III

Por un instante, fui incapaz de reaccionar frente a las inesperadas palabras que acababa de pronunciar Nerón. ¡El Jristós judío, el personaje anunciado siglo tras siglo por sus escritos sagrados, podía haber llegado! En realidad, esa poco verosímil circunstancia no me preocupaba especialmente, pero la referencia del césar a los problemas que pudiera causar no me resultaba tan baladí. Bien estaba que tuviéramos que soportar a los judíos entre nosotros, que contuviéramos nuestro justificado asco ante sus prácticas absurdas o que no comentáramos en voz alta lo que nos parecían sus locas creencias, pero que, por añadidura, tuviéramos que enfrentarnos con algún disturbio cruento a causa de aquel personaje… No, eso me parecía excesivo.

—Soy un leal servidor de Roma —respondí imprimiendo a mis palabras la mayor resolución.

—No me cabe duda, Vitalis —dijo el césar—, por eso te he llamado. El tal Jristós nació hace ya varias décadas y por lo que he podido averiguar fue debidamente ejecutado por el gobernador Poncio Pilato… Pilato… sí, había oído hablar de él cuando había estado en Judea. Los judíos conservaban en general un pésimo recuerdo de su gobierno, pero la sensación que yo tenía era la de que había logrado mantener inquebrantable el orden en medio de unas condiciones nada fáciles. No me extrañaba un ápice que se hubiera desembarazado del Jristós.

—Todo indicaba que el final era la cruz —prosiguió el césar—, pero, de manera incomprensible, los seguidores del Jristós no se desbandaron. Por alguna razón que desconozco, en lugar de desaparecer crecieron y crecieron, se expandieron y se expandieron hasta llegar aquí, a la misma urbe de Roma.

Guardé silencio. Conocía suficientemente la historia como para saber que los rumores que afirmaban que Espartaco, el gladiador rebelde, no había muerto no habían dejado de crear problemas a Roma durante un tiempo. Pero la persistencia de los seguidores del Jristós era otra cuestión. Si era Pilato el que lo había crucificado significaba que ya podían haber pasado treinta años desde su muerte. Parecían demasiados para que aún contara con partidarios.

—De cualquier forma —prosiguió el césar— creo que el problema está a punto de resolverse. Hace apenas unos días cayó en nuestras manos uno de los caudillos del movimiento.

—¿Romano? —pregunté sorprendido e inmediatamente me arrepentí de la falta de respeto que significaba interrumpir al césar y, sobre todo, formularte una cuestión.

—No —respondió Nerón sin advertir en apariencia la incorrección de mi comportamiento—. Es, como cabía esperar, un judío. Al parecer, durante años llevó a cabo sus fechorías en Asia y sólo llegó a Roma recientemente. Sin embargo, conoció personalmente al crucificado y eso le proporciona un prestigio especial que no me resulta difícil comprender. Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías con ese hombre?

—Si se tratara de un sedicioso no dudaría ni un instante en proceder a su ejecución —respondí prontamente—. No podemos permitir que el imperio se vea sometido al menor peligro por culpa de unos fanáticos.

—Tienes razón —reconoció el césar—, pero por lo que llevo visto hasta ahora los seguidores del Jristós no constituyen un grupo normal. He decidido ocuparme personalmente de la instrucción de la causa de ese hombre, obtener el máximo de información posible y sólo entonces actuar en consecuencia.

Asentí perplejo tras escuchar aquellas palabras. Sin duda, la acción del césar no era habitual ya que, por lo común, bastaba la justicia ordinaria para acabar con cualquier amenaza que se presentara contra el imperio. Con todo, en aquel comportamiento inesperado me pareció percibir una buena señal. El aspecto externo de Nerón podría no ser el que yo consideraba más apropiado para un romano pero sus frases dejaban de manifiesto que era mucho más agudo de lo que hubiera podido parecer a primera vista y que, desde luego, ningún protocolo iba a impedirle cumplir con lo que consideraba que era su deber.

—Ahí es precisamente donde entras tú, Vitalis —dijo el césar saltando con agilidad desde el mullido triclinio—. Quiero que seas un asistente de la instrucción, que me busques todos los datos que puedan resultar pertinentes para acabar con ese hombre y, sobre todo, que tomes nota de todo a fin de que no pueda quedar lugar a dudas sobre la justicia de la condena, caso de pronunciarse.

