguados o los fletanes, cuyos alevines nacen con los ojos a ambos lados de la cabeza, pero van quedando en el mismo a medida que se desarrollan). Algunas personas dirían que Picasso cometió un error. Hay un chiste sobre una profesora de primaria que llevó a su clase a un museo de arte. Cuando estaba frente a un cuadro abstracto, dijo: «Se supone que esto es un caballo». Al fondo del grupo, un niñito elevó la voz: «Entonces, ¿por qué no lo es?».
Sin embargo, las pinturas abstractas cometen «errores» con el fin de crear algo nuevo. Picasso veía el rostro humano de una forma nueva. Puesto que la percepción es infinitamente adaptable, si le das a Picasso una oportunidad, permitirás que tu visión se aleje de la forma normal de ver las caras. Se despierta una emoción inquieta y, de repente, te echas a reír, o tiemblas con nerviosismo o encuentras que el estilo abstracto es hermoso. Lo nuevo te excita; te conviertes en parte de ello. El cerebro está diseñado para permitir que todo el mundo cree cosas nuevas. Si fuera un ordenador, almacenaría la información, la clasificaría de diferentes formas y realizaría cálculos vertiginosos.
La creatividad va más allá. Convierte el material en bruto de la vida en una imagen completamente nueva, una nunca vista. Si te comes una hamburguesa gigante para cenar cinco noches seguidas, puedes acabar harto, quejarte y preguntarte por qué la vida no cambia. O puedes hacer algo nuevo. En este mismo instante estás ensamblando tu mundo como si se tratara de un puzle en el que cada pieza está bajo tu control.
Hazlo nuevo
Cómo transformar tus percepciones
- Acepta la responsabilidad de tu propia experiencia.
- Muéstrate escéptico con las respuestas invariables, tanto con las tuyas como con las de los demás.
- Enfréntate a viejos condicionamientos. Llevan a comportamientos inconscientes.
- Sé consciente de tus emociones y de dónde proceden.
- Examina tus más profundas creencias. Sácalas a la luz y descarta aquellas que te estanquen.
- Pregúntate qué parte de la realizad rechazas.
- Consulta libremente el punto de vista de las personas que te rodean. Respeta su opinión sobre la situación.
- Practica la empatía para poder experimentar el mundo a través de los ojos de otro.
Todos estos puntos se centran en la autoconciencia. Cuando haces algo (tomarte el desayuno, hacer el amor, pensar en el universo, escribir una canción pop), tu mente solo puede estar en uno de estos tres estados: inconsciente, consciente y autoconsciente. Cuando estás inconsciente, tu mente recibe de manera pasiva el torrente continuo de datos procedente del mundo exterior, con reacciones mínimas y creatividad nula. Cuando estás consciente, prestas atención a la entrada de datos. Seleccionas, decides, clasificas, procesas, etc.; eliges lo que hay que aceptar y lo que no. Cuando eres autoconsciente, le das vueltas a lo que estás haciendo, te haces preguntas del tipo: «¿Qué me parece esto a mí?». En un momento dado, los tres estados coexisten. No tenemos ni la menor idea de si esto le ocurre o no a una criatura como el colibrí. Mientras su corazón bombea a unos mil latidos por minuto, ¿piensa el pajarillo: «Estoy cansado»? Esa cuestión procede de la autoconciencia. ¿Piensa acaso: «Mi corazón late muy, muy deprisa»? Un comentario así procede de la simple conciencia. Aunque no sabemos la verdad, suponemos que un colibrí no es autoconsciente, y puede que ni siquiera consciente. Podría pasar toda su vida en la inconsciencia.
Inconsciente, consciente y autoconsciente
La vida de los seres humanos posee esos tres estados, y depende de ti cuál de ellos predomine en un momento dado. Para llegar al supercerebro debemos reducir nuestros momentos inconscientes y aumentar los conscientes y autoconscientes. Piensa en el cuarto punto de la lista anterior: Sé consciente de tus emociones y de dónde proceden. La primera parte apunta a la conciencia; la segunda, a la autoconciencia. «Estoy enfadado» es un pensamiento consciente, pero perder los estribos es inconsciente. Por esa razón restamos importancia al hecho de que alguien sufra un estallido de ira, por ejemplo, en un accidente de tráfico. No nos tomamos en serio lo que dice hasta que se acaba el arrebato y se calma. Algunos sistemas legales perdonan la inconsciencia y se muestran indulgentes con los supuestos «crímenes pasionales». Si encuentras a tu mujer en la cama con otro hombre y reaccionas estrangulándolo allí mismo, estás actuando de manera inconsciente, sin conciencia plena.
