XVIII

—No —dijo Petrós—. No terminó todo en la cruz. Si así hubiera sido seguramente yo no me encontraría ante ti, oh césar. Sin embargo, sí es cierto que así lo pensábamos entonces. Cuando pasó el día de descanso, María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé compraron especias aromáticas para ir a ungir el cadáver de Jesús. Muy de mañana, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro donde habían visto que lo depositaban cuando ya había salido el sol. Iban preocupadas pensando en quién podría ayudarles a retirar la piedra que cubría la boca del sepulcro, pero se encontraron con que ya había sido movida a pesar de ser muy grande. Entraron entonces en la tumba en cuyo interior se encontraba un hombre joven sentado al lado derecho y cubierto de una larga ropa blanca. Al verlo, se asustaron pero él les dijo: No temáis. Sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. Se ha levantado. No está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Debéis ir a decir a sus discípulos y a Petrós que Jesús los precederá en el camino hacia Galilea. Allí le veréis, como os dijo. Las mujeres abandonaron el sepulcro temblorosas y despavoridas. El pánico se había apoderado de ellas y, de momento, no dijeron nada a nadie.

—Muy bien —dijo Nerón con acento sarcástico—, o sea, que tenemos un sepulcro vacío y un joven que, seguramente, pertenecía a la banda de los ladrones de tumbas y que al verse sorprendido por un grupito de mujeres de sesera tan inestable como es habitual en su género salió de tan comprometida situación diciendo que el muerto se había levantado por su propio pie.

Guardé silencio mientras me preguntaba por qué iban a asaltar unos bandoleros un sepulcro donde lo único que podían encontrar era un cadáver destrozado, pero no pude reflexionar apenas en la cuestión. Petrós había vuelto a tomar la palabra.

—Jesús se levantó de entre los muertos por la mañana, el primer día de la semana. Primero, se apareció a María Magdalena y ella inmediatamente fue a nuestro encuentro para decimos que estaba vivo. Es verdad que la tristeza nos aplastaba y que no pocos de nosotros no habíamos dejado de llorar desde el momento en que habíamos sabido de su muerte. Sin embargo, al escuchar de los labios de la mujer que Jesús había regresado a la vida no sentimos ninguna alegría. En realidad, puedo decir que no la creímos ninguno.

—¿Y quién, que estuviera en su sano juicio, creería a un grupo de mujeres trastornadas? —me susurró Nerón mientras se inclinaba hacia mi lado.

—No se trató, sin embargo, de María Magdalena tan sólo —dijo Petrós como si hubiera podido adivinar los comentarios del césar—. Poco después Jesús se apareció a dos de nuestros compañeros que iban de camino, hacia el campo. También éstos acudieron a vemos y nos contaron cómo Jesús había estado con ellos y les había hablado e incluso se había sentado a comer en su compañía, pero tampoco pudimos creerlos. Sin embargo, a esas alturas del día, eran ya demasiados testimonios como para poder dejarlos de lado tranquilamente. A pesar del riesgo que significaba salir a la calle después de la muerte de Jesús, Juan y yo decidimos acercarnos hasta la tumba para comprobar lo que nos habían contado las mujeres. Al principio caminábamos con prudencia, despacio, casi sin hacer ruido, pero a medida que nos íbamos acercando el corazón nos empezó a latir como si fuera un tambor. Así, apenas llegamos a la cercanía del sepulcro, los dos echamos a correr pero Juan, que era más joven, me adelantó con facilidad y llegó hasta la entrada que se encontraba abierta. Entonces se detuvo en el umbral y no se atrevió a entrar. Yo, aunque llegué más tarde, sí lo hice y contemplé con mis ojos cómo lo único que había en su interior eran las vendas con que lo habían envuelto y el sudario que rodeaba su cabeza no al lado de las vendas sino plegado y colocado aparte, y ambos creímos que en verdad Jesús se había levantado de entre los muertos. Nerón volvió a inclinarse hacia mí y dijo con tono de burla:

—Al parecer media ciudad debió de pasarse aquel día por la tumba para ver si estaba vacía.

—Regresamos con los otros discípulos después de ver el sepulcro, pero a pesar de todo lo que les dijimos tampoco nos creyeron a Juan y a mí pero… pero entonces sucedió algo que nunca hubiéramos podido imaginar. Jesús apareció en medio de nosotros, de los que quedábamos del grupo de los doce tras la traición de Judas, cuando nos hallábamos reunidos para comer. Contemplé el rostro de Petrós. Su mirada parecía hallarse perdida en un punto distante que a ninguno de nosotros se nos había dado ver y allí, en ese lugar, daba la sensación de que lograba contemplar algo que le otorgaba una luminosidad inexplicable. A diferencia de lo que había sucedido muy poco antes, cuando relataba la manera en que había negado a Jesús, ahora el pescador tenía el aspecto de ser un hombre más fuerte, más vigoroso, más lleno de vida que cualquiera de los presentes.

