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Cuando entré en la habitación descubrí que Nerón ya se había acomodado en su mullido triclinio. En otro momento, seguramente me hubiera esperado pero la irritación que lo había poseído durante aquel día lo había catapultado a la sala. Quizá tenía la intención de calmar con la comida un estado de ánimo extraordinariamente nervioso. En honor a la verdad, había que decir que, si ésos eran sus deseos, no carecía de medios para realizarlos. Los conocedores de la buena cocina siempre han afirmado en Roma que la comida debe ir ab ovo usque ad mala[1]. Por lo que yo podía ver, el césar había dado órdenes para que nos sirvieran tres platos. El primero —la gustatio o promulsis— debía ser, de acuerdo con el canon, ligero y por lo que podía contemplar consistía en una selección de huevos, verduras, pescado y mariscos preparados de manera muy sencilla. En la segunda mesa, algo más ancha y larga que la anterior, se sumaban fuentes que contenían el plato principal, la prima mensa. Rehogadas, rebozadas, cocidas o en salsa, las verduras se veían acompañadas de codornices, pichones, costillas de cerdo, tajadas de buey adobado y pedazos de jamón envueltos en harina o miel. Los platos de la secunda mensa no eran inferiores en calidad a los colocados sobre el mueble anterior. Las aceitunas de los colores y los tonos más diversos, las frutas de formas más apetitosas, los pasteles y dulces de aromas más tentadores rivalizaban en poder de atracción. Entonces me percaté de que junto a aquellas delicias descansaba una cubeta de aspecto cilíndrico. ¿Podría tratarse de lo que yo estaba pensando?
No tardé mucho en obtener una respuesta. Uno de los esclavos que nos servía se acercó al recipiente y retiró la servilleta inmaculadamente limpia que lo tapaba. Entonces, una vaharada blanca y fría se escapó de entre sus paredes y ascendió causándome con su visión una gratísima sensación de frescor. Sí, no me había equivocado en mi suposición. A unos pasos de mí reposaba la última moda en la cocina romana. En el interior de aquel cacharro se habían fundido en deliciosa mezcla los copos de una nieve que quizá había cuajado a varias jornadas de viaje con la pulpa machacada de maduros melocotones. O mucho me equivocaba o aquel sorbete de frutas marcaría la conclusión de una comida que se prometía apetitosa.
—Bien, Vitalis —preguntó con impaciencia el césar—. ¿Te parece esta comida peor que la del jefe del pescador?
Por primera vez en todo el día sonreí. No, ciertamente no existía punto de comparación entre aquel festín y los ásperos panes de cebada acompañados de los miserables peces judíos. No podía ser de otra manera. Tampoco había punto de contacto entre el tal Jristós y el césar. El hombre al que seguía Petrós era un simple artesano que un día había abandonado todo para anunciar a la gente que estaba enferma y que sólo podía encontrar curación en él. No parecía, por otro lado, que hiciera distinciones entre adultos y niños, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres. Se dirigía hacia todos y no sólo podía curarlos. También los había alimentado, protegido de los elementos, liberado de los espíritus inmundos. Nerón, por el contrario, era el dueño de Roma y siéndolo, podía considerarse señor del mundo.
—A medida que vamos avanzando en esta investigación más convencido quedo de lo que he pensado desde el principio —comenzó a decir el césar mientras comenzaba a consumir caracoles con su gusto habitual—. Ese judío tan sólo pretendía soliviantar al pueblo contra nosotros. Primero, les habla de un reino que pretende legitimar relacionándolo con un dios, ese dios único en el que creen los judíos; luego, va creando una red de partidarios que difundan ese mensaje sedicioso por esa tierra y a continuación, se presenta como un taumaturgo, como un mago capaz de aquietar las olas, calmar el viento o arrancar a un difunto del mundo de los muertos.
¡Menudo farsante! Y si sólo se hubiera tratado de eso… Guardé silencio cuando el césar concluyó con su exposición. Quizá no le faltara razón pero ¿qué sucedería si aquellos actos habían sucedido, si efectivamente lo que el pescador había relatado se correspondía con la realidad, si de verdad había curado enfermos y expulsado espíritus inmundos y levantado de la muerte cadáveres, si había dado de comer a miles de hombres?
—… lo peor —prosiguió Nerón— es que les ha dado de comer. ¡Pan! ¡Pan!
¡Pan! No hay maldad que la plebe no sea capaz de hacer para asegurarse el pan. Matarán a sus hijos y venderán a sus esposas para asegurarse el pan. Ese Jristós lo entendió y decidió dárselo. El cómo lo consiguió es secundario y no nos importa. El caso es que les llenó la andorga y los miserables a los que se garantiza pitanza obedecen ciegamente. Cada vez estoy más convencido de que una de las mejores cosas que hizo Pilato fue crucificarlo.
—Sí —reconocí—. Sus pretensiones de ser hijo de Dios resultaban excesivas…
—¿Excesivas? —dijo Nerón abriendo las manos como si de un abanico se tratara—. ¿Excesivas? ¡Son una verdadera locura! Pero… pero si era un simple artesano… Si… si hasta ese pescador lo ha reconocido… Si ni siquiera los judíos que le conocían de su pueblo creían en él… ¡Hijo de Dios! ¿Qué te parecen los pichones, Vitalis?
Por un instante no supe qué responder. ¿Cómo podía el césar saltar de una cuestión a otra con esa facilidad? Debía reconocer que me costaba mucho poder seguirle en algunos momentos.
—Fíjate en su linaje —regresó el césar a su argumento a la vez que repelaba un muslito de ave—. No sabemos cómo se llamaba su padre. Da la sensación de que sólo tenía madre. A lo mejor es que se trataba de un simple huérfano, pero también podría significar cosas peores. Y no se trata sólo de su ascendencia, Vitalis. Cuando nace el hijo de un dios, su alumbramiento viene acompañado de acontecimientos admirables, de muestras indubitables de su categoría. ¿Qué pasó cuando nació el Jristós? ¡Nada!
¡Absolutamente nada! Todo lo contrario que conmigo… No pude evitar dar un respingo cuando escuché aquella última frase.
¿Realmente el césar se estaba comparando con aquel judío crucificado por uno de nuestros hombres? Si no era ésa su intención, lo que sucedió después habría resultado incomprensible. Mientras engullía aceitunas, frutas y pastelillos en rápida sucesión, comenzó a explicarme cómo él no era sino una divinidad egipcia que se había encarnado para mayor prosperidad de Roma. En realidad, actuando así nos hacía un enorme favor a los romanos porque si se hubiera manifestado en toda su gloria no hubiéramos podido soportar su fulgor.
—¿No lo crees así, Vitalis?
Había seguido con desgana la última parte de la conversación y ahora aquella inesperada pregunta ejerció sobre mí el mismo efecto que si me hubieran golpeado la frente con un martillo. El césar, el hombre más poderoso del orbe, el señor de Roma, me preguntaba a mí, humilde y fiel funcionario del imperio, si creía que era la encarnación de un dios adorado desde hacía siglos en un lejano país de África.
De buena gana hubiera respondido que carecía de elementos de juicio para analizar semejante cuestión, que mi especialidad eran el combate y la administración de justicia, incluso la gerencia de asuntos prácticos, pero que no era perito en dioses. Todo eso hubiera ansiado explicarlo a ser posible con las mismas palabras sencillas que había utilizado a lo largo de toda mi existencia. Finalmente, miré a Nerón, tragué saliva y dije:
—Por supuesto que sí, domine, por supuesto que sí.