Es bueno ser consciente, pero ser autoconsciente es incluso mejor. «Estoy enfadado» no te lleva muy lejos si tu objetivo es controlar la furia. Saber de dónde procede esa furia añade el componente de autoconciencia. Te permite ver un patrón en tu comportamiento. Tiene en cuenta que los arrebatos pasados no salieron muy bien. Quizá una pareja te abandonara en el pasado, o alguien llamara a la policía. Una vez que eres autoconsciente, la realidad cambia. Empiezas a tomar el control; el poder de cambiar emerge.
Es indudable que la conciencia existe en el mundo animal. Los elefantes se reúnen en torno a una cría muerta. Permanecen allí mucho tiempo, e incluso regresan al lugar de muertes pasadas un año después. Se apiñan alrededor de la madre que ha perdido a su hijo. Si la empatía significa algo fuera de nuestra definición humana, los elefantes parecen sentirla con sus congéneres. Por lo que sabemos, un diminuto colibrí que emigra miles de kilómetros desde México a Minnesota puede ser consciente de la ruta que toma, incluyendo los hitos visuales, el movimiento de las estrellas e incluso el campo magnético de la tierra.
Sin embargo, nos atribuimos la autoconciencia tan solo a nosotros. (No obstante, es posible que este orgullo posesivo sea destronado. Cuando se le riñe a un perro por orinarse en la alfombra, todo el mundo tiene la impresión de que el animal se siente avergonzado. Esa sería una respuesta autoconsciente). Somos conscientes de ser conscientes. En otras palabras, nuestro nivel de autoconciencia trasciende el simple aprendizaje y la memoria almacenada en el cerebro.
La neurología reduccionista no explica cómo es posible que la conciencia nos permita separarnos de la actividad de nuestro cerebro. El reduccionismo reúne datos y destapa hechos. En su investigación, Rudy sigue un método reduccionista, ya que su campo fundamental es el alzheimer y los genes relacionados con esa enfermedad. Sin embargo, la neurología reduccionista no explica quién experimenta realmente las sensaciones y los pensamientos. Existe un abismo entre la conciencia y la autoconciencia. «Me han diagnosticado alzheimer» es un comentario consciente; alguien inconsciente no notaría que su memoria funciona mal. «Odio tener alzheimer y me da un miedo horroroso», procede de la autoconciencia. Así pues, los hechos de la enfermedad abarcan los tres estados (inconsciencia, conciencia y autoconciencia) sin explicar cómo nos identificamos con esos tres estados. El cerebro solo hace lo que hace. Es necesaria la mente para identificarlos.
Por supuesto, esta «conciencia de ser consciente» es posible gracias al cerebro. No afirmamos saber, en términos reduccionistas, dónde se localizan la conciencia y la autoconciencia en los mapas cerebrales; es muy probable que no estén confinadas a una región específica. Nadie ha resuelto ese rompecabezas todavía. Mientras que el cerebro genera sensaciones y pensamientos con los que tú te identificas, el supercerebro recurre a tu capacidad para ser el observador, o el testigo, que permanece distante de los pensamientos y sentimientos transmitidos por el cerebro.
Si una persona con problemas de ira no puede contenerse y observar lo que ocurre cuando tiene un estallido, entonces su ira está fuera de control. No sabe de dónde procede ni qué hacer con ella hasta que aparece cierto grado de distanciamiento. En los escáneres cerebrales, se iluminan o se apagan distintos centros de la corteza cerebral, dependiendo de si la persona tiene o no control sobre sus emociones. Sin embargo, para mucha gente, quizá para la mayoría, la idea de distanciarse de sus emociones genera una visión inquietante de una existencia estéril e insulsa, desprovista de pasión.
Pero las emociones cambian en función de cómo eres.
Inconsciencia. En este estado, las emociones están controladas. Se activan de manera espontánea y siguen su propio curso. Se activan las hormonas, lo que muy a menudo lleva a reacciones de estrés. Si lo consentimos, las emociones inconscientes generan un estado de desequilibrio en el cerebro. Los centros superiores de toma de decisiones se debilitan. Los impulsos del miedo y la furia se quedan sin vigilantes. Puede aparecer una conducta destructiva; los hábitos emocionales se graban en circuitos neuronales fijos.
Conciencia. En este estado, la persona es capaz de decir: «Me siento X», y ese es el primer paso para equilibrar el sentimiento X. El cerebro superior ofrece razonamiento, lo que pone la emoción en perspectiva. La memoria le dice a la persona cuál fue el resultado de esa emoción en el pasado, ya fuera mejor o peor. A continuación aparece un estado más integrado, en el que los circuitos superiores e inferiores suman sus datos. Cuando dejas de estar fuera de control y puedes decir: «Me siento X», has conseguido dar el primer paso hacia el distanciamiento.