—Mientras compartía la comida con nosotros, nos reprochó nuestra incredulidad y nuestra dureza de corazón y que no hubiéramos aceptado el testimonio de aquellos que le habían visto tras levantarse de entre los muertos. Sin embargo, no nos dejó abandonados. Por el contrario, nos dijo que debíamos ir por todo el mundo y enseñar la Buena noticia a toda criatura porque los que la creyeran se salvarían pero los que no la creyeran serían condenados.

—¿Fue ésa la última vez que visteis a Jesús? —intervine. El césar me lanzó una mirada de reprobación. Efectivamente, mi pregunta daba por aceptable la versión de Petrós. Me apresuré, por lo tanto, a reformularla:

—Quiero decir que si ésa fue la última vez de las que pretendes que viste a Jesús…

—No —respondió Petrós—. Jesús permaneció con nosotros durante cuarenta días y en el curso de ellos se nos apareció muchas veces. No sólo nosotros, los del grupo de los doce, lo vimos. En una ocasión incluso se hizo manifiesto a un grupo de más de quinientos hermanos de los que algunos ya han muerto pero muchos siguen vivos todavía.

—Todos seguidores suyos, ¿no es así? —intervino Nerón.

—No, césar —respondió el pescador—. También hubo gente que lo vio después de su muerte y que nunca había creído en él. Su hermano Jacobo, que no lo había seguido antes de la crucifixión, lo vio y creyó y hasta su muerte hace poco fue uno de los pastores de nuestra comunidad en Jerusalén. También pasó lo mismo con Saulo, al que quizá conozcáis como Paulo. Saulo incluso llegó a perseguirnos, pero se transformó totalmente y se convirtió en un fiel discípulo tras verlo de regreso de entre los muertos. Todos ellos cambiaron de vida a partir de ese momento. En realidad, también sucedió así con nosotros porque de ser un grupo de hombres asustados y llorosos, que habían huido e incluso lo habían negado nos transformamos en gente que deseaba comunicar a todo el mundo la Buena noticia de que la salvación viene por creer en Jesús ya que no existe otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por medio del cual podamos salvarnos.

—¿Qué sucedió después de aquellos cuarenta días en que decís que visteis a Jesús levantado de entre los muertos? —pregunté.

—Un día nos condujo hasta el monte de los olivos, en Jerusalén —respondió Petrós—, y después de habernos hablado y de recordarnos que recibiríamos la fuerza del Espíritu Santo para ser sus testigos hasta los últimos confines de la tierra, comenzó a elevarse hasta que fue recibido arriba en el cielo. Allí está sentado a la diestra de Dios, allí nos escucha e intercede por nosotros ante el Padre, de allí ha de volver un día para levantar a los muertos, para juzgarlos al igual que a los vivos y para implantar su reino. Ése es el reino que yo anuncio. Un reino que no es de este mundo porque si así fuera hubiéramos intentado imponerlo por la espada; un reino al que todos tienen acceso siempre que deseen entrar en él con la humildad de un niño; un reino gobernado por Dios en el que no habrá lugar para la injusticia, la mentira, el dolor, la enfermedad o la muerte; un reino que, a diferencia de cualquier otro reino que haya podido existir, no tendrá fin.

Indicó Petrós la ausencia de final para el reino que anunciaba y así consumó su declaración. Con seguridad, tanto Nerón como yo podríamos haber continuado el interrogatorio, pero la sensación que flotaba en aquella sala era la de que todo había llegado a su conclusión, que poco o nada se podía ya contar que alterara las impresiones que nos habían causado las palabras del pescador, que lo único que restaba era dictar sentencia.

—¿Quieres añadir algo más? —preguntó Nerón de manera formularia. Petrós negó con la cabeza y Marcos dijo que no lo deseaba.

—Este tribunal declara concluida la instrucción —anunció Nerón con voz más cansina que solemne—. Se levanta la sesión.

Nos pusimos todos en pie mientras el césar abandonaba la sala. Los soldados dieron un leve tirón de las cadenas de Petrós para indicarle que debía ponerse en movimiento de regreso a su calabozo. Hubiera deseado despedirme de él o siquiera de Marcos. No pude. Debía llegar cuanto antes a donde estaba Nerón y ponerme a su disposición.

Salí casi corriendo de la sala y lo alcancé a unos pasos de la salida. No me dio tiempo a dirigirle la palabra. Alzó la palma de la mano como si me detuviera y dijo:

—Te espero esta noche para cenar. Discutiremos todos los pormenores con más tranquilidad. Vale.

Le despedí de la manera más respetuosa posible aunque estoy seguro de que ni siquiera se percató de ello. Daba lo mismo. Ahora me dirigiría a casa, reposaría un poco y procuraría estar fresco para la sesión de la noche. Entonces, cuando me encaminaba hacia la salida, vi a Roscio.