XXIII
No conseguí salir de aquel calabozo inmundo antes de recibir los abrazos también emotivos de Marcos, de Alejandro y de Rufo. Llegué hasta la salida seguido por un soldado que jadeaba intentando mantenerse a mi altura y cuyo saludo se perdió en el aire mientras yo subía a mi vehículo. Cuando crucé el umbral de mi casa, me encontraba firmemente decidido a no seguir colaborando con el césar. De hecho, ya había concebido el propósito de retirarme al campo, a una hacienda familiar, e intentar serenarme en medio de aquel aislamiento. Desde luego, falta me hacía. En cuanto a la excusa no iba a serme difícil de encontrar. ¿Acaso no acababa de llegar de Asia? ¿Acaso, nada más venir a la ciudad, en lugar de aceptar un merecido reposo no había aceptado una comisión directa del césar?
¿Acaso no había reconocido él mismo lo gravoso de aquella prolija investigación? Sí, claro que sí. Enviaría una carta a Nerón informándole de que estaba enfermo y necesitaba respirar el aire del campo para recuperarme. Una misiva de ese tipo acompañada de las dosis suficientes de adulación tendría el efecto deseado. Redacté la carta aquella misma tarde y, tras sellarla pertinentemente, ordené que no se le hiciera llegar a Nerón antes de que hubieran pasado unas horas de mi salida hacia el campo. No deseaba que un correo inoportuno me impidiera abandonar Roma.
Durante algunas semanas llegué a pensar que me vería libre de todo lo que temía que iba a suceder. El sabor de la leche recién ordeñada, de la miel fresca, del pan bien horneado me distrajo de toda la hiel que se había ido acumulando en mi interior durante la instrucción del caso del pescador. Por el día, observaba las labores de la tierra y, por primera vez, comencé a preguntarme si no había desperdiciado mi existencia combatiendo en lugar de haciendo que creciera algo que pudiera servir de alimento a los demás. Por la noche, paseaba y al elevar la mirada al cielo tachonado de estrellas me decía que algo tan hermoso no podía haber sido creado por aquellos dioses con forma humana a los que había rendido culto desde mi infancia. En realidad, ¿qué eran sino una versión más poderosa de nosotros mismos?
En ellos, a diferencia del Padre de Jesús, podía contemplar la ira y el adulterio, el rencor y la mentira, el robo y el fraude. ¿Cómo podía haber surgido de semejantes seres lo sublime, lo bello, lo noble? ¿Cómo si ellos no tenían ninguna de esas virtudes? De esa manera, la creencia en aquellas divinidades se fue desprendiendo de mí y comencé cada noche a dirigirme a Jesús, aquel Hijo de Dios que había sido crucificado pero al que el sepulcro no había podido retener en su seno.
Sin embargo, aquella plácida tranquilidad no iba a durar mucho. Una tarde me encontraba descansando cuando un Roscio cansado, envejecido y lleno de miedo me trajo las primeras noticias acerca de un terrible incendio que había asolado Roma. Según me refirió, había salido de la parte del circo que se encuentra pegada a los montes Palatino y Celi y muy pronto había prendido en las tiendas de alimentos que se hallaban en las cercanías. Como por la zona no había casas con cortafuegos, ni templos cercados de murallas ni espacios a cielo abierto, el fuego se había extendido con enorme rapidez e incontenible vigor. Pronto, las calles angostas y estrechas de Roma se convirtieron en inesperados tiros por los que las llamas devoradoras corrían a mayor velocidad que las mujeres, los niños y los ancianos. Pregunté qué había hecho Nerón al saber de aquella desgracia y me respondió que el césar se encontraba en Ancio y que no había querido regresar a la ciudad hasta que le informaron de que el fuego se había acercado a sus casas por la parte que se juntaban con palacio y con los huertos de Mecenas. Al parecer, había ordenado que se abriera el campo Marcio, las memorias de Agripa y sus propios huertos para que en ellos encontrase refugio la pobre gente que había quedado sin techo. Sin embargo, nada de aquello había servido para aumentar su popularidad ya que se había corrido la voz de que mientras ardía Roma, había subido a un tablado que tenía en su casa y cantado la destrucción de Troya en una comparación de los desastres pasados con los presentes. Al cabo de seis días, el fuego había concluido en la parte más baja del monte Esquilino, una vez que se había adoptado la medida de derribar las casas suficientes como para impedir su avance. Sin embargo, aquello no había significado el final de la tragedia. Por el contrario, en las zonas más deshabitadas de la urbe se había iniciado un nuevo incendio que vino unido al rumor de que Nerón deseaba construir una ciudad nueva y para lograrlo estaba procediendo a incendiar la antigua. Al final, cuando todo terminó, de los catorce distritos de Roma sólo cuatro se habían visto libres de daños. Por supuesto, se emprendieron entonces todo tipo de ceremonias y ritos para propiciar a los dioses, pero la plebe no dejaba de señalar a Nerón como responsable de todo.