Autoconciencia. Cuando eres consciente, podrías ser cualquiera. Pero cuando eres autoconsciente, te conviertes en alguien único. «Me siento X» se transforma en: «¿Qué pienso yo sobre X?», «¿A dónde me lleva?», «¿Qué significa?». Alguien furioso puede contenerse con un grado mínimo de autoconciencia. Un jefe irritable que reprende a sus subordinados año tras año sin duda es consciente de que se enfada. Pero si no es autoconsciente, no verá lo que se hace a sí mismo y a los demás. Quizá llegue un día a casa y se quede pasmado al ver que su mujer lo ha abandonado. Una vez que llegas a la autoconciencia, las preguntas que puedes hacer sobre ti mismo, sobre lo que piensas y sientes, no tienen límites. Las preguntas autoconscientes son la clave para lograr que la conciencia se expanda y, cuando esto ocurre, las posibilidades son infinitas.
Las emociones no son las enemigas de la autoconciencia. Toda emoción juega su papel en el esquema general; son necesarias para darle significado a los sucesos. La emoción hace que un recuerdo se adhiera a la memoria. Es mucho más fácil recordar tu primer beso romántico que acordarse del precio que tenía la gasolina sin plomo esa misma noche. Puesto que son «adherentes» en ese sentido, las emociones no están distanciadas. Sin embargo, el distanciamiento forma parte de la estructura general; te permite alejarte un poco de tus emociones (razón por la que ese primer beso no llevó a un bebé). Puede que esto suene clínico y frío, pero el distanciamiento genera su propia alegría. Una vez que tus experiencias dejan de ser tan adherentes, puedes dejarlas atrás para alcanzar un nivel más elevado de experiencia, en el que toda la vida tiene significado. Al tener presente tus pensamientos y tus sentimientos, empiezas a crear nuevos caminos que registran no solo la furia, el miedo, la felicidad y la curiosidad, sino también sentimientos espirituales de bendición, compasión y admiración. La creación de realidad no tiene límite superior. Cuando asumimos que la realidad es algo fijo e invariable, lo que en realidad estamos aceptando no es el mundo de «ahí fuera», sino nuestras propias limitaciones de «aquí dentro».
Cómo interfiere el ego
Si la autoconciencia tiene un enemigo, ese es el ego, que restringe peligrosamente tu conciencia cuando sobrepasa su función. Dicha función es vital, tal y como se aprecia de inmediato cuando echamos un vistazo al cerebro. Aunque hay miles de millones de neuronas reconfigurando billones de sinapsis dentro de una red neuronal en constante evolución, tu ego te lleva a creer que en el interior del cráneo todo permanece estático y en calma. No es el caso. Pero sin esa sensación de constancia, estarías expuesto al tumultuoso proceso de la reconfiguración cerebral que se produce en respuesta a cada experiencia que tienes, como caminar, dormir o soñar. (El cerebro está muy activo mientras duermes, aunque gran parte de esa actividad es todavía un misterio).
Una vez que las nuevas experiencias se registran en el cerebro, tu ego las asimila. Eres el «yo» a quien le ocurren las cosas nuevas, además de un depósito de placer y dolor, miedo y deseo que se ha ido acumulando desde la infancia. Es importante saber que la reconfiguración cerebral siempre tiene un efecto, aun cuando tu ego te proporcione una sensación de constancia.
Cuando Rudy y su mujer, Dora, estaban criando a su hija Lyla, decidieron que durante su primer año no dejarían nunca que Lyla llorara sola sin atenderla. Otros padres criticaron su decisión, alegando que consentirían al bebé y ellos se convertirían en zombis muertos de sueño, pero Rudy y Dora mantuvieron la promesa que se habían hecho a sí mismos. Para Lyla, al igual que para todos nosotros, la infancia deposita los cimientos básicos de la red neuronal. Aunque el proceso no puede apreciarse, se forma una visión global, y años después, siempre que hay una experiencia nueva de placer o dolor, se compara con las antiguas que hay almacenadas en la memoria.
Dora y Rudy querían proporcionarle al cerebro de Lyla una base de felicidad, seguridad y aceptación, no de desagrado, abandono y rechazo. Por supuesto, este enfoque requiere más trabajo que el simple hecho de atender al bebé cuando llora. Pero en la infancia, los padres son el mundo entero del bebé, y mientras creciera, Lyla tendría razones fundadas para creer que el mundo es un lugar acogedor y afectuoso. El mundo no es inmutable. Existe cuando lo experimentamos y lo integramos dentro de nuestra visión de él. Así pues, el argumento de que Lyla no estaría preparada para la dura realidad no era válido. Como todos nosotros, ella se enfrentará al mundo basándose en la imagen de él que haya construido en su cerebro. (Lyla ha resultado ser una niñita muy feliz que irradia el amor que ha recibido de sus padres).
