VII

—¿Qué te parece lo que ha contado hasta ahora ese hombre? —me dijo el césar tras regalarse con un generoso trago de vino.

Reflexioné un instante antes de responder. De haber atendido tan sólo a mi criterio, hubiera respondido que se trataba de un judío alucinado que relataba extrañas fábulas con la insolente pretensión de haber sido un testigo ocular de las mismas. Lo más sensato seria acabar ya con aquella instrucción y ponerle en libertad una vez determinado que no alimentaba ninguna animadversión hacia el césar. Sin embargo… sin embargo, no estaba nada seguro de que eso fuera lo que deseaba escuchar Nerón. A fin de cuentas, la idea de llevar personalmente aquel procedimiento había partido de él y si de manera tan pronta quedaba de manifiesto su equivocación, podía optar por descargar terribles represalias con quien se lo indicara. Sabido es que no son raros los príncipes que matan al mensajero cuyas nuevas les desagradan y yo no tenía la menor intención de convertirme en esa clase de víctima.

—Creo, domine —comencé a responder—, que aún es pronto para hacernos una idea cabal sobre ese individuo. Quiero decir que lleva un buen rato hablando, pero salvo sus referencias a los poderes de ese Jesús sobre los demonios no hemos sacado mucho en limpio. Deberíamos intentar saber cómo se unieron al Jristós los demás seguidores y, sobre todo, conocer el meollo de su enseñanza.

Hice una pausa y pude observar que Nerón me escuchaba con interés. Bueno, quizá iba mejor encaminado de lo que yo pensaba.

—La instrucción de una causa así requiere un tiempo y una perspicacia especiales para llegar al fondo del asunto. Sobre tu tiempo, notablemente valioso, no puedo opinar sin caer en la insolencia pero sobre tu perspicacia, oh césar, sólo puedo preguntarme si acaso existe alguien que la posea en mayor medida que tú.

Por un instante, Nerón frunció el ceño pero luego su rostro se distendió en una amplia sonrisa. ¿Habría dado con la respuesta oportuna?

—Creo que tienes razón, Vitalis. ¡Vaya si la tienes! Y ahora ¿te apetecería un pichón relleno? Acepté el ofrecimiento de Nerón y durante unos momentos el césar me permitió disfrutar de una cocina que ciertamente resultaba excepcional. Llevaba así un buen rato cuando, mientras se lavaba las manos en una jofaina de plata, dijo:

—Vitalis, estoy un tanto cansado. ¿Me concederías el favor de ser tú el que conduzca el interrogatorio después de la comida?

Domine, yo… —intenté eludir la responsabilidad.

—Te lo ruego, Vitalis —me interrumpió—, me parecieron muy adecuadas las palabras que me dijiste sobre el origen del grupo y la enseñanza de su maestro.

Por supuesto, yo permaneceré a tu lado e intervendré ocasionalmente, pero te agradecería tanto que fueras el que formulara esas pesadas preguntas…

Sofocó un bostezo mientras pronunciaba las últimas frases y yo me resigné a aceptar aquella comisión erizada de riesgos que hubiera preferido eludir. Por otro lado, ¿qué alternativa me quedaba?

—Bien, Petrós —dije apenas unos instantes después cuando tomé asiento en el tribunal—. Nos quedamos en el momento en que ese tal Jesús anunció que iba a recorrer Galilea enseñando ese mensaje que has llamado Buena noticia. ¿Qué sucedió después?

Petrós esperó a que su intérprete le tradujera mis palabras e inmediatamente comenzó a hablar:

—En aquellos mismos días —comenzó a decir el pescador— acudió a Jesús un leproso y, tras arrodillarse ante él, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme…

—No, no… —le interrumpí—. Creo que ya hemos escuchado suficientes historias maravillosas. Este tribunal no tiene especial interés en ellas pero sí desea saber la manera en que ese Jristós reunió a sus lugartenientes. Vamos a ver… hasta ahora hemos hablado de ti, Petrós, de tu hermano… sí, aquí está, Andrés y de otra pareja de hermanos de nombre Jacobo y Juan…