Lo que sucedió después —y de lo que Roscio me habló con lágrimas en los ojos— fue, sin ningún género de dudas, espantoso, aunque las causas últimas permanecieran en la sombra. Nerón había apuntado a los seguidores de Jesús como los responsables del incendio. ¿Había planeado desde el principio el incendio y con él también a los que cargarían con la culpa? ¿Fue todo un hecho fortuito pero consideró que aquellos inocentes eran un blanco ideal para la cólera popular? No lo supe entonces y sigo sin saberlo ahora. Sin embargo, de lo que no cabe la menor duda es de que el césar se comportó con ellos como no lo hubiera hecho siquiera una bestia monstruosa. En medio de aquella sangrienta e injustificada persecución, a algunos de los nazarenos los vistieron con pieles de animales para que los despedazaran los perros; a otros los crucificaron; a otros los situaron en medio de montones de leña a los que se prendió fuego para que sirvieran de antorchas y mientras morían Nerón aprovechaba para pasear por en medio de la turba disfrazado de auriga para atizar aún más la cólera popular. Fue en el curso de aquel río de sangre cuando perecieron Petrós y también Paulo, aquel judío que contaba con la ciudadanía romana y del que, por primera vez, me había hablado Roscio.
—Fueron centenares, quizá miles —me dijo mi amigo— los que hallaron la muerte de esas y de otras maneras espantosas. Al principio, los detuvieron acusándoles únicamente de una absurda participación en el incendio, pero al cabo de unas horas se les perseguía simplemente porque se había concebido contra ellos un profundo aborrecimiento.
Reflexioné al escuchar aquellas palabras en la razón que habían tenido Petrós y Marcos al insistir en concluir una obra para la que apenas les quedaba tiempo. ¿Habría logrado el pescador terminar su testamento y, en caso de que así hubiera sido, quién sería su albacea?
—Tengo la impresión de que esto sólo ha sido el principio de mayores desastres —dije a Roscio al concluir su relato—. Lo más seguro es que Nerón piense que la sangre de esos inocentes le ha lavado de cualquier infamia, pero me temo que no tendrá esa fortuna. ¿Por qué no te quedas conmigo?
Roscio aceptó y yo no me equivoqué. En realidad, a lo largo de los siguientes años todos los acontecimientos se fueron encadenando de una forma tras la que yo veía la acción de un Dios muy diferente de los de Roma o las naciones bárbaras. Primero, Nerón tuvo que enfrentarse con una revuelta militar e incapaz de sofocarla, optó por suicidarse. Luego, los judíos, que se habían sublevado contra una Roma a la que creían fácil de vencer, asistieron a la destrucción de Jerusalén —la ciudad donde había sido crucificado Jesús— y de su templo. Tan sólo se salvaron aquellos seguidores del Jristós que, recordando sus profecías, se apresuraron a abandonar la ciudad.
Al fin y a la postre, ninguno de los enemigos del Jristós y de sus seguidores ha sobrevivido más de unos años. De Nerón, el césar que pretendió ser un dios de Egipto, nadie desea acordarse actualmente; de los antiguos sacerdotes que condenaron a Jesús ninguno sigue vivo y en no pocos casos fueron sus propios correligionarios los que les dieron muerte. Sin embargo, los llamados nazarenos persisten hasta el día de hoy. Como bien señaló el Jristós, los últimos años han demostrado hasta la saciedad que de nada le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma. Por mi parte, estoy convencido de que, al final, no será la fe en la Buena noticia la que desaparezca en medio de las guerras y desastres que con seguridad se sucederán a lo largo de la Historia del género humano. Incluso aunque en el curso de alguna generación pueda parecer que su causa está perdida, como sucedió durante la persecución desatada por el césar Nerón, al fin y a la postre no será así. Jesús, aquel que murió por nosotros en la cruz y se levantó de entre los muertos, regresará como sabían Petrós y tantos otros que lo habían acompañado durante años. Cuando eso suceda, los muertos volverán a la vida para ser juzgados por el Jristós; el dolor, la enfermedad y la muerte desaparecerán para siempre, y el reino de Dios quedará establecido por los siglos de los siglos. Entonces los que lo hayan proclamado públicamente, aquellos que acudieron a él en busca del perdón que sólo él puede dispensar, ocuparán un lugar al lado suyo. Ese día, yo mismo, que sé que la muerte está cerca y muy pronto me arrojará en las playas de otro mundo, yo, Marco junio Vitalis, pecador arrepentido de la codicia, del expolio, del derramamiento de sangre, de todos mis torpes apetitos, contemplaré cara a cara a Aquel que murió en una cruz para salvarme y que me habló por primera vez a través de los labios de un viejo pescador.