El ego es absolutamente necesario para la integración de todo tipo de experiencias, pero tiene tendencia a sobrepasarse. El «egotismo» es el término común que se utiliza para definir un egocentrismo exagerado, pero ese no es el tema aquí. Todo el mundo se encuentra en una situación paradójica con el ego. No puedes funcionar sin él, pero convertir todo en algo personal puede transformarse en una fantasía del ego. «Yo, mí, mío» supera cualquier otra consideración. En lugar de tener un punto de vista y fuertes valores personales (el lado bueno del ego), el egotista se empeña en defender sus predilecciones y prejuicios solo porque él los considera buenos (el lado malo del ego). El ego pretende ser el yo. Sin embargo, el auténtico yo es la conciencia. Cuando bloqueas todos los aspectos de una experiencia diciendo: «Este no soy yo» o «No quiero pensar en ello» o «Esto no tiene nada que ver conmigo», estás excluyendo algo de tu conciencia, construyendo una imagen del ego en lugar de abrirte a las infinitas posibilidades de la creación de realidad.
Semejante estrechez de miras genera una disminución o un desequilibrio en la actividad cerebral que puede apreciarse en los escáneres. Las nuevas experiencias son nuevas redes neuronales. Generan remodelaciones que mantienen el cerebro sano. Por el contrario, cuando la gente se dice a sí misma: «No muestro mis emociones» o «No me gusta pensar demasiado», bloquea ciertas áreas del cerebro. El ego hace estos razonamientos para restringir la conciencia de la persona, lo que a su vez restringe la actividad cerebral. Piensa en los hombres que equiparan estas dos cosas: «Soy un hombre» y «Los hombres no demuestran sus emociones». Dejando a un lado la rica existencia que proporcionan las emociones, esta actitud va en contra de la evolución. El cerebro utiliza las emociones para resaltar nuestras necesidades instintivas, cuyo objetivo es asegurar la supervivencia. Debes usar el intelecto para realizar estrategias y, al final, debes distanciar tu conciencia a fin de conseguir la sobriedad necesaria para conseguir esos objetivos. En otras palabras, es necesario alternar entre la pasión generada por tus miedos y deseos y los pensamientos racionales asociados con el autocontrol y la disciplina. Charles Lindbergh tenía que ser impulsivo y entusiasta para proponerse batir el récord de vuelo sobre el Atlántico, pero al mismo tiempo debía ser frío y objetivo para pilotar su avión durante el vuelo. Todos somos como él.
El cerebro es fluido y dinámico. Sin embargo, pierde su equilibrio cuando le ordenan ignorar o cambiar sus procesos naturales. Cuando limitas tu conciencia, limitas también tu cerebro, y estancas tu realidad dentro de patrones fijos.
Bloqueos del ego
Pensamientos típicos que limitan tu conciencia
- No soy de los que hacen X.
- Quiero quedarme en mi zona de confort.
- Eso me hará quedar mal ante los demás.
- Simplemente no quiero; no necesito una razón.
- Que lo haga otro.
- Sé lo que pienso. No intentes hacerme cambiar de opinión.
- Lo sé mejor que tú.
- No soy lo bastante bueno.
- Esto no es digno de mí.
- Voy a vivir para siempre.
Fíjate en que algunos de estos pensamientos te engrandecen, mientras que otros hacen que parezcas inferior. Sin embargo, en todos ellos se defiende una imagen. La verdadera función del ego es ayudarte a construir una personalidad fuerte y dinámica (hablaremos sobre cómo se consigue esto más adelante), pero cuando interviene para protegerte innecesariamente, lo que hace en realidad es enmascarar el miedo y la inseguridad. Un hombre de mediana edad que de repente se compra un deportivo rojo se siente inseguro, tanto como una mujer de mediana edad que se somete a cirugía plástica en cuanto aparecen las primeras patas de gallo. Pero defender tu ego es algo mucho más sutil que eso: por lo general ni siquiera nos damos cuenta de que erigimos defensas. En lugar de avanzar en el proyecto de la creación de realidad, nos empeñamos en fortificar la vieja realidad que hace que nos sintamos seguros. Para algunas personas, la suficiencia es segura; para otras, lo es la humildad. Puedes sentirte pequeño por dentro y disimularlo con bravuconadas, o tomar el mismo sentimiento y disfrazarlo de timidez. No hay una fórmula establecida. Si bloqueas ciertas experiencias, no sabes lo que te estás perdiendo.
No obstante, la experiencia individual es menos importante que la asombrosa agilidad del cerebro para recibir, transmitir y procesar las experiencias. Si no participas, las cosas que te niegas a ver te seguirán afectando, pero ese efecto será inconsciente. Todos conocemos a alguien que no muestra dolor cuando muere alguien cercano a él. El sufrimiento está ahí, pero avanza en un segundo plano y forma una escaramuza subterránea a pesar de la decisión del ego de «No quiero sentir».
