XXII
—Puedes comenzar tu lectura ahí —dijo señalándome un lugar del texto.
—Sí, claro… pero antes…
Me acerqué a la puerta y ordené al soldado que trajeran una iluminación adecuada para leer. Cuando, finalmente, las esperadas antorchas arrojaron su luz sobre las paredes de la lóbrega celda no sólo me percaté de la inmensa miseria que se daba cita en su interior sino también de la considerable dificultad que tenía que haber implicado el redactar allí el escrito más breve.
—¿Dónde dices? —pregunté.
Marcos volvió a señalarme un punto del texto pero inmediatamente añadió:
—Quizá desees comenzar la lectura por el principio y llegar tranquilamente a ese punto…
Fue lo que hice. Algunos de los episodios como el de la predicación de Juan, o la inmersión de Jesús en el Jordán, o la curación de la suegra de Petrós, me resultaban familiares. Sin embargo, otros me eran totalmente desconocidos. Supe así, entre otras muchas cosas, cómo Jesús había curado a un paralítico que fue llevado hasta su presencia por cuatro amigos y descolgado desde lo alto de un tejado; cómo había sanado de su mano seca a un pobre desdichado; cómo había liberado a un hombre poseído por tantos demonios que se daban a sí mismos el nombre de Legión; cómo había caminado sobre las aguas y cómo había devuelto la vista a un ciego con el que se encontró en las cercanías de Jericó, el lugar donde Herodes había regalado a Cleopatra un palmeral.
A medida que iba avanzando en el relato, me percataba de que cada episodio, por muy sencillamente que pudiera estar narrado, no hacía sino recoger los recuerdos de un testigo ocular, de alguien que recordaba cómo estaba la hierba el día en que Jesús había multiplicado los panes y los peces o dónde exactamente apoyaba la cabeza cuando estalló la tormenta que estuvo a punto de hundir la embarcación en la que navegaba con sus discípulos. Así, leyendo el sencillo testimonio de un anciano pescador, llegué al lugar que me había señalado Marcos.
Aprendí entonces que Jerusalén sería sitiada, que cuando estuviera rodeada por las águilas sería imperativo escapar de ella y que, finalmente, los no judíos arrasarían la ciudad sin excluir el templo del único Dios. Sin embargo, aquello no debía llevar a nadie a caer en el desánimo. El Hijo del Hombre volvería con gran poder y gloria y entonces enviaría a sus ángeles para juntar a sus escogidos desde un extremo de la tierra hasta el otro. Nadie podía saber cuándo sucedería todo aquello pero, precisamente por eso, la persona sensata sería la que velara y orara para no ser sorprendida al producirse la consumación de los tiempos.
—¿Es aquí donde termina el testamento de Petrós? —pregunté.
—No —respondió Marcos—. Aún queda por escribir parte de lo que le sucedió a Jesús la última semana que estuvo en Jerusalén y los detalles de su detención y juicio y, por supuesto, cómo fue su crucifixión, su sepultura y su regreso de entre los muertos. Sin embargo, tú ya le has oído hablar de todo eso. De todas formas, no disponemos de mucho tiempo y debemos acabar. Lo comprendes, ¿verdad, Vitalis?
—Sí —respondí mientras hacía ademán de marcharme—. Lo comprendo.
—Espera, Vitalis.
La voz del pescador había sonado tan dulce como en los últimos momentos, pero impregnada ahora de un tinte de perentoriedad.
—Debo agradecerte todo lo que has hecho por nosotros —dijo en latín, en ese latín que hubiera causado el espanto más profundo de cualquier regular maestro de retórica.
—No… no… —balbucí.
—Tú has recibido una bendición especial —continuó Petrós—. Has escuchado la Buena noticia y sabes que es verdad…
—Yo… —intenté protestar.
—No desperdicies la luz que has recibido —concluyó el pescador y antes de que pudiera darme cuenta me dio un fuerte abrazo.