XVII

Contemplé el cuerpo envejecido del pescador. Parecía como si de repente se hubiera reducido en el interior de aquellas ropas extremadamente humildes, como si se hubiera empequeñecido igual que el fruto que, al cabo del tiempo, se seca y abulta un tercio de su tamaño en sazón. Sin embargo, lo que más impresión causaba al contemplar a Petrós no era aquella prodigiosa disminución de su ser sino, sobre todo, el llanto callado, contenido, profundo que nacía de lo más hondo y estaba empapando sus mejillas.

Aquel anciano no había destacado en aquella noche sombría por haber resultado el único que había defendido a Jesús. Más bien había sido todo lo contrario. Mientras todos huían —incluido el joven Marcos—, mientras todos buscaban un escondrijo en el que esperar el paso de aquel vendaval cruel que había deshecho sus esperanzas más queridas, Pedro había decidido seguir al Maestro pero con peor resultado que nadie. Al fin y a la postre, la simple fámula de un sacerdote judío le había llevado a renegar de aquel a quien había reconocido antes que nadie como el Jristós. Sí, razones no le faltaban para llorar. Precisamente mientras golpeaban a Jesús, mientras lo escupían e insultaban, él había repetido una y otra vez que no lo conocía, que su manera de expresarse y su acento nada tenían que ver con Galilea, que ni siquiera había oído hablar de él.

Dirigí la mirada hacia Nerón. El rostro del césar se hallaba cubierto por un velo de desprecio. Seguramente, no sentía la menor compasión por aquel judío al que los principales sacerdotes de su pueblo habían decidido someter a un interrogatorio encaminado a condenarlo. En todo caso, puede que experimentara alguna envidia por la manera tan expeditiva en que se habían comportado. Por añadidura, la imagen de un hombre que lamentaba un acto de deslealtad cometido décadas antes no debía inspirarle una sensación agradable. ¿Cuántos hombres que habían servido al césar con dedicación hacía tiempo que habían muerto? Ése había sido el caso de Burro, el de Séneca, al que había obligado a suicidarse, el de… Estaba convencido de que Nerón no sentía ningún pesar por el final de aquellas amistades y, desde luego, si no las había llorado en su momento, difícilmente iba a hacerlo ahora. Ciertamente, era bien distinto de Petrós y en su diferencia sentía hacia él únicamente desdén.

—Muy de mañana —dijo Petrós mientras se secaba las lágrimas que le desbordaban los ojos—, tras haber celebrado consejo los principales sacerdotes con los ancianos, con los escribas y con todo el concilio, se llevaron a Jesús atado y le entregaron a Pilato, el gobernador que representaba a Roma.

Respiré hondo. En esta vida todo tiene un final y no me cabía duda de que ya habíamos alcanzado el punto adonde Nerón deseaba llegar desde un principio.

—Pilato le preguntó si era el Rey de los judíos y Jesús le contestó: Tú lo dices. Los principales sacerdotes temieron que aquella respuesta no fuera suficiente para convencer a Pilato de la necesidad de condenarlo y repetían una y otra vez acusaciones en contra suya. Sin embargo, Pilato seguía sin ver la situación con claridad y le dijo a Jesús: ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús ni aun así le respondió, de manera que Pilato no salía de su asombro. Ahora bien, era costumbre del gobernador romano que en el día de la fiesta se soltara a un preso sólo con la condición de que así se lo pidieran. A esas alturas Pilato tenía ya pocas dudas de que Jesús no era peligroso y de que los principales sacerdotes lo habían entregado tan sólo por envidia, de manera que pensó que había alguna posibilidad de ponerlo en libertad. Entre los hombres que entonces estaban confinados en prisión había uno que se llamaba Barrabás, al que se había detenido por cometer un homicidio en el curso de una revuelta. Cuando llegó la multitud y comenzó a pedir que se hiciese como siempre y se pusiera a un preso en libertad, Pilato les preguntó si deseaban que soltara al Rey de los judíos. Quizá en condiciones normales aquella gente hubiera pedido que se liberara a Jesús siquiera porque un hombre inocente siempre es más justo acreedor a salir del calabozo que otro que ha arrancado la vida a un semejante. Sin embargo, los principales sacerdotes incitaron a la multitud a fin de que gritara que soltara a Barrabás. Cuando llegaron a ese punto, Pilato les preguntó qué debía hacer entonces con el que llamaban Rey de los judíos y aquella masa impulsada por los sacerdotes comenzó a vociferar que lo crucificara. Pilato intentó entonces hacerles razonar y mostrarles que no había hecho mal alguno, pero lo único que consiguió fue que gritaran todavía con más fuerza que lo crucificara. Petrós realizó una nueva pausa. Se le veía agobiado, cansado, a punto de desplomarse. De buena gana, hubiera ordenado un descanso pero la sola visión de Nerón me disuadió de tal atrevimiento. El pescador había comenzado a beber una copa amarga que tendría que apurar hasta las heces.

—Creo que Pilato no dejó en ningún momento de ver las cosas con claridad. Sin embargo, deseaba por encima de todo satisfacer al pueblo y a los que lo incitaban, de manera que les soltó a Barrabás, y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuese crucificado. Entonces los soldados le llevaron dentro del atrio, esto es, al pretorio, y convocaron a toda la compañía; y le vistieron de púrpura, y poniéndole una corona tejida de espinas, comenzaron luego a saludarle gritando: ¡Salve, Rey de los judíos! Y le golpearon en la cabeza con una caña, y le escupieron y le hicieron reverencias puestos de rodillas. Luego, cuando se hartaron de burlarse de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus propios vestidos, y le sacaron para crucificarle.