En ese momento, de buena gana le hubiera dicho que nada de aquello me parecía necesario ya que incluso opinaba que resultaba excesivo que el príncipe en persona se ocupara de semejante causa. Sin embargo, la oportunidad que se me brindaba de trabajar a su lado y de mostrarle mi celo y competencia me parecía demasiado atractiva como para desaprovecharla.

—César —dije con el tono más firme que pude—, estoy totalmente a tus órdenes.

—Lo sé, Vitalis, lo sé —comentó Nerón mientras se apartaba del triclinio y se acercaba hasta mí—. Va a tratarse de un trabajo arduo pero no me cabe duda de que lo realizarás a la perfección. De momento, y antes de que se inicie la investigación con los interrogatorios obligados, necesito que recojas toda la información necesaria sobre el movimiento y me la entregues.

—Así se hará, césar —respondí—. ¿Qué plazo tengo para llevar a cabo ese informe preliminar?

—Dos días —dijo Nerón con la misma tranquilidad con que respiraba. Luego cubrió la escasa distancia que mediaba entre nosotros y posó su diestra en mi hombro.

—No me cabe ninguna duda de que no me defraudarás.

¿Defraudarle? Maldecirle fue lo que hice un millar de veces antes de llegar a mi casa después de nuestra entrevista. ¿Cómo podía yo reunir información sobre el movimiento de los seguidores del Jristós en un espacio tan breve de tiempo? De buena gana me hubiera encerrado entre cuatro paredes y hubiera comenzado a trasegar jarra tras jarra de vino hasta que hubiera desaparecido la indignación que se había apoderado de mí. No podía hacerlo. En realidad, necesitaba tener la mente más clara que nunca.

¿Quién podía ayudarme a salir de aquel atolladero?

Me hallaba a punto de traspasar el umbral cuando el nombre de Livio Marcio Roscio me vino a la cabeza con la misma claridad que el rayo luminoso que rasga el firmamento negro en medio de la silenciosa noche. Sí, claro, ciertamente si existía alguien que pudiera sumergirse en medio de los atestados archivos imperiales y arrancarles la información que pudiera abrigar sobre aquellos seres extraños sin duda se trataba de Roscio. El problema fundamental residía en el hecho de que ya era un hombre de cierta edad cuando yo había abandonado la ciudad unos años atrás y no tenía ninguna razón para esperar que estuviera vivo. ¡Tenía que estarlo!

Durante el breve tiempo que restaba de luz solar mis esclavos y asistentes se entregaron a la nada fácil tarea de dar con Roscio. Les informé de que sería absurdo que lo buscaran en tabernas, lupanares o mercados de esclavos. Ésos eran lugares donde cabía la posibilidad de hallar a senadores, caballeros o legionarios pero no a mi extraño conocido. No. Si deseaban dar con la pista que les condujera ante su presencia lo más seguro sería que se dirigieran a los vendedores de libros. Aún recuerdo el gesto de extrañeza absolutamente total con que mis laboriosos fámulos escucharon aquellas palabras antes de salir de mi casa. Sin embargo, yo estaba convencido de no equivocarme y, efectivamente, no erré en mis apreciaciones. Dieron con él precisamente cuando regateaba con un tozudo campesino por el precio de unos añosos y amarillentos manuscritos redactados en etrusco, un lenguaje ya muerto que muy pocos de nuestros eruditos conocían aún.

—Sí, sé a quiénes te refieres —me dijo pensativo una vez que le hube explicado la misión que me había encomendado el césar—. Los seguidores del Jristós son conocidos como los nazarenos y también como cristianos, aunque ellos prefieren referirse a sí mismos como la gente del Camino.

—¿Nazarenos? ¿Cristianos? ¿La gente del Camino? ¿Estás seguro de que hablamos del mismo grupo? —indagué un tanto suspicaz.

—Sin ningún género de dudas —respondió Roscio—. El nombre de nazarenos deriva de Nazaret, un poblachón de Galilea donde vivió su fundador, un tal Jesús; cristianos no es sino una adaptación a nuestra lengua de un término griego, el de seguidores del Jristós o ungido…

—¿Y lo del Camino?

—Eso es lo más fácil de explicar —respondió Roscio—. Pretenden que su religión no es un conjunto de ritos o creencias sino una forma de vida, una manera de comportarse en esta existencia para agradecer que Dios les ha regalado ya la futura.