La creación de realidad es recíproca. Tú la creas y ella te crea a ti. A nivel neurobiológico, los neurotransmisores activadores, como el glutamato, están en constante equilibrio con los neurotransmisores inhibidores, como la glicina, mientras tus emociones y tu intelecto interpretan la danza que da origen a tu personalidad y tu ego. Todo esto te proporciona una sensación de quién eres y cuál es tu respuesta a la vida en cada momento. Además, desde que estabas en el útero, todas las experiencias sensoriales crean sinapsis que consolidan tus recuerdos y establecen la base de tu red neuronal. Esas primeras sinapsis te estaban modelando. Piensa en tu reacción ante una araña casera común. En teoría podrías experimentar cualquier reacción, pero lo cierto es que tu respuesta está arraigada, y parece natural una vez que la integras. «Me dan asco las arañas» o «No me molestan las arañas» o «Las arañas me dan un miedo de muerte», todas son elecciones que tú has hecho, pero que también te han moldeado a ti. Es completamente natural. El problema surge cuando el ego interviene y convierte la respuesta personal en un hecho: «Las arañas dan asco», «Las arañas son inofensivas» o «Las arañas dan miedo». Como declaración de un hecho, estos comentarios no tienen ninguna validez; han convertido una opinión personal en una realidad «objetiva».
Ahora, en lugar de «araña» utiliza las palabras católicos, judíos, árabes, negros, policías, enemigos, etc. Los prejuicios quedan establecidos como un hecho («toda» esa gente es igual), pero en el fondo están el miedo, el odio y la necesidad de defenderse. A pesar de sus sutiles manipulaciones, el ego puede contrarrestarse con unas cuantas sencillas preguntas. Pregúntate a ti mismo:
- ¿Por qué pienso así?
- ¿Qué es lo que me motiva realmente?
- ¿Solo estoy repitiendo lo mismo que digo/pienso/hago siempre?
Lo más importante de cuestionarse a uno mismo es que se continúa avanzando. Renuevas tus respuestas; dejas que la autoconciencia participe lo más posible. El hecho de tener más procesos estimula al cerebro a renovarse, y la mente, que ahora tiene más respuestas cerebrales a su disposición, se expande más allá de cualquier límite imaginario. Todo lo fijo es limitado; todo lo dinámico te permite expandirte sin fronteras. El supercerebro implica eliminar por completo las limitaciones. Cada paso te lleva más cerca de tu verdadero yo, que crea la realidad en un estado de libertad.
Soluciones supercerebrales. Sobrepeso
El sobrepeso es un problema que puede solucionarse utilizando el cerebro de una manera nueva. Más de un tercio de los estadounidenses tiene sobrepeso, y alrededor de un cuarto son obesos. Dejando a un lado los casos médicos, esta epidemia suele estar causada por nuestras propias elecciones. En una sociedad que consume una media de casi setenta kilos de azúcar al año, que se come una décima parte de la carne que consume en McDonald’s y que se contenta con tallas más grandes cada década, cualquiera diría que nuestras malas decisiones son tan evidentes que deberíamos apresurarnos a cambiarlas. Pero no lo hacemos, y la enorme cantidad de campañas de salud pública no parece servir de mucho. La obesidad ha ido más allá de lo razonable porque la razón no es efectiva a la hora de detenerla.
¿Qué es lo que hace mal el cerebro base? Antes se le echaba la culpa a cierto componente moral. Tener sobrepeso era un signo de debilidad personal, un vestigio de la inclusión medieval de la gula entre los siete pecados capitales. En algún rincón de sus mentes, muchas de las personas con sobrepeso se acusan a sí mismas de no tener fuerza de voluntad. ¡Si pudieran dejar de ser tan indulgentes consigo mismos! Ojalá dejaran de castigarse con calorías que alimentan un círculo vicioso: comer genera kilos, que a su vez llevan a una imagen peor, y sentirte mal contigo mismo te da una razón para consolarte comiendo más.
Las decisiones son conscientes; los hábitos, no. Esa simple idea nos basta para empezar a ver lo que significa tener sobrepeso desde la perspectiva cerebral. Las zonas inconscientes del cerebro han sido entrenadas para exigir comida cuando el cerebro superior ya no desea más. La alternancia entre comer demasiado, los remordimientos, y volver a comer demasiado tiene un equivalente fisiológico. Las hormonas que actúan como señales naturales para indicar que has saciado tu hambre se suprimen, o bien se contrarrestan con otras hormonas que indican un apetito voraz. La comida en sí no es el problema. Por más tentadores que sean una copa de helado con caramelo o un chuletón de setecientos gramos, no son sustancias adictivas.
Entonces, ¿cuál es el problema? Las respuestas, que a estas alturas ya son familiares, pueden parecer inútiles. Hay tantos factores que afectan la dieta y la salud que, mires donde mires, siempre se puede encontrar algo nuevo a lo que echarle la culpa.