¿Quién vino después? Y sáltate esa historia del leproso. Percibí que el intérprete se sentía incómodo mientras transmitía mis palabras al pescador. Incluso abrigué la sospecha de que le pedía disculpas por aquella inesperada circunstancia. Bueno, quizá además de sus funciones de traductor formaba también parte del grupo de los nazarenos. Teniendo en cuenta sus ocupaciones habituales, no era una mala recluta. En cualquier caso, Petrós no daba la sensación de estar inquieto. Por el contrario, me pareció que dirigía una mirada especial a su intérprete destinada a evitar la zozobra que se había apoderado momentáneamente de él. Bien, me parecía estupendo si se apreciaban pero no estaba dispuesto a que hicieran perder su tiempo a un tribunal romano.

—Intérprete, ¿hay algún problema? —inquirí ¿Acaso no he hablado con la suficiente claridad?

El traductor se puso lívido al escuchar mis palabras e incluso entreabrió los labios para contestarme, pero no llegó a hacerlo. El pescador comenzó a hablar y le obligó a centrarse en sus palabras.

—Después de anunciarnos su propósito de llevar su enseñanza a toda Galilea —comenzó a decir Petrós Jesús curó a un leproso y a un paralítico y con ellos a muchos otros enfermos. Una tarde, se encontraba a la orilla del mar porque era donde la gente acudía y él aprovechaba para enseñarles. Entonces, mientras caminaba vio a Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado al banco de los tributos porque era un publicano…

¿Un publicano? ¿Un funcionario encargado de recaudar los tributos debidos a Roma? Sin poderlo evitar me eché hacia delante dispuesto a captar hasta la última palabra de lo que ese Jristós hubiera podido decir a uno de nuestros hombres. Quizá estábamos llegando a algo más sustancioso de lo que habíamos escuchado hasta ese momento.

—Entonces le dijo: Sígueme y aquel hombre se levantó de la mesa a la que estaba sentado y, dejándolo todo, fue en pos de él.

¿Que había hecho qué?, me pregunté sorprendido. No… no podía ser cierto lo que acababa de escuchar. Durante mis años de servicio en Asia Menor, en Judea y en Egipto había conocido a los suficientes publicanos como para poder dar fe de que eran la especie más corrompida del orbe. Sin duda, nos resultaban prácticamente indispensables para cobrar impuestos y nos ahorraban multitud de sinsabores como el de tener que tratar con las poblaciones locales para obtener de ellas los recursos necesarios. A pesar de eso, de no haberme visto obligado a emplearlos los habría hecho crucificar a todos sin el más mínimo pesar. ¡Y ese Jesús había logrado convencer a uno para que lo siguiera! Tenía que haber sido porque había olido algún beneficio.

—Mateo Leví se puso tan contento porque Jesús le había invitado a seguirle —continuó Petrós— que decidió dar una fiesta a la que invitó a sus amigos. De esta manera, cuando Jesús estaba reclinado a la mesa en casa de Mateo Leví, también se hallaban presentes muchos publicanos y pecadores. También nosotros, sus primeros discípulos, nos encontrábamos allí aunque no termináramos de entender el comportamiento de Jesús. De hecho, los escribas y los fariseos, al ver que comía con los publicanos y con los pecadores, nos dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto de que coma y beba con los publicanos y pecadores? ¿Cómo puede hacerlo? Sin embargo, cuando Jesús les oyó, dijo: Los sanos no necesitan al médico, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Reconozco que al escuchar aquellas palabras no pude evitar sentirme confuso. Que Jesús comiera con gente de mala nota no me parecía especialmente adecuado pero tampoco me sorprendía. A fin de cuentas, el césar disfrutaba juntándose con actores, invertidos y prostitutas. Sin embargo, me parecía especialmente hiriente que se hubiera permitido indicar que toda aquella gente estaba enferma y, para remate, tuviera la pretensión de curarla. ¿Así que se consideraba un médico del alma? Desde luego ya podía serlo para ocuparse de un espíritu tan corrompido como sólo podía tenerlo un publicano. En cualquier caso, no podía ni quería dejarme impresionar y mucho menos permitir que aquel pescador, al que comenzaba a intuir más astuto de lo que aparentaba, controlara el interrogatorio. Carraspeé y dije:

—¿Y el publicano fue el último del grupo más cercano al Jristós?