—Sin duda, son gente extraña —dije un tanto sobrecogido por las raras palabras que acababa de escuchar.

—¡No lo dudes! —reconoció Roscio—. ¿Sabes cómo llaman a los lugares donde colocan a sus muertos?

Negué con la cabeza. Lo ignoraba pero además tampoco me hubiera importado que así fuera de no tener que acumular para el césar información sobre aquel extraño movimiento.

—Nada más y nada menos que cementerios —respondió Roscio conteniendo a duras penas una carcajada.

—¿Cementerios? —pregunté dubitativo—. ¿Utilizan la palabra griega para los dormitorios?

—Exactamente —dijo Roscio—. ¡Creen que los cuerpos de los muertos están dormidos a la espera de ser levantados a la vida por su Jristós!

Ya conocía lo que los judíos pensaban sobre los muertos y de ello le había hablado a Nerón, pero que los nazarenos además consideraran que los cadáveres sólo dormían… Bueno, sin duda, aquello era añadir el mal gusto a lo absurdo.

—¿Crees que podrás reunirme toda la información posible sobre ellos? —indagué.

—Sí, si consigo sobornar a los funcionarios debidos —respondió con la misma tranquilidad con que podría haber descrito el estado del tiempo. Me aparté de él unos pasos hasta llegar al diminuto templete de los lares que descansaba en uno de los rincones más tranquilos de la estancia. No hubiera podido decir sin lugar a dudas si creía en aquellas divinidades familiares que custodiaban mi hogar, pero sí sabía que el dinero que colocara a su lado disfrutaba del carácter de lo sacrosanto y que, difícilmente, un ladrón se habría atrevido a caer, a la vez, en el hurto y la profanación. Abrí una de las portezuelas del mueble consagrado y extraje un saquete de sobado cuero. Lo sopesé por un instante y luego se lo lancé con gesto rápido a Roscio. Lo atrapó al vuelo y con un simple movimiento de muñeca calculó su contenido.

—Creo que con esto habrá bastante —respondió—, pero no puedo asegurarlo. Si necesito más dinero, no dudaré en pedirlo. No rechisté. Conocía a Roscio desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a diferencia de la mayoría de los romanos, era honrado, no se dejaba corromper y no malgastaba el dinero.

Pasé el resto del día intentando controlar la impaciencia que me provocaba aquella ansiosa búsqueda en la que no podía colaborar ni poco ni mucho, viéndome obligado a adoptar el cometido de mero financiador. Así llegó la noche —en la que apenas pude conciliar el sueño— y amaneció un nuevo día y Roscio no hizo acto de presencia.

Soporté la inacabable espera con un talante que iba empeorando a medida que pasaban las horas. Cuando el rojizo sol comenzó a ocultarse tras la sinuosa línea del horizonte, apenas podía controlar una impaciencia sorda que me mordía como si fuera un perro hambriento y, a la vez, insaciable. Comencé entonces a vaciar copa tras copa de vino itálico mientras me preguntaba sobre lo que me depararían los Hados si durante la jornada siguiente no disponía de la suficiente información como para contentar al césar Nerón.

No menos de tres jarros habían desaparecido ya en mi gaznate cuando sobre Roma descendió un espeso silencio que sólo ocasionalmente se veía roto por los cantos desafinados de algún grupo de borrachos desorientados. Roscio, por supuesto, seguía sin aparecer y en medio de los suaves vapores de mi dormilona embriaguez comencé a sentir un pesar profundo mezclado con una melancolía áspera que me oprimía despiadadamente el corazón extrayendo de su interior los recuerdos más diversos. Me encontraba sumido en una curiosa remembranza infantil cuando unos pasos apresurados me devolvieron al mundo solitario en que el miedo y la desesperanza picoteaban mi corazón como hacen los buitres con la carroña.

Contemplé, primero, la negra silueta de un enjuto esclavo que se iluminaba con una tea negriamarilla pero antes de que pudiera abrir la boca, un fuerte manotazo lo apartó a un lado y ante mí quedó, recortada contra el trasluz, la blanda figura de Roscio. Sus vestimentas estaban tan sucias que hubiérase dicho que había caído en una zanja de camino para mi casa.

—Estimado Vitalis —dijo con una sonrisa—, he encontrado lo que me pediste.