VIII
—La clave de lo que enseñan estos seguidores del Jristós se halla en su proclama sobre otro reino —dijo Nerón mientras extraía un caracol de su caparazón valiéndose de un afiligranado ganchito de plata—. En realidad, ese Jesús no pretendía más que proclamarse rey. Comenzó su conspiración en una zona especialmente levantisca donde había gente dispuesta a escucharlo… No es extraño, me dije, que lo hicieran si los curaba de sus enfermedades y los libraba de los ataques de fuerzas malignas. Naturalmente, me guardé mucho de expresar con palabras lo que se me movía en el interior del corazón.
—… como era de esperar, le escucharon. Todos sabemos lo que es el populacho. Tú, Vitalis, conoces de sobra lo fácil que es contentarlo o ponerlo en contra de la autoridad. Seguramente, ese Jristós también lo sabía. Sin duda. Entonces, en cuanto que ese Jesús se vio provisto de un cierto eco, comenzó a crear una administración. Doce lugartenientes de los que por lo menos uno sabía cómo recaudar impuestos, algo esencial para que un reino subsista…
Quizá el césar tenga razón, pensé, pero ¿cuál era la utilidad de tanto pescador? ¿Pensaba destinarlos al abastecimiento de palacio? ¿Quería extender su dominio sobre los habitantes del mar? No, las cosas no resultaban tan claras. Había piezas que distaban mucho de encajar.
—… naturalmente, Poncio Pilato decidió quitarlo de en medio e hizo muy bien, pero sus seguidores se empeñaron en mantener viva la llama del reino y llegaron hasta aquí, hasta el corazón del imperio.
Nerón extrajo otro cuerpecillo sazonado de caracol y se lo introdujo en la boca. Chasqueó la lengua con placer y tendió la mano hacia una copa dorada rebosante de vino. Lo bebió golosamente, casi sin paladearlo. Se le veía contento. Lamentablemente, yo no me sentía tan satisfecho, de manera que volví a dormir mal aquella noche. Eso sí, en esta ocasión por mis sueños no se arrastraron cadáveres nauseabundos surgidos de la tumba. Sólo aparecían leprosos que gemían por el dolor que salía de sus muñones carcomidos, endemoniados que se convulsionaban bajo el efecto de los espíritus inmundos que los dominaban e inválidos de todo tipo que pedían alivio para su desgracia. Cuando me desperté por la mañana, sentí la boca insoportablemente pastosa y un peso semejante a una piedra de buen tamaño sobre la boca del estómago. Ordené a uno de mis esclavos que me recorriera el cuerpo con friegas para reanimar mi más que decaído espíritu. Tan sólo lo consiguió a medias.
Cuando llegué al lugar donde debía continuar la instrucción de la causa contra Petrós me encontraba decididamente mareado. Seguía sintiendo un dolor ahora casi insoportable en el vientre y de vez en cuando me subía por la garganta una náusea. Hubiera podido atribuir aquel malestar a la cena de la noche anterior pero no tenía ningún deseo de engañarme. Mi desasosiego se debía a otras causas en las que, al menos de momento, no quena detenerme mucho. Bastante tenía ya con lograr que Nerón no me causara algún disgusto.
Desde luego, el césar no compartía mi sombrío estado de ánimo. A decir verdad parecía radiante. A todos nos agrada comprobar que nuestras suposiciones son correctas y más cuando parecen indicar que somos especialmente perspicaces. A Nerón no le pasaba nada diferente. Su vanidad estaba más que satisfecha y esa circunstancia le proporcionaba una innegable dicha. Cuando me miró, sobre su barbita recortada se dibujaba una sonrisa de engreída satisfacción.
—Salve, Vitalis, ¿dispuesto a ayudar a Roma a imponer la justicia? —me preguntó rozando el entusiasmo.
—Sí, césar, totalmente dispuesto —respondí intentando aparentar una fortaleza que distaba mucho de poseer.