Según los expertos, la gente engorda por:
- Baja autoestima.
- Mala imagen corporal.
- Historia familiar de obesidad.
- Predisposición genética.
- Malos hábitos alimenticios desde la infancia.
- Comida rápida y alimentos precocinados poco saludables, ricos en aditivos y conservantes.
- Rechazo de comida ecológica.
- Obsesión social por el cuerpo «perfecto», que la vasta mayoría no puede conseguir.
- Derrotismo inherente a las dietas constantes y al efecto yoyó de la pérdida y recuperación del peso.
Cuando se enfrenta a tan descorazonadora lista, el cerebro base se abruma enseguida, y eso conduce al conocido patrón de comportamientos contraproducentes. Una dieta fallida lleva a la siguiente, a una sensación de frustración y confusión. Los fracasos generan más frustración, pero también te hacen proclive a probar con tretas y soluciones rápidas: la presión irrazonable del hambre, él hábito y las fantasías nublan la capacidad de tu cerebro superior para tomar decisiones.
¿Cómo puede el supercerebro cambiar estos patrones arraigados? En primer lugar necesitamos establecer una tregua con la grasa. El cerebro base no ha ganado la guerra. Los estudios demuestran que muchos de los que hacen dieta pierden peso, pero casi el cien por cien es incapaz de mantenerse más de dos años. Aquellos que consiguieron perder mucho peso y mantenerse, aseguran que seguirán contando calorías todos los días durante el resto de sus vidas. La química cerebral tiene su papel. Por lo general, la gente que lleva una dieta se siente más hambrienta después de perder peso que antes. Los investigadores australianos creen que la razón es un cambio biológico. Los estómagos de las personas que perdieron peso con la dieta y luego lo recuperaron tenían los niveles de ghrelina, la llamada «hormona del hambre», un 20 por ciento más altos que antes de empezar el régimen. Un informe aparecido en The New York Times en diciembre de 2011 dice: «Sus cuerpos, todavía metidos en carnes, se comportaban como si estuvieran muriendo de hambre y trabajaban a marchas forzadas para recuperar el peso que habían perdido». Tu cerebro, a través del hipotálamo, es el responsable de regular el balance metabólico corporal, y la dieta también parece afectar ese proceso. La gente que consigue recuperar su peso normal necesita 400 calorías menos al día que aquellos que se han mantenido a lo largo de los años en su peso ideal.
Lo que necesita una persona con sobrepeso para acabar con el derrotismo no es un cerebro nuevo, un mejor balance metabólico o las hormonas equilibradas. Es decir, la respuesta no está en esos factores, que son secundarios a otra cosa: el equilibrio. En el circuito cerebral se genera un desequilibrio porque se han reforzado las áreas del comportamiento impulsivo y se han debilitado las que se encargan de la toma de decisiones razonables. La repetición de patrones negativos también perjudica la toma de decisiones, porque cuando te culpas a ti mismo o te sientes un fracasado, las partes inferiores de tu cerebro empiezan a superar de nuevo a la corteza cerebral. Se recupera el equilibrio mental cuando se toman decisiones enriquecedoras, como cuando dejas de tomar alimentos a modo de cura emocional. Una vez que recuperas el equilibrio, el cerebro se esforzará por mantenerlo de manera natural. Este equilibrio, conocido como homeostasis, es uno de los mecanismos más poderosos del sistema nervioso autónomo o involuntario. Hay que tener en cuenta que el cerebro funciona de manera dual. Hay procesos que van con piloto automático, pero si les ordenas que funcionen como tú quieres, la voluntad y el deseo tomarán el mando. Sin embargo, no es una cuestión de fuerza de voluntad. La fuerza de voluntad implica obligación. Quieres comer un segundo trozo de tarta o saquear la nevera a media noche, pero te resistes a base de pura determinación.
Es no es voluntad; es resistencia. Todo aquello a lo que te resistes, persiste. Ese es el problema. Mientras sigas enzarzado en una batalla interna entre lo que deseas y lo que sabes que es bueno para ti, la derrota es casi inevitable. En su estado natural, la voluntad es lo contrario de la resistencia. Te dejas llevar, y la voluntad de la naturaleza, que cuenta con miles de millones de años de evolución a sus espaldas, te empuja. La homeostasis es el camino por el que tu cuerpo desea ir, ya que todas las células han sido exquisitamente diseñadas para mantener el equilibrio (razón por la que, por ejemplo, una célula solo suele almacenar lo que necesitará en los próximos segundos. No necesita guardar más, ya que gracias al balance corporal general cada célula cuenta con un suministro constante de nutrientes).