A lo largo de mi vida había visto docenas de crucifixiones pero ninguna había sido como la que acababa de narrar el pescador. No es que no se hubiera sacrificado a inocentes en la cruz. Cuando se combate en tierra extraña, cuando la población local decide albergar a asesinos, cuando hay que defender por encima de todo las vidas de los propios hombres, las represalias recaen no pocas veces sobre personas que nada tuvieron que ver con las atrocidades que se desea castigar. Sin embargo, sabía de sobra que jamás se flagelaba a los condenados a la pena de crucifixión. La flagelación siempre había sido de por sí un castigo más que suficiente. Los trozos de metal y hueso que iban unidos a las tiras de cuero o metal de los azotes desgarraban de tal manera la piel del que padecía ese suplicio que raro resultaba que no quedara dañado algún órgano o incluso, según el número de latigazos, terminara perdiendo la vida.

Aquel Jesús podía haber muerto fácilmente durante la administración de la pena de azotes. De hecho, se me ocurría pensar que, seguramente, Pilato la había ordenado con la intención de contentar a los resueltos enemigos del reo sin necesidad de quitarle la vida. Sin embargo, si ésas habían sido sus intenciones justo era reconocer que no se había salido con la suya. Al fin y a la postre, había preferido complacer a unos sacerdotes corrompidos y a una masa fácil de manipular y el resultado había sido que un hombre inocente e indefenso había terminado en una cruz. Desde luego, había conocido gobernadores más dignos…

—Jesús estaba destrozado por los azotes y carecía de la fuerza suficiente para llevar la cruz —continuó Petrós— de manera que obligaron a uno que venía del campo y que pasaba por allí a que cargase con ella. Se llamaba Simón y era natural de Cirene y, por supuesto, no pudo negarse. De esta manera, los soldados llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa el Lugar de la calavera. Entonces le ofrecieron vino mezclado con mirra pero Jesús no quiso tomarlo. Así, sin ninguna anestesia, lo crucificaron sobre la hora tercera. Cuando terminaron de clavarle las manos y los pies, repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes. Crucificaron también con él a dos ladrones, uno a su derecha, y el otro a su izquierda. Así, se cumplió el pasaje de las Sagradas Escrituras que dice: Y fue contado junto con los malhechores. Y los que pasaban por delante de aquel lugar, injuriaban a Jesús, meneando la cabeza y diciendo: ¡Bah!, tú que decías que eras capaz de derribar el templo de Dios, y de volverlo a levantar en tres días, sálvate a ti mismo, y baja de la cruz. Incluso los que estaban crucificados con él le injuriaban. Así fueron pasando las horas y cuando llegó la sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra que duraron hasta la hora novena; y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lamá sabactaní? Que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Luego, tras lanzar un grito grande, Jesús expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado de aquella manera, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.

—¡Oh, vamos, Petrós! —exclamó Nerón—. Tú habías huido, tu intérprete debía de andar por algún lugar de Jerusalén buscando dónde encontrar otra sábana con la que cubrirse, el resto de los discípulos habían echado a correr… ¿Cómo sabes lo que sucedió al lado de la cruz? ¿Quién escuchó a uno de nuestros centuriones —que suelen ser gente sensata— decir que ese criminal ejecutado por la justicia de Roma era el hijo de Dios? ¿A quién pretendes engañar?

—Jesús no estaba solo —dijo el pescador—. Es verdad que los doce lo abandonamos, que nos escondimos, que sólo pensábamos en la mejor manera de salvar nuestro pellejo, pero nosotros no éramos los únicos que lo habíamos seguido. También había algunas mujeres que llegaron hasta el Gólgota para acompañarle en sus últimos momentos. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Jacobo el menor y de José, y Salomé. Todas ellas habían comenzado a acompañarle mientras aún se encontraba en Galilea y le habían servido desde entonces. No eran las únicas. En realidad, eran muchas las que habían subido con él a Jerusalén. Ellas lo vieron todo.

Nerón guardó silencio al escuchar la respuesta de Petrós. Si de algo no se podía acusar a aquella doctrina era de falta de testigos. No sólo se trataba del pescador y de su intérprete, personajes ambos que en su apabullante sinceridad no osaban ocultar su tan poco airoso papel durante los últimos momentos de la vida de Jesús. Además estaban las docenas de personas que lo habían visto, escuchado, palpado. Jairo y su familia, de la que una hija había regresado de entre los muertos; la suegra del pescador a la que había liberado de la fiebre; Simón, el que le había ayudado a llevar la cruz hasta el lugar de la ejecución; aquellas mujeres que durante años lo habían seguido.

—También fueron las mujeres —dijo Petrós— las que acompañaron a Jesús hasta la sepultura. Cuando llegó la noche, como era la víspera del día de descanso, un hombre llamado José de Arimatea, que era un miembro noble del sinedrio pero también discípulo en secreto de Jesús, fue a ver a Pilato, y le pidió el cadáver. Pilato ordenó que compareciera ante su presencia el centurión que había estado de servicio en el Gólgota y le preguntó si Jesús ya estaba muerto. El soldado se lo confirmó y entonces Pilato concedió a José que se llevara el cuerpo. José compró una sábana, lo envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que había sido excavado en la roca y, finalmente, corrió la piedra que cerraba la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de José, fueron testigos de todo esto y observaron dónde quedaba situado el cadáver.

—Bien —dijo Nerón apenas Marcos tradujo la última frase pronunciada por el pescador—. Entonces hemos llegado a la conclusión. Este tribunal ha conocido ya lo suficiente para dictar sentencia.

—No, no es así —dijo osadamente Petrós en un latín incorrecto y teñido con un pesado acento—. Este tribunal precisamente desconoce lo más importante.