—Pues vamos allá…
Carraspeó con impaciencia y bastó aquel gesto para que el silencio más absoluto se apoderara de la estancia. Eché un vistazo al pescador. Parecía tranquilo y despejado, lo que me provocó un desagradable pujo de envidia. Su intérprete, sin embargo, era presa de una notable palidez. Se le notaba cansado, incluso tenso, como si en él se hubiera acumulado la obligada zozobra que debía padecer la persona cuyas palabras traducía. Razones para la preocupación no le faltaban. Si era también un seguidor del Jristós y erón condenaba a Petrós su futuro adquiriría negros tonos.
—Bien, Petrós —comenzó a decir Nerón—. Ayer este tribunal escuchó cómo Jesús comenzó a propagar su enseñanza y la manera en que reunió a sus primeros seguidores…
Realizó una breve pausa y comenzó a hojear algunas notas garrapateadas que tenía ante sí. Al parecer, había decidido no dejar nada a la improvisación.
—Su enseñanza giraba en torno a… el reino de Dios —dijo al fin—. Sin duda, una nueva forma de reino que este tribunal desearía conocer con más claridad porque lo estima esencial para el desarrollo de la presente causa. Petrós, ¿podrías explicar qué es exactamente ese reino de Dios del que hablaba tu jefe?
El intérprete tradujo pronunciando las palabras con lo que me pareció un ligero temblor de voz. Sí, estaba inquieto. Quizá incluso comenzaba a percatarse del camino que había comenzado a transitar Nerón. Por lo que se refería a Petrós… bueno, parecía condenadamente indiferente, como si no apreciara ningún riesgo adicional en la manera en que se había iniciado aquella sesión judicial. Terminó de escuchar la traducción, dirigió la mirada hacia Nerón y comenzó a hablar.
—En cierta ocasión comenzó Jesús a enseñar junto al mar, y se reunió alrededor de él mucha gente. Había tanta que tuvo que subir a una barca. Se sentó en ella y mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra junto al mar comenzó a hablarles sobre el reino de Dios y les dijo: Un sembrador salió a sembrar y al hacerlo, una parte de la semilla cayó a la vera del camino, y vinieron las aves del cielo y se la comieron. Otra parte cayó entre pedregales, donde no había mucha tierra y brotó pronto porque la tierra no era profunda. Cuando salió el sol, se quemó y como carecía de raíz, se secó. Otra parte cayó entre espinos y los espinos crecieron y la ahogaron de tal manera que no llegó a dar fruto. Sin embargo, hubo otra parte que cayó en buena tierra, y dio fruto, porque brotó y creció, y produjo a treinta, a sesenta, y a ciento por uno. Entonces al terminar el relato les dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga.
Miré de reojo a Nerón. Se le había abierto la boca y su quijada inferior colgaba suelta confiriéndole una innegable expresión de estupor. Sin duda, no era aquello lo que esperaba escuchar. Por lo que a Petrós se refería, si había reparado en el aspecto del rostro del césar no parecía que se sintiera muy afectado. En realidad, se encontraba inmerso en el relato como si estuviera verdaderamente contemplando lo que narraba.
—Cuando Jesús se quedó solo —prosiguió—, los que estábamos cerca de él le preguntamos por el sentido de aquellas palabras… Nerón respiró hondo y se pasó la diestra por el rostro. Era posible que las últimas palabras del pescador le hubieran infundido algo de ánimo.
—Entonces Jesús nos dijo: A vosotros os es dado conocer el misterio del reino de Dios pero a los que están fuera les enseño todo recurriendo a historias…
—Claro, claro… —pude escuchar que susurraba Nerón como si aquellas últimas palabras confirmaran sus sospechas.