Alcanzar el supercerebro implica controlar lo que hace tu cerebro. Nuestro lema es: «Utiliza tu cerebro, no dejes que él te utilice a ti». El problema del peso incluye pacientes que sufren trastornos alimenticios. Cuando una chica con anorexia grave se mira al espejo, ve una figura demacrada a la que se le marcan grotescamente las costillas, los codos y las rodillas, y un rostro que parece una fina máscara situada sobre el cráneo. Y aun así, lo que ve es que «está gorda». Los datos en bruto que llegan a su corteza visual, situada en la parte trasera de su cerebro, son irrelevantes. Como suele pasar en los trastornos alimenticios, el cuerpo que ve la persona afectada solo está en su cabeza. Y lo mismo puede decirse de todo el mundo. La única diferencia es que nosotros equiparamos el reflejo normal del espejo con la imagen normal de nuestra cabeza. Aun así, millones de nosotros nos vemos «demasiado gordos» cuando contemplamos un cuerpo que está cómodamente dentro del rango normal. Por supuesto, puede entrar en juego la negación, y pasado un cierto punto es posible que hayamos ganado demasiado peso para admitirlo. (En una brillante tira cómica del New Yorker aparece una mujer que, tras señalarse el cuerpo, le pregunta al marido: «Dime la verdad. ¿Esto me hace parecer muy gorda?»).
La clave es equilibrar tu cerebro, y luego aprovechar la capacidad de este para equilibrarlo todo: las hormonas, el hambre, las ansias y los hábitos. Tu peso está en tu cabeza, porque, al final, tu cuerpo está en tu cabeza. Es decir, el cerebro es la fuente de todas las funciones corporales, y tu mente es la fuente del cerebro.
El supercerebro requiere que te relaciones con tu cerebro de una nueva forma. La mayoría de la gente está en desequilibrio debido a la adaptabilidad de su cerebro. Este compensa casi todo lo que ocurre en el cuerpo. La gente con un sobrepeso que ronda la obesidad lleva una vida más o menos normal (dentro de ciertos límites), tiene familia y disfruta de relaciones románticas. A otro nivel, sin embargo, son infelices. El desequilibrio genera más desequilibrio, y el círculo vicioso se perpetúa. Es necesario dejar de adaptarse a la obesidad e identificar el cerebro con la solución, no con el problema.
Pérdida de peso consciente
- Deja de luchar contra ti mismo.
- Deja de contar calorías.
- Renuncia a las dietas.
- Recupera el equilibrio allí donde sabes que estás más desequilibrado (emociones, estrés, sueño). Enfréntate con aquello que rompe tu equilibrio.
- Concéntrate en alcanzar un punto crítico.
- Deja que tu cerebro se encargue de recuperar el equilibrio físico.
Puedes cambiar un hábito solo cuando sientes la necesidad de hacerlo. Con la comida pasa lo mismo. Estiras el brazo para coger otro trozo de pizza o te escabulles hasta la nevera para comer helado en plena noche. ¿Qué ocurre en ese momento? Si logras responder a esa pregunta, tienes la oportunidad de cambiar.
1. O estás hambriento o intentas aplacar un sentimiento
Son las dos opciones básicas. Cuando vayas a buscar comida, pregúntate a qué se debe.
«Estoy hambriento». Si eso es cierto, entonces comer es una necesidad corporal normal, y se satisface cuando el hambre ya no está presente (algo que ocurre mucho antes de estar lleno o atiborrado). Unos centenares de calorías colmarán un ataque pasajero de hambre. Un almuerzo tiene unas 600 calorías.
«Estoy aplacando un sentimiento». Si esto es cierto, entonces el sentimiento estará tan presente como el hambre. Pero tú tienes la costumbre de no hacer caso del sentimiento. O quizá esté disfrazado. En cualquier caso, párate a pensar e intenta fijarte en cómo te sientes:
- Abrumado y exhausto.
- Frustrado.
- Presionado
- Distraído.
- Desasosegado.
- Aburrido.
- Inseguro.
- Inquieto.
- Enfadado.
Una vez que identifiques el sentimiento, dale el nombre que quieras, pero a ser posible en voz alta: «Ahora mismo me siento frustrado», «Ahora mismo estoy agotado».
2. Una vez que sepas lo que sientes, sigue adelante y come
No luches contra ti mismo. La batalla interna entre «No debería comer esto» y «Tengo que comerme esto» no termina jamás. Si tuviera fin, un lado o el otro habría ganado hace mucho. Así que piensa en si tienes hambre o estás apaciguando un sentimiento, y luego come.
3. Espera un punto de partida
Si has sido sincero al preguntarte: «¿Qué es lo que siento?» antes de empezar a comer, llegará un momento en que tu mente te diga algo nuevo. «No necesito comer esto». O «En realidad no tengo hambre, así que, ¿para qué voy a comer?». No tienes que anticipar ese momento. Y, desde luego, no puedes forzarlo. Pero prepárate y mantente alerta. El impulso que te insta a liberarte de un hábito es real. Lo que ocurre es que, por el momento, no es tan fuerte como tu hábito de comer.