El intérprete tradujo mis palabras y Petrós escuchó atentamente para negar con la cabeza a continuación. Luego abrió la boca y respondió a mi pregunta.

—Durante aquel tiempo, Jesús no se tomaba apenas un momento de descanso. En realidad, rara era la vez que podíamos quedamos en la misma población donde habíamos pasado la noche anterior. Sin embargo, un día se retiró a la orilla del mar en compañía de los que le éramos más cercanos. Le seguía ya entonces una gran multitud de Galilea, y de Judea, y de Jerusalén, y de Idumea, y del otro lado del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón. Casi todos ellos acudían a su lado porque habían escuchado las cosas que hacía. Como las multitudes eran inmensas, nos tenía avisados para que le tuviéramos siempre lista una barca en la que pudiera refugiarse si se le echaban encima. La verdad es que había curado a muchos con sólo tocarlos y los que estaban poseídos por espíritus inmundos, al verle, se postraban delante de él, y daban voces, diciendo: Tú eres el Hijo de Dios.

—Responde a la pregunta que te han formulado —le interrumpí nada deseoso de que Nerón volviera a impacientarse con la inoportuna mención de los demonios.

—Uno de esos días —prosiguió Petrós en nada alterado por mis palabras—, Jesús subió al monte, y convocó a los que él quiso; y de entre aquel pequeño grupo nos escogió a doce, para que estuviéramos con él, y para enviarnos a predicar, y para otorgarnos autoridad para curar enfermedades y para expulsar demonios.

Dirigí la vista hacia Nerón y comprobé que el césar había pensado lo mismo que yo. Los seguidores del Jristós estaban gobernados por un grupo de lugartenientes que pretendían disfrutar de los mismos poderes taumatúrgicos que Jesús. Quizá incluso se presentaban como hijos de un dios. En cualquier caso, eso resultaba ahora mismo secundario. Lo importante era determinar de quién se trataba y localizarlos de manera inmediata. Si el viejo hablaba por las buenas, bien, y si se negaba a hacerlo, el hecho de que no fuera ciudadano romano nos dejaba el camino abierto para aplicarle medidas que solían ser eficaces para desatar las lenguas más reacias a expresarse.

—Sus nombres, rápido —dije imperativo mientras ordenaba con la mirada al escribano que no perdiera un solo dato.

Confieso que en aquellos momentos hubiera esperado al menos cierta resistencia por parte de Petrós. Sin embargo, éste, como si la información que le había pedido fuera totalmente baladí, dijo en su tono suave:

—Primero me llamó a mí, Simón, poniéndome de sobrenombre el de Kefas, una palabra que se traduce al griego como Petrós; luego llamó a Jacobo, el hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo Leví, el publicano del que hablé antes, a Tomás, a Jacobo, el hijo de Alfeo, a Tadeo, a Simón el celoso, y a judas Iscariote, que más tarde… más tarde…

Por primera vez desde que habían dado inicio los interrogatorios, Petrós vaciló. No sólo su labio inferior pareció temblar sino que incluso tuve la impresión de que se le humedecían los ojos. ¿Qué estaba sucediendo?

¿Qué parte delicada del alma del pescador acababa de tocar sin pretenderlo? ¿Quién era aquel judas?

—¿Y todos recibisteis la orden de anunciar el reino de Dios?

Guardé silencio. Era el césar el que acababa de formular la pregunta y resultaba impensable que le interrumpiera para plantear la cuestión que acababa de pasarme por la cabeza.

—Sí —respondió Petrós—. Así fue.

—Bien —dijo el césar con una sonrisa de satisfacción—. Este tribunal se tomará un descanso hasta mañana. El reo volverá mientras tanto a su mazmorra.