—… para que aunque vean, no perciban y aunque oigan, no comprendan a menos que cambien de mente y así se les perdonen los pecados —continuó Petrós—. Debéis entender esta historia para que podáis comprender las otras. El sembrador es el que siembra la palabra de Dios. Los que están junto al camino son aquellos en quienes se siembra la palabra, pero apenas la han escuchado viene Satanás y les arranca la palabra que se sembró en sus corazones. Los que fueron sembrados en pedregales son los que escuchan la palabra e incluso la reciben con alegría, pero carecen de raíz y por eso perseveran poco. Apenas llegan las dificultades o sobreviene la persecución por causa de la palabra, tropiezan. Los que recibieron la semilla entre espinos son aquellos que oyen la palabra, pero la ansiedad del mundo en que vivimos, y el engaño de las riquezas, y el deseo de otras cosas penetran en ellos y ahogan la palabra de tal manera que no da ningún fruto. Por último, están aquellos que recibieron la semilla en buena tierra. Ésos son los que escuchan la palabra y la aceptan y dan fruto a treinta, a sesenta y a ciento por uno.
Volví a dirigir la mirada hacia Nerón. Desde luego, estaba incómodo. Las referencias al príncipe de los demonios le inquietaban pero el mensaje de aquella historia de siembras y campos resultaba escandalosamente claro. Ese tal Jesús estaba predicando una doctrina que, fundamentalmente, pretendía cambiar los corazones de los hombres. En realidad, comenzaba a sospechar que sus curaciones y sus expulsiones de espíritus inmundos casi resultaban algo secundario en comparación con esa enseñanza. No hubiera podido decir en qué consistía, pero lo que sí resultaba innegable es que Jesús había señalado con claridad la manera en que las distintas personas podían reaccionar frente a ella. Sólo los que la escuchaban y no se dejaban acobardar por las dificultades o enredar por las riquezas y la vanidad tenían posibilidad de salvación; en cuanto a los otros… sólo les esperaba el dominio de Satanás o una vida sin fruto o quizá ambas situaciones sumadas. Pero… pero ¿quién era aquel judío para enseñar cosas semejantes?
—Aquel mismo día en que nos contó la historia del sembrador —prosiguió Petrós—, cuando llegó la noche, nos dijo que debíamos pasar al otro lado del mar de Galilea. Así que nos despedimos de la muchedumbre, subimos a una barca y comenzamos la travesía. Al principio todo iba bien pero de repente se levantó una gran tempestad de viento, y las olas comenzaron a entrar en la barca, de tal manera que comenzó a anegarse. Jesús no se enteraba de lo que sucedía. Recuerdo perfectamente cómo estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. Se hubiera creído que no sucedía nada pero la realidad era muy distinta. Estábamos aterrados, de manera que nos acercamos a él, le despertamos y le dijimos: Maestro, ¿no te preocupa que perezcamos? Entonces Jesús se puso en pie y reprendió al viento y dijo al mar: ¡Cállate! ¡Quédate mudo!
Por primera vez desde que había comenzado aquel interrogatorio la expresión de Petrós cambió totalmente. Ya no era el pescador sereno que hablaba con tono monocorde. Ahora tenía las manos extendidas, como quizá las puso Jesús al gritar a las olas, y alzaba la voz con un timbre de fuerza que me provocó un escalofrío.
—Y entonces… ¡oh!, entonces el viento se detuvo y una inmensa calma se apoderó de todo. En ese momento se volvió hacia nosotros y mirándonos nos preguntó: ¿Por qué estáis así de asustados? ¿Cómo es que no tenéis fe?
Yo le miré y a continuación fijé la vista en aquellas ondas que hubieran podido hundimos pero que ahora se encontraban tranquilas y calmadas y vi el cielo sin nubarrones y sentí… sentí un enorme miedo porque jamás había contemplado un poder semejante, porque ningún hombre podía ser capaz de ejercer ese dominio y me pregunté: ¿Quién es éste, al que aun el viento y el mar le obedecen?
Sí, eso mismo me preguntaba yo en aquel momento, ¿quién era aquel hombre que daba tanta importancia a su mensaje, que pretendía ser el médico de las enfermedades del alma, que gritaba con esa fuerza al viento y al mar? ¿Quién había sido ese Jesús llamado Jristós?