Cuando llegue ese punto de partida, sigue tu nuevo impulso, y luego olvídalo.
4. Aprende mejores maneras de enfrentarte a lo que sientes
Cuando apaciguas un sentimiento, este desaparece temporalmente, pero siempre vuelve. Comes para calmar lo que sientes. Hay otras formas de hacerlo, y cuando las aprendas, el impulso de comer se reducirá, porque tu cuerpo y tu mente sabrán que tienes más de un mecanismo para hacerle frente.
Las estrategias para hacer frente incluyen:
- Decir cómo te sientes sin miedo a la desaprobación.
- Confiar en la persona adecuada, alguien con empatía, que no haga juicios y que sea ajena a la situación. (Confiar en gente que depende de ti en cuestiones económicas, sociales o laborales nunca es buena idea).
- Fiarte de alguien lo suficiente para seguir sus consejos.
- Considerar que demasiada seguridad en uno mismo lleva a la soledad y a percepciones distorsionadas.
- Encontrar una forma de eliminar la energía subyacente de miedo o furia. Estos dos sentimientos negativos básicos alimentan los comportamientos adictivos.
- Tomarte tu vida interior tan en serio como la exterior.
- Sentirte lo bastante bien para no tener que consentirte a ti mismo. Sentirte mal es lo que te tienta a ser indulgente. No es lo bien que huele la comida lo que te lleva a la perdición.
5. Crea nuevas redes neuronales
Los hábitos son carriles mentales que dependen de ciertas redes cerebrales. Una vez integrados, responden de manera automática. Cuando una persona lucha contra el impulso de comer demasiado, el cerebro «recuerda» que comer demasiado es lo que se supone que debe hacer. Sigue el carril trazado de manera automática y enérgica. Así pues, debes darle a tu cerebro un nuevo camino, y para ello debes construir nuevas redes neuronales. No puedes crearlas cuando sientes el impulso de comer, pero hay otros muchos momentos y formas de generar patrones cerebrales.
Nadie disfruta comiendo para mitigar un sentimiento. La gente suele tener una sensación de fracaso, ya que ese comportamiento le recuerda su debilidad. Pero hay que tener en cuenta que los sentimientos no quieren ser mitigados, sino satisfechos. Satisfaces tus sentimientos positivos (amor, esperanza, optimismo, aprecio, aprobación) relacionándote con otras personas y mostrando tu mejor yo. Satisfaces tus sentimientos negativos cuando los liberas. Todo tu organismo reconoce los sentimientos negativos como perjudiciales. Es inútil embotellarlos, desviarlos, ignorarlos o intentar estar por encima de ellos. La negatividad se va o se queda; no hay otra alternativa.
Cuando satisfaces tus sentimientos, tu cerebro cambia y forma nuevos patrones, que es nuestro objetivo.
También necesitas un respiro de la lucha interna, de los conflictos y la confusión que mantienen en guerra tus impulsos, tanto los buenos como los malos. Aquí es donde ayuda mucho la meditación. Esta técnica le muestra a tu cerebro un lugar de descanso. Sin tener en cuenta las connotaciones espirituales, encontrar un lugar de descanso en el que ninguna de tus facetas esté en guerra con otra, supone una ayuda inmensa, ya que le proporciona a tu cerebro una base para el cambio. Cuando meditas no sigues carriles establecidos, patrones ni viejos condicionamientos. Cuando tu cerebro se dé cuenta de eso, querrá hacerlo más. Por lo tanto, en lugar de sentir los viejos impulsos, empezarás a tener más momentos de equilibrio, lucidez y libertad.
Tu cerebro debe convertirse en tu aliado. De lo contrario, seguirá siendo tu adversario.
La lucidez es la clave. Lo que ves, lo puedes cambiar. Lo que no ves no te abandonará nunca. Puesto que nunca perdemos la capacidad de ver, siempre estamos abiertos al cambio.
El objetivo de este programa no se mide en kilos. Con el tiempo, cuando hayas enseñado a tu cerebro a reconocer las emociones, insatisfacciones e impulsos asociados a comer en exceso, alcanzarás un punto crítico en el que utilizarás tu cerebro en lugar de permitir que te use él a ti. Te resultará fácil no comer demasiado. Con un objetivo claro, harás de manera natural lo que siempre ha sido bueno para ti. Retomaremos estos dos temas (aprender a utilizar tu cerebro en lugar de ser su sirviente y aprender a no forzar los nuevos comportamientos) muchas veces a lo largo del libro. Son las claves principales para evolucionar hacia el supercerebro.